No es que subamos corriendo las escaleras hacia la libertad. Casi nos arrastramos por ellas, nos aferramos los unos a los otros: yo delante, Ben detrás, Sammy en medio. El espacio cerrado está repleto de partículas de polvo, así que no tardamos en empezar a toser y a resollar, en mi opinión lo bastante alto como para que nos oigan todos los Silenciadores en cinco kilómetros a la redonda. Avanzo por la oscuridad con una mano extendida frente a mí e informo en voz baja sobre nuestro progreso.
—¡Primer rellano!
Cien años después, llegamos al segundo. Estamos casi a medio camino del final, pero aún no nos hemos encontrado con los escombros sobre los que nos ha advertido Evan.
«Tengo que elegir».
Ahora que se ha ido y ya es demasiado tarde, se me han ocurrido un buen puñado de razones por las que no debería habernos abandonado. La mejor es esta:
«No te dará tiempo».
El Ojo tarda… ¿Cuánto? Un minuto o dos entre la activación y la detonación. Apenas lo suficiente para llegar a las puertas del arsenal.
«Vale, quieres ponerte en plan noble y sacrificarte para salvarnos, pero entonces no me digas cosas como “te encontraré”; eso implica que seguirás vivo para encontrarme después de desatar la bola de fuego verde del infierno».
A no ser que… Puede que los Ojos puedan activarse a distancia. A lo mejor la cosa plateada que lleva consigo…
«No. Si eso fuera una posibilidad, habría salido con nosotros y las habría hecho estallar a una distancia segura».
Maldita sea, cada vez que creo que empiezo a entender a Evan Walker, se me escapa. Es como si yo fuera ciega de nacimiento e intentara imaginarme un arcoíris. Si pasa lo que creo que va a pasar, ¿sentiré su muerte como él sintió la de Lauren, como un puñetazo en el corazón?
Cuando estamos a medio camino del tercer rellano, me golpeo la cabeza contra algo de piedra. Me vuelvo hacia Ben y le susurro:
—Voy a ver si puedo trepar por encima: puede que haya sitio para meterse por arriba.
Le paso mi fusil y me agarro bien con las dos manos. No he hecho demasiada escalada (vale, mi experiencia es nula), pero no puede ser tan difícil, ¿no?
Cuando estoy más o menos a un metro del suelo, una roca se desprende bajo mi pie, caigo desde arriba y me doy un buen golpe en la barbilla.
—Lo intentaré yo —dice Ben.
—No seas estúpido, estás herido.
—De todos modos, tendría que subir, Cassie.
Tiene razón, claro. Abrazo a Sammy mientras Ben escala el amasijo de hormigón y varillas de acero. Lo oigo gruñir cada vez que llega al siguiente asidero. Algo mojado me cae en la nariz. Sangre.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Ummm, define «bien».
—Bien significa que no te estás desangrando.
—Estoy bien.
«Es débil», dijo Vosch. Recuerdo la forma en que Ben se paseaba por los pasillos del instituto, meneando los anchos hombros, atravesando a la gente con el rayo mortífero de su sonrisa: era el amo del universo. Entonces jamás lo habría considerado débil. Pero el Ben Parish que conocía es muy distinto del Ben Parish que trepa por una pared irregular de piedras rotas y metal retorcido. El nuevo Ben Parish tiene los ojos de un animal herido. No sé qué le habrá pasado exactamente entre aquel día en el gimnasio y ahora, pero no cabe duda de que los Otros han tenido éxito al cribar a los débiles de los fuertes.
Los débiles han desaparecido.
Ahí es donde falla el plan maestro de Vosch: si no nos matas a todos a la vez, los que queden no serán los débiles.
Los que queden serán los fuertes, tal vez dañados, pero enteros, como las varillas de acero que antes armaban este hormigón.
Inundaciones, incendios, terremotos, enfermedades, hambre, traición, aislamiento, asesinato.
Lo que no te mata, te hace más fuerte. Más duro. Más sabio.
«Estás convirtiendo rejas de arado en espadas, Vosch. Nos estás rehaciendo».
«Nosotros somos la arcilla, y tú eres Miguel Ángel».
«Y nosotros seremos tu obra de arte».