51

El día de la graduación.

Nuestros nuevos uniformes nos esperaban cuando regresamos del desayuno: estaban planchados, almidonados y bien doblados sobre nuestros catres. Y había una sorpresa extra especial: cintas para la cabeza equipadas con el último avance tecnológico en detección de alienígenas: un disco transparente del tamaño de una moneda de veinticinco centavos que se coloca sobre el ojo izquierdo. Los humanos infestados se iluminarían a través de la lente. O eso nos contaron. Más tarde, cuando pregunté al técnico cómo funcionaba eso, me dio una respuesta muy sencilla: si no está limpio, emite un brillo verde. Cuando le pedí con mucha educación que me hiciera una demostración breve, él se rio y dijo:

—Ya tendrás tu demostración sobre el terreno, soldado.

Por primera vez desde que llegamos al Campo Asilo (y, seguramente, por última vez en nuestras vidas), volvemos a ser niños. Gritamos y saltamos de catre en catre, haciendo chocar las palmas de las manos. Hacha es la única que se mete en la letrina para cambiarse. El resto nos desnudamos donde estamos y arrojamos los odiados monos azules a una pila en el centro del suelo. Tacita tiene la genial idea de prenderles fuego, y lo habría hecho si Dumbo no llega a quitarle la cerilla encendida de la mano en el último segundo.

El único que no lleva uniforme está sentado en su catre, con su mono blanco y las piernas colgando de la cama. Tiene los brazos cruzados y le sobresale el labio inferior en un mohín. Me doy cuenta, lo entiendo. Después de vestirme, me siento a su lado y le doy una palmada en la pierna.

—Ya te llegará el turno, soldado. Aguanta.

—Dos años, Zombi.

—¿Y? Piensa en lo duro que serás dentro de dos años. No te llegaremos ni a la altura de la zapatilla.

A Frijol lo han asignado a otro pelotón de entrenamiento para cuando nos desplieguen. Le prometí que dormiría conmigo siempre que estuviera en la base, pero no tengo ni idea de cuándo regresaré, si es que regreso. Nuestra misión sigue siendo alto secreto: solo la conoce el Mando Central. No estoy seguro de que Reznik sepa adónde vamos. A mí me da igual, siempre que Reznik se quede aquí.

—Vamos, soldado, se supone que tienes que alegrarte por mí —bromeo con Frijol.

—No volverás. —Lo dice tan convencido y enfadado que no sé ni qué responder—. No volveré a verte nunca.

—Claro que me volverás a ver, Frijol. Te lo prometo.

Me golpea con todas sus fuerzas, una y otra vez, justo encima del corazón. Le agarro la muñeca, y él me sigue golpeando con la otra mano. Se la agarro también y le ordeno que pare.

—¡No me lo prometas, no me lo prometas, no me lo prometas! ¡No prometas nada nunca, nunca, nunca! —grita, y la carita se le arruga de rabia.

—Eh, Frijol, tranquilo —le digo mientras le doblo los brazos sobre el pecho y me agacho para mirarlo a los ojos—. Algunas cosas no hace falta prometerlas. Simplemente, las haces.

Me meto la mano en el bolsillo y saco el medallón de Sissy. Abro el cierre. No lo he hecho desde que lo arreglé en la ciudad de las tiendas de campaña. Círculo roto. Se lo pongo al cuello y lo cierro. Círculo cerrado.

—Pase lo que pase ahí fuera, volveré a por ti —le prometo.

Detrás de él veo a Hacha saliendo del baño. Se está metiendo el pelo debajo de su gorra nueva. Yo me cuadro y la saludo.

—¡El soldado Zombi se presenta para el servicio, líder de pelotón!

—Mi único día de gloria —dice ella, devolviéndome el saludo—. Todo el mundo sabe quién será el sargento.

—No presto atención a los rumores —respondo, encogiéndome de hombros con modestia.

—Hiciste una promesa, a pesar de saber que no podrías cumplirla —dice tranquilamente, que es como lo dice todo. El problema es que me responde justo delante de Frijol—. ¿Seguro que no te apetece aprender a jugar al ajedrez, Zombi? Se te daría muy bien.

Como reírme parece lo menos peligroso en estos momentos, me río.

La puerta se abre de golpe, y Dumbo grita:

—¡Señor! ¡Buenos días, señor!

Corremos a los pies de nuestros respectivos catres y nos ponemos firmes mientras Reznik recorre la fila para nuestra última inspección. Está muy tranquilo, para ser Reznik. No nos llama gusanos ni basura, aunque sigue tan tiquismiquis como siempre. La camisa de Picapiedra no está bien remetida por un lado. Umpa tiene la gorra torcida. Sacude del cuello del uniforme de Tacita una pelusa diminuta que solo ha visto él. Se queda junto a ella un buen rato, mirándola a la cara con una seriedad casi cómica.

—Bueno, soldado, ¿estás lista para morir?

—¡Señor, sí, señor! —grita Tacita con su mejor vozarrón de guerrera.

Reznik se vuelve hacia los demás.

—¿Y vosotros? ¿Estáis listos?

—¡Señor, sí, señor! —gritamos a una.

Antes de irse, Reznik me ordena que dé un paso al frente.

—Venga conmigo, soldado —dice. Después saluda por última vez a las tropas y añade—: Nos vemos en la fiesta, niños.

Mientras salgo, Hacha me echa una mirada que parece decirme: «¿Lo ves?».

Camino dos pasos por detrás del instructor jefe. Cruzamos el patio, donde unos reclutas vestidos con monos azules dan los últimos toques a la plataforma de los oradores, cuelgan banderines, colocan sillas para los altos mandos y desenrollan la alfombra roja. En un extremo, entre los barracones, han colgado una enorme pancarta que dice: «NOSOTROS SOMOS LA HUMANIDAD». Y, al otro extremo: «SOMOS UNO».

Entramos en un edificio anodino de una planta situado en el lado occidental del complejo y nos detenemos junto a una puerta de seguridad que reza: «SOLO PERSONAL AUTORIZADO». Pasamos por un detector de metales controlado por unos soldados impávidos y bien armados. Nos metemos en un ascensor que nos lleva cuatro plantas por debajo del nivel del suelo. Reznik no habla, ni siquiera me mira. Tengo una idea bastante clara del lugar al que nos dirigimos, pero no sé por qué. Nervioso, me tiro de la parte delantera del uniforme.

Bajamos por un largo pasillo bañado en luces fluorescentes. Pasamos otro control de seguridad. Más soldados armados e impávidos. Reznik se detiene frente a una puerta sin señalizar y pasa su tarjeta por el cierre. Entramos en un cuarto pequeño. Un hombre con uniforme de teniente nos saluda en la puerta, y lo seguimos por otro pasillo hasta llegar a un gran despacho privado. El hombre sentado al escritorio está hojeando una pila de copias impresas.

Vosch.

Tras mandar retirarse a Reznik y al teniente, nos quedamos solos.

—Descanse, soldado.

Separo las piernas, me llevo las manos a la espalda y me sujeto la muñeca izquierda con la mano derecha. Estoy de pie frente al gran escritorio, mirando al frente y sacando pecho. Es el comandante supremo. Yo soy un soldado raso, un humilde recluta, ni siquiera soy un militar de verdad todavía. El corazón amenaza con reventarme los botones de la camisa nueva.

—Bueno, Ben, ¿cómo estás?

Esboza una sonrisa cálida. Ni siquiera sé cómo empezar a responder la pregunta. Además, me descoloca que me llame Ben: me suena raro después de pasarme tantos meses atendiendo al nombre de Zombi.

Espera una respuesta y, por algún estúpido motivo, suelto lo primero que se me ocurre.

—¡Señor, el soldado está listo para morir, señor!

Él asiente sin dejar de sonreír, se levanta, rodea el escritorio y dice:

—Vamos a hablar sin cortapisas, de soldado a soldado. A fin de cuentas, eso es lo que eres ahora, sargento Parish.

Entonces los veo: lleva los galones de sargento en la mano. Así que Hacha tenía razón. Me pongo firme mientras me los coloca en el cuello. Me da una palmada en el hombro y me mira fijamente a los ojos.

Cuesta devolverle la mirada: cuando esos ojos azules te miran, te sientes desnudo, completamente expuesto.

—Perdiste a un hombre.

—Sí, señor.

—Es algo terrible.

—Sí, señor.

Vosch se apoya en el escritorio y cruza los brazos.

—Su perfil era excelente. No tan bueno como el tuyo, pero… La lección que debes aprender, Ben, es que todos tenemos un límite. Todos somos humanos, ¿no?

—Sí, señor.

Sonríe. ¿Por qué sonríe? En el búnker subterráneo hace fresco, pero estoy empezando a sudar.

—Puedes preguntar —dice, haciendo un gesto con la mano para alentarme.

—¿Señor?

—La pregunta que debes de estar pensando. La que te has hecho desde que Tanque apareció en procesamiento y eliminación.

—¿Cómo murió?

—Sobredosis, como sin duda sospechabas. Un día después de quitarle la vigilancia para que no se suicidara —explica, y señala la silla que está a mi lado—. Siéntate, Ben. Tenemos que hablar de algo.

Me siento en el borde de la silla, con la espalda recta y la barbilla levantada. Si es posible estar firme sentado, eso es lo que hago.

—Todos tenemos nuestros límites —dice, taladrándome con sus ojos azules—. Te contaré el mío. Dos semanas después de la cuarta ola, estaba reuniendo supervivientes en un campo de refugiados a unos seis kilómetros de aquí. Bueno, no a todos los supervivientes, solo a los niños. Aunque todavía no habíamos detectado las infestaciones, estábamos bastante seguros de que lo que ocurría no implicaba a los niños. Como era imposible saber quién era el enemigo y quién no, la decisión del mando fue eliminar a todo el personal mayor de quince años.

Se le oscurece el rostro y aparta la mirada. Sigue apoyado en el borde del escritorio, y se aferra a él con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos.

—Es decir, fue mi decisión —añade, respirando profundamente—. Los matamos, Ben. Después de llevarnos a los niños, los matamos a todos sin excepción. Y, cuando acabamos, le pegamos fuego al campo. Lo borramos de la faz de la Tierra.

Me mira de nuevo y, aunque resulte increíble, veo lágrimas en sus ojos.

—Ese fue mi límite. Después, al darme cuenta de que había caído en su trampa, me horroricé. Me había convertido en un instrumento del enemigo. Por cada persona infestada que asesiné, murieron tres inocentes. Tendré que vivir con eso…, porque tengo que vivir. ¿Entiendes a qué me refiero?

Asentí con la cabeza, y él esbozó una sonrisa triste.

—Claro que lo entiendes. Los dos tenemos sangre inocente en las manos, ¿verdad?

De repente, se endereza, muy serio. Las lágrimas han desaparecido.

—Sargento Parish, hoy se graduarán los cuatro mejores pelotones de tu batallón. Como comandante del pelotón ganador, tienes la oportunidad de ser el primero en elegir misión. Dos pelotones se desplegarán como patrullas que protegerán el perímetro de esta base. Los otros dos se desplegarán en territorio enemigo.

Tardo un par de minutos en asimilar la información. Me permite hacerlo. Vosch recoge uno de los papeles impresos y me lo pone delante. Hay muchos números, líneas irregulares y símbolos raros que no significan nada para mí.

—No espero que seas capaz de leerlo, pero ¿tienes alguna suposición acerca de lo que podría ser? —pregunta.

—No sería más que eso, señor, una suposición.

—Es el análisis de un ser humano infestado, realizado por El País de las Maravillas.

Asiento con la cabeza. ¿Por qué narices asiento? Como si lo comprendiera: «Ah, sí, comandante, ¡un análisis! Por favor, continúe».

—Los hemos hecho pasar por El País de las Maravillas, claro, pero no habíamos sido capaces de desentrañar el mapa de la infestación de la víctima (o del clon, lo que sea)… hasta ahora. —Levanta en alto el papel y dice—: Este, sargento Parish, es el aspecto que tiene una conciencia alienígena.

De nuevo, asiento, pero esta vez porque empiezo a entenderlo.

—Saben lo que están pensando los alienígenas.

—¡Exacto! —exclama, y me sonríe con ganas: soy su alumno estrella—. La clave para ganar esta guerra no son las tácticas ni la estrategia, ni siquiera el desequilibrio tecnológico. La verdadera clave para ganar esta guerra, como cualquier otra, es comprender cómo piensa el enemigo. Y ahora lo comprendemos.

Espero a que me informe al respecto con suavidad: ¿cómo piensa el enemigo?

—Gran parte de lo que suponíamos es correcto. Llevan algún tiempo observándonos. Las infestaciones se introdujeron en individuos clave de todo el mundo (agentes durmientes, por así decirlo) que esperaban la señal para lanzar un ataque coordinado en cuanto se hubiera reducido la población a un número manejable. Sabemos cómo acabó el ataque aquí, en el Campo Asilo, y sospechamos que las demás instalaciones militares no tuvieron tanta suerte.

Se golpea el muslo con el papel. Debo de haber dado un respingo, porque me sonríe para tranquilizarme.

—Un tercio de la población superviviente. Plantados aquí para erradicar a los que sobrevivieran a las primeras tres olas. A ti, a mí, a tus miembros de equipo, a todos nosotros. Si temes, como temía el pobre Tanque, que llegue una quinta ola, olvídalo. No habrá una quinta ola. No tienen ninguna intención de abandonar la nave nodriza hasta haber exterminado a la raza humana.

—¿Por eso no nos han…?

—¿Atacado otra vez? Eso creemos. Al parecer, su objetivo principal es conservar el planeta para la colonización. Ahora estamos en una guerra de desgaste. Nuestros recursos son limitados y no durarán para siempre. Lo sabemos, y ellos también lo saben. Sin un flujo de suministros, sin forma de reunir una fuerza de combate significativa, al final, este campo, y cualquier otro que quede por ahí, morirá como una vid a la que le cortan las raíces.

Qué raro, todavía sonríe, como si este escenario del juicio final lo excitara.

—Entonces ¿qué hacemos? —pregunto.

—Lo único que podemos hacer: llevar la batalla a su campo.

Lo dice sin dudar, sin miedo, sin deseperanza. «Llevar la batalla a su campo». Por eso es el comandante. Viéndole aquí de pie, sonriente, seguro, sus facciones me recuerdan a una antigua estatua noble, sabia y fuerte. Es la roca contra la que se estrellan las olas alienígenas, y permanece intacta. «Nosotros somos la humanidad», dice la pancarta. Incorrecto. Nosotros somos pálidos reflejos de la humanidad, sus débiles sombras, su eco lejano. La humanidad es él, el corazón palpitante, imbatido e invencible de la humanidad. En este momento, si el comandante me pidiera que me metiera una bala en la cabeza por la causa, lo haría. Lo haría sin pensármelo dos veces.

—Lo que nos lleva de vuelta al tema de tu misión —dice en voz baja—. Nuestros vuelos de reconocimiento han identificado grupos significativos de combatientes infestados en Dayton y sus alrededores. Soltaremos allí a un pelotón, y se quedará solo durante cuatro horas. Hay aproximadamente una posibilidad entre cuatro de salir con vida.

Me aclaro la garganta.

—Y dos pelotones se quedan aquí —respondo.

—Sí, tú decides —me dice, taladrándome hasta la médula con sus ojos azules.

La misma sonrisa cómplice. Sabe lo que voy a contestar. Lo sabía antes de que yo entrara por la puerta. A lo mejor se lo dijo mi perfil de El País de las Maravillas, pero no lo creo. Me conoce.

Me levanto de la silla y me pongo firme.

Y le digo lo que él ya sabe.