55

—¿Cassie? —pregunta mientras me agarra por los brazos para que no me caiga de culo—. ¿Qué haces aquí? —añade, mirando hacia el granero.

—Me ha parecido oír un ruido.

¡Qué tonta! Ahora a lo mejor decide investigar, pero es lo primero que se me ocurre. Lo de soltar lo primero que se me pasa por la cabeza es algo que debería mejorar…, si es que sobrevivo a los próximos cinco minutos. El corazón me late tan deprisa que me pitan los oídos.

—¿Que te pareció qué? Cassie, no deberías venir aquí de noche.

Asentí con la cabeza y me obligué a mirarlo a los ojos. Evan Walker es de los que se dan cuenta de las cosas.

—Lo sé, ha sido una estupidez, pero llevabas fuera mucho tiempo.

—Estaba persiguiendo un ciervo.

Tengo delante a esta gran sombra con forma de Evan, una sombra con un fusil de gran calibre, recortada sobre el fondo de un millón de soles.

«Seguro que sí», pienso.

—Vamos dentro, ¿vale? Me estoy congelando.

Él no se mueve, está mirando el interior del granero.

—Ya lo he comprobado —le digo, intentando que no me tiemble la voz—. Ratas.

—¿Ratas?

—Sí, ratas.

—¿Que has oído ratas? ¿En el granero? ¿Desde el interior de la casa?

—No, ¿cómo iba a oírlas desde allí? —digo. Ahora vendría bien poner los ojos en blanco, como si me exasperase su comentario, pero, en vez de eso, se me escapa una risa nerviosa—. Salí al porche para tomar aire fresco.

—¿Y las oíste desde el porche?

—Eran unas ratas muy gordas.

«¡Sonrisa coqueta!». Esbozo una sonrisa que espero pueda pasar por una de esas. Después lo cojo del brazo y tiro de él hacia la casa. Es como intentar mover un poste de hormigón. Si entra en el granero y ve el fusil destapado, se acabó. ¿Por qué no lo habré dejado tapado?

—Evan, no es nada… Me he asustado y ya está.

—Vale.

Empuja la puerta del granero para cerrarla y volvemos a la granja. Me echa un brazo protector sobre los hombros y lo deja caer al llegar a la puerta.

«Ahora, Cassie, paso rápido a la derecha, saca la Luger de la cinturilla, cógela con las dos manos, dobla un poco las rodillas, aprieta con delicadeza. Ahora».

Entramos en la cocina, que se ha calentado. Pierdo la oportunidad.

—Entonces, supongo que no has pillado al ciervo —digo como si nada.

—No —responde mientras apoya el fusil en la pared y se quita el abrigo. El frío le ha dejado las mejillas rojas.

—A lo mejor has disparado a otra cosa y eso es lo que he oído.

—No le he disparado a nada —dice, sacudiendo la cabeza.

Se sopla las manos. Lo sigo al salón, y él se agacha junto al fuego para calentárselas. Estoy de pie junto al sofá, a pocos pasos de él.

Mi segunda oportunidad para acabar con Evan. Acertar a tan poca distancia no sería difícil. O no lo sería si su cabeza se pareciera a una lata vacía de maíz, que es el único blanco al que estoy acostumbrada a disparar.

Me saco la pistola del pantalón.

Haber encontrado mi fusil en su granero no me deja demasiadas alternativas. Es como estar bajo aquel coche de la autovía: esconderse o enfrentarse al atacante. No hacer nada, fingir que todo va bien entre nosotros, es inútil. Dispararle en la nuca sí serviría de algo (lo mataría), pero, después del soldado del crucifijo, mi prioridad es no volver a matar jamás a una persona inocente. Lo mejor será enseñar mis cartas ahora que tengo la pistola en la mano.

—Tengo que contarte una cosa —le digo con voz temblorosa—. Te he mentido sobre las ratas.

—Has encontrado el fusil.

No es una pregunta.

Se vuelve. De espaldas al fuego, su rostro queda en sombras y no logro verle la expresión. Su tono, sin embargo, es despreocupado.

—Lo encontré hace un par de días, en la autovía. Recordé que me habías dicho que soltaste el tuyo al huir. Entonces vi las iniciales y supuse que era el mismo.

Guardo silencio un minuto.

Su explicación es muy sensata, pero no me esperaba que fuese directo al grano, sin más.

—¿Por qué no me lo contaste? —pregunto por fin.

—Iba a hacerlo —responde, encogiéndose de hombros—. Supongo que se me olvidó. ¿Qué haces con esa pistola, Cassie?

«Bueno, estaba pensando en volarte los sesos, poco más. Creía que a lo mejor eras un Silenciador, un traidor a tu especie o algo parecido. Qué gracia, ¿verdad?».

Sigo su mirada hasta el arma y, de repente, me dan ganas de echarme a llorar.

—Tenemos que confiar el uno en el otro, ¿verdad? —susurro.

—Sí —responde, acercándose.

—Pero ¿cómo… cómo te obligas a confiar en alguien?

Está a mi lado. No intenta quitarme la pistola, intenta llegar a mí con sus ojos. Y yo quiero que me atrape antes de que la caída me aleje demasiado del Evan que creía que conocía, el que me salvó para salvarse él. Él es todo lo que me queda. Es el diminuto arbusto al que me aferro para no caer al precipicio del que cuelgo. «Ayúdame, Evan, no me dejes caer, no dejes que pierda esa parte de mí que me hace humana».

—No puedes obligarte a creer en nada —responde en voz baja—. Pero sí puedes permitirte creer. Puedes permitirte confiar.

Asiento y lo miro a los ojos, a esos cálidos ojos de chocolate, tan dulces y tan tristes. Maldita sea, ¿por qué tiene que ser tan guapo? Y ¿por qué tengo yo que ser tan consciente de ello? Y ¿en qué se diferencia mi confianza en él de la confianza que Sammy le entregó a ese soldado cuando le dio la mano antes de subir al autobús? Lo más curioso es que sus ojos me recuerdan a los de Sammy: anhelan saber si todo va a salir bien. Los Otros respondieron a esa pregunta con un no inequívoco. Entonces, ¿en qué me convierto si le doy a Evan la misma respuesta?

—Es lo que quiero hacer. Con todas mis fuerzas.

No sé cómo ha sido, pero me ha quitado la pistola. Me da la mano y me conduce al sofá. Deja la pistola sobre El desesperado deseo del amor, se sienta a mi lado, no demasiado cerca, y apoya los codos en las rodillas. Se frota sus enormes manos, como si todavía estuvieran frías. No lo están, acabo de tocarle una.

—No quiero irme de aquí —confiesa—. Por muchos motivos que me parecían muy buenos hasta que te encontré. —Da una suave palmada, frustrado; las palabras no salen como él quería—. Sé que no pediste ser mi razón para seguir con… con todo. Pero en cuanto te encontré…

Se vuelve para tomar mis manos entre las suyas y, de repente, estoy un poco asustada. Me las aprieta con fuerza y los ojos se le llenan de lágrimas. Es como si yo fuera lo que evita que él caiga por un precipicio.

—Lo había entendido todo mal —sigue diciendo—. Antes de encontrarte creía que la única forma de resistir era tener algo por lo que vivir. Y no es eso. Para resistir, debes encontrar algo por lo que estés dispuesto a morir.