Esa fue la última persona que vi.
Las hojas ya caen por cientos y las noches se han vuelto frías. No puedo quedarme en este bosque, no hay follaje que me oculte de los teledirigidos y no puedo arriesgarme a encender una fogata… Tengo que salir de aquí.
Sé adónde debo ir, lo sé desde hace tiempo. Hice una promesa, una de esas promesas que no se rompen porque, si lo haces, se rompe una parte de ti, quizá la más importante.
Sin embargo, te dices cosas como: «Primero necesito preparar algo. No puedo entrar en la boca del lobo sin un plan». O: «Es inútil, ya no tiene sentido. Has esperado demasiado».
Por la razón que sea, no me he ido antes. Debería haberme marchado la noche que maté al soldado. No sé cómo acabó herido, no examiné el cadáver ni nada, cosa que tendría que haber hecho por muy asustada que estuviera. Es posible que se hiriera en un accidente, pero lo más probable era que alguien (o algo) le hubiera disparado. Y si alguien o algo le había disparado, ese alguien o ese algo seguía ahí fuera… A no ser que el soldado del crucifijo hubiese acabado con ella/él/ellos/ellas/ello. O el soldado era uno de ellos y el crucifijo era un truco.
Es otra de las formas en que juegan con nosotros: las inciertas circunstancias de una destrucción cierta. A lo mejor esa será la quinta ola, el momento en que nos ataquen desde dentro convirtiendo nuestras mentes en armas.
A lo mejor el último humano de la Tierra no morirá de hambre ni de exposición a las condiciones climáticas, ni devorado por animales salvajes.
A lo mejor el último en morir lo hará a manos del último superviviente.
«Vale, mejor no sigas por ahí, Cassie».
Sinceramente, aunque quedarse aquí es un suicidio y tengo que cumplir mi promesa, no quiero irme. Este bosque ha sido mi hogar durante mucho tiempo. Conozco todos los senderos, todos los árboles, todas las enredaderas y todos los arbustos. Viví dieciséis años en la misma casa y, a pesar de que no sé decir exactamente qué aspecto tenía mi patio trasero, puedo describir con todo lujo de detalles cada hoja y cada rama de esta parte del bosque. No tengo ni idea de qué hay más allá de esos árboles, ni tampoco de los tres kilómetros de interestatal que recorro cada semana para abastecerme de provisiones. Supongo que mucho más de lo mismo: ciudades abandonadas que apestan a aguas residuales y a cadáveres podridos, casas calcinadas reducidas a los cimientos, perros y gatos salvajes, y colisiones múltiples que cubren kilómetros y kilómetros de autopista. Y cadáveres. Montones de cadáveres.
Preparo la mochila. Esta tienda de campaña ha sido mi hogar durante mucho tiempo, pero es demasiado grande y tengo que viajar ligera. Solo lo básico: la Luger, el M16, la munición y mi fiel cuchillo Bowie son los primeros de la lista. Saco de dormir, botiquín de primeros auxilios, cinco botellas de agua, tres cajas de snacks de cecina Slim Jim y algunas latas de sardinas. Odiaba las sardinas antes de la Llegada. Ahora han empezado a gustarme de verdad. ¿Lo primero que busco cuando entro en una tienda de alimentación? Sardinas.
¿Libros? Pesan y ocupan mucho espacio, y la mochila ya está a reventar. Pero los libros me pueden. Igual que a mi padre. Después de que la tercera ola acabara con más de 3500 millones de personas, llenó nuestra casa de montones de libros. Mientras los demás rebuscábamos agua potable y comida, y almacenábamos armas para la última batalla que estábamos seguros que se produciría, papá salía con la carretilla de mi hermano pequeño para traerse libros a casa.
Ni se inmutaba con las apabullantes cifras. El hecho de que hubiésemos pasado de siete mil millones de personas a un par de cientos de miles en cuestión de cuatro meses no minaba su confianza en que la raza humana sobreviviría.
—Hay que pensar en el futuro —insistía—. Cuando esto acabe tendremos que reconstruir casi todos los aspectos de la civilización.
Linterna solar.
Cepillo y pasta de dientes. Cuando llegue el momento, estoy decidida a morir con los dientes limpios. Qué menos.
Guantes. Dos pares de calcetines, ropa interior, caja tamaño viaje de detergente Tide, desodorante y champú (moriré limpia, véase más arriba).
Tampones. Siempre estoy preocupada por mis reservas y por si seré capaz de encontrar más.
Mi bolsa de plástico repleta de fotos: papá; mamá; mi hermano pequeño, Sammy; mis abuelos; Lizbeth, mi mejor amiga; y una de Ben Parish (alias el tío más impresionante del mundo) que recorté de mi anuario escolar porque Ben iba a ser mi futuro novio y/o/puede que marido, aunque él no lo supiera. Ben apenas era consciente de mi existencia. Conocía a algunas de las personas que él conocía, pero estaba al final del todo, y ni siquiera había grados de separación que nos separaran ni nos unieran. La única pega de Ben era su altura: me llevaba más de quince centímetros. Bueno, en realidad ahora tiene dos pegas: su altura y el hecho de que esté muerto.
Mi móvil. Se quedó frito en la primera ola y no hay manera de cargarlo. Además, las antenas no funcionan y, aunque funcionaran, no hay nadie a quien llamar. Pero, ya sabes, es mi móvil.
Cortaúñas.
Cerillas. No enciendo fogatas, pero quizá tenga que quemar o volar lo que sea en algún momento.
Dos cuadernos de espiral con rayas, uno de tapa morada y otro de tapa roja. Son mis colores favoritos, y además se trata de mis diarios. Es por eso que decía de mantener la esperanza. Sin embargo, si finalmente soy la única que queda y no hay nadie para leerlos, puede que algún alienígena los lea y sepa lo que pienso de ellos. Por si eres un alienígena y estás leyendo esto:
QUE TE DEN.
Mis Sugus, tras descartar los de naranja. Tres paquetes de chicles de menta. Mis últimos dos chupa-chups Tootsie Pops.
La alianza de mamá.
El viejo y raído oso de peluche de Sammy. No es que ahora sea mío; no lo abrazo por la noche ni nada de eso.
Eso es todo lo que me cabe en la mochila. Qué raro, parece a la vez mucho y poco.
Todavía queda espacio para un par de libros de bolsillo, aunque apenas. ¿Huckleberry Finn o Las uvas de la ira? ¿Los poemas de Sylvia Plath o el libro de Shel Silverstein que pertenecía a Sammy? Es probable que llevarse a Plath no sea buena idea: es deprimente. Silverstein es para críos, pero todavía me hace sonreír. Me decido por Huckleberry (parece apropiado) y por Donde el camino se corta. Allí nos vemos, Shel. Sube a bordo, Jim.
Me echo la mochila a un hombro, el fusil al otro y bajo por el sendero que lleva a la autopista. No miro atrás.
Me detengo al llegar al final de los árboles. Un terraplén de seis metros baja hasta los carriles que van en dirección sur; está cubierto de coches abandonados, ropa, bolsas de basura rotas y los restos quemados de tráileres que llevaban de todo, desde gasolina a leche. Hay coches accidentados por todas partes: algunos no se dieron más que golpes pequeños, mientras que otros se vieron involucrados en choques en cadena que abarcan kilómetros y más kilómetros de la interestatal. El sol de la mañana se refleja en los cristales rotos.
No hay cadáveres. Estos coches llevan aquí desde la primera ola, hace tiempo que sus dueños los abandonaron.
No murió mucha gente en la primera ola, el gigantesco pulso electromagnético que atravesó la atmósfera justo a las once de la mañana del décimo día. Solo medio millón, más o menos, según mi padre. Vale, medio millón parece mucha gente, pero en realidad no es más que una gota en el vaso de la población mundial. El número de muertos en la Segunda Guerra Mundial fue cien veces mayor.
Y tuvimos algún tiempo para prepararnos, aunque no supiéramos exactamente para qué nos estábamos preparando. Diez días desde que uno de los satélites mandó las primeras fotos de la nave nodriza pasando por delante de Marte hasta que lanzaron la primera ola. Diez días de caos. La ley marcial, sentadas en las Naciones Unidas, desfiles, fiestas en tejados, interminable parloteo en internet y cobertura veinticuatro horas al día de la Llegada en todos los medios de comunicación. El presidente se dirigió a la nación… y después desapareció en su búnker. El Consejo de Seguridad convocó una sesión de emergencia a puerta cerrada.
Un montón de gente se marchó, como nuestros vecinos, los Majewski. El sexto día llenaron hasta arriba su autocaravana y se pusieron en camino, se unieron a un éxodo en masa hacia otra parte, porque, por algún motivo, cualquier otra parte parecía más segura. Miles de personas se fueron a las montañas, al desierto o a los pantanos. Ya sabes, a otra parte.
La otra parte de los Majewski era Disney World. No fueron los únicos, Disney batió todos los récords de asistencia durante esos diez días anteriores al pulso.
Papá le preguntó al señor Majewski: «¿Por qué Disney World?». Y el señor Majewski respondió: «Bueno, porque los niños no han estado nunca». Sus «niños» ya iban a la universidad.
Catherine, que había llegado a casa de su primer año en Baylor el día anterior, me preguntó: «¿Adónde vais vosotros?».
«A ninguna parte», respondí yo, y además no quería ir a ninguna parte. Seguía negándome a aceptarlo: fingía que toda esa locura de los alienígenas saldría bien, aunque no sabía cómo; tal vez firmando un tratado de paz intergaláctico. O a lo mejor se habían pasado a recoger un par de muestras de tierra y después se irían a casa. O quizás estaban de vacaciones, como los Majewski, que se iban a Disney World.
—Tenéis que iros —me dijo ella—. Primero atacarán las ciudades.
—Supongo. Jamás se les ocurriría arrasar el Reino Mágico.
—¿Cómo preferirías morir? —me soltó Catherine—. ¿Escondida bajo la cama o montada en la montaña rusa?
Buena pregunta.
Mi padre dijo que el mundo se estaba dividiendo en dos bandos: los que huyen y los que resisten. Los que huían se dirigieron a las colinas… o a la montaña rusa de Disney World. Los que resistían cegaron las ventanas con tablas, se aprovisionaron de latas de comida y munición, y dejaron la tele puesta en el canal de la CNN 24 horas.
Durante esos primeros diez días, no hubo mensajes de nuestros aguafiestas galácticos. Ni espectáculos de luces, ni aterrizajes frente a la Casa Blanca, ni tipos de ojos saltones, cabezas de culo y monos plateados que exigían ser llevados ante nuestro líder. Ni una sola cúpula reluciente dando vueltas mientras emite a todo volumen el idioma universal de la música. Y no obtuvimos ninguna respuesta cuando enviamos nuestro mensaje, que era algo así como: «Hola, bienvenidos a la Tierra. Esperamos que disfruten de su estancia. No nos maten, por favor».
Nadie sabía qué hacer. Supusimos que el Gobierno tendría alguna idea, siempre tenían un plan para todo, así que imaginamos que habría uno por si E. T. aparecía sin invitación ni previo aviso, como el primo rarito del que nadie quiere hablar en la familia.
Hubo gente que se quedó en casa. Otra que huyó. Algunas personas se casaron. Otras se divorciaron. Unos cuantos se pusieron a fabricar bebés. Otros tantos se suicidaron. Caminábamos de un lado a otro como zombis, sin expresión alguna en el rostro, mecánicamente, incapaces de comprender la magnitud de lo que sucedía.
Ahora cuesta creerlo, pero mi familia, como la gran mayoría, siguió con su vida como si el acontecimiento más increíblemente alucinante de la historia de la humanidad no estuviera ocurriendo justo sobre nuestras cabezas. Mis padres iban a trabajar, Sammy iba a la guardería y yo iba a clase y a jugar al fútbol. Era todo tan normal que daba escalofríos. Al final del primer día, todos los habitantes de más de dos años habían visto la nave nodriza de cerca unas mil veces: ese enorme casco que emitía una luz verde grisáceo, tenía el tamaño de Manhattan y daba vueltas en círculo sobre la Tierra, a unos 400 kilómetros de distancia. La NASA anunció su plan: quitarle las bolas de alcanfor a una de las lanzaderas espaciales que tenían almacenadas y enviarla para intentar establecer contacto.
«Vaya, suena bien —pensamos—. Este silencio es ensordecedor. ¿Por qué han viajado miles de millones de kilómetros para quedársenos mirando? Es una grosería».
El tercer día salí por ahí con un chico que se llamaba Mitchell Phelps. Bueno, en realidad simplemente salimos. La cita fue en mi patio de atrás por culpa del toque de queda. Mitchell pasó por el Starbucks de camino a casa, así que nos sentamos en el patio a beber lo que había comprado y fingimos no ver la sombra de mi padre paseándose por el salón. Mitchell se había mudado a la ciudad unos días antes de la Llegada. Se sentaba detrás de mí en literatura universal, y yo cometí el error de prestarle mi rotulador fluorescente. Así que, antes de darme cuenta, ya me estaba pidiendo salir, porque, naturalmente, una chica que te presta un rotulador debe de creer que estás bueno. No sé por qué salí con él, no era tan guapo y tampoco resultaba tan interesante una vez traspasado el halo de chico nuevo. Además, obviamente, no era Ben Parish. Nadie lo era (excepto Ben Parish), de ahí el problema.
Al tercer día, o te pasabas el día hablando de los Otros o procurabas no tocar el tema en absoluto. Yo era de los del segundo grupo.
Mitchell, de los del primero.
—¿Y si son como nosotros? —me preguntó.
Poco después de la Llegada, todos los conspiranoicos empezaron a chismorrear sobre proyectos clasificados del Gobierno o sobre el plan secreto para crear una crisis alienígena falsa y poder así arrebatarnos nuestras libertades. Como supuse que Mitchell iba por ahí, gruñí.
—¿Qué? —preguntó—. No me refería a nosotros, nosotros. ¿Y si son nosotros en el futuro?
—Y es como en Terminator, ¿no? —pregunté, poniendo los ojos en blanco—. Han venido para detener la rebelión de las máquinas. O puede que ellos sean las máquinas. A lo mejor es Skynet.
—No creo —respondió él, como si yo lo hubiese dicho en serio—. Es la paradoja del abuelo.
—¿El qué? Y ¿qué demonios es eso de la paradoja del abuelo?
Lo había dicho dando por sentado que yo sabía lo que era, porque solo un idiota no lo sabría. Odio cuando la gente hace eso.
—Ellos, quiero decir, nosotros, no podemos viajar hacia atrás en el tiempo y cambiar algo. Si vas hacia atrás en el tiempo y matas a tu abuelo antes de que nazcas tú, no podrías volver atrás en el tiempo para matar a tu abuelo.
—Y ¿por qué ibas a querer matar a tu abuelo? —pregunté mientras retorcía la pajita de mi Frapuccino de fresa para producir ese ruido único que hacen las pajitas dentro de las tapas de plástico.
—El tema es que cambias la historia solo con aparecer —respondió, como si hubiese sido yo la que había sacado el asunto de los viajes en el tiempo.
—¿Tenemos que hablar de esto?
—¿De qué otra cosa vamos a hablar? —preguntó a su vez, arqueando las cejas casi hasta la raíz del pelo.
Mitchell tenía unas cejas muy pobladas, era una de las primeras cosas de él en las que me había fijado. También se mordía las uñas. Eso fue lo segundo en lo que me fijé. El cuidado de las cutículas dice mucho sobre una persona.
Saqué el móvil y envié un mensaje a Lizbeth: «AYUDA».
—¿Tienes miedo? —me preguntó Mitchell, intentando llamar mi atención o buscando consuelo.
Me miraba fijamente.
—No, simplemente estoy aburrida —mentí.
Claro que tenía miedo. Sabía que estaba siendo mala con él, pero no podía evitarlo. Por algún motivo que no podía explicar, me cabreaba. A lo mejor estaba cabreada conmigo misma por aceptar salir con un chico que en realidad no me interesaba. O tal vez estaba cabreada con él por no ser Ben Parish, y eso no era culpa suya. Pero daba igual.
«¿K T AYUDE CON K?», respondió Lizbeth.
—Me da igual de qué hablemos —dijo Mitchell.
El chico miraba hacia el macizo de rosas mientras le daba vueltas a los posos del café y su rodilla se agitaba arriba y abajo bajo la mesa con tanta fuerza que me temblaba la taza.
«CON MITCHELL», le dije a Lizbeth, pensando que no hacía falta añadir nada más.
—¿Con quién hablas? —me preguntó él.
«T DIJE K NO SALIERAS CON EL».
—Con nadie que conozcas —respondí.
«NO SE PK DIJE K SI».
—Podemos ir a alguna parte —propuso Mitchell—. ¿Quieres ver una peli?
—Hay toque de queda —le recordé.
Nadie podía estar en la calle después de las nueve, salvo vehículos militares y de emergencia.
«:D PARA PONER A BEN CELOSO».
—¿Estás mosqueada o algo?
—No, ya te he dicho lo que era.
Él frunció los labios, frustrado. No sabía qué decir.
—Solo intentaba averiguar quiénes son —explicó.
—Tú y todos los demás habitantes del planeta —respondí—. Nadie lo sabe de verdad, y ellos no nos lo dicen, así que todo el mundo se pone a inventarse teorías, y eso no sirve de nada. Puede que sean hombres ratón del espacio que vienen del Planeta Queso y buscan nuestro provolone.
«BP NO SABE K EXISTO», le escribí a Lizbeth.
—No sé si lo sabrás, pero es de mala educación escribir mensajes mientras intento mantener una conversación contigo —comentó Mitchell.
Tenía razón, así que me guardé el móvil en el bolsillo y me pregunté qué me estaría pasando. La vieja Cassie nunca lo habría hecho. Los Otros ya me estaban cambiando; me estaban convirtiendo en algo distinto, pero yo quería fingir que no había cambiado nada, y menos yo.
—¿Te has enterado? —me preguntó, volviendo al tema que ya le había dicho que me aburría—. Están construyendo una zona de aterrizaje.
Me había enterado. La construían en Death Valley. Sí, señor, eso es: en el valle de la Muerte.
—Yo creo que no es muy buena idea —dijo—. Eso de darles así la bienvenida.
—¿Por qué no?
—Ya han pasado tres días. Tres días, y se han negado a establecer contacto. Si son amistosos, ¿por qué no han saludado todavía?
—A lo mejor son tímidos —respondí, y empecé a retorcerme un mechón de pelo, tirando de él suavemente para sentir ese dolor casi agradable.
—Como los chicos nuevos —dijo el chico nuevo.
No debe de ser fácil ser el chico nuevo. Pensé que tenía que disculparme por haber sido tan maleducada.
—Antes no me he portado bien —reconocí—. Lo siento.
Puso cara de desconcierto. Él estaba hablando de alienígenas, no de sí mismo, y entonces voy y digo algo sobre mí, lo que no tenía nada que ver con ninguna de las dos cosas.
—No pasa nada, ya había oído que no sales mucho con chicos.
Ay.
—¿Qué más has oído? —pregunté, consciente de que era una de esas cosas que no quieres saber, pero que debes preguntar de todos modos.
Él le dio un trago al café con leche por el agujerito de la tapa de plástico.
—No mucho, tampoco es que haya investigado.
—Preguntaste y te dijeron que yo no salía mucho con chicos.
—Solo comenté que estaba pensando en pedirte una cita, y me contaron que eras bastante guay. Después pregunté que cómo eras y me contestaron que eras simpática, pero que no me emocionara demasiado porque estabas colada por Ben Parish…
—¿Que te dijeron qué? ¿Quién te dijo eso?
—No recuerdo el nombre de la chica —respondió, encogiéndose de hombros.
—¿Fue Lizbeth Morgan? —insistí mientras pensaba en matarla.
—No sé cómo se llama.
—¿Cómo era?
—Pelo largo, castaño. Gafas. Creo que se llama Carly o algo así.
—No conozco a ninguna…
Dios mío, una tal Carly a la que ni siquiera conocía sabía lo mío con Ben Parish… o más bien que no tenía nada con Ben Parish. Y si esa «Carly o algo así» lo sabía, seguro que lo sabía todo el mundo.
—Pues se equivocan —balbuceé—. No estoy colada por Ben Parish.
—A mí me da igual.
—Pero a mí no.
—Me parece que esto no funciona. Cada vez que digo algo o te aburro o te cabreo.
—No estoy cabreada —respondí de mala manera.
—Vale, error mío.
Sin embargo, no lo era, y el error fue mío por no explicarle que la Cassie que conocía no era la Cassie de antes, la Cassie anterior a la Llegada, la que no le haría daño ni a una mosca. No estaba preparada para reconocer la verdad: que el mundo no era lo único que había cambiado con la aparición de los Otros; que nosotros también habíamos cambiado; que yo había cambiado. En cuanto vi la nave nodriza emprendí un camino que me llevaría a la parte de atrás de una tienda de comestibles, detrás de unos refrigeradores de cerveza vacíos. Esa noche con Mitchell no fue más que el principio de mi evolución.
Mitchell tenía razón al decir que los Otros no se habían pasado a saludar. La víspera de la primera ola, el físico teórico más importante del mundo, uno de los tíos más listos del planeta (eso es lo que pusieron en pantalla bajo su cabeza parlante: «UNO DE LOS TÍOS MÁS LISTOS DEL PLANETA»), salió en la CNN y dijo: «Este silencio no me da muchos ánimos. No se me ocurre ninguna razón positiva que lo explique. Me temo que nos espera algo más parecido a lo sucedido cuando Cristóbal Colón llegó por primera vez a América que a una escena de Encuentros en la tercera fase, y todos sabemos cómo les fue a los nativos americanos».
Me volví hacia mi padre y le dije:
—Deberíamos lanzarles un misil nuclear.
Tuve que alzar la voz para hacerme oír por encima de la tele. Cuando daban las noticias, mi padre siempre subía el volumen al máximo para que no le molestara el televisor que mi madre tenía encendido en la cocina. A ella le gustaba ver la TLC mientras cocinaba. Yo lo llamaba la guerra de los mandos.
—¡Cassie! —exclamó.
Estaba tan sorprendido que apretó los dedos de los pies dentro de sus calcetines blancos de deporte. Él había crecido viendo Encuentros en la tercera fase, E.T. y Star Trek, así que se tragaba la idea de que los Otros habían llegado para liberarnos de nosotros mismos. Acabarían con el hambre y las guerras, erradicarían las enfermedades, nos desvelarían los secretos del universo.
—Podría ser el siguiente paso de la evolución, ¿es que no lo entiendes? Un gran paso adelante. Un paso enorme —me aseguró, y me dio un abrazo para consolarme—. Tenemos mucha suerte de estar aquí para verlo.
Después añadió como si nada, como si hablara de cómo arreglar una tostadora:
—Además, un dispositivo nuclear no sirve de mucho en el vacío del espacio. No hay nada que transmita la onda expansiva.
—Entonces, ¿ese cerebrito de la tele es un mentiroso de mierda?
—Cuidado con esa boca, Cassie —me reprendió—. Tiene derecho a expresar su opinión, pero no es más que eso, una opinión.
—Pero ¿y si acierta? ¿Qué pasa si esa cosa de ahí arriba es su versión de la Estrella de la Muerte?
—¿Van a cruzar medio universo para hacernos volar en mil pedazos? —repuso mientras me daba palmaditas en la pierna y sonreía.
Mi madre subió el volumen de la tele de la cocina, así que él subió el doble el sonido de la del salón.
—Vale, pero ¿qué me dices de una horda mongola intergaláctica, como decía él? —insistí—. A lo mejor han venido para conquistarnos, meternos en reservas, esclavizarnos…
—Cassie, que algo pueda pasar no quiere decir que vaya a pasar. De todos modos, son especulaciones. Las de este tipo, las mías… Nadie sabe por qué están aquí. ¿No es igual de probable que hayan venido desde tan lejos para salvarnos?
Cuatro meses después de decir eso, mi padre estaba muerto.
Se equivocaba con respecto a los Otros. Y yo también. Del mismo modo que «uno de los tíos más listos del planeta».
No querían salvarnos, ni tampoco esclavizarnos ni meternos en reservas.
Solo querían matarnos.
A todos.