Su madre solo va a verlo en el espacio intermedio, esos momentos grises antes de dormirse. Permanece alejada de sus sueños, como si supiera que no debe entrar, porque, aunque los sueños no son reales, cuando los soñamos nos lo parecen. Lo quiere demasiado para hacerle eso.
A veces le ve la cara, pero normalmente no puede: solo distingue su silueta, algo más oscura que el gris que se esconde detrás de los párpados de su hijo, y él la huele y le toca el pelo, que se desliza entre sus dedos. Si pone demasiado empeño en verle la cara, su madre se desvanece en la oscuridad. Y si intenta abrazarla con demasiada fuerza, se le escapa entre los dedos, como uno de sus mechones de pelo.
El zumbido de las ruedas en la carretera oscura. El olor a rancio del aire caliente y el balanceo del autobús debajo de las frías estrellas. ¿Cuánto queda para el Campo Cielo? Es como si llevaran toda la vida en esa carretera oscura, bajo las frías estrellas. Espera a su madre en el espacio intermedio, con los párpados cerrados, mientras Megan lo observa con esos enormes ojos redondos de búho.
Se queda dormido.
Sigue dormido cuando los tres autobuses escolares se detienen junto a las puertas del Campo Cielo. Muy arriba, en la torre de vigilancia, el centinela pulsa un botón que desbloquea el cierre electrónico y abre la puerta. Los autobuses entran, y la puerta se cierra a su paso.
No se despierta hasta que los autobuses se paran acompañados del susurro furibundo de los frenos. Dos soldados caminan por el pasillo y despiertan a los niños que se han quedado dormidos. Los soldados van bien armados, pero sonríen y les hablan con amabilidad: «No pasa nada. Ahora estáis completamente a salvo».
Sammy se sienta, entorna los ojos para protegerlos del repentino baño de luz que entra por las ventanas y mira afuera. Se han detenido frente a un gran hangar de aviones. Las enormes puertas del muelle de carga están cerradas, así que no ve qué hay dentro. Por un segundo no le preocupa estar en un lugar desconocido sin papá ni Cassie ni Oso. Sabe lo que significa esa luz intensa: los alienígenas no han podido cortar la electricidad en el campo. También significa que Parker le ha dicho la verdad: el recinto tiene un campo de fuerza. No importa que los Otros sepan de su existencia.
Están completamente a salvo.
Nota la respiración inquieta de Megan junto a su oreja y se vuelve para mirarla. Los ojos de la niña parecen gigantes a la luz de los focos. Megan le coge la mano.
—No me dejes sola —le suplica.
Un hombre grandote sube al autobús, se planta junto al conductor con las manos en las caderas. Tiene una cara ancha y rolliza, y los ojos muy pequeños.
—Buenos días, niños y niñas, ¡bienvenidos al Campo Asilo! Me llamo comandante Bob. Sé que estáis cansados, que tenéis hambre y que tal vez estéis un poco asustados… A ver, ¿quién está un poco asustado? Que levante la mano.
Nadie la levanta. Veintiséis pares de ojos lo miran sin expresión alguna, y el comandante Bob sonríe. Tiene los dientes pequeños, como los ojos.
—Eso es extraordinario. Y ¿sabéis qué os digo? ¡No deberíais tener miedo! Ahora mismo, nuestro campo es el lugar más seguro de todo el mundo, en serio. Estáis completamente a salvo —afirma, y se vuelve hacia uno de los sonrientes soldados, que le pasa una tablilla sujetapapeles—. Bien, en Campo Asilo solo hay dos reglas. La regla número uno es: recordad vuestros colores. ¡Que todo el mundo enseñe su color!
Veinticinco puños se alzan al instante. El número veintiséis, el de Megan, se queda en su regazo.
—Rojos, en un par de minutos os acompañarán al Hangar Número Uno para procesaros. Verdes, quedaos donde estáis: todavía tardaréis un poco.
—Yo no voy —le susurra Megan a Sammy al oído.
—¡Regla número dos! —brama el comandante Bob—. La regla número dos son dos palabras: escuchad y obedeced. Es fácil de recordar, ¿no? Regla número dos, dos palabras. Escuchad a vuestro líder de grupo. Obedeced todas las instrucciones que os dé vuestro líder de grupo. No preguntéis y no repliquéis. Ellos (igual que todos nosotros) están aquí por una única razón, y esa razón es manteneros a salvo. Y no podemos manteneros a salvo a no ser que escuchéis y obedezcáis todas las instrucciones de inmediato, sin preguntas. —Le devuelve la tablilla al soldado sonriente, da una palmada con sus manos regordetas y añade—: ¿Alguna pregunta?
—Primero dice que no hagamos preguntas y después quiere saber si tenemos preguntas —susurra Megan.
—¡Excelente! —chilla el comandante Bob—. ¡Vamos a procesaros! Rojos, vuestro líder de grupo es el cabo Parker. Nada de correr ni de empujar, pero no dejéis de moveros. No se puede salir de la fila y no se puede hablar; y acordaos de enseñar vuestro sello en la puerta. Vamos, gente. Cuanto antes os procesemos, antes podréis dormir un poco y desayunar. No os prometo la mejor comida del mundo, pero ¡hay de sobra!
El soldado baja los escalones con pesadez. El autobús se balancea con cada paso que da. Sammy empieza a levantarse, y Megan tira de él para que se siente de nuevo.
—¡No me dejes sola! —repite.
—Pero soy un rojo —protesta Sam.
Se siente mal por Megan, pero está deseando salir. Es como si hubiese estado un siglo dentro de ese autobús; además, cuanto antes vacíen los autobuses, antes podrán volver para recoger a papá y a Cassie.
—No pasa nada, Megan —le dice tratando de consolarla—. Ya has oído a Parker: van a curar a todo el mundo.
El niño baja y se pone al final de la cola, con los otros rojos. Parker se ha puesto al pie de los escalones para comprobar los sellos.
—¡Eh! —grita el conductor, y Sammy se vuelve justo a tiempo de ver a Megan llegando al último escalón.
Se da contra el pecho de Parker, y grita cuando él la agarra de los brazos, que no dejan de agitarse.
—¡Suéltame!
El conductor la aparta de Parker y la arrastra de nuevo escalones arriba mientras le sujeta un brazo a la espalda.
—¡Sammy! —grita—. ¡Sammy, no te vayas! ¡No los dejes…!
Entonces, las puertas se cierran y ahogan sus gritos. Sammy mira a Parker, que le da una palmadita en el hombro para tranquilizarlo.
—No le pasará nada, Sam —le asegura el sanitario en voz baja—. Vamos.
De camino al hangar, la oye gritar detrás de la piel metálica amarilla del autobús, por encima del gruñido gutural del motor, del silbido de los frenos al soltarse. Grita como si se muriera, como si la torturaran. Entonces, Sammy entra en el hangar por una puerta lateral y deja de oírla.
Justo al otro lado de la puerta, un soldado le entrega una tarjeta con el número cuarenta y nueve impreso en ella.
—Ve al círculo rojo más cercano —le ordena el soldado—. Siéntate y espera a que digan tu número.
—Ahora tengo que irme al hospital —dice Parker—. Tú tranqui, campeón, y recuerda que ahora todo irá bien. Aquí no hay nada que pueda hacerte daño.
Le revuelve el pelo a Sammy, le promete que lo volverá a ver pronto y choca los puños con él antes de irse.
Sammy se queda decepcionado al comprobar que en el enorme hangar no hay aviones. Nunca ha visto un caza de cerca, aunque ha pilotado uno de ellos mil veces desde la Llegada: mientras su madre permanecía tumbada en el cuarto del otro extremo del pasillo, él estaba en la cabina de un Fighting Falcon ascendiendo hasta el límite de la atmósfera a tres veces la velocidad del sonido, camino de la nave nodriza alienígena. Por supuesto, el casco gris de la nave estaba plagado de torretas y cañones de rayos, y su campo de fuerza emitía un resplandor verde diabólico y espeluznante; sin embargo, ese campo de fuerza tenía un punto débil: un agujero tan solo cinco centímetros más ancho que su caza. Así que si acertaba en el punto justo… Y no le quedaba más remedio que hacerlo, porque habían derribado a todo su pelotón, solo le quedaba un misil y él, Sammy la Víbora Sullivan, era el único que quedaba para defender la Tierra de la horda alienígena.
En el suelo hay pintados tres grandes círculos rojos. Sam se une a otros niños en el que está más cerca de la puerta y se sienta. No se quita de la cabeza los gritos de terror de Megan, sus enormes ojos, el brillo del sudor en su piel y el olor a enfermedad de su aliento. Cassie le había dicho que las Molestas Hormigas ya se habían acabado, que habían matado a toda la gente que podían matar, porque algunas personas, como Cassie, papá y él, y todos los del Campo Pozo de Ceniza, no se contagiaban. Cassie le había dicho que eran inmunes.
Pero ¿y si Cassie se equivocaba? A lo mejor la enfermedad tardaba más en matar a algunas personas. A lo mejor está matando a Megan en estos precisos instantes.
O, a lo mejor, los Otros han creado una segunda plaga, una aún peor que las Hormigas, una que matará a todos los que sobrevivieron a la primera.
Se quita la idea de la cabeza. Desde la muerte de su madre, se le da muy bien apartar los malos pensamientos.
Hay más de cien niños repartidos entre los tres círculos, pero el hangar está muy silencioso. El chico que tiene sentado al lado está tan cansado que se tumba en el frío hormigón, se acurruca haciéndose un ovillo y se queda dormido. Es mayor que Sammy, puede que tenga diez u once años, y duerme con el pulgar bien metido entre los labios.
Suena un timbre, y la voz de una señora brama por los altavoces, primero en inglés y después en español:
—¡Bienvenidos a Campo Asilo, niños! ¡Estamos encantados de veros a todos! Sabemos que estáis cansados, hambrientos y que algunos no os sentís demasiado bien, pero, a partir de ahora, todo saldrá bien. Quedaos en vuestro círculo y escuchad con atención hasta que digan vuestro número. No salgáis de vuestro círculo bajo ninguna circunstancia. ¡No queremos perder a nadie! Permaneced en silencio y tranquilos, y ¡recordad que estamos aquí para cuidar de vosotros! Estáis completamente a salvo.
Poco después dicen el primer número. El niño se levanta de su círculo rojo y un soldado lo acompaña hasta una puerta roja, al otro extremo del hangar. El soldado le recoge la tarjeta y abre la puerta. El niño entra solo. El soldado cierra la puerta y regresa a su puesto junto a uno de los círculos rojos. En cada círculo hay dos soldados, ambos bien armados, pero sonrientes. Todos los soldados sonríen. No dejan de sonreír.
Uno a uno, llaman a los niños por sus números. Los niños abandonan sus círculos, atraviesan el hangar y desaparecen por la puerta roja. No regresan.
Sammy tiene que esperar casi una hora a que llegue su número. Ha amanecido, y los rayos de sol se abren paso a través de las altas ventanas y bañan el hangar en luz dorada. Está muy cansado, muerto de hambre y un poco entumecido después de pasar tantas horas sentado, pero se levanta de un salto cuando lo oye:
—¡Cuarenta y nueve! ¡Diríjase a la puerta roja, por favor! ¡Número cuarenta y nueve!
Con las prisas, está a punto de tropezar con el niño que duerme junto a él.
Una enfermera lo espera al otro lado de la puerta. Sabe que es enfermera porque lleva una bata verde y zapatillas de suela blanda, como Rachel, la enfermera que trabajaba en la consulta de su médico. También tiene una sonrisa cariñosa, como la enfermera Rachel, y le da la mano para conducirlo a un cuartito. Hay una cesta rebosante de ropa sucia y, al lado de una cortina blanca, varios ganchos de los que cuelgan batas de papel.
—Vale, campeón, ¿cuánto tiempo hace que no te bañas? —le pregunta la enfermera, que se ríe al ver la cara de sorpresa de Sammy.
Después, la enfermera corre la cortina blanca para enseñarle una cabina de ducha.
—Hay que quitártelo todo y echarlo en la cesta. Sí, también la ropa interior. Aquí queremos a los niños, pero ¡no queremos piojos ni garrapatas, ni nada que tenga más de dos piernas!
Aunque Sammy protesta, la enfermera insiste en ducharlo ella misma. Él se queda con los brazos cruzados mientras ella le echa un chorro de champú apestoso en el pelo y le enjabona todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.
—Cierra los ojos con fuerza si no quieres que te pique —le recomienda la enfermera con amabilidad.
Le permite secarse solo y después le pide que se ponga una de las batas de papel.
—Entra por esa puerta de ahí —le dice, señalando la puerta del otro extremo de la habitación.
La bata le queda demasiado grande y el borde de abajo le arrastra por el suelo de camino a la siguiente habitación. Otra enfermera le está esperando. Es más rellenita que la primera, mayor y no tan amable. Le pide a Sammy que se suba a una báscula, anota su peso en una tablilla portapapeles, junto con su número, y después le dice que se suba a la mesa de reconocimiento. Le pone un disco metálico (como el que había usado Parker en el autobús) en la frente.
—Es para tomarte la temperatura —le explica.
—Lo sé, me lo dijo Parker. El rojo es normal.
—Y, efectivamente, sale rojo —dice la enfermera.
A continuación, le toma el pulso poniéndole los dedos en la muñeca. Los tiene muy fríos…
Sammy se estremece. Está un poco asustado y se le ha puesto la piel de gallina, porque la bata no abriga nada. Nunca le ha gustado ir al médico, y le preocupa que quieran ponerle una inyección. La enfermera se sienta frente a él y le dice que necesita hacerle unas preguntas. Se supone que debe escucharlas con atención y responder con toda la sinceridad posible. Si no sabe la respuesta, no pasa nada. ¿Lo entiende?
¿Cuál es su nombre completo? ¿Cuántos años tiene? ¿De dónde es? ¿Tiene hermanos? ¿Están vivos?
—Cassie —responde Sammy—. Cassie está viva.
La enfermera escribe el nombre de Cassie.
—¿Cuántos años tiene Cassie?
—Cassie tiene dieciséis años. Van a ir a recogerla —le explica a la enfermera.
—¿Quién?
—Los soldados. Dijeron que no había sitio para ella, pero que iban a volver a por ella y a por mi papá.
—¿Papá? Entonces, tu padre también está vivo, ¿no? ¿Y tu madre?
Sammy sacude la cabeza y se muerde el labio inferior. Está tiritando. Hace mucho frío. Recuerda que había dos asientos vacíos en el autobús, el que tenía a su lado, donde se había sentado Parker un momento, y el que había al lado de Megan, que luego había ocupado él.
—Dijeron que no había sitio en el autobús, pero sí que había —le espeta a la enfermera—. Papá y Cassie podrían haber venido. ¿Por qué los soldados no los dejaron venir?
—Porque vosotros sois nuestra prioridad, Samuel —responde la enfermera.
—Pero van a ir a por ellos, ¿no?
—Con el tiempo, sí.
Más preguntas. ¿Cómo murió su madre? ¿Qué pasó después?
El bolígrafo de la enfermera vuela por la hoja. La mujer se levanta y le da una palmadita en la rodilla descubierta.
—No tengas miedo —le dice antes de irse—. Aquí estás completamente a salvo. —A Sammy le da la impresión de que su voz es monótona, como si repitiera algo que ya ha dicho mil veces—. Quédate ahí sentado, el médico llegará en un minuto.
A Sammy le parece mucho más de un minuto. Se abraza el pecho con los finos brazos para intentar mantener el calor corporal. No deja de pasear la mirada, inquieta, por el cuartito. Un lavabo y un armario. La silla en la que se ha sentado la enfermera. Un taburete con ruedas en una esquina y, montada en el techo, justo encima del taburete, una cámara que apunta con su ojo negro a la mesa de reconocimiento.
Entonces vuelve la enfermera, seguida del médico. La doctora Pam es alta y delgada, justo lo contrario que la enfermera, una mujer bajita y rolliza. Sammy se tranquiliza de inmediato: esa doctora tan alta tiene algo que le recuerda a su madre. A lo mejor es su forma de hablarle, mirándolo a los ojos, con esa voz cálida y amable. También tiene las manos calientes. A diferencia de la enfermera, no se ha puesto guantes para tocarlo.
La doctora hace lo que Sammy esperaba: las cosas de médicos a las que está acostumbrado. Le mira los ojos, los oídos y la garganta con una luz. Lo ausculta con el estetoscopio. Le da restregones debajo de la mandíbula, aunque no demasiado fuerte, mientras tararea en voz baja.
—Túmbate boca arriba, Sam.
Unos dedos firmes le aprietan la barriga.
—¿Te duele cuando hago esto?
Le pide que se levante, que se incline, que se toque los dedos de los pies mientras ella le recorre la columna con las manos.
—Muy bien, campeón, vuelve a subirte a la mesa.
Él se sube rápidamente en la sábana de papel arrugado con la sensación de que la visita está a punto de acabar. No habrá inyección. A lo mejor le pincha el dedo, cosa que no tiene gracia, pero al menos no habrá inyección.
—Extiende la mano, por favor.
La doctora Pam le coloca un diminuto tubo gris en la palma de la mano; es más o menos del tamaño de un grano de arroz.
—¿Sabes qué es esto? Se llama microchip. ¿Has tenido mascota, Sammy? ¿Un perro o un gato?
No, su padre es alérgico. Pero Sammy siempre quiso tener un perro.
—Bueno, pues algunos dueños les ponen a sus mascotas un dispositivo muy parecido a este por si huyen o se pierden. Eso sí, este es un poco distinto, ya que emite una señal que nosotros podemos seguir.
Según le explica la doctora, se introduce bajo la piel y, esté donde esté Sammy, ellos lo encontrarán. Solo por si pasa algo. El Campo Asilo es muy seguro, pero hace solo unos meses todo el mundo creía estar a salvo de un ataque alienígena, así que ahora hay ir con cuidado, hay que tomar todas las precauciones…
Sammy ha dejado de prestar atención en cuanto ha oído las palabras «bajo la piel». ¿Van a inyectarle ese tubo gris? El miedo empieza a roerle de nuevo el corazón.
—No te dolerá —dice la doctora al notar que empieza a asustarse—. Primero te pondremos una pequeña inyección, para adormecerla, y después solo tendrás la zona irritada durante un par de días.
La doctora es muy amable. Sammy se da cuenta de que comprende lo mucho que odia las inyecciones y de que no lo hace porque quiera, sino porque debe. La doctora Pam le enseña la aguja que usará para anestesiarlo. Es diminuta, tan fina como un pelo humano. Como la picadura de un mosquito, le asegura la doctora. Eso no es tan malo: le han picado mosquitos muchas veces. Y la doctora Pam le promete que no lo notará cuando le introduzca el tubo gris. Después de la inyección no sentirá nada.
Sammy se tumba boca abajo y mete la cara en el hueco del codo. En la habitación hace frío, y el algodón con alcohol que le pasa por la nuca lo hace tiritar aún más. La enfermera le pide que se relaje.
—Cuanto más te tenses, más se te irritará —le dice.
Él intenta pensar en algo bonito, algo que le quite de la cabeza lo que está a punto de suceder. Ve el rostro de Cassie en su cabeza y se sorprende. Esperaba ver el rostro de su madre.
Cassie sonríe. Él le devuelve la sonrisa, con la cara escondida en el brazo. Un mosquito que debe de tener el tamaño de un pájaro le pica con fuerza en la nuca. No se mueve, aunque gime en voz baja contra la piel de su brazo. Todo acaba en menos de un minuto.
El número cuarenta y nueve ya está bajo vigilancia.