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Debería haber sido fácil. Solo tenía que esperar.

Se le daba muy bien esperar. Podía esperar durante horas, inmóvil, en silencio. Él y su fusil eran un solo cuerpo, una sola mente: no se sabía dónde acababa el uno y empezaba el otro. Incluso la bala que disparaba parecía conectada a él, unida a su corazón mediante un cordón invisible, hasta que daba en hueso.

El primer disparo la abatió. Él se apresuró a disparar de nuevo, pero falló estrepitosamente. Hizo el tercer disparo cuando la chica se arrojó al suelo, junto al coche, y la ventanilla trasera del Buick estalló en una nube de cristales pulverizados.

Se había metido bajo el coche. En realidad era su única opción, y eso lo dejaba a él con dos: esperar a que la chica saliera o abandonar su posición en el bosque, avanzar por el borde de la autopista y terminar el trabajo. La opción menos arriesgada era quedarse donde estaba. Si salía a rastras, la mataría. Si no lo hacía, el tiempo acabaría con ella.

Volvió a cargar el arma despacio, con los movimientos deliberados de alguien que se sabe en posesión de todo el tiempo del mundo. Después de tantos días vigilándola, suponía que ella no iría a ninguna parte. Era demasiado lista. Le había disparado tres veces y no había conseguido derribarla, pero la chica sabía que era poco probable que fallara a la cuarta. ¿Qué es lo que había escrito en su diario?

«Al final, los que quedaran en pie no serían los afortunados».

La chica haría cuentas: si salía a rastras no tendría ninguna posibilidad. No podía correr y, aunque hubiera podido, no sabía en qué dirección hacerlo para ponerse a salvo. Su única esperanza era que él abandonara su escondite y forzara la situación. En ese caso, todo sería posible. A lo mejor tenía suerte y le daba ella primero.

Si se producía una confrontación, la chica no se rendiría sin más, de eso estaba seguro. Había sido testigo de lo que le había hecho al soldado de la tienda. Puede que en aquel momento estuviera aterrada y que después sintiera remordimientos por haber matado a aquel soldado, pero ni el miedo ni la culpa le habían impedido llenarle el cuerpo de plomo. A diferencia de lo que ocurría con otros humanos, el miedo no paralizaba a Cassie Sullivan. El miedo agudizaba su sentido común, endurecía su voluntad, la ayudaba a ver más claramente las opciones que tenía. Y el miedo la mantendría bajo el coche, no porque temiera salir, sino porque quedarse era su única esperanza de seguir con vida.

Así que él también esperaría. Todavía faltaban varias horas para que cayera la noche. Para entonces, ella se habría desangrado o, en el peor de los casos, la pérdida de sangre y la deshidratación la habrían debilitado tanto que rematarla sería sencillo.

Rematarla. Rematar a Cassie. No a Cassie de Cassandra. Ni a Cassie de Cassidy. A Cassie de Casiopea, la chica del bosque que dormía con un osito de peluche en una mano y un fusil en la otra. La chica de los rizos rubio rojizo que apenas medía metro sesenta descalza, la que parecía tan joven que le sorprendió averiguar que ya tenía dieciséis años. La chica que sollozaba en la negra oscuridad de las profundidades del bosque, aterrada un instante, desafiante el siguiente, la que se preguntaba si sería la última persona con vida de la Tierra, mientras él, el cazador, agazapado a cuatro metros de ella, la oía llorar hasta que el cansancio la sumía en un sueño inquieto. El momento perfecto para haberse colado sigilosamente en su tienda de campaña, haberle puesto la pistola en la cabeza y haberla eliminado. Porque eso era él: un eliminador.

Llevaba eliminando a humanos desde el inicio de la plaga. A los catorce, hacía ya cuatro años, se había despertado dentro del cuerpo humano que habían elegido para él y había descubierto lo que era. Un eliminador. Un cazador. Un asesino. El nombre daba igual. El nombre que le había puesto Cassie, Silenciador, era tan bueno como cualquier otro. Describía bien su propósito: apagar el ruido humano.

Sin embargo, no lo hizo aquella noche. Ni ninguna de las noches siguientes. Y cada vez se acercaba un poco más a su tienda, recorría con sigilo el manto de hojas en descomposición y tierra margosa que cubría el bosque hasta que su sombra se proyectaba a través de la estrecha abertura de la tienda, y la tienda olía a ella, y allí estaba la chica que dormía aferrada al osito, y el cazador con su arma, una soñando con la vida que le había sido arrebatada, el otro pensando en la vida que arrebataría. La chica que dormía y el eliminador, intentando obligarse a eliminarla.

¿Por qué no lo había hecho?

¿Por qué no podía hacerlo?

Se decía que no era lo más inteligente: Cassie no se quedaría en el bosque para siempre y podía utilizarla para llegar hasta otros de su especie. Los humanos son animales sociales, van en grupo, como las abejas. Los ataques se basaban en esa adaptación esencial. El impulso evolutivo de vivir en grupo constituía la oportunidad perfecta para matarlos a millones. ¿Cómo era aquella frase hecha? La unión hace la fuerza.

Entonces encontró los cuadernos y descubrió que no había ningún plan, que no había ningún objetivo real más allá de sobrevivir hasta el día siguiente. Ella no tenía adonde ir y no le quedaba nadie. Estaba sola. O eso creía.

No regresó a su campamento aquella noche. Esperó hasta la tarde del día siguiente, diciéndose a sí mismo que no le estaba dando tiempo para recoger y marcharse. Sin permitirse pensar en aquel grito silencioso y desesperado: «A veces pienso que podría ser el último ser humano de la Tierra».

Ahora, cuando los últimos minutos del último ser humano se prolongaban bajo el coche de la autopista, empezó a relajar los hombros. Cassie no se movería. Bajó el fusil y se agachó a los pies del árbol, moviendo la cabeza a un lado y otro para aliviar la tensión del cuello. Estaba cansado. Últimamente no dormía bien. Ni comía bien. Había perdido algunos kilos desde la cuarta ola. No estaba demasiado preocupado: ya habían previsto algunas complicaciones psicológicas y físicas al inicio de la cuarta. El primer asesinato sería el más difícil, pero el siguiente costaría menos, y el siguiente, aún menos, porque es cierto: incluso la persona más sensible se acostumbra a lo más insensible.

La crueldad no es un rasgo de la personalidad. La crueldad es un hábito.

Se quitó la idea de la cabeza. Decir que lo que estaba haciendo era cruel implicaba que tenía elección. Elegir entre tu especie y otra no es cruel, sino necesario. No es sencillo, sobre todo cuando has vivido los últimos cuatro años de tu vida fingiendo ser uno de ellos, pero sí necesario.

Y eso planteaba la pregunta más inquietante: ¿por qué no terminó con ella aquel primer día, cuando oyó los disparos dentro de la tienda y la siguió de vuelta al campamento? ¿Por qué no terminó con ella entonces, mientras lloraba a oscuras?

Podía explicar los tres disparos fallidos en la autopista: fatiga, falta de sueño, la sorpresa de volver a verla… Había supuesto que, si alguna vez abandonaba el campamento, se iría al norte; no se le había ocurrido que volvería al sur. De repente, tuvo un subidón de adrenalina, como si hubiese doblado una esquina y se hubiese encontrado con un amigo perdido hacía tiempo. Seguramente por eso falló el primer disparo. El segundo y el tercero podía achacarlos a la suerte… La de ella, no la de él.

Sin embargo, ¿cómo explicaba aquellos días en que la perseguía, en que se metía a escondidas en su campamento mientras ella salía a buscar comida y se dedicaba a rebuscar entre sus pertenencias y a hojear el diario en el que había escrito: «A veces, cuando estoy en mi tienda por la noche, me parece oír a las estrellas arañar el cielo»? ¿Qué pasaba con aquellas mañanas, antes del alba, en las que se escabullía en silencio por el bosque hasta donde ella dormía, decidido a eliminarla por fin, a hacer aquello para lo que se había preparado toda la vida? No era su primer asesinato y no sería el último.

Debería haberle resultado fácil.

Se restregó las sudorosas palmas de las manos en los muslos. Entre los árboles hacía fresco, pero él sudaba a chorros. Se frotó los ojos con una manga. El viento de la autopista era un ruido solitario. Una ardilla bajó correteando del árbol que tenía al lado sin preocuparle su presencia. A sus pies, la autopista desaparecía en el horizonte en ambas direcciones, y nada se movía salvo la basura y la hierba que se inclinaba ante el viento solitario. Las águilas ratoneras ya habían encontrado los tres cadáveres que yacían en la mediana; tres aves gordas se acercaron con andares torpes para echar un vistazo más de cerca, mientras el resto de la bandada volaba en círculos por las corrientes de aire ascendentes. Las águilas y otros carroñeros estaban disfrutando de una explosión demográfica. Las águilas ratoneras, los cuervos, los gatos salvajes y las jaurías de perros hambrientos. Se había tropezado con más de un cadáver deshidratado que había servido de cena a alguien.

Águilas ratoneras. El gato atigrado de la tía Millie. El chihuahua del tío Herman. Moscardas y otros insectos. Gusanos. El tiempo y los elementos se encargan del resto. Si no salía de allí, Cassie moriría bajo el coche. Pocos minutos después de su último aliento, la primera mosca llegaría para poner sus huevos.

Se quitó de la cabeza aquella imagen tan desagradable. Era un pensamiento humano. Solo habían pasado cuatro años desde su Despertar y todavía seguía intentando no ver el mundo a través de ojos humanos. El día de su Despertar, cuando vio por primera vez la cara de su madre humana, se echó a llorar. Nunca había visto nada tan bello… ni tan feo.

La integración le había resultado muy dolorosa. No había tenido un Despertar rápido y sin complicaciones, como otros de los que había oído hablar. Suponía que el suyo había sido más difícil porque su cuerpo anfitrión había vivido una infancia feliz. Había sido una lucha diaria, y todavía lo era. El cuerpo anfitrión no era algo ajeno que pudiera manipular como una marioneta. Era él mismo. Los ojos con los que antes veía el mundo eran sus ojos. El cerebro que antes interpretaba, analizaba, sentía y recordaba el mundo era su cerebro, moldeado por miles de años de evolución. Evolución humana. No estaba atrapado en su interior ni tampoco iba montado dentro, como si fuera un jinete en un caballo. Él era ese cuerpo humano, y ese cuerpo era él. Y si algo le pasaba (por ejemplo, si el cuerpo moría), él perecería con él.

Era el precio de la supervivencia, el coste de la última apuesta desesperada de su gente.

Para librar a su nuevo hogar de la humanidad, tenía que convertirse en humano.

Y, siendo humano, tenía que aniquilar su humanidad.

Se levantó. No sabía a qué esperaba. Cassie, de Casiopea, estaba condenada: era un cadáver que todavía respiraba. Estaba malherida. Ya decidiera huir o quedarse donde estaba, no tenía esperanza. No tenía medios para curarse la herida y no había nadie que pudiera ayudarla en varios kilómetros a la redonda. Le quedaba un tubito de crema antibiótica en la mochila, pero carecía de material de sutura y vendas. La herida se le infectaría en cuestión de días, aparecería la gangrena, y ella acabaría muriendo, suponiendo que no llegase antes otro eliminador.

Estaba perdiendo el tiempo.

Así que el cazador del bosque se levantó de golpe y asustó a la ardilla, que salió disparada árbol arriba y siseó para demostrar su enfado. El cazador se echó el fusil al hombro y apuntó al Buick, moviendo el punto de mira a lo largo del vehículo, adelante y atrás, arriba y abajo. ¿Y si disparaba a las ruedas? El coche se desplomaría sobre las llantas y puede que la aplastara con sus mil kilos de peso. Ya no podría huir.

El Silenciador bajó el fusil y dio la espalda a la autopista.

Las gordas águilas ratoneras que se alimentaban en la mediana alzaron el vuelo.

El viento solitario murió.

Entonces, el instinto del cazador susurró: «Vuélvete».

Una mano ensangrentada salió de debajo del chasis. Después, un brazo, seguido de una pierna.

Él se puso de nuevo el fusil en posición. Apuntó a la chica. Contuvo el aliento mientras el sudor le bajaba por la cara y se le metía en los ojos.

Cassie iba a hacerlo, iba a correr. Se sentía aliviado y nervioso al mismo tiempo.

No podía fallar un cuarto disparo. Separó bien las piernas, cuadró los hombros y esperó a que hiciera su movimiento. La dirección daba igual; una vez estuviera a cielo abierto, no había donde esconderse. Sin embargo, parte de él esperaba que huyera en dirección contraria para no tener que meterle una bala en la cara.

Cassie se levantó y, aunque tuvo que apoyarse un momento en el coche, enseguida se enderezó en precario equilibrio sobre la pierna herida, aferrada a la pistola. Él colocó la cruz roja del punto de mira en el centro de la frente de Cassie. Tensó el dedo del gatillo.

«Ahora, Cassie, corre».

Ella se apartó del coche de un empujón y subió la pistola. Apuntó a un lugar a unos cuarenta y cinco metros a la derecha de él. Lo movió noventa grados y volvió a colocarlo en el sitio anterior. A través del aire en calma le llegó su voz, aguda y joven.

—¡Estoy aquí! ¡Ven a por mí, hijo de puta!

«Ya voy», pensó, porque el fusil y la bala formaban parte de él, y cuando el proyectil diera en hueso, él estaría con ella también, dentro de ella, en el instante de su muerte.

«Todavía no, todavía no —se dijo—. Espera a que corra».

Pero Cassie Sullivan no corrió. La cara, salpicada de tierra, grasa y sangre del corte de la mejilla, parecía encontrarse a pocos centímetros de la mira, tan cerca que podía contarle las pecas de la nariz. Veía la típica cara de miedo, una expresión a la que se había enfrentado cientos de veces, la cara que le ponemos a la muerte cuando nos mira.

Sin embargo, en sus ojos había algo más, algo que desafiaba al miedo, que luchaba contra él, que lo silenciaba y la mantenía inmóvil mientras seguía moviendo la pistola. No se escondía ni huía: plantaba cara.

En el punto de mira, veía su cara borrosa. El sudor se le metía en los ojos.

«Corre, Cassie, por favor, corre».

En la guerra llega un momento en que hay que cruzar la última línea. La línea que separa lo que amas de lo que la guerra real exige. Si no podía cruzar la línea, la batalla terminaba y él estaba perdido.

Su corazón, la guerra.

El rostro de Cassie, el campo de batalla.

Con un grito que solo él oyó, el cazador dio media vuelta.

Y huyó.