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A la mañana siguiente, me presento en el despacho de Reznik con una petición especial. Sé cuál será su respuesta, pero lo pregunto de todos modos.

—Señor, el líder de pelotón solicita que el instructor jefe ofrezca al soldado Frijol un permiso especial para esta mañana.

—El soldado Frijol es un miembro de este pelotón —me recuerda Reznik—. Y, como miembro de este pelotón, se espera que realice todas las tareas asignadas por el Mando Central. Todas, soldado.

—Señor, el líder de pelotón solicita que el instructor jefe reconsidere su decisión por la edad del soldado Frijol y…

Reznik descarta mi objeción con un movimiento de la mano.

—El chico no ha caído del puñetero cielo, soldado. Si no hubiese pasado las pruebas preliminares, no lo habrían asignado a su pelotón. Pero el hecho es que pasó las pruebas, se lo asignó a su pelotón y realizará todas las tareas que el Mando Central asigne al pelotón, incluido el P&E. ¿Está claro, soldado?

Bueno, Frijol, lo he intentado.

—¿Qué es P&E? —me pregunta en el rancho del desayuno.

—Procesamiento y eliminación —respondo, desviando la mirada.

Frente a nosotros, Dumbo gruñe y aparta la bandeja.

—Genial, ¡la única forma de desayunar era no pensar en eso!

—Usar y tirar, chaval —dice Tanque, mirando a Picapiedra en busca de su aprobación.

Esos dos están unidos. El día que Reznik me dio el puesto, Tanque me dijo que le daba igual quién fuera el líder del pelotón, que él solo escucharía a Picapiedra. Me encogí de hombros. Me da igual. Cuando nos graduemos (si nos graduamos), uno de los dos ascenderá a sargento, y sé que ese no seré yo.

—La doctora Pam te enseñó a un infestado —le digo a Frijol. Por su cara, me doy cuenta de que no es un recuerdo agradable—. Apretaste el botón —añado, y él asiente de nuevo con la cabeza, aunque más despacio que antes—. ¿Qué crees que pasa con la persona del otro lado del cristal después de apretar el botón?

—Muere —susurra Frijol.

—¿Y con las personas enfermas que traen de fuera, los que no sobreviven cuando llegan? ¿Qué crees que les pasa?

—¡Venga ya, Zombi! ¡Díselo de una vez! —dice Umpa.

Él también ha apartado la comida. Es la primera vez que ocurre: Umpa es el único del pelotón que siempre repite. Por decirlo suavemente, la comida del campo es un asco.

—No nos gusta hacerlo, pero es necesario —prosigo, repitiendo el eslogan de la empresa—. Porque esto es la guerra, ¿sabes? Es la guerra.

Contemplo a los de la mesa en busca de apoyo, pero la única persona que me mira a los ojos es Tacita, que asiente con ganas.

—Guerra —repite, feliz.

Salimos del comedor y atravesamos el patio, donde varios pelotones entrenan bajo la atenta mirada de su instructor. Frijol trota a mi lado. El perro de Zombi, así lo llama el pelotón a sus espaldas. Nos metemos entre los barracones 3 y 4 para llegar a la carretera que conduce a la central eléctrica y a los hangares de procesamiento. Hace frío y está nublado; da la impresión de que va a nevar. A lo lejos se oye el despegue de un Black Hawk y el nítido repiqueteo de un arma automática. Justo frente a nosotros tenemos las torres gemelas de la planta, que eructan humo negro y gris. El humo gris se mezcla con las nubes. El negro permanece.

Han montado una gran tienda blanca junto a la entrada del hangar, y la zona de preparación está engalanada con señales rojas y blancas que avisan del peligro biológico. Aquí nos preparamos para el procesamiento. Una vez vestido, ayudo a Frijol a ponerse su mono naranja, las botas, los guantes de goma, la máscara y el casco. Le doy la charla correspondiente para que sepa que no debe quitarse ninguna parte del traje mientras esté en el hangar, bajo ninguna circunstancia, jamás. Debe pedir permiso antes de manipular nada y, si alguna vez tiene que salir del edificio por lo que sea, antes de volver a entrar debe descontaminarse y pasar por la inspección.

—Tú quédate a mi lado —le digo—. No pasará nada.

Él asiente con la cabeza, y su casco rebota adelante y atrás, de modo que el visor le da en la frente. Está intentando no desmoronarse, pero no se le da demasiado bien, así que le digo:

—No son más que personas, Frijol. Nada más que personas.

Dentro del hangar de procesamiento, los cadáveres de las personas, nada más que personas, se clasifican: se separa a los infestados de los limpios; o, como decimos nosotros, a los infes de los no infes. Los infes se marcan con un círculo verde brillante en la frente, pero casi nunca hace falta mirarlo: son siempre los cadáveres más frescos.

Los han apilado contra la pared de atrás y esperan su turno para que los coloquen sobre las largas mesas metálicas que recorren el hangar a todo lo largo.

Los cadáveres están en distintas fases de descomposición. Algunos tienen meses. Otros parecen tan frescos que si se sentaran y saludaran, no me extrañaría.

Hacen falta tres pelotones para encargarse de la línea de proceso. Uno carga los cadáveres en carretillas y los lleva a las mesas metálicas. Otro los procesa. Y el tercero traslada los cadáveres procesados a la parte delantera y los apila para que los recojan. Las tareas rotan para aliviar la monotonía.

Procesar es lo más interesante, y ahí es donde empieza nuestro pelotón. Le digo a Frijol que no toque, que se limite a observarme hasta que entienda de qué va.

Se vacían los bolsillos. Se separa el contenido. La basura va a un cubo; el material electrónico, a otro; los metales preciosos, a un tercero; todos los demás metales, a un cuarto. Los monederos, las carteras, el papel, el dinero… Todo eso va a la basura. Algunos de los pelotones no pueden evitarlo (cuesta olvidar las viejas costumbres) y llenan los bolsillos con fajos de billetes de cien dólares que no sirven para nada.

Fotografías, carnés de identidad, cualquier recuerdo que no esté hecho de cerámica es basura. Casi sin excepción, los bolsillos de los muertos, desde el más viejo al más joven, están llenos de objetos rarísimos cuyo valor solo comprendían sus propietarios.

Frijol no dice palabra. Me observa trabajar en la línea y se mantiene a mi lado a medida que voy pasando al siguiente cadáver. El hangar está ventilado, pero el olor es abrumador. Como ocurre con cualquier olor omnipresente (o, mejor dicho, con cualquier cosa omnipresente), acabas acostumbrándote; al cabo de un rato no siquiera lo notas.

Lo mismo puede decirse de los demás sentidos. Y del alma. Cuando ya has visto quinientos bebés muertos, ¿cómo va a escandalizarte o asquearte nada? ¿Cómo vas a sentir algo?

A mi lado, Frijol guarda silencio y observa.

—Avísame si te dan ganas de vomitar —le digo secamente.

Vomitar dentro del traje es horrible.

Los altavoces de arriba cobran vida, y empiezan las canciones. Casi todos los chicos prefieren escuchar rap mientras procesan, pero a mí me gusta mezclarlo con un poco de heavy metal y algo de R&B. Frijol quiere hacer algo, así que le pido que lleve la ropa destrozada a las cestas de la lavandería. La quemarán por la noche, con los cadáveres procesados. La eliminación se realiza en la puerta de al lado, en el incinerador de la central eléctrica. Dicen que el humo negro sale del carbón y el gris, de los cadáveres. No sé si es verdad.

Es el procesamiento más difícil que he hecho. Tengo que estar pendiente de Frijol, de los cadáveres que me toca procesar y del resto del pelotón, porque en el hangar no hay sargento instructor ni ningún adulto, salvo los muertos, claro. Solo críos, y a veces es como en el colegio, cuando el profesor, de repente, tiene que salir del aula. Las cosas se pueden salir de madre.

Fuera del P&E, hay poca interacción entre los pelotones. La competición por los primeros puestos del tablero es demasiado intensa, y no se trata de una rivalidad amistosa.

Así que cuando veo a la chica de piel blanca y pelo oscuro empujando la carretilla con los cadáveres que va recogiendo de la mesa de Bizcocho para llevarlos al área de eliminación, no me acerco a ella para presentarme, ni agarro por el brazo a uno de los miembros del equipo para preguntar por su nombre. Simplemente me quedo mirándola mientras meto los dedos en los bolsillos de la gente muerta. Me doy cuenta de que la chica dirige el tráfico en la puerta; debe de ser su líder de pelotón. En la pausa de media mañana, me llevo a Bizcocho a un lado. Es un crío muy dulce, callado, pero nada raro. La teoría de Dumbo es que un día saltará el corcho y Bizcocho se pasará una semana hablando sin parar.

—¿Te has fijado en esa chica del Pelotón diecinueve que trabaja en tu mesa? —le pregunto, y él asiente con la cabeza—. ¿Sabes algo de ella? —Sacude la cabeza—. ¿Por qué te pregunto esto? —Él se encoge de hombros—. Vale, pero no le cuentes a nadie que te lo he preguntado.

Tras cuatro horas de trabajo, Frijol casi no se tiene en pie. Necesita un descanso, así que me lo llevo fuera unos minutos, nos sentamos con la espalda apoyada en la puerta del hangar y observamos el humo negro y gris que asciende hacia las nubes.

Frijol se quita el casco y apoya la frente en el metal frío de la puerta; tiene la cara reluciente de sudor.

—No son más que personas —repito, más que nada porque no sé qué otra cosa decir—. Poco a poco va resultando más fácil. Cada vez que lo haces, sientes un poco menos. Hasta que es como… No sé, como hacer la cama o cepillarte los dientes.

Estoy muy tenso: me da miedo que el crío se derrumbe. Que llore. Que eche a correr. Que estalle. Algo. Pero se limita a mirarme con ojos vacíos y distantes, y, de repente, me doy cuenta de que soy yo el que está a punto de estallar. No contra él, ni contra Reznik, por haberme obligado a traerlo. Contra ellos. Contra los cabrones que nos han hecho esto. Mi vida no tiene importancia: sé cómo acaba eso. Pero ¿qué hay de la de Frijol? Solo tiene cinco puñeteros años y ¿qué le queda por delante? Y ¿por qué narices lo asignó el comandante Vosch a una unidad de combate? En serio, ni siquiera es capaz de levantar un fusil. A lo mejor la idea es cogerlos jóvenes y entrenarlos de cero. Así, cuando llegue a mi edad, no tendrán a un asesino de sangre fría, sino de sangre helada. Uno con nitrógeno en la sangre.

Oigo su voz antes de notar su mano sobre mi antebrazo.

—Zombi, ¿estás bien?

—Claro que sí.

Curioso giro de los acontecimientos: él preocupado por mí.

Un gran camión plataforma se acerca a la puerta del hangar, y el Pelotón 19 empieza a cargar cadáveres y los lanza al camión como si fuera personal humanitario transportando sacos de cereal. Ahí está otra vez la chica de pelo oscuro, forcejeando con uno de los extremos de un cadáver muy gordo. Mira hacia nosotros antes de volver adentro a por el siguiente cadáver. Genial. Seguramente informará de que nos ha visto escaquearnos: así nos quitarán puntos.

—Cassie dice que da igual lo que hagan —dice Frijol—. No pueden matarnos a todos.

—¿Por qué no?

Porque, muchacho, la verdad es que me gustaría saberlo.

—Porque cuesta matarnos. Somos invici…, inveci…, invicti…

—¿Invencibles?

—¡Eso es! —exclama él, y me da palmaditas en el brazo para tranquilizarme—. Invencibles.

Humo negro, humo gris. El frío cortándonos las mejillas, el calor de nuestros cuerpos atrapados dentro de los trajes, Zombi y Frijol y las nubes amenazadoras corren por encima de nuestras cabezas y, más arriba, la nave nodriza responsable del humo gris y, en cierto modo, de nosotros. También de nosotros.