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Dos horas.

En cuanto sale Vosch, un reloj empieza a contar los minutos dentro de mi cabeza. No, no es un reloj, es más bien un temporizador con la cuenta atrás al Armagedón. Voy a necesitar cada segundo, así que ¿dónde está el celador? Justo cuando estoy a punto de quitarme el gotero yo solito, aparece. Es un chico alto y delgaducho llamado Kistner; nos conocimos la última vez que estuve encamado. Tiene el tic nervioso de tirarse de la parte delantera de la bata, como si la tela le irritara la piel.

—¿Te lo ha dicho? —pregunta Kistner en voz baja al inclinarse sobre la cama—. Han activado el código amarillo.

—¿Por qué?

—¿Tú crees que a mí me cuentan algo? —pregunta, encogiéndose de hombros—. Espero que no tengamos que meternos otra vez en el búnker.

En el hospital, a nadie le gustan los simulacros de ataque aéreo. Trasladar varios cientos de pacientes bajo tierra en menos de tres minutos es una pesadilla táctica.

—Mejor eso que quedarse arriba y acabar incinerados por un rayo mortal alienígena.

A lo mejor es psicológico, pero, en cuanto Kistner me quita el suero, noto el dolor, un latido sordo justo donde recibí el disparo de Hacha que sigue el ritmo de mi corazón. Mientras espero a que se me aclare la mente, me pregunto si debería reconsiderar el plan. Una evacuación al búnker subterráneo podría simplificar las cosas. Después del fiasco del primer simulacro de ataque aéreo de Frijol, el mando decidió agrupar a todos los niños no combatientes en un búnker situado en el centro del complejo. Será mucho más sencillo sacarlo de allí que ir buscándolo por todos los barracones de la base.

Sin embargo, no tengo ni idea de cuándo (ni siquiera de cómo) ocurrirá eso. Lo mejor será continuar con el plan original. Tictac.

Cierro los ojos y visualizo cada paso de la huida tan detalladamente como puedo. Es algo que ya había hecho en otras ocasiones, cuando había institutos, partidos los viernes por la noche y público para animarlos. Cuando ganar un título de la región parecía lo más importante del mundo. Me imaginaba las rutas, el arco de la pelota volando hacia las luces, el defensa que corría a mi lado, el momento preciso para volver la cabeza y subir las manos sin aminorar el paso. No solo recreaba la jugada perfecta, sino las que fallaban, cómo ajustaría la ruta, cómo daría un objetivo al quarterback para salvar el down.

Esto podría salir mal de mil maneras distintas, pero solo hay una de que salga bien. No hay que pensar en la siguiente jugada, ni en la que sigue a la siguiente, ni en la otra. Hay que pensar en esta, en este paso, en acertar un paso tras otro, y así marcarás.

Paso uno: el celador.

Mi compi, Kistner, está lavando a alguien con una esponja, dos camas más allá.

—Oye —lo llamo—, ¡eh, Kistner!

—¿Qué pasa? —responde sin ocultar su enfado.

No le gusta que lo interrumpan.

—Tengo que ir al tigre.

—Se supone que no te puedes levantar: se te saltarán los puntos.

—Venga, Kistner, el baño está ahí mismo.

—Son órdenes del médico. Te llevaré una cuña.

Lo observo meterse entre los catres para llegar al puesto de suministros. Me preocupa un poco no haber esperado lo suficiente para que pase el efecto de las medicinas. ¿Y si no me puedo levantar? «Tictac, Zombi, tictac».

Aparto las sábanas y saco las piernas de la cama. Aprieto los dientes; esta es la parte más difícil. Estoy bien vendado desde el pecho hasta la cintura, y al ponerme derecho se me estiran los músculos que ha rasgado la bala de Hacha.

«Yo te rajé. Tú me disparas. Es lo justo».

«Pero va en aumento, ¿qué será lo siguiente? ¿Piensas meterme una granada de mano en los pantalones?».

La imagen es perturbadora: meterle a Hacha una granada en los pantalones. Perturbadora por muchas razones.

Sigo dopado, pero, al sentarme, el dolor casi me tumba. Así que me quedo sentado, quieto, un minuto, a la espera de que se me aclare la cabeza.

Paso dos: el cuarto de baño.

«Oblígate a ir despacio, pasos cortos, arrastra los pies».

Me doy cuenta de que se me abre la parte de atrás de la bata; estoy haciéndole un calvo a toda la sala.

El cuarto de baño estará a unos seis metros, pero me parecen seis kilómetros. Si lo han cerrado o si hay alguien dentro, estoy jodido.

No ocurre ninguna de las dos cosas. Me meto y cierro la puerta. Lavabo, váter y un platito de ducha. La barra de la cortina está atornillada a la pared. Levanto la tapa del inodoro. Un corto brazo metálico que levanta el flotador, romo por ambos extremos. El portarrollos de papel higiénico es de plástico. Se fastidió la idea de encontrar un arma aquí dentro, pero voy por el buen camino. «Vamos, Kistner, soy presa fácil».

Dos golpes secos en la puerta, y su voz al otro lado.

—Oye, ¿estás ahí?

—¡Te dije que tenía que ir! —le grito.

—¡Y yo te dije que te traía una cuña!

—¡Ya no aguantaba más!

Se mueve el pomo de la puerta.

—¡Abre la puerta!

—¡Un poco de intimidad, por favor! —grito.

—¡Voy a llamar a seguridad!

—¡Vale, vale! ¡Como si fuera a irme a alguna parte!

Cuento hasta diez, abro el pestillo, arrastro los pies hasta el váter, me siento. La puerta se abre un poco, y veo un trocito de la delgada cara de Kistner.

—¿Satisfecho? —gruño—. ¿Puedes cerrar la puerta, por favor?

Kistner se me queda mirando un momento mientras se tira de la bata.

—Estaré aquí mismo —me promete.

—Bien.

La puerta se cierra despacio. Ahora, a contar seis veces muy despacio hasta diez. Un minuto largo.

—¡Oye, Kistner!

—¿Qué?

—Voy a necesitar tu ayuda.

—Define «ayuda».

—¡Para levantarme! ¡No puedo levantarme del puñetero retrete! Creo que se me ha saltado un punto…

La puerta se abre de golpe, y por ella entra Kistner, rojo de rabia.

—Te lo dije.

Se pone frente a mí y extiende ambos brazos.

—Venga, cógete a mis muñecas.

—Primero, ¿puedes cerrar la puerta? Esto es embarazoso.

Kistner cierra la puerta, y yo le agarro las muñecas.

—¿Listo? —pregunta.

—Todo lo que es posible.

Paso tres: al váter.

Cuando Kistner tira, me impulso con las piernas y le golpeo el estrecho pecho con el hombro, lanzándolo contra la pared de hormigón. Después tiro de él hacia delante, giro para colocarme detrás y le pongo el brazo en la espalda, sobre los omóplatos. Eso lo obliga a caer de rodillas frente al inodoro. Le tiro de un mechón de pelo y le meto la cara en el váter. Kistner es más fuerte de lo que parece o yo estoy más débil de lo que creía, porque parece tardar mil años en desmayarse.

Lo suelto y retrocedo. Kistner rueda y cae al suelo. Zapatos, pantalones. Lo enderezo para quitarle la camisa. Me va a estar pequeña, los pantalones, largos, y los zapatos me quedarán demasiado estrechos. Me quito la bata, la lanzo al plato de la ducha y me pongo la de Kistner. Los zapatos me cuestan más: son demasiado pequeños. Una punzada de dolor me recorre el costado mientras forcejeo con ellos. Cuando bajo la vista, veo que las vendas se empapan de sangre. ¿Y si me mancho de sangre la camisa?

«De mil maneras. Concéntrate en la única buena».

Arrastro a Kistner hasta la ducha y cierro la cortina. ¿Cuánto tardará en despertarse? Da igual, tengo que seguir moviéndome, no adelantarme.

Paso cuatro: el dispositivo.

Vacilo en la puerta. ¿Y si alguien ha visto entrar a Kistner y ahora me ve salir a mí, vestido como Kistner?

«Pues todo habría acabado. Te va a matar de todos modos. Vale, pues no mueras sin más, muere intentándolo».

Las puertas del quirófano están a un campo de fútbol de distancia, al final de varias hileras de camas y a través de lo que parece ser una muchedumbre de celadores, enfermeras y médicos con batas blancas. Camino todo lo deprisa que puedo hacia las puertas, intentando no apoyar el peso en el lado herido; eso me impide andar con naturalidad, pero no puedo hacer otra cosa; por lo que sé, Vosch ha estado vigilándome y se preguntará por qué no vuelvo a mi catre.

Atravieso las puertas batientes y entro en la sala de preparación, donde un médico con cara de cansancio se enjabona hasta los codos, preparándose para una cirugía. Se sorprende al verme entrar.

—¿Qué haces aquí? —exige saber.

—Estaba buscando los guantes, nos hemos quedado sin ninguno.

El cirujano señala con la cabeza una fila de armarios de la pared opuesta.

—Estás cojeando —comenta—. ¿Te has hecho algo?

—Un tirón muscular al llevar a un gordo al tigre.

—Deberías haber usado una cuña —dice el médico mientras se limpia el jabón verde de los antebrazos.

Cajas de guantes de látex, máscaras quirúrgicas, toallitas antisépticas, rollos de cinta. ¿Dónde leches está?

Noto su aliento en la nuca.

—Tienes la caja justo delante —me dice. Me mira raro.

—Lo siento, no he dormido mucho.

—¡Dímelo a mí!

El cirujano se ríe y me da un codazo justo en la herida de bala. La habitación me da vueltas. Aprieto los dientes para reprimir un grito.

Él se apresura a pasar al quirófano que hay al otro lado de las puertas interiores, mientras yo recorro las filas de armarios abriendo puertas y rebuscando entre los suministros, pero no encuentro lo que busco. Mareado, sin aliento, con un dolor palpitante en el costado. ¿Cuánto tiempo tardará Kistner en despertar? ¿Cuánto falta para que alguien entre a echar una meada y lo encuentre?

En el suelo, al lado de los armarios, hay un cubo que pone: «RESIDUOS PELIGROSOS: UTILICE GUANTES». Le arranco la tapa de un tirón y, bingo, ahí está, entre montones de esponjas quirúrgicas ensangrentadas, jeringuillas usadas y catéteres desechados.

Vale, el bisturí está cubierto de sangre seca. Supongo que podría esterilizarlo con una toallita antiséptica o lavarlo en el fregadero, pero no hay tiempo, y un bisturí sucio es la menor de mis preocupaciones.

«Apóyate en el fregadero para mantener el equilibrio. Apriétate el cuello con los dedos para localizar el dispositivo bajo la piel y después, en vez de deslizar, presiona el cuello con la hoja roma y sucia hasta que se abra».