El estruendo de la sirena es tan fuerte que el vello de la nuca me vibra.
Estoy retrocediendo a gatas hacia el conducto principal para alejarme del recuerdo, hasta que me detengo.
«Cassie, es el arsenal».
De vuelta a la rejilla, y me quedo tres minutos largos mirando a través de ella, examinando el cuarto de abajo por si se mueve algo mientras la sirena me golpetea en los oídos dificultándome la concentración: muchas gracias, coronel Vosch.
—Vale, maldito oso —mascullo con la lengua hinchada—, vamos a entrar.
Descargo con fuerza el talón descalzo contra la rejilla. ¡Kia! Se abre a la primera patada. Cuando dejé el kárate, mi madre me preguntó el porqué, y le respondí que ya no me suponía un reto. Era mi forma de decir que me aburría, cosa que no podías decir delante de mi madre. Si te oía quejarte de aburrimiento, te encontrabas de repente con un trapo para el polvo en la mano.
Me dejo caer en la habitación. Bueno, es más bien un almacén mediano. Todo lo que un invasor alienígena necesita para dirigir un campo de exterminio humano. Contra aquella pared están los Ojos: hay varios cientos, ordenados en columnas dentro de un armarito diseñado especialmente para ellos. En la pared contraria, interminables hileras de fusiles, lanzagranadas y otras armas con las que no sabría ni qué hacer. Las armas más pequeñas, por allí: semiautomáticas, granadas y cuchillos de combate de veinticinco centímetros. También hay una sección de guardarropa en la que están representadas casi todas las ramas del servicio militar y todos los rangos posibles y todo el equipo necesario: cinturones, botas y la versión militar de la riñonera.
Y yo estoy como un niño en una tienda de caramelos.
Primero, me quito el mono blanco.
Elijo el uniforme más pequeño que encuentro y me lo pongo. Me calzo las botas.
Ha llegado el momento de armarse. Una Luger con el cargador completo. Un par de granadas. ¿M16? Si vas a representar un papel, hazlo bien. Me meto un par de cargadores adicionales en la riñonera. ¡Ah, mira, el cinturón tiene una funda para uno de esos supercuchillos de veinticinco centímetros! Hola, hola, supercuchillo de veinticinco centímetros.
Hay una caja de madera al lado del armario de las armas de fuego. Me asomo al interior y descubro una pila de tubos metálicos grises. ¿Qué son? ¿Una especie de granada con forma de palo? Cojo uno. Está hueco y tiene una rosca en un extremo. Ya sé lo que es.
Un silenciador.
Que encaja perfectamente en el cañón de mi nuevo M16. Se atornilla sin problemas.
Me escondo el pelo debajo de una gorra que me queda demasiado grande y me quedo con las ganas de un espejo. Espero colar como uno de los reclutas preadolescentes de Vosch, aunque seguramente parezco más bien la hermana pequeña de GI Joe jugando a disfrazarse.
Y ahora, ¿qué hago con Oso? Encuentro una cosa con pinta de bolso de cuero, lo meto dentro y me lo coloco en bandolera. Ya ni siquiera oigo la atronadora alarma: estoy hasta arriba de adrenalina. No solo he ganado cierta ventaja, sino que sé que Evan está aquí, y Evan no se rendirá hasta que yo esté a salvo o él, muerto.
Me dirijo de vuelta al conducto, pero me debato entre arriesgarme a seguir por allí, lastrada con diez kilos extra o más, o aventurarme por los pasillos. ¿De qué sirve un disfraz si vas en plan sigiloso? Doy media vuelta, camino de la puerta, y entonces se apaga la sirena y se hace el silencio.
No lo tomo como una buena señal.
También se me ocurre que quizá no sea buena idea estar en un arsenal lleno de bombas verdes (teniendo en cuenta que una sola es capaz de arrasar casi dos kilómetros cuadrados) mientras una docena de sus mejores amigas estalla arriba.
Salgo pitando hacia la puerta, pero antes de alcanzarla estalla el primer Ojo. Toda la habitación se sacude. Cuando estoy a pocos centímetros, el siguiente Ojo parpadea por última vez; este debía de estar más cerca, porque llueve polvo del techo y el conducto se suelta de su soporte por el otro extremo y cae al suelo.
«Vaya, Voschy, eso ha estado cerca, ¿no?».
Empujo la puerta. No hay tiempo de explorar el terreno, cuanta más distancia ponga entre el resto de los Ojos y yo misma, mejor. Corro bajo las luces rojas giratorias y elijo los pasillos al azar, intentando no pensar en nada, dejándome llevar por el instinto y la suerte.
Otro estallido. Las paredes tiemblan. El polvo cae. De arriba me llega el ruido de edificios destrozados y triturados hasta los cimientos. Y aquí debajo, los gritos de niños aterrados.
Sigo los gritos.
A veces giro donde no es y el grito pierde volumen. Retrocedo y pruebo con el siguiente pasillo. Este lugar es como un laberinto, y yo soy la rata de laboratorio.
Los estallidos de arriba han parado, al menos de momento, y yo he frenado un poco, agarrada al fusil con ambas manos, mientras sigo probando un pasillo tras otro y retrocediendo para seguir por otro lado cada vez que los gritos pierden potencia.
Oigo la voz del comandante Bob: rebota en las paredes a través de un megáfono; sale de todas partes y de ninguna.
—Vale, ¡quiero que todos os quedéis sentados con vuestro líder de grupo! ¡Que todo el mundo esté quieto y me escuche! ¡Quedaos con vuestros líderes de grupo!
Doblo una esquina y veo a un pelotón de soldados que corre hacia mí. La mayoría son adolescentes. Me aplasto contra la pared, y ellos pasan junto a mí sin tan siquiera mirarme. ¿Por qué iban a hacerlo? No soy más que otro recluta de camino a luchar contra la horda alienígena.
Doblan la esquina, y yo me pongo de nuevo en movimiento. Oigo a los niños parlotear y gemir a la vuelta de la esquina, a pesar de la regañina del comandante Bob.
«Ya casi estoy, Sam. Solo espero que estés ahí».
—¡Alto!
Me lo gritan desde atrás. No es la voz de un niño. Me detengo, me cuadro y me quedo quieta.
—¿Dónde está tu puesto, soldado? Soldado, ¡estoy hablando contigo!
—Me ordenaron vigilar a los niños, ¡señor! —respondo, intentando hablar con mi voz más grave.
—¡Media vuelta! Mírame cuando me hables, soldado.
Suspiro y me vuelvo. Tendrá unos veintitantos años y no es feo, el típico chico estadounidense. No distingo las insignias militares, pero me parece que es un oficial.
«Por seguridad, cualquier persona de más de dieciocho años es un sospechoso. Puede que haya algunos humanos adultos en puestos de autoridad, pero, conociendo a Vosch, lo dudo. Así que, si es adulto, y, sobre todo, si es un oficial, creo que podemos suponer que no es humano».
—¿Cuál es tu número? —me ladra.
¿Mi número? Suelto lo primero que se me ocurre.
—¡T-sesenta y dos, señor!
—¿T-sesenta y dos? ¿Estás segura? —pregunta, desconcertado.
—¡Sí, señor, señor!
«¿Señor, señor? Ay, Dios, Cassie».
—¿Por qué no estás con tu unidad?
No espera a la respuesta, lo que me viene bien, ya que no se me ocurre nada. Da un paso adelante y me mira de arriba abajo: a todas luces, no llevo el uniforme reglamentario. Al oficial Alienígena no le gusta lo que ve.
—¿Dónde está tu chapa, soldado? ¿Y qué haces con un silenciador en el arma? ¿Qué es esto? —pregunta, tirando del abultado bolso de cuero en el que va Oso.
Me aparto, el bolso se abre, y el oficial me pilla.
—Es un oso de peluche, señor.
—¿Un qué?
Se me queda mirando a la cara, algo cambia en la suya cuando se le enciende la bombilla y se da cuenta de a quién está mirando. Su mano derecha vuela hacia la pistola, una idea estúpida: le bastaba con pegarme un puñetazo en mi cara de niña con oso de peluche. Dibujo un veloz arco con el silenciador, lo detengo a un par de centímetros de su atractiva cara infantil y disparo.
«Ya lo has hecho, Cassie, has perdido la única oportunidad que tenías. Y estabas tan cerca…».
No puedo dejar al oficial Alienígena donde ha caído. Quizá no reparen en toda la sangre con el caos de la batalla y, además, es casi invisible con las luces rojas giratorias, pero no se puede decir lo mismo del cadáver. ¿Qué voy a hacer con él?
Estoy cerca, muy cerca, y no pienso dejar que un tío muerto me aparte de Sammy. Lo agarro por los tobillos y lo arrastro hacia otro pasillo; doblo otra esquina y lo dejo allí. Pesa más de lo que parecía. Me tomo un momento para estirar el calambre de las lumbares antes de alejarme a toda prisa. Ahora, si alguien me detiene antes de llegar al búnker, el plan es decir lo que haga falta para evitar matar de nuevo. A no ser que me dejen sin alternativa. Si eso ocurre, mataré otra vez.
Evan tenía razón: cada vez es más fácil.
La habitación está repleta de niños, cientos de niños vestidos con monos idénticos. Sentados en grupos en una zona del tamaño del gimnasio de un instituto. Se han tranquilizado un poco. A lo mejor debería gritar el nombre de Sam o pedir prestado el megáfono del comandante Bob. Me abro camino entre los críos, levantando bien las botas para no pisar ningún dedito.
Hay tantas caras… Empiezan a mezclarse unas con otras. La habitación se expande, revienta las paredes y se alarga hasta el infinito, llena de miles de millones de rostros mirando hacia arriba. Pero ¿qué han hecho esos cabrones? En mi tienda lloraba por mí y por la estúpida vida que me habían arrebatado. Ahora suplico clemencia al infinito mar de rostros que me observan desde el suelo.
Sigo dando traspiés como un zombi cuando oigo una vocecita que dice mi nombre. Sale del grupo junto al que acabo de pasar; es curioso que él me haya reconocido a mí, y no yo a él. Me quedo quieta, no me vuelvo. Cierro los ojos, pero no consigo volverme.
—¿Cassie?
Bajo la cabeza. En la garganta tengo un nudo del tamaño de Texas. Entonces, me vuelvo y él está mirándome con una expresión de miedo, como si lo que estuviera viendo pudiera ser la gota que colma el vaso: una doble de su hermana caminando de puntillas por aquí, vestida como si fuera un soldado. Como si hubiese alcanzado el límite de la crueldad de los Otros.
Me arrodillo frente a mi hermano. Él no corre a mis brazos, se queda mirando mi rostro surcado de lágrimas y me toca las húmedas mejillas con los dedos. Me los pasa por la nariz, por la frente, por la barbilla, por los párpados.
—¿Cassie?
¿Puede? ¿Puede creérselo? Si el mundo rompe un millón una promesas, ¿se puede confiar en la un millón dos?
—Hola, Sams.
Él ladea un poco la cabeza. Debo de sonar rara con la lengua hinchada. Me pongo a abrir como puedo el cierre de la bolsa de cuero.
—Esto… Supuse que querrías que te lo devolviera.
Saco el viejo osito maltrecho y se lo ofrezco. Él frunce el ceño, sacude la cabeza y no intenta cogerlo: es como si me hubiera pegado un puñetazo en el estómago.
Entonces, mi hermano pequeño tira el osito al suelo de un manotazo y aplasta su cara contra mi pecho, y, debajo del tufo a sudor y a un jabón muy fuerte, distingo su olor, el olor de Sammy, el olor de mi hermano.