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Ben me sujeta por las muñecas cuando estoy cerca de la cima de los escombros, pero le digo entre jadeos que suba a Sammy primero. No me queda energía para ese último paso, así que me quedo allí colgada, esperando a que Ben vuelva a sujetarme. Tira de mí para meterme por el estrecho hueco, una rendija entre el techo y lo alto de la colina. La oscuridad no es tan absoluta aquí arriba, y le veo el demacrado rostro, cubierto de polvo de hormigón y arañazos que ya han empezado a sangrarle.

—Todo recto —susurra—. Puede que a unos treinta metros.

No hay sitio para ponerse en pie ni sentarse: estamos tumbados boca abajo, casi nariz contra nariz.

—Cassie, no hay… nada. Todo el campo ha desaparecido. Simplemente ha… desaparecido.

Asiento con la cabeza; ya he visto muy de cerca lo que pueden hacer los Ojos.

—Tengo que descansar —le digo entre resuellos y, por algún motivo, me preocupa la calidad de mi aliento. ¿Cuándo fue la última vez que me cepillé los dientes?—. Sams, ¿estás bien?

—Sí.

—¿Y tú? —me pregunta Ben.

—Define bien.

—Es una definición muy cambiante —responde—. Han iluminado la zona, ahí fuera.

—¿El avión?

—Está ahí. Es grande, uno de esos enormes aviones de carga.

—Hay muchos niños.

Nos arrastramos hacia la barra de luz que se filtra a través de la grieta, entre las ruinas y la superficie. Cuesta avanzar. Sammy empieza a gemir. Tiene las manos desolladas y el cuerpo magullado por culpa de la piedra. Nos metemos por huecos tan angostos que nos rozamos la espalda contra el techo. En una ocasión me quedo atascada y Ben tarda varios minutos en sacarme. La luz hace retroceder la oscuridad, brilla con fuerza, con tanta que veo cada una de las partículas de polvo arremolinadas contra el telón negro.

—Tengo sed —gime Sammy.

—Ya casi estamos —le aseguro—. ¿No ves la luz?

Por la abertura contemplo todo el este de Death Valley (el mismo paisaje yermo del Campo Pozo de Ceniza multiplicado por diez), iluminado por los focos que cuelgan de los postes montados a toda prisa en las chimeneas que suministraban aire al complejo de abajo.

Y, sobre nosotros, el cielo nocturno salpicado de teledirigidos. Cientos de ellos flotan a trescientos metros de altura, inmóviles, mientras sus vientres grises reflejan la luz de los focos. Y, justo debajo, en el suelo, a mi derecha, un enorme avión espera, perpendicular a nosotros. Cuando despegue, pasará a nuestro lado.

—¿Han cargado ya a los…? —empiezo, pero Ben me corta con un siseo.

—Han arrancado los motores.

—¿Por dónde está el norte?

—A las dos en punto —dice, y me lo señala.

Se ha quedado pálido: su rostro no tiene color. La boca le cuelga un poco, como un perro jadeando. Cuando se inclina para mirar el avión, me doy cuenta de que tiene mojada la pechera de la camisa.

—¿Puedes correr? —pregunto.

—Tengo que hacerlo, así que sí.

—Cuando salgamos a campo abierto, súbete otra vez encima de mí, ¿vale? —le digo a Sam.

—Puedo correr, Cassie —protesta él—. Soy rápido.

—Lo llevaré yo —se ofrece Ben.

—No seas ridículo —respondo.

—No soy tan débil como parezco —insiste, probablemente pensando en Vosch.

—Claro que no, pero, si te caes con él, estamos todos muertos.

—Igual que si te pasa a ti.

—Es mi hermano: lo llevaré yo. Además, estás herido y…

Es lo único que logro decir. El resto queda ahogado en el rugido del enorme avión que se dirige hacia nosotros, acelerando.

—¡Ahora! —grita Ben, pero no lo oigo.

Tengo que leerle los labios.