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A veces pienso que tal vez sea el último ser humano de la Tierra.

Lo que significa que soy el último ser humano del universo.

Sé que es una tontería: no pueden haberlos matado a todos… aún. Sin embargo, no me extrañaría nada que al final lo consiguieran. Entonces se me ocurre que eso es lo que los Otros quieren que piense.

¿Recuerdas a los dinosaurios? Pues eso.

Vale, probablemente no sea el último ser humano de la Tierra, pero sí uno de los últimos. Completamente sola (y con bastantes probabilidades de seguir así) hasta que la cuarta ola me barra y acabe conmigo.

Es una de esas cosas en las que pienso por las noches. Ya sabes, pensamientos típicos de las tres de la madrugada, en plan: «Estoy jodida». Cuando me hago un ovillito, tan asustada que no logro cerrar los ojos, y me ahoga un miedo intenso, tanto que tengo que recordarme respirar y pedir a mi corazón que siga latiendo. Cuando el cerebro se me declara en huelga y empieza a patinar como un CD rayado. «Sola, sola, sola, Cassie, estás sola».

Así me llamo: Cassie.

No Cassie por Cassandra, ni Cassie por Cassidy. Es Cassie por Casiopea, la constelación, la reina atada a su silla del cielo del norte; la que era bella, aunque vanidosa, de modo que el dios del mar, Poseidón, la subió a los cielos como castigo por presumir tanto. Su nombre significa «la de las palabras excelsas» en griego.

Mis padres no sabían nada de ese mito, pero les gustó el nombre.

Nadie me llamaba nunca Casiopea, ni siquiera cuando aún quedaba gente a mi alrededor que pudiera llamarme. Solo mi padre, cuando me tomaba el pelo, y siempre con un acento italiano pésimo: Casss-i-oo-peee-a. Me volvía loca. No me parecía ni gracioso ni mono, y lo único que conseguía era que acabara odiando mi nombre. «¡Me llamo Cassie! —le chillaba—. ¡Solo Cassie!». Ahora daría lo que fuera por oírselo decir una vez más.

Cuando iba a cumplir los doce (cuatro años antes de la Llegada), mi padre me regaló un telescopio por mi cumpleaños. Una fresca noche de otoño de cielo despejado, colocó el telescopio en el patio de atrás y me enseñó la constelación.

—¿Ves que parece una uve doble? —me preguntó.

—¿Por qué la llamaron así si tiene forma de uve doble? —repuse—. ¿Uve doble de qué?

—Bueno… No sé si se corresponderá con algún nombre —respondió con una sonrisa.

Mi madre siempre le decía que era su rasgo más atractivo, así que la usaba a menudo, sobre todo cuando empezó a quedarse calvo. Ya sabes, para desviar la atención de su interlocutor hacia su sonrisa.

—Total, ¡que la uve doble puede ser por lo que quieras! ¿Qué te parece «windsurf»? ¿Y «wow»? ¿«Wonder Woman»?

Me puso la mano en el hombro mientras yo miraba a través de la lente las cinco estrellas que ardían a más de cincuenta años luz del punto en que nos encontrábamos. Notaba el aliento de mi padre en la mejilla, cálido y húmedo comparado con el aire frío y seco del otoño. Su respiración tan cerca y las estrellas de Casiopea tan lejos.

Ahora las estrellas parecen mucho más próximas: no diría que están a más de los cuatrocientos ochenta y dos mil billones de kilómetros que nos separan. Se encuentran lo bastante cerca para que puedan tocarme y yo, a ellas. Tan cerca de mí como el aliento de mi padre aquel día.

Eso suena a locura. ¿Me he vuelto loca? ¿He perdido la cabeza? Solo podemos saber que alguien está loco si hay un cuerdo con quien compararlo. Como el bien y el mal: si todo fuera bueno, nada sería bueno.

Buf, eso suena… a locura.

Locura: la nueva normalidad.

Supongo que podría llamarme loca, porque solo hay una persona con quien puedo compararme: yo misma. No me refiero a la persona que soy ahora, la que tiembla dentro de una tienda de campaña en el bosque, demasiado asustada para sacar la cabeza del saco de dormir. No hablo de esta Cassie, sino de la Cassie que era antes de la Llegada, antes de que los Otros aparcaran sus traseros alienígenas en nuestra órbita. La persona que era a los doce años cuyos mayores problemas se reducían a tres: la diminuta lluvia de pecas que le cubría la nariz, un pelo rizado indomable y el chico guapo que, aun viéndola todos los días, ni siquiera se había percatado de su existencia. La Cassie que empezaba a hacerse a la idea de la dolorosa realidad de que era normalita. De aspecto normalito. De notas normalitas. Normalita en deportes como el kárate y el fútbol. De hecho, lo único excepcional en ella era su extraño nombre (Cassie por Casiopea, cosa que, de todos modos, tampoco sabía nadie) y el hecho de que podía tocarse la nariz con la punta de la lengua, habilidad que dejó de ser impresionante en cuanto llegó al instituto.

Es probable que esté loca desde el punto de vista de esa Cassie.

Y ella está loca desde mi punto de vista, lo tengo claro. A veces le grito, grito a esa Cassie de doce años que se deprime por su pelo, por su nombre raro o por ser normalita. «¿Qué estás haciendo? —le grito—. ¿Es que no sabes lo que se te viene encima?».

Sin embargo, eso no es justo. La verdad es que no lo sabía, no podía haberlo sabido, y esa fue su suerte y la razón por la que la echo tanto de menos, más que a nadie, si soy sincera. Cuando lloro, cuando me permito llorar, lloro por ella. No lloro por mí, sino por la Cassie que ha desaparecido.

Y me pregunto qué pensaría esa Cassie de mí.

De la Cassie que mata.