15

El teledirigido regresó al día siguiente.

O un teledirigido distinto, idéntico al primero. Seguramente, los Otros no han recorrido medio universo con un solo teledirigido en la bodega.

Se movía despacio por el cielo, en silencio, sin el gruñido de un motor, sin producir ningún zumbido, simplemente se deslizaba sin hacer ruido, como un cebo de pesca arrastrado por aguas tranquilas. Nos apresuramos a entrar en los barracones sin que nadie tuviera que ordenárnoslo. Me encontré sentada en un catre al lado de Pringoso.

—Sé lo que van a hacer —susurró.

—No hables —le susurré.

Él asintió y dijo:

—Bombas sónicas. ¿Sabes lo que pasa cuando te bombardean con doscientos decibelios? Se te hacen pedazos los tímpanos. Los pulmones te estallan, el aire te entra en el torrente sanguíneo y te falla el corazón.

—¿De dónde sacas esa mierda, Pringoso?

Mi padre y Hutchfield volvían a estar agachados junto a la puerta abierta. Se quedaron mirando el mismo punto durante varios minutos. Al parecer, el teledirigido se había quedado inmóvil en el cielo.

—Toma, te he traído una cosa —dijo Pringoso.

Era un collar de diamantes, parte del botín que había obtenido de los cadáveres del pozo de ceniza.

—Qué asco —respondí.

—¿Por qué? Ni que lo hubiera robado —añadió, haciendo un mohín—. Sé lo que te pasa, no soy estúpido. No es por el collar, es por mí. Lo aceptarías sin pensarlo si yo estuviera bueno.

Me pregunté si estaba en lo cierto. Si Ben Parish me hubiese regalado un collar del pozo, ¿lo habría aceptado?

—Como si tú lo estuvieras… —añadió Pringoso.

¡Qué chasco! Pringoso, el ladrón de tumbas, no creía que estuviera buena.

—Entonces, ¿por qué me lo quieres dar?

—Aquella noche, en el bosque, me comporté como un imbécil. No quiero que me odies, ni que pienses que soy un raro.

Un poco tarde para eso.

—No quiero joyas de gente muerta —respondí.

—Ni ellos —contestó él, refiriéndose a la gente muerta.

No pensaba dejarme en paz, así que me largué en silencio para sentarme detrás de mi padre. Por encima de su hombro vi un diminuto punto gris, una peca plateada en la impoluta piel del cielo.

—¿Qué está pasando? —susurré.

Justo cuando lo decía, el punto desapareció. Se movió tan deprisa que pareció esfumarse en un abrir y cerrar de ojos.

—Vuelos de reconocimiento —dijo Hutchfield entre dientes—. No se me ocurre qué otra cosa puede ser.

—Nosotros teníamos satélites que podían ver qué hora marcaba el reloj de cualquiera desde el cielo —repuso mi padre en voz baja—. Si podíamos hacer eso con nuestra tecnología primitiva, ¿por qué iban a tener ellos que abandonar su nave para espiarnos?

—¿Tienes una teoría mejor? —preguntó Hutchfield, que no soportaba que cuestionaran sus decisiones.

—Puede que no tengan nada que ver con nosotros —sugirió mi padre—. Puede que esas cosas sean sondas atmosféricas o dispositivos para medir algo que no pueden calibrar desde el espacio. O quizás estén buscando algo que no puedan detectar hasta tenernos prácticamente neutralizados.

Entonces, mi padre suspiró. Yo conocía aquel suspiro: significaba que creía que algo era cierto, pero deseaba que no lo fuera.

—Todo se reduce a una pregunta muy simple, Hutchfield: ¿por qué están aquí? No han venido para expoliar los recursos de nuestro planeta: hay muchos por todo el universo, así que no hace falta viajar cientos de años luz para obtenerlos. Tampoco para matarnos, aunque puede que matarnos a todos (o a casi todos) sea necesario. Son como esos propietarios que echan a unos inquilinos descuidados para poder limpiar la casa y meter a un inquilino nuevo; creo que lo que pretenden es dejar la casa preparada.

—¿Preparada? ¿Preparada para qué?

—Para la mudanza —dijo mi padre, con una sonrisa triste.