Me llevan al hospital de la base, a una planta en cuarentena reservada para las víctimas de la plaga. La han apodado como la «unidad de los zombis». Allí me dan un montón de morfina y un potente cóctel de medicamentos antivirales. Me trata una mujer que se presenta como la doctora Pam. Tiene una mirada dulce, una voz tranquila y las manos muy frías. Lleva el pelo recogido en un moño apretado y huele a desinfectante de hospital mezclado con un toque de perfume. Los dos olores no combinan demasiado bien.
Según me cuenta, tengo una oportunidad entre diez de sobrevivir. Me echo a reír. Debo de estar delirando por culpa de las medicinas. ¿Una entre diez? Y yo pensando que la plaga era una sentencia de muerte. No podría estar más contento.
A lo largo de los dos días siguientes, la fiebre me sube a cuarenta grados. Me entra un sudor frío, e incluso ese sudor está salpicado de sangre. Me sumerjo en un intermitente sueño delirante mientras ellos luchan con todas sus fuerzas contra la infección. No hay cura para la Muerte Roja: lo único que pueden hacer es drogarme y tratar que me sienta cómodo mientras el bicho decide si le gusta mi sabor.
El pasado se abre camino. Unas veces mi padre se sienta a mi lado, y otras, mi madre; pero casi siempre es Sissy la que está presente. La habitación se vuelve roja. Veo el mundo a través de una diáfana cortina de sangre. La sala se aleja detrás de la cortina roja. Solo estamos yo, el invasor de mi interior y los muertos —no solo mi familia, sino todos los muertos, todos, aunque sean miles de millones—, que tratan de alcanzarme mientras huyo. Alcanzar. Huir. Y se me ocurre que no hay mucha diferencia entre nosotros, los vivos, y los muertos; es solo cuestión de tiempo verbal: muertos pasados y muertos futuros.
El tercer día, la fiebre baja. Al quinto ya consigo retener líquidos, y los ojos y los pulmones se me empiezan a aclarar. La cortina roja se abre, y veo la sala, los médicos con batas y máscaras, los enfermeros y los celadores, los pacientes en distintas fases de la muerte, pasado y futuro, flotando en el calmo mar de la morfina o saliendo de la habitación en camas de ruedas, con las caras cubiertas, los muertos presentes.
El sexto día, la doctora Pam anuncia que ya ha pasado lo peor. Me retira todos los medicamentos, lo que me fastidia un poco: voy a echar de menos la morfina.
—No es cosa mía —me dice—. Te van a trasladar a la unidad de convalecencia hasta que te recuperes del todo. Te necesitamos.
—¿Me necesitáis?
—Para la guerra.
La guerra. Recuerdo los disparos, las explosiones, el soldado que entró en la tienda y el «¡están dentro de nosotros!».
—¿Qué está pasando? —pregunto—. ¿Qué ha pasado aquí?
Ya ha dado media vuelta y le entrega mi historial a un celador mientras le dice algo en voz baja, aunque no lo suficiente como para que no lo oiga.
—Llévalo a la sala de reconocimiento a las quince horas, cuando se le pase el efecto de las medicinas. Vamos a etiquetarlo y embolsarlo.