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Paso cinco: Frijol.

Un médico con cara de ser muy joven sale corriendo por el pasillo camino de los ascensores, vestido con una bata blanca y una máscara quirúrgica. Cojea, apoya el peso en el lado izquierdo. Si le abres la bata blanca, quizá veas la mancha rojo oscuro que le cubre la bata verde de abajo. Si le bajas el cuello, también verás la venda que lleva sobre la nuca, colocada de cualquier manera. Pero si intentas hacer cualquiera de estas cosas, el joven doctor te matará.

Ascensor. Cierro los ojos mientras baja. A no ser que alguien haya tenido la delicadeza de dejarme un carrito de golf abandonado en la puerta principal, tardaré diez minutos en llegar andando al patio. Después viene lo más difícil: encontrar a Frijol entre los más de cincuenta pelotones que vivaquean allí y sacarlo sin despertar a nadie. Así que puede que media hora para la búsqueda y el rapto. Otros diez minutos aproximadamente para llegar al hangar de El País de las Maravillas, donde descargan los autobuses. Ahí es donde el plan empieza a desglosarse en una serie de escenarios muy poco verosímiles: viajar de polizones en un autobús vacío, derribar al conductor y a los soldados que haya a bordo una vez estemos al otro lado de las puertas, y después ¿dónde, cuándo y cómo librarnos del autobús para ir a pie al encuentro de Hacha?

«¿Y si tenéis que esperar al autobús? ¿Dónde os vais a esconder?».

«No lo sé».

«Y, una vez en el autobús, ¿cuánto tendréis que esperar? ¿Treinta minutos? ¿Una hora?».

«No lo sé».

«¿Que no lo sabes? Bueno, te diré lo que yo sé: es demasiado tiempo, Zombi. Alguien dará la alarma».

Tiene razón, es demasiado tiempo.

Debería haber matado a Kistner, ese era uno de los pasos originales.

Paso cuatro: matar a Kistner.

Sin embargo, Kistner no es uno de ellos, solo es un crío, como Tanque, como Umpa, como Picapiedra. Kistner no pidió esta guerra ni sabía la verdad. Seguramente no me habría creído de habérsela contado, pero tampoco le he dado la oportunidad.

«Eres blando, deberías haberlo matado. No puedes confiar en la suerte y los buenos deseos. El futuro de la humanidad pertenece a los duros».

Así que cuando se abren las puertas del ascensor en el vestíbulo principal, le hago a Frijol la promesa silenciosa que no le hice a mi hermana, la hermana cuyo medallón llevo al cuello.

«Si alguien se interpone entre los dos, puede darse por muerto».

Y en cuanto hago la promesa, es como si el universo decidiera responder, porque las alarmas antiaéreas dejan escapar un chillido ensordecedor.

¡Perfecto! Por una vez, la suerte está de mi lado. Ahora no tendré que cruzar todo el campo, no hace falta que me cuele en los barracones en busca de un Frijol en un pajar. Nada de correr hacia los autobuses. En vez de eso, bajaré directamente al complejo subterráneo por las escaleras. Cogeré a Frijol en medio del caos organizado del búnker, nos esconderemos hasta que den la señal de que ha pasado el peligro y después iremos a los autobuses.

Muy sencillo.

Estoy a medio camino de las escaleras cuando una espeluznante luz verde ilumina el vestíbulo vacío, el mismo verde ahumado que bailó sobre la cabeza de Hacha cuando me puse el ocular. Los fluorescentes del techo se han apagado, procedimiento estándar en un simulacro, así que la luz no viene de dentro, sino de algún punto del aparcamiento.

Me vuelvo para mirar. No debería haberlo hecho.

A través de las puertas de cristal veo un carrito de golf que corre a toda velocidad por el aparcamiento, en dirección al aeródromo. Entonces veo que la fuente de la luz verde está en la entrada cubierta del hospital. Tiene la forma de una pelota de fútbol americano, aunque es el doble de grande. Me recuerda a un ojo. Me quedo mirándolo, me devuelve la mirada.

Latido…, latido…, latido…

Fogonazo, fogonazo, fogonazo.

Parpadeoparpadeoparpadeo.