He caído a tanta profundidad que nada puede alcanzarme. Por primera vez en semanas, estoy entumecido. Ni siquiera me siento como si fuera yo mismo. No hay un punto en el que acabe yo y empiece la nada.
Su voz entra en la oscuridad, y me agarro a ella, una cuerda salvavidas que me saque del pozo sin fondo.
—Se acabó, no pasa nada, ya se acabó…
Salgo a la superficie, al mundo real, jadeando para recuperar el aliento, llorando sin poder controlarme, como una nenaza, y pienso: «Te equivocas, doctora, nunca se acaba: se repite una y otra vez». Consigo enfocar su rostro y sacudo el brazo bajo la correa para tratar de agarrarla.
Tiene que detenerlo.
—¿Qué coño ha sido eso? —pregunto en un susurro ronco.
Me arde la garganta y tengo la boca seca. Es como si pesara dos kilos, como si me hubiesen arrancado toda la carne de los huesos. ¡Y yo que creía que la plaga era mala!
—Es una forma de ver en tu interior, de observar lo que está ocurriendo realmente —responde con amabilidad.
Me pasa la mano por la frente. El gesto me recuerda a mi madre, y eso me hace pensar en cuando la perdí en la oscuridad y hui de ella en plena noche, lo que me recuerda que no debería estar atado en este sillón blanco. Debería estar con ellos. Debería haberme quedado para enfrentarme a lo que ellos se enfrentaron.
«Cuida de tu hermanita».
—Esa es mi siguiente pregunta —digo, luchando por no perderme—. ¿Qué está pasando?
—Están dentro de nosotros —responde ella—. Nos atacaron desde dentro, con personal infectado que había sido introducido en el estamento militar.
Me da unos minutos para procesar la información mientras me limpia las lágrimas con un trapo frío y húmedo. Resulta irritante lo maternal que es, y la frescura de la tela es una tortura agradable.
Deja a un lado el trapo y me mira a los ojos.
—Si extrapolamos la relación entre infectados y limpios que tenemos en la base, calculamos que uno de cada tres humanos supervivientes de la Tierra son de ellos.
Me afloja las correas. Me siento insustancial como una nube, ligero como un globo. Cuando la última correa se suelta, me da miedo salir volando del sillón y estrellarme contra el techo.
—¿Quieres ver a uno? —pregunta.
Y me ofrece la mano.