Los últimos restos del mundo que conocía quedaron hechos trizas una tarde de domingo cálida y soleada.
El heraldo de aquella desgracia fue el gruñido de motores diésel, los chirridos y crujidos de los ejes, y el gemido de los frenos. Nuestros centinelas habían avistado el convoy mucho antes de que llegara al complejo. Vieron los cegadores reflejos de la luz del sol en las ventanas y las columnas de polvo que dejaban atrás los neumáticos, como si fuera una estela. No corrimos a recibirlos con flores y besos: nos quedamos atrás mientras Hutchfield, mi padre y los cuatro mejores tiradores que teníamos iban a buscarlos. Todos tenían los nervios de punta y habían perdido gran parte del entusiasmo de hacía unas horas.
Nada de lo que habíamos esperado que sucediera después de la Llegada había sucedido. Había pasado justo lo que nunca nos habríamos esperado. No nos dimos cuenta de que la gripe mortífera formaba parte de su plan hasta que transcurrieron dos semanas enteras desde la tercera ola. Aun así, tiendes a creer lo que siempre has creído, a pensar lo que siempre has pensado, a esperar lo que siempre has esperado. Así que nunca nos preguntamos si nos rescatarían, sino cuándo.
Y cuando vimos justo lo que queríamos ver, lo que habíamos esperado ver (el gran camión de plataforma cargado de soldados, los Humvees repletos de torretas de ametralladoras y lanzamisiles tierra aire), seguimos desconfiando.
Entonces aparecieron los autobuses escolares.
Eran tres, parachoques contra parachoques. Llenos de niños.
Nadie se lo esperaba. Como dije, era tan normal que pasmaba, resultaba sorprendentemente surrealista. Algunos, de hecho, nos reímos. ¡Un autobús escolar amarillo! ¿Dónde narices está la escuela?
Al cabo de unos cuantos minutos de tensión en los que lo único que oímos fue el gutural gruñido de los motores, y las risas y los gritos lejanos de los niños de los autobuses, mi padre dejó a Hutchfield hablando con el comandante, y se nos acercó a Sammy y a mí. Un grupo de gente se arremolinó a nuestro alrededor para escucharlo.
—Vienen de Wright-Patterson —dijo mi padre, como si le faltara el aliento—. Y, al parecer, han sobrevivido muchos más militares de lo que creíamos.
—¿Por qué llevan máscaras antigás? —pregunté.
—Por precaución —respondió—. Llevan en cuarentena desde que llegó la plaga. Todos hemos estado expuestos y podríamos ser portadores.
Miró a Sammy, que estaba apretujado contra mí, abrazado a mi pierna.
—Han venido a por los niños —dijo mi padre.
—¿Por qué? —pregunté.
—¿Y nosotros? —quiso saber la Madre Teresa—. ¿No nos van a llevar con ellos?
—Dicen que volverán a por nosotros. Ahora mismo solo tienen sitio para los niños.
Lo dijo mirando a Sammy.
—No nos van a separar —le aseguré a mi padre.
—Claro que no —respondió, volviéndose para dirigirse bruscamente a los barracones. Al salir, llevaba mi mochila y el oso de Sammy—. Tú te vas con él.
Mi padre no lo había pillado.
—No pienso irme sin ti —afirmé.
¿Qué les pasaba a los tíos como mi padre? De repente aparecía alguien con autoridad y se dejaban el cerebro en el armario.
—¡Ya has oído lo que ha dicho! —chilló la Madre Teresa, sacudiendo sus cuentas—. ¡Solo los niños! Si va alguien más, debería ser yo… Deberían ser las mujeres. Así es como se hace. ¡Las mujeres y los niños primero! Las mujeres y los niños.
Mi padre no le hizo caso y me puso otra vez la mano en el hombro, pero me la sacudí de encima.
—Cassie, primero tienen que poner a salvo a los más vulnerables. Solo tardaré unas horas más que tú…
—¡No! O nos quedamos todos o nos vamos todos, papá. Diles que estaremos bien aquí hasta que regresen. Puedo cuidar de él. Lo he estado haciendo hasta ahora.
—Y seguirás haciéndolo, Cassie, porque tú también te vas.
—No sin ti. No te voy a dejar aquí, papá.
Sonrió como si yo fuese una niña que hubiese dicho una monería.
—Puedo cuidarme solo.
No sabía cómo expresar lo que sentía: era como si tuviera un carbón al rojo vivo en las tripas, me abrumaba la sensación de que, si se separaba lo que quedaba de nuestra familia, sería nuestro final. Que si lo dejaba atrás, nunca volvería a verlo. A lo mejor no estaba siendo racional, aunque el mundo en el que vivía tampoco lo era.
Mi padre me despegó a Sammy de la pierna, lo levantó y se lo apoyó en la cadera. Luego me cogió por el codo con la mano libre y nos llevó a los dos hacia los autobuses. Los soldados parecían insectos con aquellas máscaras antigás que les ocultaban el rostro. No les veíamos la cara, pero llevaban sus nombres bordados en los trajes verdes de camuflaje.
Greene.
Walters.
Parker.
Nombres estadounidenses decentes y rotundos, y la bandera de Estados Unidos en la manga.
Y su forma de moverse, erguidos, pero relajados. Como muelles comprimidos. Como se supone que son los soldados.
Llegamos al último autobús de la fila. Los niños que había en el interior gritaban y nos saludaban con la mano. Para ellos era una gran aventura.
El corpulento soldado de la puerta levantó una mano. En su traje ponía: «Branch».
—Solo los niños —dijo con la voz algo ahogada por la máscara.
—Lo entiendo, cabo —respondió mi padre.
—Cassie, ¿por qué lloras? —preguntó Sammy mientras me tocaba la cara con su manita.
Papá lo bajó al suelo y se arrodilló para acercar su cara a la de Sammy.
—Te vas de excursión, Sammy —le dijo—. Estos militares tan simpáticos te llevan a un lugar en el que estarás a salvo.
—¿Tú no vienes, papá? —preguntó él tirándole de la camiseta con sus manitas diminutas.
—Sí, sí, papá también va, pero todavía no. Pronto, muy pronto.
Abrazó a Sammy. El último abrazo.
—Ahora sé bueno. Haz todo lo que te digan estos chicos del ejército, ¿vale?
Sammy asintió con la cabeza y me dio la mano.
—Venga, Cassie, ¡nos vamos en autobús!
El hombre de la máscara negra se volvió y levantó una de sus manos enguantadas.
—Solo el chico —nos dijo.
Empecé a decirle que se fuera a la mierda. No me hacía ninguna gracia la idea de dejar a mi padre atrás, pero Sammy no se iba a ninguna parte sin mí.
El cabo me cortó antes de que dijera nada y repitió: «Solo el chico».
—Es su hermana —intentó convencerlo mi padre; estaba siendo razonable—. Y ella también es una niña, solo tiene dieciséis años.
—Tendrá que quedarse aquí —insistió el cabo.
—Entonces él no se va —respondí mientras abrazaba a Sammy.
Tendrían que arrancarme los brazos para llevarse a mi hermano pequeño.
El cabo guardó silencio durante unos aterradores instantes. Me entraron ganas de tirarle de la máscara y escupirle en la cara. El sol se le reflejaba en el cristal, una odiosa bola de luz.
—¿Quieres que se quede?
—Lo quiero conmigo —lo corregí—. En el autobús o fuera del autobús: me da igual. Conmigo.
—No, Cassie —dijo mi padre.
Sammy empezó a llorar. Mi hermano lo había entendido enseguida: eran papá y el soldado contra él y contra mí, y no había forma de ganar la batalla. Lo había entendido antes que yo.
—Puede quedarse —contestó el soldado—, pero no podemos garantizar su seguridad.
—¿De verdad? —le grité al cara de insecto—. ¿Tú crees? ¿Es que podéis garantizar la seguridad de alguien?
—Cassie… —empezó mi padre.
—¡No podéis garantizar una mierda! —le grité.
El cabo no me hizo caso y se dirigió a mi padre.
—Usted decide, señor.
—Papá, ya lo has oído, se puede quedar con nosotros.
Mi padre se mordió el labio inferior, levantó la cabeza, se rascó la barbilla y miró el cielo desnudo. Pensaba en los teledirigidos, en lo que sabía y en lo que no sabía. Recordaba lo que había aprendido. Estaba sopesando los pros y los contras, calculando probabilidades y procurando no hacer caso de la vocecita que surgía de lo más profundo de su ser para decirle que no lo dejara marchar.
Así que, por supuesto, hizo lo más razonable.
Él era el adulto responsable, y eso es lo que hacen los adultos responsables.
Lo más razonable.
—Tienes razón, Cassie —dijo al fin—: No pueden garantizar nuestra seguridad, nadie puede. Pero algunos lugares son más seguros que otros —añadió y, tras coger a Sammy de la mano, añadió—: Vamos, campeón.
—¡No! —gritó Sammy mientras las lágrimas le rodaban por las relucientes mejillas rojas—. ¡No me voy sin Cassie!
—Cassie también va, iremos los dos, justo detrás de ti.
—Yo lo protegeré, lo vigilaré, no dejaré que le pase nada —supliqué—. Volverán a por los demás, ¿verdad? Solo tenemos que esperar a que vuelvan —insistí, tirándole de la camiseta mientras ponía mi mejor cara implorante, esa con la que solía conseguir lo que quería—. Por favor, papi, no lo hagas, no está bien. Tenemos que permanecer juntos, tenemos que hacerlo.
No iba a funcionar. Tenía aquella expresión dura de nuevo: ojos fríos, drásticos, crueles.
—Cassie, dile a tu hermano que no pasa nada.
Y lo hice. Después de decirme a mí misma que no pasaba nada, que debía confiar en mi padre, en la Gente al Mando, en que los Otros no incineraran los autobuses escolares llenos de niños, debía confiar en que la propia confianza no se hubiera evaporado igual que lo habían hecho los ordenadores, las palomitas de microondas y la peli de Hollywood en la que los humanos vencen a los asquerosos del Planeta Xercon en los diez minutos del final.
Y entonces me puse de rodillas en el suelo polvoriento, frente a mi hermano pequeño.
—Tienes que irte, Sams —le dije.
El regordete labio inferior le temblaba y aferraba al osito con fuerza, apretándolo contra su pecho.
—Pero, Cassie, ¿quién te va a abrazar cuando tengas miedo?
Lo decía completamente en serio, se parecía tanto a papá con aquel ceñito fruncido que estuve a punto de reírme.
—Ya no tengo miedo, y tú tampoco deberías tenerlo. Ahora están aquí los soldados, y ellos nos pondrán a salvo. —Miré al cabo Branch y añadí—: ¿A que sí?
—Sí.
—Se parece a Darth Vader —susurró Sammy—. Y también suena como él.
—Sí, y ¿recuerdas lo que pasa? Al final se vuelve bueno.
—Solo después de volar en pedazos un planeta entero y matar a un montón de gente.
No pude evitarlo: me reí. Dios mío, qué listo era. A veces creía que era más listo que mi padre y yo juntos.
—¿Vendrás después, Cassie?
—Claro que sí.
—¿Me lo prometes?
Se lo prometí, pasara lo que pasara. Pasara. Lo. Que. Pasara.
Era lo único que necesitaba escuchar. Empujó a su osito contra mi pecho.
—¿Sam?
—Para cuando tengas miedo, pero no lo abandones —me explicó, levantando un dedito para dejarlo muy claro—. Que no se te olvide.
Dicho lo cual, le ofreció la mano al cabo y le dijo:
—¡Tú primero, Vader!
La mano enguantada se tragó la mano regordeta. El primer escalón era demasiado alto para sus piernecitas. Los niños de dentro chillaron y dieron palmas cuando dobló la esquina y llegó al pasillo central.
Sammy fue el último en subir. La puerta se cerró. Mi padre intentó rodearme con el brazo, pero yo di un paso atrás. El motor aceleró y los frenos neumáticos silbaron.
Y allí apareció su cara, pegada al cristal manchado, y su sonrisa, mientras salía volando por una galaxia lejana, muy lejana, montado en su caza espacial X-wing, alcanzando la velocidad de curvatura, hasta que el polvo engulló la sucia nave espacial amarilla.