Entraron en el claro y lo primero que vieron fue el cadáver del cabo Branch, o el cadáver de la cosa que se hacía llamar cabo Branch.
—Allí hay uno allí —oí que decía un soldado.
El crujido de botas pesadas sobre el montón de huesos frágiles del pozo.
—Muerto.
El crepitar de la estática y después:
—Coronel, tenemos a Branch y a un civil sin identificar. Negativo, señor. Branch ha caído, repito, Branch ha caído.
A continuación se puso a hablar con su compañero, el que estaba junto a Pringoso.
—Vosch quiere que volvamos cuanto antes.
Crac, crac, dijeron los huesos cuando el soldado salió del pozo.
—La chica ha tirado esto.
Mi mochila. Intenté lanzarla al bosque, lo más lejos que pude del pozo, pero golpeó un árbol y aterrizó justo al otro lado del claro.
—Qué raro —comentó la voz.
—No pasa nada, el Ojo se encargará de ella —respondió su compañero.
¿El Ojo?
Sus voces se alejaron y regresó el sonido del bosque en paz. El susurro del viento. El gorjeo de los pájaros. Una ardilla alborotando por la maleza. Sin embargo, seguí sin moverme. Cada vez que notaba crecer el impuso de salir corriendo, lo reprimía.
«Ahora no hay que apresurarse, Cassie. Han hecho lo que habían venido a hacer. Tienes que quedarte aquí hasta que oscurezca. ¡No te muevas!».
Así que no me moví. Me quedé tumbada dentro del lecho de polvo y huesos, cubierta por las cenizas de sus víctimas, la amarga cosecha de los Otros.
E intenté no pensar en ello.
En lo que me cubría.
Entonces me dije: «Estos huesos eran personas, y estas personas me han salvado la vida». Y dejó de resultarme tan espeluznante.
No eran más que personas. Como yo, no habían pedido estar allí, pero allí estaban, y yo también, así que me quedé quieta.
Aunque suene raro, era casi como si notara sus brazos envolviéndome, cálidos y suaves.
No sé cuánto tiempo esperé entre los brazos de la gente muerta que me sostenía. Me parecieron horas. Cuando por fin me levanté, la luz del sol había envejecido hasta adquirir un tono dorado y el aire era un poco más fresco. Estaba cubierta de ceniza gris de pies a cabeza: debía de tener pinta de guerrero maya.
«El Ojo se encargará de ella».
¿Estaba hablando de los teledirigidos, un ojo en el cielo o algo así? Si hablaba de teledirigidos, estaba claro que no eran una unidad que fuera por libre, peinando el campo para acabar con posibles portadores de la tercera ola, de modo que los no expuestos no se infectaran.
Esa idea era terrible.
Pero la alternativa era mucho, mucho peor.
Corrí hacia la mochila. Las profundidades del bosque me llamaban. Cuanto más me alejara de ellos, mejor estaría. Entonces recordé que el regalo de mi padre estaba un poco más allá, siguiendo el sendero, casi a tiro de piedra del complejo. Mierda, ¿por qué no lo había guardado en el pozo?
No cabía duda de que podía resultar más útil que una pistola.
No oía nada. Hasta los pájaros se habían callado. Solo el viento. Sus dedos acariciaban los montículos de cenizas y los lanzaban al aire, donde bailaban espasmódicamente a la luz dorada.
Se habían ido. La zona era segura.
Pero no los había oído marcharse. ¿No debería haberme llegado el ruido del motor del camión de plataforma, el gruñido de los Humvees?
Entonces me acordé de Branch acercándose a Pringoso.
«¿Es él?».
Y se había echado el fusil al hombro.
El fusil. Me arrastré hasta el cadáver. Mis pisadas eran como truenos y mi respiración, como pequeñas explosiones.
Había caído boca abajo a mis pies. Ahora estaba boca arriba, pero la máscara antigás le ocultaba la cara casi por completo.
La pistola y el fusil habían desaparecido. Debían de habérselos llevado. Me quedé inmóvil durante un segundo, y moverse era lo más conveniente en aquel momento de la batalla.
Lo sucedido no formaba parte de la tercera ola: era otra cosa distinta; sin duda era el inicio de la cuarta. Puede que la cuarta ola fuese una versión morbosa de Encuentros en la tercera fase. A lo mejor Branch no era humano y por eso llevaba una máscara.
Me arrodillé al lado del soldado muerto, agarré con fuerza la parte superior de la máscara y tiré hasta que le vi los ojos, unos ojos castaños muy humanos que me miraban sin ver. Seguí tirando.
Me detuve.
Quería verlo y no quería verlo. Quería saber, pero no quería saber.
«Vete ya, Cassie. No importa. ¿Importa? No, no importa».
A veces le dices cosas a tu miedo, cosas como que no importa, y las palabras son como palmaditas en la cabeza de un perro hiperactivo.
Me levanté. No, la verdad es que no me importaba si el soldado tenía los labios como una langosta o si parecía el hermano gemelo de Justin Bieber. Recogí el osito de Sammy del suelo y me dirigí al otro extremo del claro.
Pero algo me detuvo. No me metí en el bosque, no corrí a abrazar la mejor oportunidad de salvarme: poner distancia de por medio.
Puede que fuera por el osito. Cuando lo recogí, vi la cara de mi hermano apretada contra la ventana de atrás del autobús, oí su vocecita en mi cabeza: «Para cuando tengas miedo, pero no lo abandones. Que no se te olvide».
Casi se me olvida. Si no me hubiera acercado a Branch para buscar las armas, se me habría olvidado. Branch había caído prácticamente encima del pobre osito.
«No lo abandones».
En realidad no había visto ningún cadáver en el complejo, salvo el de mi padre. ¿Y si alguien había sobrevivido a aquellos tres minutos de eternidad en los barracones? Estaría herido, todavía vivo, dado por muerto.
A no ser que no me marchara. Si quedaba alguien vivo allí y los falsos soldados se habían ido, sería yo la que lo abandonaría, dándolo por muerto.
«Mierda».
¿Sabes cuando a veces te dices que tienes elección, cuando en realidad no la tienes? Solo porque haya alternativas no quiere decir que sean pertinentes para ti.
Di media vuelta y regresé, rodeé el cadáver de Branch y me interné en el túnel oscuro en que se había convertido el sendero.