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Hay tres. No están en grupo, como la gente de las ciudades, sino repartidos por la mediana. El primero es un hombre mayor, diría que más o menos de la edad de mi padre. Lleva vaqueros y una sudadera de los Bengals. Está bocabajo, con los brazos extendidos. Le dispararon por detrás, en la cabeza.

El segundo, a unos cuatro metros del primero, es una joven, un poco mayor que yo, vestida con pantalones de pijama de hombre y camiseta de Victoria’s Secret. Lleva el pelo corto y un mechón morado. Le veo un anillo de calavera en el índice. Esmalte de uñas negro muy descascarillado. Y un agujero de bala en la nuca.

Otros tantos metros por delante está el tercero. Un niño de once o doce años. Zapatillas de baloncesto blancas de caña alta recién compradas. Sudadera negra. Cuesta saber cómo era su cara.

Dejo al niño y vuelvo con la mujer. Me arrodillo a su lado, entre la alta hierba marrón, y le toco el pálido cuello. Sigue caliente.

«Oh, no. No, no, no».

Corro de vuelta al primer tío y me arrodillo junto a él. Le toco la palma de la mano extendida y examino el agujero ensangrentado que tiene entre las orejas. Brilla. Todavía está mojado.

Me quedo paralizada. Detrás de mí, la carretera. Delante, más carretera. A la derecha, árboles. A la izquierda, más árboles. Grupos de coches en el carril en dirección sur, el más cercano a unos treinta metros. Algo me dice que levante la mirada al frente.

Una mota gris mate sobre el fondo de un azul otoñal reluciente.

Inmóvil.

«Hola, Cassie. Me llamo señor Teledirigido, ¡encantado de conocerte!».

Me levanto y, al levantarme (en cuanto me levanto; si me hubiese quedado quieta un milisegundo más, tendría un agujero como el del señor Bengals), algo se estrella contra mi pierna, un puñetazo caliente justo por encima de la rodilla que me desequilibra y me arroja de culo contra el suelo.

No he oído el disparo, solo el viento frío soplando entre la hierba, mi cálida respiración bajo el trapo que me cubre la cara y la sangre golpeándome los oídos. Eso era todo lo que había antes de que llegara la bala.

«Silenciador».

Tiene sentido. Por supuesto que usarían silenciadores. Ya tengo el nombre perfecto para ellos: Silenciadores. Un nombre muy apropiado para el trabajo que desempeñan.

Algo se apodera de ti cuando te enfrentas a la muerte. La parte frontal de tu cerebro se deja llevar, le cede el control a tu parte más vieja, la que se encarga del latido del corazón, la respiración y el parpadeo. La parte que la naturaleza creó primero para mantenerte con vida. La parte que alarga el tiempo como si fuera un gigantesco trozo de toffee y consigue que cada segundo parezca una hora y que un minuto dure más que una tarde de verano.

Me lanzo a por el fusil (he soltado el M16 al recibir el balazo), y el suelo estalla, de modo que me llueven encima fragmentos de tierra y gravilla, y briznas de hierba.

Vale, mejor me olvido del M16.

Me saco la Luger de la cintura del pantalón, me levanto y salto corriendo (o corro saltando) hacia el coche más cercano. No me duele mucho, aunque supongo que el dolor y yo intimaremos dentro de poco, pero, al llegar al coche, un modelo antiguo de Buick, noto que la sangre me empapa los vaqueros.

El parabrisas trasero estalla en pedazos cuando me agacho. Me arrastro de espaldas hasta quedar bajo el coche. No soy de complexión grande, ni de lejos, pero casi no quepo ahí abajo: no tengo espacio para girar; no tendré forma de volverme si aparece por la izquierda.

Acorralada.

«Lista, Cassie, muy lista. ¿Todo sobresalientes el semestre pasado? ¿En el cuadro de honor? Ya, ya. Tendrías que haberte quedado en tu trocito de bosque dentro de tu tiendecita con tus libritos y tus lindos recuerdos. Al menos así habrías podido huir cuando llegaran».

Los minutos se alargan. Me quedo tumbada de espaldas y me desangro sobre el frío hormigón. Vuelvo la cabeza a la derecha, a la izquierda, la levanto un centímetro para ver lo que hay más allá de mis pies, en la parte de atrás del coche. ¿Dónde se ha metido? ¿Por qué tarda tanto? Entonces lo entiendo.

Está usando un fusil de francotirador con mucha potencia. Seguro. Eso quiere decir que puede haberme disparado desde un kilómetro de distancia.

Lo que también significa que tengo más tiempo de lo que creía. Tiempo para pensar en algo que no sea balbucear una plegaria desesperada e inconexa: «Por favor, aléjalo de mí. Que sea rápido. Que me deje vivir. Que termine de una vez…».

Tiemblo sin control; sudo. Estoy helada.

«Estás entrando en estado de shock. Piensa, Cassie».

Pensar.

Para eso estamos hechos, eso nos trajo hasta aquí. Es la razón por la que dispongo de este coche para esconderme. Somos humanos.

Y los humanos piensan. Planean. Sueñan y después hacen realidad los sueños.

«Hazlo realidad, Cassie».

A no ser que se tire al suelo, no podrá llegar hasta mí. Y cuando se tire, cuando asome la cabeza para mirarme, cuando meta la mano para cogerme del tobillo y sacarme a rastras…

No, es demasiado listo para eso. Supondrá que estoy armada, así que no se arriesgará. Tampoco es que a los Silenciadores les importe si viven o mueren… ¿O sí? ¿Tienen miedo los Silenciadores? No aman la vida, he visto lo suficiente para saberlo. Pero ¿a qué conceden más importancia? ¿A sus vidas o a quitarles la vida a los demás?

El tiempo se alarga. Un minuto dura más que una estación. ¿Por qué tarda tanto?

En este mundo hay que tomar decisiones. O viene a matarme o no viene. Sin embargo, tiene que matarme, ¿no? ¿No está aquí por eso? ¿No es esa su misión de mierda?

Decisiones, o una cosa o la otra: o corro (o salto o me arrastro o ruedo) o me quedo debajo de este coche y muero desangrada. Si me arriesgo a escapar, soy un blanco fácil, no recorreré ni un metro. Si me quedo, mismo resultado, solo que más doloroso, más terrible y mucho más lento.

Unas estrellas negras surgen ante mis ojos y se ponen a bailar. No consigo introducir suficiente oxígeno en los pulmones.

Levanto la mano izquierda y me arranco el trapo de la cara.

El trapo.

«Cassie, eres idiota».

Dejo la pistola a mi lado. Es lo que más me cuesta, soltar la pistola.

Levanto la pierna y meto el trapo debajo. Como no puedo incorporar la cabeza para ver lo que hago, miro más allá de las estrellas negras, hacia las mugrientas entrañas del Buick mientras tiro de los dos extremos de la tela y los junto, apretándolos con todas mis fuerzas para hacer el nudo. Bajo la mano y exploro la herida con la punta de los dedos. Sigue sangrando, pero la sangre ya no es más que un hilito comparado con el manantial que salía antes de apretar el torniquete.

Recojo la pistola. Mejor. Se me aclara un poco la visión y ya no tengo tanto frío. Me muevo cinco centímetros a la izquierda; no me gusta estar tumbada sobre mi propia sangre.

¿Dónde está? Ha tenido tiempo de sobra para acabar conmigo…

«A no ser que ya haya acabado».

Eso hace que me detenga en seco. Durante unos segundos me olvido por completo de respirar.

«No vendrá. No vendrá porque no necesita hacerlo. Sabe que no te atreverás a salir, y si no sales y corres, no lo conseguirás. Sabe que te morirás de hambre, desangrada o deshidratada. Sabe lo que tú sabes: si huyes, mueres; si te quedas, mueres. Ha llegado el momento de que el Silenciador pase a la siguiente víctima».

Si la hay.

Si no soy la última.

«¡Venga, Cassie! ¿De siete mil millones de personas a una sola en cinco meses? No eres la última y, aunque fueras el último ser humano de la Tierra (sobre todo si lo fueras), no puedes dejar que acabe así. Atrapada bajo un maldito Buick, desangrándote hasta que no quede nada… ¿Así es como se despide la humanidad?».

Claro que no, joder.