25

Llámame Zombi.

Cabeza, manos, pies, espalda, estómago, piernas, brazos, pecho… Me duele todo. Hasta parpadear resulta doloroso. Así que intento no moverme y trato de no pensar demasiado en el dolor. Trato de no pensar demasiado, punto. En los últimos meses he visto suficientes víctimas de la plaga como para saber lo que me espera: un colapso total que empieza por el cerebro. La Muerte Roja convierte tu cerebro en puré de patatas antes de que los demás órganos se licúen. No sabes dónde estás, no sabes quién eres, no sabes qué eres. Te conviertes en un zombi, en un muerto que camina… Si es que aún tienes fuerzas para caminar, cosa que no ocurre.

Me muero. Lo sé. Diecisiete años y se acabó la fiesta.

Una fiesta corta.

Hace seis meses, mi mayor preocupación era aprobar el curso de química de nivel universitario y encontrar un trabajo de verano que me permitiera terminar la reconstrucción del motor de mi Corvette del 69. Y cuando la nave nodriza apareció por primera vez, bueno, no puedo negar que le dediqué parte de mis pensamientos, pero, al cabo de un tiempo, la nave pasó a ocupar un lejano cuarto puesto. Veía las noticias como todo el mundo y pasaba demasiado tiempo compartiendo vídeos de YouTube que bromeaban sobre el tema, pero nunca pensé que me afectaría personalmente. Las manifestaciones, las marchas y las revueltas previas al primer ataque que retransmitían por la tele eran como una película o las noticias de un país extranjero: no parecía que nada de aquello me estuviera ocurriendo a mí.

Morir no es muy distinto, no parece que te vaya a ocurrir a ti… hasta que te ocurre.

Sé que me estoy muriendo. No hace falta que me lo diga nadie.

De todos modos, Chris, el tipo que compartía la tienda conmigo antes de que me pusiera enfermo, me dice:

—Tío, creo que te estás muriendo.

Está en cuclillas en la entrada de la tienda, con los ojos muy abiertos y un trapo sucio que le tapa la nariz.

Chris se ha pasado para ver cómo me encuentro. Es unos diez años mayor que yo y creo que para él soy como un hermano pequeño. O puede que me haya hecho una visita para comprobar si sigo vivo; es el encargado de la limpieza de esta parte del campo. Las hogueras arden día y noche. Durante el día, el campo de refugiados que rodea Wright-Patterson se sumerge en una densa niebla asfixiante. Por la noche, la luz del fuego tiñe el humo de un intenso color carmesí, como si el mismo aire sangrara.

No hago caso de su comentario y le pregunto qué ha oído de Wright-Patterson. La base lleva en cuarentena desde que se formó la ciudad de tiendas, después del ataque a las costas. Nadie puede salir ni entrar. Nos dicen que intentan contener la Muerte Roja. De vez en cuando, algunos soldados bien armados y vestidos con trajes que los protegen de los materiales peligrosos salen por las puertas principales con agua y víveres, y nos aseguran que no pasará nada. Después vuelven adentro pisando rueda y nos abandonan a nuestra suerte. Necesitamos medicinas. Nos dicen que no hay cura para la plaga. Necesitamos instalaciones sanitarias. Nos dan palas para que excavemos una zanja. Necesitamos información. ¿Qué narices está pasando? Nos dicen que no lo saben.

—No saben nada —me responde Chris. Es tirando a flaco, medio calvo… Era contable antes de que los ataques dejaran obsoleta la contabilidad—. Nadie sabe nada, no se oyen más que rumores que todo el mundo trata como si fueran noticias. —Me mira un segundo y después aparta la mirada, como si mirarme le doliera—. ¿Quieres oír lo último?

La verdad es que no.

—Claro —respondo para que se quede.

Solo hace un mes que lo conozco, pero no me queda nadie más. Estoy aquí tumbado, en esta vieja cama de campaña, con una rendija de cielo a modo de vistas. Formas que recuerdan vagamente a la gente flotan entre el humo, como figuras de una película de miedo, y a veces oigo gritos o llantos, pero hace días que no hablo con nadie.

—Dicen que la plaga no es suya, sino nuestra —responde Chris—. Se escapó de unas instalaciones de alto secreto del Gobierno después del fallo de la electricidad.

Toso y él da un respingo, pero no se va. Espera a que se me pase el ataque. En algún lugar del camino ha perdido uno de los cristales de sus gafas. Es como si su ojo izquierdo estuviese siempre escudriñándolo todo. Se mece de un pie a otro en el suelo embarrado. Quiere irse; no quiere irse. Conozco esa sensación.

—Sería irónico, ¿no? —pregunto, entre jadeos.

Noto el sabor de la sangre.

Se encoge de hombros. ¿Ironía? Ya no hay ironía. O puede que haya tanta que ya no se puede considerar ironía.

—No, no es nuestra. Piénsalo: los dos primeros ataques empujan a los supervivientes tierra adentro, donde se refugian en campos como este. Eso concentra a la población y crea el perfecto caldo de cultivo para el virus. Millones de kilos de carne fresca, todos muy oportunamente ubicados en el mismo lugar. Es genial.

—Hay que reconocérselo —respondo, intentando ser irónico.

No quiero que se vaya, aunque tampoco quiero que hable. Siempre acaba despotricando de algo, como uno de esos tíos que tienen una opinión sobre todo. Pero cuando las personas a las que conoces se mueren pocos días después de haberlas conocido, te ocurre algo: empiezas a ser mucho menos exigente con tus amigos. Pasas por alto un montón de defectos. Y te libras de un montón de creencias, como la gran mentira de que no te cagas en los pantalones cuando piensas en que tus entrañas van a convertirse en sopa.

—Saben cómo pensamos —dice.

—¿Cómo sabes tú lo que saben ellos? —pregunto.

Me empiezo a enfadar sin saber muy bien por qué. A lo mejor porque estoy celoso. Compartimos tienda, la misma agua, la misma comida, pero el que se muere yo soy. ¿Qué tiene él de especial?

—No lo sé —responde rápidamente—. Lo único que sé es que ya no sé nada.

A lo lejos se oyen disparos. Chris apenas reacciona, ya que los disparos son bastante habituales en el campo: tiros al azar a los pájaros; disparos de advertencia a las bandas que van a por tus provisiones; y algunos son señal de suicidio (alguien que se encuentra en la etapa final de la enfermedad y decide enseñarle a la plaga quién manda allí).

Cuando llegué al campo, me contaron la historia de una madre que prefirió matar a sus tres hijos y suicidarse a enfrentarse al Cuarto Jinete del Apocalipsis. Al principio no sabía si había sido valiente o estúpida. Después dejé de preocuparme por el tema. ¿A quién le importa lo que era si ahora está muerta?

Mi amigo no tiene mucho más que decir, así que lo dice deprisa para salir pitando. Como muchos de los no infectados, Chris sufre de un nerviosismo crónico: siempre está esperando lo inevitable. Si le pica la garganta, ¿es del humo o…? Si le duele la cabeza, ¿es de falta de sueño, de hambre o…? Es como ese momento en que ya has pasado la pelota y, por el rabillo del ojo, ves al defensa de ciento quince kilos corriendo hacia ti a toda velocidad… Solo que el momento no acaba nunca.

—Volveré mañana —dice—. ¿Necesitas algo?

—Agua —respondo, aunque no consigo retenerla.

—Claro que sí, tío.

Se levanta. Ya solo le veo los pantalones y las botas llenas de barro. No sé cómo, pero sé que no volveré a ver a Chris. No regresará y, si lo hace, no me daré cuenta. No nos despedimos, ya nadie se despide. La palabra «adiós» ha adquirido un significado completamente nuevo desde que el Gran Ojo Verde apareció en el cielo.

Me quedo mirando el remolino de polvo que levanta al alejarse. Después saco la cadena de plata de debajo de la manta. Acaricio la suave superficie del medallón con forma de corazón y lo sostengo cerca de los ojos en la penumbra. El enganche se rompió la noche que se lo arranqué del cuello, aunque conseguí arreglarlo con un cortaúñas.

Miro hacia la abertura de la tienda y la veo, pero sé que en realidad no está ahí, que es el virus el que me la enseña, porque lleva puesto el mismo medallón que tengo en la mano. El bicho me ha estado enseñando todo tipo de cosas. Cosas que quiero ver y cosas que no quiero ver. La niñita de la abertura es ambas cosas a la vez.

«Bubby, ¿por qué me abandonaste?».

Abro la boca y me sabe a sangre.

—Vete.

Su imagen empieza a desvanecerse. Me restriego los ojos y los nudillos se me mojan con la sangre.

«Huiste. Bubby, ¿por qué huiste?».

Entonces, el humo la desgarra, la hace astillas, aplasta su cuerpo hasta reducirlo a la nada. La llamo. No verla es más cruel que verla. Aferro con tanta fuerza la cadena de plata que los eslabones me cortan la palma de la mano.

Intentando alcanzarla. Huyendo de ella.

Alcanzarla. Huir.

En el exterior de la tienda, el humo rojo de las piras funerarias. Dentro, la niebla roja de la plaga.

«Tú eres la que ha tenido suerte —le digo a Sissy—. Te fuiste antes de que las cosas se pusieran peor».

Se oyen disparos a lo lejos, solo que, esta vez, no son los tiros esporádicos de un refugiado desesperado que apunta a las sombras, sino armas de gran calibre que producen un estruendo ensordecedor. El chirrido agudo de las balas trazadoras. Los rápidos disparos de las armas automáticas.

Están atacando Wright-Patterson.

Una parte de mí se siente aliviada. Es como una liberación, el último trueno de la tormenta después de la larga espera. La otra parte de mí, la que todavía cree que tal vez sobreviva a la plaga, está a punto de mearse en los pantalones. Estoy demasiado débil para salir del catre y tan asustado que, aunque tuviera fuerzas, tampoco me atrevería a abandonarlo. Cierro los ojos y susurro una oración para que los hombres y las mujeres de Wright-Patterson acaben con un par de invasores por mí y por Sissy. Pero sobre todo por Sissy.

Ahora, explosiones. Grandes explosiones. Estallidos que hacen temblar el suelo, que te hacen vibrar la piel, que te presionan las sienes, te empujan el pecho y aprietan. Es como si el mundo se desgarrara y, en cierto modo, así es.

La tiendecita está llena de humo y la abertura brilla como un ojo triangular, una brasa ardiente de un reluciente rojo infernal. «Se acabó —pienso—. Al final no moriré por la plaga: viviré lo suficiente para que me mate un invasor alienígena de verdad. Es mejor; más rápido, por lo menos». Intento ver el lado positivo de mi inminente fallecimiento.

Oigo un tiro muy cerca; a juzgar por el sonido, debe de haberse producido a dos o tres tiendas de distancia. Oigo a una mujer gritar incoherencias, otro disparo, y luego silencio: la mujer no vuelve a gritar. Dos tiros más. El humo se arremolina, el ojo rojo brilla. Ahora lo oigo venir hacia mí, oigo las botas sobre la tierra mojada. Meto la mano bajo el montón de ropa y el revoltijo de botellas de agua vacías que hay junto al catre en busca de la pistola, un revólver que Chris me dio el día que me invitó a ser su compañero de tienda. «¿Dónde está tu pistola?», me preguntó. Se quedó sorprendido cuando le dije que no llevaba ninguna. «Tienes que tener pistola, amigo —respondió—. Hasta los críos las tienen». No importa que no sea capaz de darle ni a la fachada de un granero o que lo más probable sea que acabe disparándome en el pie; en la era posthumana, Chris es un firme defensor de la Segunda Enmienda.

Espero a que aparezca por la abertura. Llevo el medallón de Sissy en una mano y el revólver de Chris en la otra. En una mano, el pasado. En la otra, el futuro. Es una forma de verlo.

A lo mejor si me hago el muerto, el asesino (lo que sea) seguirá su camino. Me quedo mirando la abertura con los ojos medio cerrados.

Entonces entra: una gruesa pupila negra en el ojo carmesí. Se balancea, poco estable, al entrar en la tienda, a metro y pico de distancia, y, aunque no le veo la cara, sí lo oigo tratando de recuperar el aliento. Yo también intento controlar la respiración, pero, por muy suavemente que inspire, el repiqueteo de la infección resuena en mi pecho con más fuerza que los estallidos de la batalla. No distingo bien cómo va vestido, salvo que parece llevar los pantalones metidos dentro de unas botas altas. ¿Un soldado? Debe de serlo. Va con fusil.

Estoy salvado. Levanto la mano que sostiene el medallón y lo llamo con voz débil. Él se tambalea hacia delante. Ahora le veo la cara: es joven, puede que un poco mayor que yo, y tiene el cuello manchado de sangre, igual que las manos que sostienen el arma. Hinca una rodilla junto al catre y retrocede al verme la cara, la piel amarillenta, los labios hinchados y los ojos hundidos e inyectados en sangre: las señales evidentes de la plaga.

A diferencia de los míos, los ojos del soldado son claros… y están abiertos como platos, aterrados.

—¡Lo entendimos todo mal! —susurra—. Ya están aquí, han estado aquí, justo aquí, dentro de nosotros, todo el tiempo… Dentro de nosotros.

Dos formas alargadas entran por la abertura. Una agarra al soldado por el cuello y lo arrastra afuera. Levanto el viejo revólver… o más bien lo intento, porque se me resbala de la mano antes de poder alzarlo cinco centímetros por encima de la manta. Entonces, la segunda forma se abalanza sobre mí, me quita el revólver y me endereza. La descarga de dolor me ciega durante un segundo. El hombre se vuelve para gritar a su compañero, que acaba de volver al interior:

—¡Escanéalo!

Me ponen un gran disco de metal en la frente.

—Está limpio.

—Y enfermo.

Los dos hombres llevan traje de faena, el mismo que el soldado que han sacado de la tienda.

—¿Cómo te llamas, amigo? —pregunta uno.

Sacudo la cabeza: no lo entiendo. Se me abre la boca, pero no sale nada inteligible.

—Está zombi —responde su compañero—. Déjalo.

El otro asiente, se restriega la barbilla y me mira antes de añadir:

—El comandante ordenó la recuperación de todos los civiles no infectados.

Me rodea con la manta y, con un solo movimiento, me levanta del catre y me echa al hombro. Como civil indudablemente infectado, estoy bastante sorprendido.

—Tranqui, zombi —me dice—. Te llevamos a un sitio mejor.

Me lo creo. Y, por un segundo, me permito creer también que, al fin y al cabo, no voy a morir.