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A las nueve horas, todo el batallón se reúne en el patio y forma un mar de monos azules dirigido por los cuatro mejores pelotones, que visten sus uniformes recién estrenados. Más de mil reclutas de pie en perfecta formación, de cara al este, la dirección de los nuevos comienzos, hacia la plataforma de los oradores, que se montó el día anterior. Las banderas ondean bajo la brisa helada, pero no notamos el frío. Un fuego más caliente que el que convirtió a Tanque en cenizas nos ilumina desde dentro. La cúpula del Mando Central pasa por delante de la primera fila, la fila ganadora, nos da la mano y nos felicita por el trabajo bien hecho. Después, unas palabras personales de agradecimiento de los instructores jefe. He estado soñando con lo que le diría a Reznik cuando me diera la mano: «Gracias por hacer de mi vida un infierno», «Muérete. Muérete ya, hijo de puta»… O mi favorita, breve, dulce y directa: «Que te den». Pero, cuando me saluda y me tiende la mano, estoy a punto de desmoronarme. Quiero darle un puñetazo y abrazarlo, todo a la vez.

—Enhorabuena, Ben —me dice, lo que me deja completamente descolocado.

No tenía ni idea de que supiera mi nombre. Me guiña un ojo y sigue avanzando por la fila.

Un par de oficiales que no había visto nunca dan un breve discurso. Después presentan al comandante supremo, y las tropas se vuelven locas: agitamos las gorras y levantamos los puños. Nuestros vítores rebotan en los edificios que rodean el patio y multiplican la intensidad del rugido hasta el punto de que parece que seamos el doble. El comandante Vosch se lleva la mano a la frente, muy despacio, y es como si accionase un interruptor: el ruido acaba de golpe y todos levantamos también la mano para saludar. Oigo que más de uno se sorbe los mocos disimuladamente. Es demasiado. Después de lo que nos trajo hasta aquí y de lo que hemos pasado, después de tanta sangre, tanta muerte y tanto fuego, después de mirarnos al espejo del pasado a través de El País de las Maravillas y de enfrentarnos a la fea verdad sobre el futuro en la sala de ejecución, después de meses de una instrucción brutal que ha empujado a más de uno a un punto sin retorno, hemos llegado. Hemos sobrevivido a la muerte de nuestra infancia. Ahora somos soldados, puede que los últimos soldados que lucharán en el planeta, la última esperanza de la Tierra, unidos como un único ser en el espíritu de la venganza.

No oigo ni una palabra del discurso de Vosch. Me quedo mirando el sol que se eleva por encima de su hombro, un sol enmarcado en las torres gemelas de la central eléctrica, y cuya luz se refleja en la nave en órbita, la única imperfección de un cielo que, por lo demás, parece perfecto. Tan pequeña e insignificante… Es como si pudiera levantar una mano y arrancarla de ahí arriba, arrojarla al suelo y pisotearla hasta reducirla a polvo. El fuego que siento en el pecho se pone al rojo vivo, me recorre todo el cuerpo, me funde los huesos, me incinera la piel. Soy el sol convertido en supernova.

Me equivoqué al asegurar que Ben Parish había muerto el día que salí de la unidad de convalecencia. En realidad he cargado con su cadáver apestoso durante toda la instrucción. Ahora, lo que quedaba de él está ardiendo mientras contemplo la figura solitaria que encendió este fuego. El hombre que me enseñó cuál era el verdadero campo de batalla, el que me vació para que me llenaran de nuevo, el que me mató para que pudiera vivir. Y juro que lo veo devolverme la mirada con esos ojos de un azul helado que son capaces de llegar hasta el fondo de mi alma, y lo sé, sé lo que está pensando.

«Tú y yo somos uno. Hermanos en el odio, hermanos en la astucia, hermanos en el espíritu de la venganza».