33

Este lugar no puede ser el cielo. No tiene la atmósfera adecuada.

Camino entre una niebla densa formada por una nada blanca y sin vida. Espacio muerto. Sin sonido. Ni siquiera se oye el sonido de mi respiración. De hecho, no sé si respiro, y eso es lo primero en la lista titulada «¿Cómo sé si estoy viva?».

Sé que hay un hombre conmigo. No lo veo ni lo oigo, tampoco lo toco ni lo huelo, pero sé que está aquí. No sé cómo sé que es un hombre, pero lo sé, y me está observando. Se queda quieto mientras yo me muevo entre la densa niebla blanca, pero, de algún modo, siempre se encuentra a la misma distancia. No me inquieta que esté aquí, observando. Aunque tampoco me consuela. Es otro hecho, como el de la niebla. Está la niebla, estoy yo, que no respiro, y está esa otra persona, siempre cerca, siempre observando.

Sin embargo, no hay nadie cuando la niebla se disipa, y me encuentro tumbada en una cama de cuatro postes bajo tres capas de colchas que huelen un poco a cedro. La nada blanca se aleja, y deja paso al cálido resplandor amarillo de una lámpara de queroseno que alguien ha colocado sobre la mesita, al lado de la cama. Levanto un poco la cabeza y veo una mecedora, un espejo de pie de cuerpo entero y las puertas de listones del armario de un dormitorio. Tengo un tubo de plástico unido al brazo, y el otro extremo está pegado a una bolsa de líquido transparente que cuelga de un gancho metálico.

Tardo unos minutos en asimilar todo lo que me rodea, el detalle de que no siento nada de cintura para abajo y el hecho ultramegadesconcertante de que, definitivamente, no estoy muerta.

Bajo la mano, y mis dedos dan con unas gruesas vendas que me envuelven la rodilla. También me gustaría tocarme la pantorrilla y los dedos de los pies, porque no siento nada y me preocupa no tener pantorrilla, ni dedos de los pies, ni ninguna otra cosa debajo del montón de vendas. Sin embargo, no soy capaz de llegar tan abajo sin incorporarme, e incorporarme no es una opción. Es como si solo me funcionaran los brazos. Los utilizo para apartar las colchas y dejar al descubierto la mitad superior de mi cuerpo. Hace frío. Llevo puesto un camisón de algodón floreado. Y entonces me pregunto: «¿De dónde ha salido este camisón?». Debajo estoy desnuda. Lo cual, por supuesto, significa que entre el momento en que me he desnudado y el que me he puesto el camisón tengo que haber estado completamente desnuda, y cuando digo completamente quiero decir completamente.

Vale, hecho ultramegadesconcertante número dos.

Vuelvo la cabeza a la izquierda: cómoda, mesa, lámpara. A la derecha: ventana, silla, mesa. Y allí está el oso, recostado en la almohada, a mi lado, mirando hacia el techo con aire pensativo, sin nada de lo que preocuparse.

«¿Dónde narices estamos, Oso?».

Las tablas del suelo tiemblan cuando alguien da un portazo en la planta de abajo. Oigo el pum, pum de unas pesadas botas pisando la madera desnuda. Después, silencio, un silencio muy denso, si no se tienen en cuenta los latidos de mi corazón, que parece que trate de salírseme del pecho. Aunque seguramente no deberían pasarse por alto, porque retumban tan fuerte como una de las bombas sónicas de Pringoso.

Clonc, clonc, clonc. Cada clonc se oye más cerca que el anterior.

Alguien sube las escaleras.

Intento sentarme, pero al parecer no es una idea muy inteligente. Lo único que consigo es elevarme unos diez centímetros por encima de la almohada, nada más. ¿Dónde está mi fusil? ¿Y mi Luger? Alguien está en la puerta, pero no puedo moverme y aun en el caso de que pudiera, lo único de lo que dispongo es de este estúpido muñeco de peluche. ¿Qué iba a hacer con él? ¿Matar al tío a cariñitos?

Cuando te quedas sin opciones, la mejor opción es no hacer nada. La opción de la zarigüeya.

Con los ojos medio cerrados, veo que se abre la puerta. Distingo una camiseta de cuadros roja, un ancho cinturón marrón y unos vaqueros azules. Un par de manos fuertes y grandes con las uñas bien cortadas. Mantengo la respiración regular y en calma mientras él se coloca a mi lado, junto al poste de metal, supongo que para comprobar el gotero. Después se da media vuelta y ahí está su culo; luego se vuelve de nuevo y al sentarse en la mecedora, junto al espejo, su rostro entra en mi ángulo de visión. Le veo la cara y veo la mía en el espejo. «Respira, Cassie, respira. Tiene cara de bueno; no parece alguien que quiera hacerte daño. Si quisiera hacerlo, no te habría traído aquí, ni te habría conectado a un gotero para mantenerte hidratada, y las sábanas son suavecitas y están limpias. ¿Y qué si se ha llevado tu ropa y te ha puesto este camisón de algodón? ¿Qué esperabas que hiciera? Tu ropa estaba asquerosa, como tú, y ya no lo estás, y la piel te huele un poco a lila, lo que quiere decir (oh, Dios mío) que te ha bañado».

Sigo intentando respirar con calma, pero no se me da demasiado bien.

Entonces, el dueño de la cara dice:

—Sé que estás despierta.

Como no respondo, añade:

—Y sé que me estás observando, Cassie.

—¿Cómo sabes mi nombre? —grazno.

Es como si me hubiesen forrado la garganta de papel de lija. Abro los ojos. Ahora lo veo con más claridad, y no me equivocaba sobre su cara: tiene cara de bueno, al estilo pulcro de Clark Kent. Le echo unos dieciocho o diecinueve años; tiene los hombros anchos, los brazos bonitos y esas manos de cutículas perfectas. «Bueno —me digo—, podría haber sido peor. Podría haberme rescatado un pervertido cincuentón de barriga descomunal que guarda a su madre muerta en el desván».

—Tu permiso de conducir —responde.

No se levanta, se queda en la silla, con los codos en las rodillas y la cabeza gacha, lo que le da un aire más tímido que amenazador. Me quedo mirándole las manos y me las imagino pasando un trapo caliente y húmedo por cada centímetro de mi cuerpo. Mi cuerpo completamente desnudo.

—Me llamo Evan —dice a continuación—. Evan Walker.

—Hola.

Él se ríe un poco, como si hubiese dicho algo gracioso.

—Hola —responde.

—¿Dónde estoy, Evan Walker?

—En el dormitorio de mi hermana —contesta.

Tiene los ojos algo hundidos y de un color marrón chocolate, como el pelo, y me miran con curiosidad y tristeza, como los de un cachorrito.

—¿Está…?

Él asiente y se restriega las manos lentamente.

—Toda la familia. ¿Y la tuya?

—Todos salvo mi hermano pequeño. Este es… su oso, no el mío.

Él sonríe. Es una buena sonrisa, igual de buena que su rostro.

—Es un oso muy bonito.

—Ha pasado por tiempos mejores.

—Como casi todos.

Supongo que habla del mundo en general, no de mi cuerpo.

—¿Cómo me has encontrado? —le pregunto.

Aparta la mirada y luego me mira de nuevo con sus ojos chocolate de cachorro perdido.

—Por los pájaros.

—¿Qué pájaros?

—Águilas ratoneras. Cuando las veo volar en círculos, siempre me acerco. Ya sabes, por si…

—Claro, sí —respondo para que no siga explicándolo—. Así que me trajiste aquí, a tu casa, me metiste un gotero… Por cierto, ¿de dónde lo has sacado? Y después me quitaste toda la… y me lavaste…

—La verdad es que no podía creerme que siguieras viva y después no creía que fueras a sobrevivir. —Se restriega las manos: ¿tiene frío? ¿Está nervioso? A mí me pasan las dos cosas—. El gotero estaba aquí, vino bien durante la plaga. Supongo que no debería decirlo, pero siempre que volvía a casa esperaba encontrarte muerta. Estabas en muy mal estado.

Se mete la mano en el bolsillo de la camisa y, por algún motivo, doy un respingo. Él lo nota y me sonríe para tranquilizarme. Saca un trozo de metal nudoso del tamaño de un dedal.

—Si esto llega a darte en cualquier otro sitio, estarías muerta —dice mientras hace rodar la bala entre el índice y el pulgar—. ¿De dónde salió?

Pongo los ojos en blanco, no puedo evitarlo, pero me ahorro el tono de burla.

—De un fusil.

Él sacude la cabeza creyendo que no he entendido la pregunta. No parece captar el sarcasmo. Si es así, voy a tener problemas, porque es mi modo de comunicación natural.

—¿Del fusil de quién?

—No lo sé…, de los Otros. Una tropa que se hacía pasar por soldados acabó con mi padre y con todo el campo de refugiados. Yo fui la única que salió con vida. Bueno, sin contar a Sammy y al resto de los niños.

—¿Qué les pasó a los niños? —pregunta, mirándome como si estuviera tarada.

—Se los llevaron. En autobuses escolares.

—¿Autobuses escolares? —pregunta, sacudiendo la cabeza. ¿Alienígenas en autobuses escolares? Parece a punto de sonreír. Debo de haberme quedado demasiado tiempo mirándole los labios, porque se los restriega, nervioso, con el dorso de la mano—. ¿Adónde los llevaron?

—No lo sé. Nos dijeron que a Wright-Patterson, pero…

—Wright-Patterson. ¿La base de las fuerzas aéreas? Había oído que está abandonada.

—Bueno, no estoy segura de poder confiar en nada de lo que te digan. Son el enemigo.

Trago saliva, tengo la garganta seca. Evan Walker debe de ser una de esas personas que se da cuenta de todo, porque pregunta:

—¿Quieres beber algo?

—No tengo sed —miento.

Vale, ¿por qué miento sobre algo como eso? ¿Para demostrarle lo dura que soy? ¿O para que se quede sentado en la silla, porque llevo semanas sin hablar con nadie, sin contar al oso, que en realidad no debería contar?

—¿Por qué se llevaron a los niños? —pregunta.

Ahora, sus ojos son grandes y redondos, como los del oso. Cuesta decidir cuál es su mejor rasgo: ¿esos ojos suaves y chocolateados o la esbelta mandíbula? A lo mejor la mata de pelo, la forma en que le cae sobre la frente cuando se inclina hacia mí.

—No sé la auténtica razón, pero supongo que debe de ser muy buena para ellos y muy mala para nosotros.

—¿Crees que…?

No puede terminar la pregunta, o no quiere hacerlo, para evitarme la respuesta. Mira el oso de Sam, que sigue tumbado en la almohada, a mi lado.

—¿Qué? ¿Que mi hermano pequeño está muerto? No, creo que está vivo. Sobre todo porque no tiene sentido que se llevaran así a los niños y mataran a todos los demás. Volaron el campo en mil pedazos con una especie de bomba verde…

—Espera un segundo —dice mientras levanta una de sus grandes manos—. ¿Una bomba verde?

—No me lo estoy inventando.

—Pero ¿por qué verde?

—Porque verde es el color del dinero, de la hierba, de las hojas de roble y de las bombas alienígenas. ¿Cómo narices voy a saber por qué?

Está riéndose. Una risa silenciosa y contenida. Cuando sonríe, el lado derecho de la boca sube un poquito más que el resto.

Entonces me pregunto: «Cassie, ¿por qué le estás mirando la boca? ¿Eh?».

De algún modo, el hecho de que me haya rescatado un chico guapo de sonrisa torcida y manos grandes y fuertes es lo más perturbador que me ha pasado desde la llegada de los Otros.

Pensar en lo sucedido en el campo me está dando escalofríos, así que decido cambiar de tema. Miro la colcha con la que me ha tapado. Parece hecha a mano. La imagen de una anciana cosiéndola me pasa por la cabeza y, por algún motivo, de repente tengo ganas de llorar.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —pregunto con voz débil.

—Mañana hará una semana.

—¿Has tenido que cortarme…?

No sé cómo hacer la pregunta. Por suerte, no hace falta.

—¿Que amputarte? —pregunta—. No, la bala no dio en la rodilla, así que creo que podrás caminar, pero tal vez tengas los nervios dañados.

—Bueno, a eso ya estoy acostumbrada.