Desearía beber del dulce olor de Sammy para siempre, pero no puedo. Este sitio está repleto de soldados armados, algunos de ellos Silenciadores… Bueno, en cualquier caso, no se trata de preadolescentes, así que debo suponer que son Silenciadores. Conduzco a Sammy a una pared, dejando así a un grupo de críos entre nosotros y el guardia más cercano. Me agacho todo lo que puedo y susurro:
—¿Estás bien?
—Sabía que vendrías, Cassie —responde, asintiendo con la cabeza.
—Lo prometí, ¿no?
Lleva un medallón con forma de corazón colgado del cuello. ¿De dónde ha salido eso? Lo toco, y él se aparta un poco.
—¿Por qué vas vestida así? —me pregunta.
—Te lo explicaré después.
—Ahora eres un soldado, ¿no? ¿En qué pelotón estás?
¿Pelotón?
—En ninguno —respondo—. Soy mi propio pelotón.
—No puedes ser tu propio pelotón, Cassie —dice, frunciendo el ceño.
No es el momento de ponerse a discutir sobre esta ridiculez del pelotón. Examino la sala.
—Sam, vamos a salir de aquí.
—Lo sé, el comandante Bob dice que vamos a subir a un gran avión —contesta.
Entonces señala con la cabeza al comandante Bob y empieza a saludarlo con la mano.
Se la bajo rápidamente.
—¿En un gran avión? ¿Cuándo?
—Pronto —responde, encogiéndose de hombros. Ha recogido a Oso del suelo y lo está examinando, manoseándolo—. Le han arrancado la oreja —comenta en tono acusador, como si hubiese desatendido mis obligaciones.
—¿Esta noche? —le pregunto—. Sam, es importante. ¿Os vais esta noche?
—Es lo que ha dicho el comandante Bob. Dijo que están evaculando a todos los sujetos no esenciales.
—¿Evaculando? Ah, vale, que están evacuando a los niños.
Le doy vueltas y más vueltas a la cabeza tratando de analizar la situación. ¿Será esa la solución? ¿Entrar a bordo con los demás y tratar de huir cuando aterricemos, dondequiera que lo hagamos? Dios, ¿por qué tiré el mono blanco? Pero, aunque lo hubiese guardado y pudiera meterme en el avión, ese no era el plan.
«Habrá cápsulas de escape en algún punto de la base, seguramente cerca del centro de mando o del alojamiento de Vosch. Básicamente, son cohetes unipersonales preprogramados para dejarte a salvo en algún lugar alejado de la base. No me preguntes dónde. Sin embargo, las cápsulas son tu mejor opción. No utilizan tecnología humana, pero puedo explicarte cómo manejarlas. Eso si encuentras una, si los dos cabéis dentro y si vives lo suficiente como para encontrar una en la que quepáis».
Son muchos «si». A lo mejor debería pegarle una paliza a un crío de mi tamaño para quitarle el mono.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Cassie? —pregunta Sam.
Creo que sospecha que lo he estado evitando, sobre todo porque he permitido que el oso perdiera la oreja.
—Más de lo que me gustaría —mascullo, y eso me ayuda a decidirme: no vamos a quedarnos aquí ni un minuto más de lo necesario y no vamos a subir a un vuelo solo de ida a Campo Asilo II. No pienso cambiar un campo de exterminio por otro.
Está jugando con la oreja desgarrada de Oso, aunque esa no es su primera herida, ni de lejos. He perdido la cuenta de las veces que mamá tuvo que remendarlo: tiene más puntos que Frankenstein. Me inclino para llamar la atención de Sammy, y entonces me mira y pregunta:
—¿Dónde está papi?
Muevo la boca, pero no me sale la voz. Ni siquiera había pensado en que tendría que contárselo, ni en cómo hacerlo.
—¿Papá? Bueno, está…
«No, Cassie, no lo compliques». No quiero que se derrumbe justo cuando nos preparamos para huir. Decido dejar vivir a papá un poco más.
—Nos está esperando en el Campo Pozo de Ceniza.
—¿Papá no está aquí? —pregunta, y empieza a temblarle el labio inferior.
—Papá está ocupado —respondo con la esperanza de callarlo, aunque me siento como una mierda—. Por eso me ha enviado a mí, para sacarte de aquí. Y eso es lo que estoy haciendo ahora mismo: sacarte de aquí.
—Pero ¿qué pasa con el avión? —pregunta cuando lo pongo de pie.
—Había overbooking —respondo, y él me mira con cara de desconcierto—. Vámonos.
Lo cojo de la mano y voy hacia el túnel con mi espalda de soldado bien recta y la cabeza alta, porque ir de puntillas hasta la salida más cercana, como si fuésemos Shaggy y Scooby, seguro que llama la atención. Incluso ladro órdenes a algunos niños por el camino. Si alguien intenta detenernos, no dispararé: explicaré que el niño está enfermo y que me lo llevo al médico antes de que se vomite encima y ponga pringados a los demás. Si no se tragan mi historia, entonces dispararé.
Y entonces salimos al túnel y, aunque parezca increíble, hay un médico que se dirige hacia a nosotros, con la cara medio tapada con una mascarilla quirúrgica. Abre mucho los ojos al vernos: ¡a la porra mi tapadera! Eso significa que, si nos detiene, tendré que matarlo. Al acercarnos, veo que se lleva la mano al bolsillo de la bata, y una alarma me suena dentro de la cabeza, la misma que se disparó en la tienda, detrás de los refrigeradores de la cerveza, antes de vaciar un cargador entero contra un soldado que llevaba un crucifijo.
Tengo la mitad de medio segundo para decidirlo.
Es la primera norma de la última guerra: no confíes en nadie.
Apunto con el silenciador a su pecho justo cuando saca la mano del bolsillo.
La mano con una pistola.
Pero yo llevo en la mía un fusil de asalto M16.
¿Cuánto es la mitad de la mitad de un segundo?
Lo bastante para que un niño que no conoce la primera norma se coloque entre la pistola y el fusil.
—¡Sammy! —grito, frenando el disparo.
Mi hermano pequeño se pone de puntillas, tira de la máscara del médico y se la quita.
No me habría gustado nada verme la cara cuando la mascarilla dejó al descubierto el rostro que se ocultaba detrás. Más delgado de lo que recuerdo. Más pálido. Con los ojos hundidos en las cuencas, un poco vidriosos, como si estuviese enfermo o herido, pero lo reconozco, sé de quién es la cara que se escondía tras la máscara. El problema es que no consigo procesarlo.
Aquí, en este lugar, mil años después y a millones de kilómetros de los pasillos del instituto George Barnard. Aquí, en las entrañas de la bestia, en el fondo del mundo, mirándome.
Benjamin Thomas Parish.
Y Casiopea Marie Sullivan, que vive una experiencia extracorpórea completa, que se ve viéndolo a él. La última vez que lo tuvo delante fue en el gimnasio del instituto, después de que se apagaran las luces, y solo le vio la nuca. A partir de entonces, solo lo ha visto en su cabeza, cuya parte racional era consciente de que Ben Parish estaba muerto, como todos los demás.
—¡Zombi! —grita Sammy—. Sabía que eras tú.
¿Zombi?
—¿Adónde lo llevas? —me pregunta Ben con voz grave.
No la recordaba tan grave: ¿me falla la memoria o la falsea para parecer mayor?
—Zombi, esta es Cassie —lo reprende Sam—. Ya sabes, Cassie.
—¿Cassie? —pregunta, como si jamás hubiera oído ese nombre.
—¿Zombi? —replico, porque la verdad es que jamás había oído ese nombre.
Me quito la gorra, esperando que eso lo ayude a reconocerme, pero me arrepiento de inmediato. Soy consciente del aspecto que debe de tener mi pelo.
—Íbamos al mismo instituto —digo mientras me paso a toda prisa los dedos por los rizos cortados—. Me sentaba delante de ti en química avanzada.
Ben sacude la cabeza como si estuviera quitándose las telarañas del cerebro.
—Te dije que vendría —interviene Sammy.
—Calla, Sam —lo regaño.
—¿Sam? —pregunta Ben.
—Ahora me llamo Frijol, Cassie —me informa mi hermano.
—Claro que sí —le digo, y me vuelvo hacia Ben—. ¿Conoces a mi hermano?
Ben asiente con cautela.
Todavía no acabo de comprender su actitud: no es que esperase que me recibiera con un abrazo o que me recordara de la clase de química, pero hay tensión en su voz y sigue con la pistola en la mano, junto al costado.
—¿Por qué vas vestido de médico? —pregunta Sammy.
Ben, de médico; yo, de soldado. Como dos niños jugando a disfrazarse. Un médico falso y un soldado falso intentando decidir si le volaban la tapa de los sesos al otro.
Esos primeros segundos entre Ben Parish y yo fueron muy raros.
—He venido a sacarte de aquí —le dice Ben a Sam, sin quitarme la vista de encima.
Sam me mira, ¿no era yo la que había ido a recogerlo? Está muy desconcertado.
—No te vas a llevar a mi hermano a ninguna parte —le digo a Ben.
—Es todo una mentira —suelta Ben—. Vosch es uno de ellos: nos están utilizando para acabar con los supervivientes, para matarnos entre nosotros…
—Ya lo sé —lo corto—. ¿Cómo lo sabes tú y qué tiene eso que ver con llevarse a Sam?
Mi reacción a su bombazo lo deja perplejo. Entonces lo entiendo: cree que me han adoctrinado, como a todos los demás del campo. Resulta tan ridículo que me echo a reír. Mientras me río como una idiota, entiendo otra cosa: a él tampoco le han lavado el cerebro.
Lo que significa que puedo confiar en él.
A no ser que esté jugando conmigo, que me haya dicho todo eso para que baje la guardia (y el arma) y pueda así librarse de mí y llevarse a Sam.
Lo que significa que no puedo confiar en él.
Tampoco puedo leerle la mente, pero, cuando me echo a reír, debe de estar pensando algo parecido a lo que pienso yo: «¿Por qué se ríe esta loca del pelo aplastado? ¿Porque he dicho algo obvio o porque cree que mi historia es una mierda?».
—Ya lo tengo —dice Sammy para negociar la paz—. ¡Podemos ir todos juntos!
—¿Sabes cómo salir de aquí? —le pregunto a Ben.
Sammy es más crédulo que yo, pero merece la pena explorar la idea. Encontrar las cápsulas de escape, si es que existen, siempre ha sido el punto más débil de mi plan de huida.
—Sí, ¿y tú?
—Conozco una ruta de escape, pero no la ruta para llegar a la ruta.
—¿La ruta a la ruta? Vale —dice, sonriendo. Tiene un aspecto horroroso, pero la sonrisa no le ha cambiado ni un ápice: ilumina el túnel como una bombilla de mil vatios—. Yo conozco la ruta y la ruta a la ruta. —Se mete la pistola en el bolsillo y me ofrece la mano vacía—. Vamos juntos.
Lo que me fastidia es no saber si habría aceptado esa mano si hubiera pertenecido a otra persona que no fuera Ben Parish.