Me tocaba.
La chica con la mochila y el ridículo osito de peluche estaba de pie, a dos metros de su espalda.
El soldado pivotó con el brazo extendido. No recuerdo bien esa parte, no recuerdo haber soltado el oso, ni haberme sacado la pistola del bolsillo trasero. Ni siquiera recuerdo haber apretado el gatillo.
Lo siguiente que recuerdo con claridad es que el cristal negro de la máscara se hizo añicos.
Y el soldado cayó de rodillas frente a mí.
Y vi sus ojos.
Sus tres ojos.
Bueno, después me di cuenta de que, en realidad, no tenía tres ojos. El del centro era la ennegrecida herida de entrada de la bala.
Debió de sorprenderle volverse y encontrarse con una pistola apuntándole a la cara. La sorpresa lo hizo vacilar. ¿Cuánto? ¿Un segundo? ¿Menos de un segundo? Sin embargo, en ese milisegundo, la eternidad se enrolló sobre sí misma como si fuera una anaconda gigante. Si has tenido un accidente traumático, ya sabes a lo que me refiero. ¿Cuánto tarda en estrellarse un coche? ¿Diez segundos? ¿Cinco? No parece tan poco tiempo cuando estás dentro. Parece toda una vida.
Cayó de cara sobre la tierra. No cabía duda de que me lo había cargado: mi bala le había dejado un agujero del tamaño de un plato de postre en la nuca.
Pero no bajé el arma, seguí apuntando a su media cabeza mientras retrocedía hacia el sendero.
Después me volví y corrí como alma que lleva el diablo.
En la dirección equivocada.
Hacia el complejo.
No fue una decisión muy inteligente, aunque en aquel momento no pensaba. Solo tengo dieciséis años y era la primera vez que le metía un tiro en la cara a alguien. Me costaba aceptar la idea.
Solo quería volver con mi padre.
Mi padre lo arreglaría.
Porque es lo que hacen los padres: arreglar las cosas.
Al principio, mi cerebro no registró los ruidos. El eco de un rápido staccato de armas automáticas y gritos resonaba en el bosque, pero yo no lo procesaba, como cuando la cabeza de Pringoso había saltado hacia atrás y el muchacho se había desplomado sobre el polvo gris como si, de repente, todos los huesos del cuerpo se le hubiesen transformado en gelatina, o como cuando su asesino se había vuelto hacia mí con una pirueta perfecta y el sol se había reflejado en el cañón de su pistola.
El mundo se hacía jirones, y los fragmentos me llovían encima.
Era el inicio de la cuarta ola.
Me paré en seco antes de llegar al complejo. El cálido olor de la pólvora. Las volutas de humo que salían por las ventanas de los barracones. Alguien se arrastraba por el suelo hacia el almacén.
Era mi padre.
Tenía la espalda arqueada, y la cara cubierta de tierra y sangre. El suelo que dejaba atrás estaba manchado con su sangre.
Levantó la vista cuando aparecí entre los árboles.
«Cassie, no». Formó las palabras con la boca, sin decir nada, y entonces sus brazos cedieron, se dejó caer en el suelo y permaneció inmóvil.
Un soldado salió de los barracones y se acercó a mi padre. Se movía con elegancia felina, los hombros relajados y los brazos sueltos a los lados.
Retrocedí hacia los árboles y levanté la pistola, pero estaba a más de treinta metros. Si fallaba…
Era Vosch. Parecía aún más alto allí de pie, sobre el cuerpo desplomado de mi padre. Papá no se movía. Creo que se hacía el muerto.
Daba igual.
Vosch le disparó de todos modos.
No recuerdo haber dejado escapar ningún ruido cuando apretó el gatillo, pero debí de hacer algo que activó el sentido arácnido de Vosch. La máscara negra se volvió hacia mí, y la luz del sol se reflejó en el cristal. Levantó el dedo índice hacia dos soldados que salían de los barracones y después me apuntó con el pulgar.
Prioridad uno.