Después de vendarle el punto de inserción, la doctora anota algo en su historial, se lo pasa a la enfermera y le dice a Sammy que ya solo queda una prueba.
Sammy la sigue a la habitación de al lado. Es mucho más pequeña que la sala de reconocimiento, poco mayor que un armario. En el centro hay un sillón que le recuerda al de su dentista: estrecho, de respaldo alto y con finos reposabrazos a los lados.
La doctora le pide que se siente.
—Recuéstate; la cabeza también, eso es. Relájate.
Ñiiic. El respaldo del sillón se baja y la parte delantera se eleva, subiéndole las piernas hasta que está prácticamente tumbado. La doctora se acerca, sonriente.
—Bien, Sam. Has tenido mucha paciencia con nosotros, y este es el último examen, lo prometo. No se tarda mucho y no duele, aunque a veces puede ser un poco… intenso. Es para probar el implante que acabamos de ponerte, para asegurarnos de que funciona bien. Dura unos cuantos minutos y tienes que permanecer muy, muy quieto. Eso puede resultar difícil, ¿verdad? No debes agitarte, ni moverte, ni siquiera rascarte la nariz, porque eso estropearía la prueba. ¿Crees que podrás hacerlo?
Sammy asiente con la cabeza. Le está devolviendo la sonrisa a la doctora.
—Ya he jugado antes a «pies quietos» —le asegura—. Se me da muy bien.
—¡Estupendo! Pero, por si acaso, voy a ponerte estas correas en las muñecas y en los tobillos. No las apretaré mucho: es solo por si empieza a picarte la nariz. Las correas te recordarán que no puedes moverte. ¿Te parece bien?
Sammy vuelve a asentir.
—Vale —dice la doctora después de sujetarlo con las correas—, ahora voy a colocarme al lado del ordenador. El ordenador enviará una señal para calibrar el transpondedor, y el transpondedor enviará una señal de respuesta. Solo se tarda unos segundos, aunque puede que te parezca más. De hecho, puede que te parezca mucho más. Cada persona reacciona de una forma distinta. ¿Listo para intentarlo?
—Vale.
—¡Bien! Cierra los ojos. Mantenlos cerrados hasta que te diga que puedes abrirlos. Respira profundamente. Allá vamos. Ahora, mantén los ojos cerrados. Cuento atrás desde tres…, dos…, uno…
Una bola de fuego cegadora estalla dentro de la cabeza de Sammy Sullivan. Su cuerpo se tensa; las piernas tiran de las correas; los diminutos dedos se cierran en torno a los reposabrazos. Oye la tranquilizadora voz de la doctora al otro lado de la luz cegadora. Le dice:
—No pasa nada, Sammy, no tengas miedo. Solo unos segundos más, lo prometo…
Ve su cuna. Y allí está Oso, tumbado a su lado, en la cuna, y también está el móvil de estrellas y planetas que da vueltas lánguidamente sobre su cama. Ve a su madre inclinándose sobre él con una cucharada de medicina y diciéndole que se la tome. Ahí está Cassie en el patio. Es verano, y él camina con dificultad, con el bragapañal puesto, y Cassie lanza el agua de la manguera hacia arriba, muy alto, de modo que un arcoíris surge de la nada. Su hermana mueve la manguera adelante y atrás, y se ríe mientras él persigue el arcoíris, los colores fugaces e inaprensibles que son como astillas de luz dorada. «¡Atrapa el arcoíris, Sammy! ¡Atrapa el arcoíris!».
Las imágenes y los recuerdos manan de él como agua que corre hacia un desagüe. En menos de noventa segundos, toda la vida de Sammy sale de él en tromba y entra en el ordenador central: una avalancha de tacto, olfato, gusto y oído que acaba desvaneciéndose en la blanca nada. Su mente queda al desnudo en esa blancura cegadora; todo lo que ha experimentado, todo lo que recuerda e incluso aquellas cosas que no puede recordar; todo lo que compone la personalidad de Sammy Sullivan es extraído, clasificado y transmitido por el dispositivo de la nuca al ordenador de la doctora Pam.
Ya se ha trazado el mapa del número cuarenta y nueve.