Me llevan a un gran hangar cerca de la entrada de la base. Mire donde mire hay huellas de una batalla reciente: vehículos quemados, escombros de edificios demolidos, fuegos tozudos que siguen ardiendo, asfalto agujereado y cráteres de un metro de diámetro abiertos por el fuego de mortero. Sin embargo, la valla de seguridad está reparada y, al otro lado, donde antes estuviera la ciudad de las tiendas de campaña, se extiende un terreno ennegrecido que es ahora tierra de nadie.
Dentro del hangar, los soldados pintan enormes círculos rojos en el reluciente suelo de hormigón. No hay aviones. Me llevan en silla de ruedas a una puerta del fondo, a la sala de reconocimiento, y allí me suben a una mesa y me dejan solo unos minutos, cubierto con mi fina bata de hospital, tiritando bajo las luces fluorescentes. ¿Para qué son esos grandes círculos rojos? Y ¿cómo recuperaron la electricidad? Y ¿qué ha querido decir con «etiquetarlo y embolsarlo»? No puedo evitar que mis pensamientos corran de un lado a otro. ¿Qué ha pasado? Si los alienígenas atacaron la base, ¿dónde están todos sus cadáveres? ¿Dónde está su nave espacial derribada? ¿Cómo conseguimos defendernos contra una inteligencia miles de años más avanzada que la nuestra… y vencer?
La puerta interior se abre y entra la doctora Pam. Me apunta a los ojos con una luz brillante. Me examina el corazón, los pulmones, y me da unos golpecitos en un par de lugares. Después me enseña una cápsula gris plateada del tamaño de un grano de arroz.
—¿Qué es eso? —pregunto.
Espero que me diga que es una nave espacial: hemos descubierto que son del tamaño de amebas.
Sin embargo, lo que me cuenta es que la cápsula es un dispositivo de seguimiento conectado al ordenador central de la base. Alto secreto, los militares llevan años usándolo. La idea es implantárselo a todo el personal superviviente. Cada cápsula transmite una señal única que los receptores pueden recibir a kilómetro y medio de distancia. Para saber dónde estamos, me explica. Para mantenernos a salvo.
Me pone una inyección en la nuca para entumecerla y después introduce la cápsula bajo la piel, cerca de la base del cráneo. Me venda el punto de inserción y me ayuda a volver a la silla de ruedas para llevarme a la habitación de al lado. Es mucho más pequeña que la primera. Un sillón reclinable que me recuerda al de un dentista. Un ordenador y un monitor. Me ayuda a subir al sillón y procede a atarme: unas correas en las muñecas y otras en los tobillos. Tiene la cara muy cerca de la mía. Hoy el perfume le ha sacado algo de ventaja al desinfectante en La Guerra de los Olores. No se le escapa mi expresión.
—No tengas miedo —me dice—. No duele.
—¿El qué no duele? —susurro, asustado.
Ella se acerca al monitor y empieza a introducir comandos.
—Es un programa que encontramos en un ordenador portátil que pertenecía a uno de los infestados —explica la doctora Pam. Antes de que pueda preguntar qué narices es un infestado, prosigue—: No estamos seguros de para qué lo usaban los infestados, pero sí sabemos que no es peligroso. Se trata de un código llamado El País de las Maravillas.
—¿Qué hace? —pregunto.
No estoy muy seguro de lo que me está contando, pero me parece que me dice que los alienígenas se habían infiltrado de algún modo en Wright-Patterson y habían pirateado el sistema informático. No puedo quitarme de la cabeza la palabra «infestado». Ni la cara ensangrentada del soldado que entró en mi tienda. «Están dentro de nosotros».
—Es un programa para trazar mapas —responde, aunque en realidad no es una respuesta.
—¿Mapas de qué?
Me mira durante unos instantes largos e incómodos, como si estuviera decidiendo si contarme la verdad o no.
—De ti. Cierra los ojos y respira hondo. Cuenta hacia atrás desde tres…, dos…, uno…
Y el universo implosiona.
De repente estoy aquí, tengo tres años, me agarro a los laterales de mi cuna, salto arriba y abajo mientras grito como si alguien me asesinara. No estoy recordando ese día: lo estoy reviviendo.
Ahora tengo seis, balanceo mi bate de béisbol de plástico. El que me encantaba, el que había olvidado que tenía.
Ahora son diez, vuelvo a casa de la tienda de mascotas con una bolsa de peces de colores en el regazo y trato de encontrarles nombre con la ayuda de mi madre. Ella lleva un vestido amarillo intenso.
Trece, es viernes por la noche. Estoy jugando un partido de fútbol americano infantil y el público vitorea. Lo damos todo.
La cinta frena. Me siento como si me ahogara, como si me ahogara en el sueño de mi vida. Agito inútilmente las piernas bajo las correas, bien atadas, tratando de huir.
Huir. Primer beso. Se llama Lacey. Mi profesora de álgebra del instituto con su horrible letra. Mi permiso de conducir. Todo está ahí, sin espacios en blanco; todo sale de mí y se derrama en El País de las Maravillas. Todo.
Mancha verde en el cielo nocturno.
Sostengo las tablas mientras mi padre las clava sobre las ventanas del salón. El ruido de los disparos en la calle, cristales rompiéndose, gente gritando. Y los golpes del martillo: pum, pum, pum.
—Apaga las velas —susurra mi madre, histérica—. ¿No los oyes? ¡Ya vienen!
Y mi padre, tranquilo, a oscuras:
—Si me pasa algo, cuida de tu madre y de tu hermanita.
Estoy en caída libre. Velocidad terminal. No hay forma de escapar. No será solo recordar esa noche: la viviré de nuevo.
Es lo que me ha perseguido hasta llegar a la ciudad de las tiendas de campaña. Aquello de lo que huía, de lo que sigo huyendo, aquello que nunca me dejará escapar.
Lo que quiero alcanzar. Aquello de lo que huyo.
«Cuida de tu madre. Cuida de tu hermanita».
La puerta delantera se abre de golpe. Mi padre dispara al pecho del primer intruso a bocajarro. El tipo debe de haberse colocado con algo, porque sigue avanzando. Veo una escopeta recortada en la cara de mi padre y esa es la última vez que le veo el rostro.
La habitación se llena de sombras, y una de ellas es mi madre, y después más sombras, y oigo gritos roncos, y subo corriendo las escaleras con Sissy en brazos y me doy cuenta demasiado tarde de que huyo hacia un callejón sin salida.
Una mano me agarra de la camiseta y tira de mí hacia atrás: caigo dando vueltas por las escaleras, protegiendo a Sissy con mi cuerpo hasta que me golpeo la cabeza contra el suelo de abajo.
Después, sombras, sombras enormes y un enjambre de dedos que me la arrancan de los brazos. Y Sissy gritando: «¡Bubby, Bubby, Bubby, Bubby!».
Intento alcanzarla en la oscuridad. Mis dedos se cierran en torno al medallón que lleva colgado del cuello y rompen la cadena.
Después, como el día en que las luces se apagaron para siempre, la voz de mi hermana muere de golpe.
Los vándalos caen sobre mí, tres. Colocados o desesperados por encontrar algo, me dan patadas, me pegan puñetazos; siento una furiosa lluvia de golpes en la espalda y el estómago, y, cuando levanto las manos para protegerme la cara, veo la silueta del martillo de papá levantándose sobre mi cabeza.
Baja silbando. Ruedo para apartarme. La cabeza del martillo me roza la sien y, con el impulso, el tío se da con él en las espinillas y cae de rodillas aullando de dolor.
Me pongo en pie, corro por el vestíbulo hacia la cocina y oigo las atronadoras pisadas que me persiguen.
«Cuida de tu hermanita».
Tropiezo con algo en el patio de atrás, seguramente la manguera del jardín o uno de los estúpidos juguetes de Sissy. Caigo de bruces en la hierba mojada, bajo un cielo cuajado de estrellas y la mirada fría del reluciente globo verde, el Ojo que da vueltas, que observa al chico que sostiene el medallón de plata en la mano ensangrentada, el que vivió, el que no regresó, el que huyó.