Estuve bastante tiempo dudando sobre si viajar de día o de noche. La oscuridad es lo mejor si te preocupan ellos, pero la luz del día es preferible si quieres detener a un teledirigido antes de que te detecte.
Los teledirigidos aparecieron al final de la tercera ola. Tienen forma de puro, son de color gris mate, y se deslizan a toda velocidad y en silencio por el aire, a cientos de metros de altura. A veces surcan el cielo sin pararse. Otras dan vueltas en círculo, como águilas ratoneras. Pueden cambiar de dirección en un instante y detenerse de golpe, pasar de Mach 2 a cero en menos de un segundo. Por eso supimos que los teledirigidos no eran nuestros.
Averiguamos que no llevaban a nadie dentro (ni persona ni Otro) porque uno de ellos se estrelló a unos tres kilómetros de nuestro campo de refugiados. Se oyó un estallido cuando rompió la barrera del sonido, soltó un chillido ensordecedor cuando descendió hacia la tierra, y el suelo tembló cuando se estrelló en un maizal en barbecho. Un equipo de reconocimiento se dirigió a la zona del accidente para echar un vistazo. Vale, en realidad no era un equipo, sino papá y Hutchfield, el tío al mando del campo. Al volver informaron de que el cacharro estaba vacío. ¿Seguro? A lo mejor el piloto había huido antes del impacto. Mi padre dijo que el artefacto estaba lleno de instrumentos, que no había sitio para un piloto. «A no ser que midan cinco centímetros de altura», añadió, lo que hizo reír a todo el mundo. De algún modo, pensar que los Otros eran unas criaturas de cinco centímetros, estilo Borrowers, hacía el horror menos horrible.
Decidí viajar de día, así podía vigilar el cielo con un ojo y el suelo con el otro. Lo que acabé haciendo fue mover la cabeza arriba y abajo, arriba y abajo, de izquierda a derecha, y de nuevo arriba, como si fuera una groupie en un concierto de rock, hasta que me mareé y se me revolvió un poco el estómago.
Además, por la noche no solo hay que preocuparse de los teledirigidos. También están los perros salvajes, los osos y los lobos que bajan desde Canadá, e incluso puede que algún león o algún tigre que se haya escapado de un zoo. Lo sé, lo sé, suena a chiste de El mago de Oz: ¿y qué?
Aunque no creo que la cosa saliera demasiado bien, imagino que tendría más posibilidades contra uno de ellos a la luz del día. O incluso si tuviera que vérmelas con uno de los míos, en caso de que no sea la última. ¿Qué pasa si me tropiezo con otro superviviente que decide que lo más sensato es ir en modo soldado del crucifijo contra todo aquel que se encuentre?
Eso me hace pensar en lo que debería considerar yo más sensato. Me pregunto (y no es la primera vez) por qué narices no nos inventamos un código, un apretón de manos secreto o algo así antes de que aparecieran los Otros, algo que nos identificara como los buenos. No había forma de saber que aparecerían ellos, pero estábamos bastante seguros de que tarde o temprano algo lo haría.
Cuesta hacer planes para lo que ocurrirá cuando se trata de algo que no planeabas.
Decidí que lo mejor era verlos primero, ocultarme, nada de confrontaciones. ¡Se acabaron los soldados con crucifijos!
Hace un día soleado y sin viento, pero frío. Cielo despejado. Caminar, mover la cabeza arriba y abajo, a un lado y a otro, con la mochila golpeándome uno de los omóplatos y el fusil, el otro; caminar por el borde exterior de la mediana que separa el carril que va al sur del que va al norte, detenerme cada cuatro pasos para mirar atrás y examinar el terreno. Una hora. Dos. Y no he recorrido ni un par de kilómetros.
Lo más espeluznante, más que los coches abandonados, el crujido del metal aplastado y el brillo de los cristales rotos al sol de octubre, más que la basura y la porquería tirada por la mediana, prácticamente oculta por la hierba que llega hasta las rodillas, de modo que al andar parece llena de bultos, de verrugas, lo más espeluznante, decía, es el silencio.
Ya no se oye el zumbido.
Seguro que recuerdas el zumbido.
A no ser que hayas crecido en lo alto de una montaña o vivido en una cueva toda la vida, el zumbido siempre ha estado a tu alrededor. Eso era la vida. Era el mar en el que nadábamos. El ruido constante de todas las cosas fabricadas para hacernos la vida más fácil y un poco menos aburrida. La canción mecánica. La sinfonía electrónica. El zumbido de todas las cosas y de todas las personas. Ya no está.
Este es el sonido de la Tierra antes de que la conquistáramos.
A veces, cuando estoy en mi tienda, por la noche, me parece oír a las estrellas arañar el cielo. Tanto silencio hay. Al cabo de un rato me resulta casi insoportable. Quiero gritar a todo pulmón, quiero cantar, chillar, patear el suelo, dar palmas, lo que sea con tal de proclamar mi presencia. Las palabras que intercambié con el soldado fueron las primeras que había pronunciado en semanas.
El zumbido murió el décimo día de la Llegada. Estaba sentada en la tercera hora de clase enviándole a Lizbeth el último mensaje que enviaría con el móvil. No recuerdo exactamente lo que decía.
Once de la mañana. Un cálido y soleado día de principios de primavera. Un día para garabatear, soñar y desear estar en cualquier parte que no fuera la clase de cálculo de la señorita Paulson.
La primera ola se desplegó sin mucha fanfarria. No fue espectacular. No causó sorpresa ni conmoción.
Simplemente, las luces se apagaron.
El proyector de la señorita Paulson murió.
La pantalla de mi móvil se quedó en blanco.
Alguien chilló en la parte de atrás del aula. Típico, da igual a qué hora del día suceda: si se van las luces, alguien grita como si el edificio se derrumbara.
La señorita Paulson nos pidió que nos quedásemos sentados. Esa es otra de las cosas que hace la gente cuando se va la luz: se levanta de un salto para… ¿qué? Es raro. Estamos tan acostumbrados a la electricidad que, cuando se va, no sabemos qué hacer. Así que nos levantamos de un salto, chillamos o empezamos a balbucear como idiotas. Nos entra el pánico. Es como si alguien nos quitara el oxígeno. Sin embargo, con la Llegada la reacción fue aún peor. Después de pasar diez días con el alma en vilo, a la espera de que suceda algo sin que suceda nada, estás con los nervios de punta.
Así que cuando nos desenchufaron, nos descontrolamos un poco más de lo normal.
Todos empezaron a hablar a la vez. Anuncié que mi móvil estaba frito, y los demás sacaron sus móviles fritos. Neal Croskey, que estaba sentado al fondo del aula escuchando su iPod mientras la señorita Paulson daba la clase, se sacó los auriculares de las orejas y preguntó en voz alta por qué se había parado la música.
Lo siguiente que haces cuando te desenchufan, después del momento de pánico, es correr a la ventana más cercana. No sabes exactamente por qué. Es ese impulso de averiguar lo que está pasando. El mundo funciona de fuera hacia dentro, así que si las luces se apagan, mira fuera.
Y la señorita Paulson se movía sin rumbo fijo entre los alumnos apiñados junto a las ventanas.
—¡Silencio! Volved a vuestro sitio. Estoy segura de que habrá un anuncio…
Y lo hubo, más o menos un minuto después. Aunque no por el intercomunicador, ni emitido por el señor Faulks, el subdirector, sino procedente del cielo, de ellos. En forma de un 727 que se precipitó dando tumbos hacia la Tierra desde una altura de tres mil metros hasta que desapareció detrás de unos árboles y estalló, produciendo una bola de fuego que me recordó a la nube en forma de champiñón de una explosión nuclear.
«¡Eh, terrícolas, que empiece la fiesta!».
Lo normal habría sido que, después de ver algo así, corriéramos todos a escondernos bajo los pupitres. No lo hicimos. Nos arremolinamos frente a la ventana y examinamos el cielo despejado en busca del platillo volante que tenía que haber derribado el avión. Tenía que ser un platillo volante, ¿no? Sabíamos cómo funcionaba una invasión alienígena de calidad: platillos volantes navegando a toda velocidad por la atmósfera, con pelotones de F-16 en los talones, misiles tierra aire y balas trazadoras saliendo de los búnkeres. De una manera irreal y enfermiza, queríamos ver algo así, habría sido una invasión alienígena absolutamente normal.
Durante media hora esperamos junto a las ventanas. Nadie decía gran cosa. La señorita Paulson nos pidió que volviéramos a los asientos, pero no le hicimos caso. No habían transcurrido ni treinta minutos desde el inicio de la primera ola y el orden social ya empezaba a resquebrajarse. La gente seguía mirando sus móviles. No éramos capaces de relacionar la caída del avión con las luces que se apagaban, los móviles que morían y el reloj de la pared, cuya manecilla grande se había quedado paralizada en las doce y la pequeña, en las once.
Entonces se abrió la puerta de golpe, y el señor Faulks nos pidió que fuésemos al gimnasio. A mí me pareció lo más inteligente del mundo: meternos a todos en el mismo sitio para que los alienígenas no tuvieran que gastar mucha munición.
Así que salimos en tropel hacia el gimnasio y nos sentamos en las gradas, casi a oscuras, mientras el director se paseaba de un lado a otro, deteniéndose de vez en cuando para gritarnos que nos estuviésemos quietos y esperásemos a que llegaran nuestros padres.
¿Qué pasaba con los alumnos que tenían el coche en el instituto? ¿No se podían ir?
«Vuestros coches no funcionan», respondió.
¿Qué coño…? ¿Qué quiere decir con que nuestros coches no funcionan?
Pasó una hora. Después, dos. Estaba sentada al lado de Lizbeth. No hablamos mucho y, cuando lo hicimos, susurramos. No teníamos miedo; estábamos escuchando por si oíamos algo. No sé bien qué pretendíamos oír, pero era como ese silencio antes de que las nubes se abran y empiece la tormenta.
—A lo mejor es esto —susurró Lizbeth.
Se restregó la nariz con aire nervioso y se metió las uñas, que llevaba pintadas, en el pelo teñido de rubio. Daba golpecitos con el pie en el suelo. Después se pasó la yema del dedo por el párpado, porque hacía nada que llevaba lentillas y le molestaban mucho.
—Algo es —susurré.
—Quiero decir, que a lo mejor esto es todo; ya sabes, el fin.
No dejaba de sacar la batería del móvil y volverla a meter. Supongo que era mejor que no hacer nada.
Empezó a llorar, así que le quité el móvil y le di la mano. Miré a mi alrededor y vi que no era la única que lloraba. Había algunos chicos que rezaban. Y otros hacían ambas cosas: llorar y rezar. Los profesores estaban reunidos junto a las puertas del gimnasio formando un escudo humano por si las criaturas del espacio exterior decidían atacar el gimnasio.
—Quería hacer tantas cosas… —dijo Lizbeth—. Ni siquiera lo he… —empezó, pero tuvo que ahogar un sollozo—. Ya sabes.
—Me da la impresión de que ahora mismo hay un montón de «ya sabes». Seguramente debajo de estas gradas.
—¿Tú crees? —preguntó, secándose las mejillas con la palma de la mano—. ¿Y tú?
—¿Sobre el «ya sabes»? —pregunté a mi vez.
No me importaba hablar de sexo; mi problema era hablar de sexo cuando tenía que ver conmigo.
—Venga, sé que no has llegado al «ya sabes». ¡Dios! No pienso hablar de eso.
—Creía que lo estábamos haciendo.
—¡Estoy hablando de nuestras vidas, Cassie! Dios mío, ¡podría ser el fin del mundo y tú solo quieres hablar de sexo!
Me quitó el móvil y se puso a toquetear la tapa de la batería.
—Y por eso deberías decírselo ya —añadió mientras se tiraba de los cordones de la capucha de la sudadera.
—¿Decirle el qué a quién? —pregunté, a pesar de saber muy bien a qué se refería; intentaba ganar tiempo.
—¡A Ben! Deberías decirle lo que sientes. Lo que sientes desde tercero.
—Es una broma, ¿no? —respondí, ruborizada.
—Y después deberías acostarte con él.
—Cállate, Lizbeth.
—Es la verdad.
—No he vuelto a querer acostarme con Ben Parish desde tercero —susurré.
¿Tercero? Miré hacia ella para ver si de verdad estaba escuchándome. Al parecer, no lo estaba.
—Yo en tu lugar iría directa hacia él y diría: «Creo que esto es el fin, es el fin y no pienso morir en el gimnasio del instituto sin haberme acostado antes contigo». Y ¿sabes lo que haría después?
—¿El qué? —pregunté mientras reprimía una carcajada al imaginarme la cara de Ben.
—Me lo llevaría fuera, al jardín de flores, y me acostaría con él.
—¿En el jardín?
—O en el vestuario —sugirió mientras agitaba la mano como loca para abarcar todo el instituto… o puede que todo el mundo—. El sitio da igual.
—El vestuario apesta —respondí, y me quedé mirando la silueta de la maravillosa cabeza de Ben Parish, que estaba sentado dos filas más abajo—. Esas cosas solo pasan en las pelis.
—Sí, no es nada realista, no como lo que está pasando ahora.
Tenía razón, no era nada realista. Ninguno de los escenarios: ni la invasión alienígena de la Tierra ni que Ben Parish me invadiera a mí.
—Por lo menos podrías decirle lo que sientes —añadió, leyéndome la mente.
¿Podría? Sí. ¿Lo haría alguna vez? Bueno…
Y nunca lo hice. Esa fue la última vez que vi a Ben Parish, sentado a oscuras en el sofocante gimnasio (¡Sede de los Hawks!), dos filas más abajo, y estaba de espaldas a mí. Seguramente moriría en la tercera ola, como casi todo el mundo; y nunca le dije lo que sentía. Podría haberlo hecho. Él me conocía, se sentaba detrás de mí en un par de clases.
Es probable que no se acuerde, pero cuando éramos un poco más pequeños íbamos a clase en el mismo autobús, y una tarde lo oí comentar que su hermana pequeña había nacido el día anterior, así que me volví y le dije: «¡Mi hermano nació la semana pasada!». Y él respondió: «¿En serio?». No en tono sarcástico, sino como si pensara que la coincidencia molara, y durante un mes, más o menos, pensé que teníamos una conexión especial gracias a los bebés. Después llegamos al instituto, él se convirtió en el receptor estrella del equipo, y yo, en otra chica más de las que lo observaban desde las gradas. Lo veía en clase o en el pasillo y, a veces, tenía que reprimir el impulso de correr hacia él y decirle: «Hola, soy Cassie, la chica del autobús. ¿Te acuerdas de los bebés?».
Lo más gracioso es que probablemente se hubiera acordado. Ben Parish no se contentaba con ser el tío más bueno del instituto, sino que, para atormentarme con su perfección, también insistía en ser uno de los más listos. ¿He mencionado ya que era amable con los animalitos y los niños? Su hermana pequeña estaba en las bandas durante todos sus partidos y, cuando ganamos el título de la región, Ben corrió directamente hacia la banda, se subió a la cría en hombros y abrió el desfile por las pistas con ella encima, saludando a la multitud como si fuera la reina del baile.
Ah, y otra cosa más: tenía una sonrisa de infarto. No me tires de la lengua.
Después de pasar otra hora en aquel gimnasio oscuro y sofocante, vi aparecer por la puerta a mi padre. Me saludó brevemente con la mano, como si viniese todos los días al instituto para llevarme a casa después de un ataque alienígena. Abracé a Lizbeth y le dije que la llamaría en cuanto los teléfonos volvieran a funcionar. Todavía practicaba el pensamiento preinvasión. Ya sabes, se va la electricidad, pero siempre vuelve. Así que me limité a darle un abrazo y no recuerdo haberle dicho que la quería.
Salimos fuera y pregunté: «¿Dónde está el coche?».
Y mi padre dijo que el coche no funcionaba, que no funcionaba ningún coche. Las calles estaban abarrotadas de coches parados, además de autobuses, motos y camiones. En todas las manzanas nos encontramos con choques y accidentes múltiples, con coches estampados contra las farolas o sobresaliendo de los edificios. Mucha gente se quedó atrapada cuando nos golpeó el pulso electromagnético; los cierres automáticos de las puertas no funcionaban, así que tuvieron que romper las ventanillas de sus coches o quedarse allí sentados a la espera de que alguien los rescatara. La gente herida que todavía podía moverse se arrastró hasta las cunetas y las aceras para esperar a los sanitarios, pero no llegó ninguno porque las ambulancias, los camiones de bomberos y los coches de policía tampoco funcionaban. Todo lo que necesitaba baterías o electricidad, o tenía motor murió a las once de la mañana.
Mi padre hablaba mientras caminaba aferrado a mi muñeca, como si temiera que algo bajara en picado del cielo y se me llevara.
—No funciona nada. No hay electricidad, ni teléfonos, ni agua corriente…
—Hemos visto estrellarse un avión.
—Seguro que han caído todos —respondió, asintiendo con la cabeza—. Cualquier cosa que estuviera en el cielo cuando lo lanzaron: reactores caza, helicópteros, transportes de tropas…
—¿Cuando lanzaron el qué?
—El pulso electromagnético. Si generas uno lo bastante grande acabas con toda la red. Electricidad, comunicaciones, transporte, cualquier cosa que vuele o se conduzca se queda frita.
Había dos kilómetros y medio del instituto a casa. Los dos kilómetros y medio más largos de mi vida. Era como si un telón hubiese caído sobre el mundo, un telón pintado para parecerse a lo que escondía. Sin embargo, se podía atisbar algo: en el telón había pequeños resquicios que te permitían ver que debajo algo iba muy mal. Como que toda la gente estuviera en sus porches, sosteniendo los móviles muertos en las manos, mirando el cielo, o inclinada sobre los capós abiertos de los coches, toqueteando los cables, porque eso es lo que haces cuando se te para el coche: toquetear los cables.
—Pero no pasa nada —me dijo mi padre mientras me apretaba la muñeca—. No pasa nada. Es muy probable que nuestros sistemas de respaldo sigan funcionando, y estoy seguro de que el Gobierno tiene un plan de contingencia, bases protegidas, esas cosas.
—Y ¿cómo encaja lo de dejarnos sin electricidad en el plan de los alienígenas para ayudarnos con el siguiente paso de nuestra evolución, papá?
Me arrepentí nada más haberlo dicho, pero estaba de los nervios. Él no se lo tomó mal; me miró y sonrió para tranquilizarme antes de decir: «Todo saldrá bien». Porque eso es lo que yo quería que dijera y lo que él quería decir, y eso es lo que haces cuando cae el telón: pronuncias la frase que el público quiere escuchar.