Estaba tirado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y las piernas estiradas, a unos seis metros de mí. Tenía las piernas largas y se agarraba el estómago con una mano. Llevaba uniforme militar y botas negras, e iba cubierto de porquería y de sangre reluciente. Había sangre por todas partes: en la pared que tenía detrás, en el charco que manchaba el frío hormigón sobre el que estaba sentado, en su uniforme, en su pelo, ya medio reseca… La sangre despedía un brillo oscuro, negra como el alquitrán en la penumbra.
En la otra mano llevaba una pistola, y el cañón me apuntaba a la cabeza.
Lo imité: su pistola contra mi fusil. Dedos doblados sobre los gatillos, el suyo y el mío.
Eso de que me apuntara con un arma no probaba nada. A lo mejor era un soldado herido que creía que yo era uno de los Otros.
O tal vez no.
—Suelta el arma —balbuceó.
«Ni de coña».
—¡Suelta el arma! —gritó, o intentó gritar.
Las palabras le salían débiles y decrépitas, derrotadas por la sangre que le subía desde la tripa. Le goteaba del labio inferior, que colgaba, tembloroso, sobre su barbilla sin afeitar. También tenía los dientes manchados de sangre.
Sacudí la cabeza. Yo estaba de espaldas a la luz y rezaba por que no viera lo mucho que tiritaba ni el miedo que me asomaba a los ojos. No era un puñetero conejo lo bastante estúpido para aparecer en mi campamento una mañana soleada. Se trataba de una persona o, al menos, lo parecía.
Lo curioso de matar es que no sabes si de verdad eres capaz de hacerlo hasta que lo haces.
Lo dijo por tercera vez, no tan alto como la segunda. Sonó a súplica.
—Suelta el arma.
La mano que sostenía la pistola vaciló y la boca bajó un poco hacia el suelo. No mucho, pero para entonces mis ojos ya se habían adaptado a la luz y distinguí una gota de sangre que se deslizaba por el cañón.
Entonces soltó el arma.
Le cayó entre las piernas con un fuerte ruido metálico. Después levantó la mano vacía y la sostuvo por encima del hombro, con la palma hacia fuera.
—Vale —dijo, esbozando media sonrisa ensangrentada—, te toca.
Sacudí la cabeza.
—La otra mano —respondí, esperando parecer más fuerte de lo que me sentía.
Me habían empezado a temblar las rodillas, me dolían los brazos y la cabeza me daba vueltas. También reprimía el impulso de salir corriendo. No sabes si eres capaz de hacerlo hasta que lo haces.
—No puedo —contestó.
—La otra mano.
—Si muevo esta mano, me temo que se me caerá el estómago.
Ajusté la posición de la culata del fusil contra mi hombro. Estaba sudando, temblando, intentando pensar. «O una cosa o la otra, Cassie. ¿Qué vas a hacer, una cosa o la otra?».
—Me muero —dijo sin más. A la distancia a la que estaba, sus ojos no eran más que dos alfileres que reflejaban la luz—. Así que puedes acabar conmigo o ayudarme. Sé que eres humana…
—¿Cómo lo sabes? —me apresuré a preguntar antes de que se muriera.
Si era un soldado de verdad, a lo mejor sabía cuál era la diferencia. Habría sido una información tremendamente útil.
—Porque, si no lo fueras, ya me habrías disparado —respondió, sonriendo de nuevo.
Con la sonrisa, le salieron hoyuelos en las mejillas, y me di cuenta de lo joven que era. No era más que un par de años mayor que yo.
—¿Ves? Y tú también lo sabes por eso —añadió en voz baja.
—¿Saber el qué? —pregunté mientras los ojos se me llenaban de lágrimas.
La visión de su cuerpo, hecho un ovillo, temblaba ante mí, como un reflejo en una casa de los espejos, pero no me atrevía a soltar el fusil para restregarme los ojos.
—Que soy humano. Si no lo fuera, te habría disparado.
Eso tenía sentido. O ¿tenía sentido porque yo quería que lo tuviera? A lo mejor había soltado el arma para persuadirme de que yo soltara la mía y, cuando lo hiciera, sacaría la segunda pistola que llevaba escondida bajo el uniforme para meterme una bala en el cerebro.
Eso es lo que han conseguido los Otros: no te puedes unir a los demás para luchar si no confías en ellos. Y sin confianza no hay esperanza.
¿Cómo se limpia la Tierra de humanos? Arrebatándoles su humanidad.
—Tengo que ver la otra mano —insistí.
—Te he dicho…
—¡Tengo que ver la otra mano! —grité, y ahí sí que se me rompió la voz, no pude evitarlo.
—¡Pues vas a tener que dispararme, zorra! —gritó él, perdiendo los nervios—. ¡Dispárame ya de una vez!
Dejó caer la cabeza sobre la pared, abrió la boca y se le escapó un aullido de angustia que rebotó de una pared a otra, del suelo al techo, hasta estrellarse al fin contra mis oídos. No supe si gritaba de dolor o de desesperación, consciente de que yo no iba a salvarlo. Había perdido la esperanza, y eso es lo que te mata, te mata antes de que mueras, mucho antes de que mueras.
—Si te la enseño —dijo, jadeando, meciéndose adelante y atrás sobre el hormigón ensangrentado—… Si te la enseño, ¿me ayudarás?
No respondí. No respondí porque no tenía respuesta. Funcionaba nanosegundo a nanosegundo.
Así que lo decidió por mí. No iba a dejarlos ganar, eso creo ahora. No iba a abandonar la esperanza. Si eso lo mataba, al menos moriría con una pizca de humanidad intacta.
Hizo una mueca y bajó despacio la mano izquierda. Ya casi había terminado el día, no había apenas luz y, la que quedaba, parecía alejarse de su origen, de él, pasar junto a mí y salir por la puerta entreabierta.
Tenía la mano cubierta de sangre medio seca; era como si llevara un guante carmesí.
La raquítica luz le besó la mano y se reflejó en algo largo, delgado y metálico, así que mi dedo retrocedió sobre el gatillo, el fusil me golpeó con fuerza el hombro y el cañón se me encabritó en la mano al vaciarse el cargador. Y oí a alguien gritar desde muy lejos, pero no era él, era yo, yo y todos los que quedábamos con vida, si es que quedaba alguien más; todos nosotros, estúpidos humanos indefensos e impotentes, todos gritando porque lo habíamos entendido mal, lo habíamos entendido todo mal: ningún enjambre alienígena descendía de los cielos en platillos volantes o grandes vehículos metálicos con patas, como salidos de La Guerra de las Galaxias, ni eran E. T. arrugaditos y supermonos que solo querían arrancar un par de hojas, comerse unos caramelos e irse a casa. No es así como acaba.
No acaba así, en absoluto.
Acaba con los humanos matándonos entre nosotros detrás de unos refrigeradores de cerveza vacíos, a la moribunda luz de un día de finales de verano.
Me acerqué a él antes de que desapareciera la luz. No para comprobar que estuviera muerto —sabía que lo estaba—, sino porque quería ver qué llevaba en la mano ensangrentada.
Era un crucifijo.