De noche.
Las estrellas arriba, brillantes y frías, y la oscura carretera debajo, y el zumbido de las ruedas sobre la oscura carretera, bajo las frías estrellas.
Los faros se clavan en la densa oscuridad. El balanceo del autobús y el olor a rancio del aire caliente.
La chica del otro lado del pasillo se ha sentado. Tiene el pelo oscuro pegado a un lado de la cabeza, las mejillas huecas y la piel muy tensa sobre el cráneo, lo que hace que sus ojos parezcan enormes como los de un búho.
Sammy le sonríe, vacilante. Ella no le devuelve la sonrisa: tiene la mirada fija en la botella de agua que se apoya en la pierna de Sammy. Él se la ofrece.
—¿Quieres un poco?
Un brazo huesudo sale disparado a través del espacio que los separa, y la niña le arrebata la botella, se termina el agua que queda en cuatro tragos y tira el envase vacío al asiento de al lado.
—Creo que quedan más, si todavía tienes sed —dice Sammy.
La chica no responde, se limita a mirarlo sin apenas parpadear.
—Y también puedes pedir ositos de goma, por si tienes hambre.
Ella sigue mirándolo sin hablar, con las piernas dobladas bajo la chaqueta de Parker y los ojos de búho muy abiertos.
—Me llamo Sam, pero todos me llaman Sammy. Salvo Cassie. Cassie me llama Sams. Y tú, ¿cómo te llamas?
La chica levanta la voz para hacerse oír por encima del zumbido de las ruedas y el gruñido del motor.
—Megan.
Sus dedos flacos tiran de la tela verde de la chaqueta militar.
—¿De dónde ha salido esto? —se pregunta en voz alta.
El ruido de fondo casi ahoga su voz. Sammy se levanta y se mete en el espacio vacío que hay junto a ella. La niña da un respingo y aparta las piernas todo lo que puede.
—De Parker —le explica Sammy—. Es el que está sentado allí, al lado del conductor. Es sanitario. Eso significa que cuida de la gente enferma. Es muy simpático.
—Yo no estoy enferma —dice la niña delgada que se llama Megan, sacudiendo la cabeza.
Ojos enmarcados en círculos oscuros, labios agrietados y secos, pelo pegado y lleno de ramitas y hojas muertas. Frente sudorosa y mejillas sonrosadas.
—¿Adónde vamos? —quiere saber.
—Al Campo Cielo.
—Al Campo ¿qué?
—Es un fuerte —responde Sammy—. Y no un fuerte cualquiera. Es el más grande, el mejor y el más seguro de todo el mundo. ¡Hasta tiene un campo de fuerza!
Dentro del autobús hace un calor agobiante, pero Megan no deja de temblar. Sammy le remete la chaqueta de Parker bajo la barbilla. Ella se lo queda mirando con sus enormes ojos de búho.
—¿Quién es Cassie?
—Mi hermana. Ella también vendrá. Los soldados volverán a recogerla. A ella y a papá, y a todos los demás.
—¿Quieres decir que está viva?
Sammy asiente con la cabeza, desconcertado. ¿Por qué no iba a estarlo?
—¿Tu padre y tu hermana están vivos? —pregunta la niña, con el labio inferior tembloroso.
Una lágrima abre un sendero a través del hollín que le mancha la cara. El hollín del humo de las fogatas en las que arden los cadáveres.
Sin pensarlo, Sammy le coge la mano. Como cuando Cassie se la cogió a él al contarle lo que habían hecho los Otros.
Fue su primera noche en el campo de refugiados. No había sido consciente de la magnitud de lo sucedido en los últimos meses hasta aquel momento, después de que apagaran las luces y se tumbara al lado de Cassie, a oscuras. Todo había ocurrido tan deprisa… Desde el día en que se había ido la electricidad hasta la llegada al campo, pasando por el día en que su padre había envuelto a su mamá en una sábana blanca. Siempre había pensado que acabarían regresando a casa y todo sería como antes de la llegada de los Otros. Su madre no regresaría; no era un bebé, sabía que su madre no volvería con ellos, pero no se daba cuenta de que no había vuelta atrás, de que lo que había ocurrido era para siempre.
Hasta aquella noche. La noche que Cassie le dio la mano y le dijo que a miles de millones de personas les había pasado lo mismo que a su mamá. Que casi todos los habitantes de la Tierra estaban muertos. Que nunca volverían a vivir en su casa. Que nunca regresaría al colegio. Que todos sus amigos estaban muertos.
—Eso no está bien —susurra Megan en el autobús, a oscuras—. No está bien. —Se ha quedado mirando a Sammy—. He perdido a toda mi familia, ¿y tú tienes a tu padre y a tu hermana? ¡No está bien!
Parker se ha levantado otra vez, se detiene en cada asiento y habla en voz baja con todos los niños antes de tocarles las frentes. Cuando les acerca la mano a la frente, una luz tenue brilla en la penumbra. A veces, la luz es verde. Otras, roja. Cuando la luz se apaga, Parker marca la mano del niño con un sello. Luz roja, sello rojo. Luz verde, sello verde.
—Mi hermano pequeño tenía más o menos tu edad —le dice Megan a Sammy.
Suena a acusación: «¿Cómo es posible que tú estés vivo y él no?».
—¿Cómo se llama? —pregunta Sammy.
—¿Qué más da? ¿Por qué quieres saber su nombre?
Sammy desearía que Cassie estuviera con él. Cassie sabría decirle a Megan las palabras adecuadas para que se sintiera mejor. Siempre encontraba las palabras justas.
—Se llamaba Michael, ¿vale? Michael Joseph, tenía seis años y nunca le hizo nada malo a nadie. ¿Te parece bien? ¿Estás contento? Mi hermano se llamaba Michael Joseph. ¿Quieres saber el nombre de los demás?
Mira por encima del hombro de Sammy, hacia Parker, que se ha parado en su fila.
—Vaya, hola, dormilona —le dice el sanitario a Megan.
—Está enferma, Parker —le infoma Sammy—. Tienes que curarla.
—Vamos a curar a todo el mundo —le asegura Parker, sonriente.
—No estoy enferma —protesta Megan, pero tirita con ganas debajo de la chaqueta verde de Parker.
—Claro que no —repone el soldado, y asiente mientras esboza una amplia sonrisa—. Aunque lo mejor será que te ponga el termómetro para asegurarnos, ¿vale?
Entonces levanta un disco plateado del tamaño de un cuarto de dólar.
—Si pasas de los treinta y ocho grados, se pone verde. —Se inclina sobre Sammy y coloca el disco en la frente de Megan. El disco se ilumina con un brillo verde—. Oh, oh —dice Parker—. Deja que te lo ponga a ti, Sam.
El metal no está frío. Durante un segundo, una luz roja baña el rostro de Parker. El soldado le pone el sello a Megan en el dorso de la mano. La humedad de la tinta verde brilla un poco en la penumbra. Es una carita sonriente. Luego, una carita roja sonriente para Sammy.
—Espera a que digan tu color, ¿vale? —le dice Parker a Megan—. Los verdes van derechos al hospital.
—¡No estoy enferma! —grita Megan con voz ronca.
Después se dobla, entre toses, y Sammy retrocede por instinto.
—No es más que un resfriado fuerte, Sam —le susurra el soldado, dándole una palmadita en el hombro—. Se pondrá bien.
—No pienso ir al hospital —le dice Megan a Sammy cuando Parker regresa a la parte delantera del autobús.
La niña se restriega con energía el dorso de la mano contra la chaqueta, emborronando la tinta. La carita sonriente se convierte en una mancha verde.
—Tienes que hacerlo —responde Sammy—. ¿No quieres ponerte buena?
Ella sacude la cabeza con energía. El niño no lo entiende.
—A los hospitales no vas a ponerte bueno, vas a morir.
Después de que su madre enfermara, Sammy le había preguntado a su padre: «¿No vas a llevar a mami al hospital?». Él le había respondido que no era seguro, que había demasiados enfermos y pocos médicos, y que, de todos modos, los médicos no podían hacer nada por ella. Cassie le había contado que el hospital estaba roto, igual que la tele, las luces, los coches y todo lo demás.
«¿Todo está roto? —le había preguntado a su hermana—. ¿Todo?».
«No, todo no, Sams —respondió ella—. Esto no».
Cassie le había cogido la mano y la había puesto en el pecho del niño, y Sammy había notado el latido de su corazón golpeando con fuerza su palma abierta.
«Esto no está roto», dijo Cassie.