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Cuando amanece ya estamos a kilómetros de distancia, ocultos bajo un paso elevado de la autopista, y el niño de orejas grandes al que llaman Dumbo se ha arrodillado al lado de Ben para ponerle una venda limpia en la herida del costado. Ya se ha ocupado de mí y de Sammy: nos ha sacado metralla, nos ha limpiado las heridas, nos ha dado puntos y las ha vendado.

Me ha preguntado por lo que me había pasado en la pierna. Le he respondido que me disparó un tiburón. No reacciona. No parece confundido ni le hace gracia, ni nada. Como si el disparo de un tiburón fuese algo perfectamente natural después de la Llegada. Como cambiarte de nombre y ponerte «Dumbo». Cuando le he preguntado por su nombre real, me ha dicho que era… Dumbo.

Ben es Zombi, Sammy es Frijol, Dumbo es Dumbo. Después están Bizcocho, un crío de rostro dulce que no habla, aunque tal vez puede hacerlo, no lo sé; Tacita, una niña no mucho mayor que Sams que quizá tenga un problema grave, lo cual me preocupa, porque se pasa el día abrazada a un M16 con el cargador intacto.

Finalmente, la guapa de pelo oscuro se llama Hacha y es más o menos de mi edad, y no solo tiene una melena negra muy reluciente y muy lisa, sino también la piel perfecta de una modelo retocada con Photoshop, como las que aparecen en las portadas de las revistas de moda sonriéndote con arrogancia mientras haces cola en la caja del supermercado. Salvo que Hacha nunca sonríe, igual que Bizcocho nunca habla. Así que he decidido aferrarme a la posibilidad de que le falte algún diente.

Creo que hay algo entre Ben y ella, algo en el sentido de que parecen íntimos.

Se han pasado un buen rato hablando cuando hemos llegado aquí. No es que los haya estado espiando, ni mucho menos, pero me encontraba lo bastante cerca para oír las palabras «ajedrez», «círculo» y «sonrisa».

Entonces he oído a Ben preguntar:

—¿De dónde has sacado el Humvee?

—Tuvimos suerte: trasladaron parte del equipo y de los suministros a una zona de pruebas a unos dos klicks al oeste del campo. Supongo que para estar preparados para el bombardeo. Estaba protegido, pero Bizcocho y yo les llevábamos ventaja.

—No deberías haber vuelto, Hacha.

—De no haberlo hecho, ahora no estaríamos hablando.

—No me refiero a eso. Cuando viste que el campo estallaba, deberías haber vuelto a Dayton. Puede que seamos los únicos que conocen la verdad sobre la quinta ola: esto es más importante que yo.

—Tú volviste a por Frijol.

—Eso es distinto.

—Zombi, que tampoco eres tan estúpido —dice, como si Ben fuese estúpido, pero solo un poquito—. ¿Todavía no lo entiendes? En cuanto decidamos que una persona ya no importa, ellos habrán ganado.

Tengo que estar de acuerdo con la señorita Poros Microscópicos. Mientras mi hermano se sienta en mi regazo para que le dé calor. En el terreno elevado con vistas a la autopista abandonada. Bajo un cielo repleto de mil millones de estrellas. Me da igual lo que impliquen las estrellas sobre lo pequeños que somos. Cualquiera de nosotros, por pequeño, débil e insignificante que sea, importa.

Está a punto de amanecer, se nota que llega el día. El mundo contiene el aliento porque no hay nada que garantice que el sol vuelva a salir. Que hubiera un ayer no significa que haya un mañana.

¿Qué dijo Evan?

«Estamos aquí y después desaparecemos, y lo importante no es el tiempo que pasemos en este mundo, sino lo que hagamos con ese tiempo».

Y yo susurro:

—Efímera.

El nombre con el que me bautizó.

Había estado dentro de mí, Evan había estado dentro de mí y yo dentro de él, juntos en un espacio infinito, y no existía un lugar en el que yo acabara y él empezara.

Sammy se agita en mi regazo. Se había dormido, pero se acaba de despertar.

—Cassie, ¿por qué lloras?

—No lloro. Calla y vuelve a dormir.

—Estás llorando —insiste, y me pasa los nudillos por la mejilla.

Alguien se acerca. Es Ben. Me limpio las lágrimas a toda prisa, y él se sienta a mi lado con mucho cuidado, dejando escapar un gruñido de dolor. No nos miramos, contemplamos los movimientos espasmódicos de los teledirigidos que caen a lo lejos. Escuchamos el silbido del viento solitario a través de las ramas secas de los árboles. Sentimos el frío del suelo helado que se filtra por las suelas de nuestros zapatos.

—Quería darte las gracias —me dice.

—¿Por qué?

—Me salvaste la vida.

—Y tú me levantaste cuando caí —respondo, encogiéndome de hombros—. Estamos en paz.

Tengo la cara cubierta de vendas, el pelo como un nido de pájaro, voy vestida como uno de los soldados de juguete de Sammy, pero Ben Parish se inclina sobre mí y me besa de todos modos. Un besito rápido, medio mejilla, medio boca.

—¿A qué viene eso? —pregunto con voz aguda, como la niña de antaño, la Cassie pecosa que yo era, la del pelo rizado y las rodillas nudosas, una chica corriente que compartía con él un autobús escolar amarillo corriente para pasar un día corriente.

En todas mis fantasías sobre nuestro primer beso (y he tenido unas seiscientas mil), nunca me había imaginado que sería así. Nuestro beso soñado requería luz de luna, o niebla, o luz de luna y niebla, una combinación muy misteriosa y romántica, al menos en el lugar adecuado. Niebla a la luz de la luna junto a un lago o un río tranquilo: romántico. Niebla a la luz de la luna en cualquier otro lugar, como un callejón estrecho: Jack el Destripador.

«¿Te acuerdas de los bebés?», le preguntaba en mis fantasías. Y Ben siempre respondía: «Sí, claro que sí. ¡Los bebés!».

—Oye, Ben, me preguntaba si recordarías… Íbamos en el mismo autobús al colegio, tú estabas hablando de tu hermana pequeña y yo te dije que Sammy también acababa de nacer, y me preguntaba si te acordarías de eso. Lo de que nacieran juntos. Bueno, juntos no, eso los convertiría en gemelos, ja, ja. Me refiero a que nacieron a la vez. No exactamente, pero con una semana de diferencia. Sammy y tu hermana. Los bebés.

—Perdona… ¿Bebés?

—Da igual, no tiene importancia.

—Ya no hay nada que no tenga importancia.

Estoy temblando. Debe de haberse dado cuenta, porque me echa un brazo por encima y nos quedamos así sentados un rato, yo abrazando a Sammy, Ben abrazándome a mí, y los tres juntos contemplando el sol que sale por el horizonte y arrasa la oscuridad con su estallido de luz dorada.