Cada noche sale de la granja para patrullar el terreno y cazar. Me dice que tiene productos ultramarinos de sobra y que su madre era una apasionada de las conservas, pero que le gusta la carne fresca. Así que me deja para ir a buscar alguna criatura comestible a la que matar, y el cuarto día aparece en el dormitorio con una hamburguesa auténtica metida en un panecillo caliente recién hecho y acompañada de patatas asadas. Es la primera comida de verdad que pruebo desde que escapé del Campo Pozo de Ceniza. Y se trata de una puñetera hamburguesa, algo que no había probado desde la Llegada y por lo que, como creo que ya he comentado antes, estaba dispuesta a matar.
—¿De dónde has sacado el pan? —le pregunto cuando ya me he zampado media hamburguesa y me cae la grasa por la barbilla.
Tampoco había comido pan desde entonces. Es ligero, esponjoso y un poco dulce.
Podría responderme con cualquier comentario sarcástico —al fin y al cabo solo hay una forma de haber conseguido el pan—, pero no lo hace.
—Lo he hecho yo.
Después de darme de comer, me cambia el vendaje de la pierna. Le pregunto si debería mirar, y él me responde que no, que es mucho mejor que no lo haga. Quiero salir de la cama, darme un baño de verdad, ser una persona de nuevo. Él me dice que es demasiado pronto. Le respondo que quiero lavarme y peinarme. Demasiado pronto, insiste. Le digo que si no me ayuda voy a tirarle la lámpara de queroseno a la cabeza. Así que coloca una silla de la cocina dentro de la bañera con patas del cuartito de baño del pasillo, cuyas paredes están adornadas con un papel pintado de flores que ha empezado a despegarse. Luego me lleva hasta allí, me deja dentro de la bañera, se va y regresa con una tina metálica llena de agua humeante.
La tina debe de pesar mucho. Se le hinchan los músculos debajo de las mangas, como si fuera Bruce Banner en pleno proceso de Hulkificación, y lo mismo le ocurre con las venas del cuello. El agua huele ligeramente a pétalos de rosa. Utiliza una jarra de limonada decorada con soles sonrientes a modo de cazo, y yo echo la cabeza hacia atrás. Evan empieza a ponerme el champú, pero le aparto las manos. De esa parte puedo encargarme yo sola.
El agua me cae por el pelo hasta mojarme el camisón, y el algodón se me pega al cuerpo. Evan se aclara la garganta y, cuando vuelve la cabeza, su mata de pelo se sacude y le roza la oscura frente, cosa que me perturba un poco, aunque de un modo agradable. Le pido un peine, el que tenga los dientes más anchos, y él rebusca en el armario de debajo del lavabo mientras yo lo observo con el rabillo del ojo, sin apenas darme cuenta del movimiento de esos hombros robustos bajo la camisa de franela, ni de los vaqueros desgastados, con los bolsillos de atrás deshilachados, y, por supuesto, sin fijarme en absoluto en la redondez de ese trasero que se esconde bajo los vaqueros, ni en cómo me arden los lóbulos de las orejas bajo el agua tibia que me chorrea del pelo. Tras un par de eternidades, encuentra un peine y me pregunta si necesito algo más antes de marcharse. Yo murmuro que no, cuando en realidad lo que quiero es reír y llorar a la vez.
Una vez sola, me obligo a concentrarme en el pelo, que está hecho una pena. Nudos, enredos, trocitos de hojas y pegotes de tierra. Me esfuerzo con los nudos hasta que el agua se queda fría y empiezo a temblar con el camisón mojado. Me detengo en plena faena al oír un ruidito al otro lado de la puerta.
—¿Estás ahí fuera? —pregunto.
El pequeño cuarto de baño de suelo de baldosas magnifica el sonido como si fuera una caja de resonancia.
Tras una pausa, me llega una respuesta en voz baja:
—Sí.
—¿Por qué estás ahí fuera?
—Espero para enjuagarte el pelo.
—Voy a tardar un rato.
—No pasa nada.
—¿Por qué no vas a preparar una tarta o algo así y vuelves dentro de unos quince minutos?
No oigo la respuesta, pero tampoco lo oigo marcharse.
—¿Sigues ahí?
—Sí.
La respuesta me llega junto con un crujido del suelo de madera del pasillo.
Me rindo tras otros diez minutos de tirones. Evan vuelve a entrar y se sienta al borde de la bañera. Apoyo la cabeza en la palma de su mano mientras él me enjuaga la espuma del pelo.
—Me sorprende que estés aquí —le digo.
—Vivo aquí.
—Que te hayas quedado aquí, quiero decir.
Muchos jóvenes se fueron directos a la comisaría, el centro de la Guardia Nacional o la base militar más cercana después de que los supervivientes que huían tierra adentro informaran sobre la segunda ola. Como en el 11S, solo que multiplicado por diez.
—Éramos ocho, contando a mamá y papá —me explica—. Soy el mayor. Cuando murieron, me encargué de los niños.
—Más despacio, Evan —le digo cuando me vacía media jarra en la cabeza—. Es como si intentaras ahogarme.
—Lo siento —responde.
Me coloca la mano en la frente como si fuera una presa. El agua está a una temperatura muy agradable y me hace cosquillas. Cierro los ojos.
—¿Caíste enfermo? —le pregunto.
—Sí, pero después mejoré. —Recoge más agua de la tina con la jarra, y yo contengo el aliento esperando sentir el mismo cosquilleo del agua caliente—. La más pequeña de mis hermanas, Val, murió hace dos meses. Estás en su dormitorio. Desde entonces sigo intentando decidir qué hacer. Sé que no puedo quedarme aquí para siempre, pero he ido a pie hasta Cincinnati y supongo que no hace falta que te explique por qué no pienso volver.
Una mano vierte más agua mientras la otra me aprieta el pelo húmedo contra el cráneo para escurrir el exceso de líquido. Con una presión firme, pero no demasiado fuerte: la justa. Como si no fuera la primera chica a la que lava el pelo. Una vocecita histérica me grita dentro de la cabeza: «¿Qué crees que estás haciendo? ¡Ni siquiera conoces a este tío!». Pero la misma voz también opina: «Unas manos geniales. Pídele que te dé un masaje en la cabeza, ya que está».
Mientras, fuera de mi cabeza, su voz tranquila y profunda sigue diciendo:
—Ahora creo que no tiene sentido marcharme hasta que haga más calor. A lo mejor a Wright-Patterson o a Kentucky. Fort Knox solo está a unos doscientos veinticinco kilómetros de aquí.
—¿Fort Knox? ¿Qué pasa, planeas un robo?
—Es un fuerte, ya sabes, viene de fortificado. Un punto de encuentro lógico —responde mientras aprieta en el puño los extremos de mi melena.
Oigo el goteo del agua en la bañera con patas.
—Yo en tu lugar no iría a ningún sitio que fuera un punto de encuentro lógico —le aconsejo—. Lógicamente, esos serán los primeros puntos que borren del mapa.
—Por lo que me has contado de los Silenciadores, no es lógico reunirse en ninguna parte.
—Ni quedarse en ninguna parte más de unos cuantos días. Grupos pequeños y en constante movimiento.
—¿Hasta…?
—No hay ningún «hasta» —le suelto—. Solo hay un «si no…».
Me seca el pelo con una toalla blanca esponjosa. Hay un camisón limpio sobre la tapa cerrada del váter. Le miro esos ojos de chocolate que tiene y digo:
—Vuélvete.
Él se vuelve. Alargo la mano más allá de los bolsillos traseros deshilachados de los vaqueros que se le ajustan al culo que no estoy mirando y recojo el camisón seco.
—Si intentas mirarme en ese espejo, me daré cuenta —le advierto al chico que ya me ha visto desnuda.
Sin embargo, aquello era desnuda e inconsciente, que no es lo mismo. Él asiente, baja la cabeza y se pellizca el labio inferior como si reprimiera una sonrisa.
Me quito el camisón mojado, me pongo el seco por la cabeza y le digo que ya puede volverse.
Evan me levanta de la silla y me lleva de vuelta a la cama de su hermana muerta, y yo tengo un brazo sobre sus hombros, y su brazo me sujeta la cintura con fuerza, aunque no demasiada. Su cuerpo parece seis grados más caliente que el mío. Me deja sobre el colchón y me tapa las piernas desnudas con las colchas. Sus mejillas son muy suaves, lleva el pelo bien cuidado y las cutículas, como ya he mencionado, impecables. Lo que significa que arreglarse está en los primeros puestos de su lista de prioridades en la era postapocalíptica. ¿Por qué? ¿Quién hay para verlo?
—Entonces ¿cuánto tiempo hace que no ves a otra persona? —pregunto—. Sin contarme a mí.
—Veo a personas casi todos los días. Pero la última persona viva que vi antes que a ti fue a Val. Y antes que ella, a Lauren.
—¿Lauren?
—Mi novia —responde, apartando la vista—. También está muerta.
No sé qué decir, así que le suelto:
—La plaga es una mierda.
—No fue la plaga. Bueno, la tenía, pero no fue eso lo que la mató. Prefirió matarse ella.
Está de pie junto a la cama, incómodo. No quiere irse, no tiene excusa para quedarse.
—Es que no he podido evitar darme cuenta de lo bien… —No, mala introducción—. Supongo que, cuando estás tú solo, es difícil que te importe… —No, no.
—¿Que te importe qué? —pregunta—. ¿Una sola persona cuando se han ido casi todas las demás?
—No hablaba de mí —respondo, y entonces renuncio a encontrar una forma educada de decirlo—. Estás muy orgulloso de tu aspecto.
—No es orgullo.
—No te estaba acusando de ser un creído…
—Lo sé, estás pensando qué sentido tiene a estas alturas.
Bueno, en realidad tenía la esperanza de que yo fuera ese sentido, pero no comento nada.
—No estoy seguro —explica—, pero no puedo controlarlo. Me sirve para estructurar el día, para sentirme más… —empieza a decir, pero se encoge de hombros—. Más humano, supongo.
—¿Y necesitas ayuda para eso? ¿Para sentirte humano?
Me echa una mirada rara, y me da algo en lo que pensar largo y tendido cuando sale del cuarto:
—¿Tú no?