Vi un teledirigido por primera vez cuando llevábamos seis días en el campo.
Gris reluciente contra el brillante cielo de la tarde.
Hubo muchos gritos, carreras, gente cogiendo armas, agitando las gorras y las camisetas o volviéndose medio tonto, en general: llorando, saltando, abrazándose, haciendo chocar las palmas… Creían que los iban a rescatar. Hutchfield y Brogden intentaron calmarlos, pero no tuvieron éxito. El teledirigido pasó zumbando por el cielo, desapareció detrás de los árboles y después volvió, algo más despacio. Desde tierra parecía un dirigible. Hutchfield y mi padre se pusieron en cuclillas en la entrada de los barracones y se fueron pasando unos prismáticos para observarlo.
—No tiene alas ni marcas. Y ¿te has fijado en el primer pase? Mach 2, por lo menos. A no ser que hayamos sacado algún tipo de aeronave clasificada, esto no puede ser de origen terrestre —dijo Hutchfield, estrellando el puño contra la tierra al ritmo de sus palabras.
Mi padre estaba de acuerdo. Nos condujeron a los barracones, y papá y Hutchfield se quedaron un momento en la puerta, todavía pasándose los prismáticos.
—¿Son los extraterrestres? —preguntó Sammy—. ¿Ya vienen, Cassie?
—Shh.
Miré por encima de él y vi que Pringoso me estaba observando. Movió los labios para decir en silencio las palabras: «Veinte minutos».
—Si vienen, los venceré —susurró Sammy—. ¡Voy a darles patadas de kárate y después los mataré a todos!
—Muy bien —respondí mientras le acariciaba el pelo, nerviosa.
—No huiré —dijo él—. Voy a matarlos por haber matado a mamá.
El teledirigido desapareció y, según me contó mi padre, subió en vertical hacia el cielo. De haber parpadeado, ni lo habría visto marcharse.
Reaccionamos ante aquel artefacto como habría hecho cualquiera: con histeria.
Algunos huyeron, recogieron lo que podían cargar con ellos y corrieron al bosque. Otros se largaron con la ropa que llevaban puesta y el miedo que les atenazaba el estómago. Hutchfield no logró convencerlos de lo contrario.
El resto nos acurrucamos en los barracones hasta que llegó la noche, y entonces la fiesta de la histeria pasó al siguiente nivel. ¿Nos habían visto? ¿Vendrían después los soldados imperiales, el ejército de los clones o los vehículos de patas largas? ¿Nos freirían con cañones láser? Estaba oscuro como la noche. No veíamos lo que teníamos delante de las narices porque no nos atrevíamos a encender las lámparas de queroseno. Susurros frenéticos. Lloros ahogados. Aguardábamos acurrucados en los catres, dando un respingo cada vez que oíamos un ruido. Hutchfield asignó la guardia nocturna a los mejores tiradores. Si se mueve, dispara. Nadie podía salir sin permiso. Y Hutchfield no concedía ninguno.
Aquella noche duró mil años.
Mi padre se acercó a mí a oscuras y me puso algo en las manos.
Una Luger semiautomática cargada.
—Pero tú no crees en las armas —le susurré.
—Antes no creía en muchas cosas.
Una señora se puso a recitar el Padre Nuestro. La llamábamos Madre Teresa. Grandes piernas, brazos escuálidos, vestido azul desteñido, pelo gris y ralo. En algún momento del camino había perdido la dentadura postiza. Siempre estaba con las cuentas del rosario y hablando con Jesús. Unos pocos se unieron a ella, después otros más.
—Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Llegados a ese punto, su archienemigo, el único ateo de la trinchera del Campo Pozo de Ceniza, un profesor universitario llamado Dawkins, gritó:
—¡Sobre todo a los de origen extraterrestre!
—¡Vas a ir al infierno! —le chilló una voz desde la oscuridad.
—Y ¿cómo voy a notar la diferencia? —respondió Dawkins a gritos.
—¡Silencio! —les ordenó Hutchfield en voz baja desde su puesto en la entrada—. ¡Reservaos las plegarias!
—La hora de su juicio ha llegado —gimió la Madre Teresa.
Sammy se acercó más a mí dentro del catre, y yo me metí la pistola entre las piernas. Me daba miedo que me la quitara y acabase volándome la tapa de los sesos por accidente.
—¡Callaos todos! —ordené—. Estáis asustando a mi hermano.
—No tengo miedo —respondió Sammy; su puñito se retorcía contra mi camiseta—. ¿Tienes miedo, Cassie?
—Sí —respondí, y le besé la coronilla.
El pelo le olía a rancio, así que decidí lavárselo por la mañana.
Si seguíamos allí por la mañana.
—No es verdad —me dijo—. Tú nunca tienes miedo.
—Ahora mismo tengo tanto miedo que me podría hacer pipí en los pantalones.
Él soltó una risita. Noté el calor de su cara en el hueco de mi brazo. ¿Tendría fiebre? Así empezaba. Me dije que estaba paranoica, que mi hermano había estado expuesto al virus cientos de veces y que el Tsunami Rojo te barre con furia en cuanto te expones a él. A no ser que tengas inmunidad. Y seguro que Sammy la tenía. Si no, ya estaría muerto.
—Ponte un pañal —comentó para tomarme el pelo.
—Puede que lo haga.
—Aunque ande en valle de sombra de muerte… —seguía la Madre Teresa, que no tenía intención de parar.
Oía cómo entrechocaban las cuentas del rosario. Mientras tanto, Dawkins canturreaba la rima de la Gallinita Ciega para ahogar sus palabras. No acababa de decidirme sobre cuál de los dos era más molesto: la fanática o el cínico.
—Mamá decía que a lo mejor eran ángeles —dijo Sammy de repente.
—¿Quiénes?
—Los extraterrestres. Cuando llegaron, pregunté si habían venido a matarnos, y ella me dijo que a lo mejor ni siquiera eran extraterrestres, que a lo mejor eran ángeles del cielo, como en la Biblia, cuando los ángeles hablan con Abraham, y con María y con Jesús, y con todo el mundo.
—Está claro que antes nos hablaban más —respondí.
—Pero después nos mataron. Mataron a mami —concluyó, y se echó a llorar.
—Aderezas mesa delante de mí, en presencia de mis angustiadores.
Besé la coronilla de Sammy y le restregué los brazos.
—Unges mi cabeza con aceite.
—Cassie, ¿Dios nos odia?
—No. No lo sé.
—¿Odia a mamá?
—Claro que no. Mamá era una buena persona.
—Entonces ¿por qué la dejó morir?
Sacudí la cabeza. Me pesaba todo el cuerpo, como si llevara veinte mil toneladas encima.
—Mi copa está rebosando.
—¿Por qué dejó que vinieran los extraterrestres a matarnos? ¿Por qué Dios no los para?
—A lo mejor… —susurré en voz baja; me pesaba hasta la lengua—. A lo mejor lo hace.
—Ciertamente, el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida.
—No dejes que me atrapen, Cassie. No me dejes morir.
—No vas a morir, Sams.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.