En el saco
Fue Mike Hall quien les abrió la puerta en respuesta a su llamada. Con sorpresa evidente, les saludó diciendo:
—¡Jupiter! ¡Caramba! ¡Qué sorpresa! ¡No os esperábamos!
—Ya nos lo suponemos —respondió Jupiter entrando en el vestíbulo—. Oye… el señor Olsen, el individuo a quien llamas Dunlop, y un amigo suyo, ¿han venido por aquí?
—No. ¿Por qué?
Eludiendo la contestación con un encogimiento de hombros, Jupiter prosiguió:
—Supongo que tu tío no estará en casa, ¿eh?
—¿Mi tío? Claro que está aquí. Descansa en la parte posterior en compañía de «George». Aguarda, que voy a llamarle.
Cuando quedaron solos, Jupiter miró a su compañero algo sorprendido.
—Francamente, me sorprende. Estaba seguro y convencido de que aquellos dos venían hacia acá —observó Pete.
—Quizás estén examinando las Jaulas —sugirió Bob.
—¿De cuáles jaulas habláis? —preguntó alguien a su espalda.
—De sus jaulas viejas, señor Hall —respondió Jupiter.
—¿Pero qué queréis decir? —preguntó de nuevo el señor Hall, con tono sorprendido.
—De las que usted ya sabe, señor Hall. Usted compró de nuevo la jaula que había sido de «George» junto con otras tres, a mi tío Titus.
—¿Que yo he comprado unas jaulas… decís?
—Eso es. Usted compró las jaulas y se las llevó inmediatamente. Las jaulas en cuyos barrotes hay los diamantes traídos de contrabando —aseguró Bob con tono firme.
Jim Hall miró, uno tras otro, a los tres muchachos con asombro y por fin contestó:
—Veamos. Vamos por partes, porque no os comprendo. Pero quizás hoy mi cabeza no rija bien, o sea cosa de mis oídos.
Bob, apoyándose ora en un pie ora en otro y algo inseguro, prosiguió con evidente embarazo:
—Pero, claro, ya me supongo de antemano que usted nada tiene que ver con nuestro rapto e intento de eliminación mediante esa máquina que convierte en chatarra a los automóviles.
Sacudiendo su cabeza como si quisiera alejar una pesadilla, Jim Hall se dirigió a Mike, preguntándole:
—Oye, Mike… ¿Sabes acaso de qué me hablan tus amigos?
—No entiendo ni una palabra —respondió el muchacho.
—Señor Hall, a ver si nos entendemos —sugirió Bob—. Usted nos llamó para que le resolviésemos un misterio. ¿Qué era lo que ponía nervioso a «George»? ¿O quién? De nuestras averiguaciones resulta que su hermano Cal le envía diamantes con algunos animales. Algunos barrotes de las jaulas que contienen estos animales están repletos de diamantes, pero por alguna circunstancia ignorada, algunas jaulas se extravían y usted las compra de nuevo en el almacén de chatarra del señor Titus Jones, tío Jones, de nuestro amigo Jupiter, aquí presente.
—¡Estás loco! ¡Completamente loco! —estalló Mike—. ¡He estado con mi tío Jim continuamente desde la primera hora del día y afirmo que no ha salido de «Jungle Land» en todo el día!
Jupiter miró al señor Hall con estupor, preguntando:
—¿De veras?
Hall asintió en silencio.
—Mi tío nos dijo que había vendido las jaulas a una persona llamada «Jim Hall». Lamento el que me pasara por alto el no haberle pedido que me describiera cómo era. Pero ahora creo adivinar que era…
—¿Dobbsie? —aventuró Bob.
—Es posible —convino Jupiter—. Porque mi tío ha afirmado que no era el llamado Olsen-Dunlop. Entonces es muy posible que fuera Dobbsie.
Mirando a Hall, preguntó:
—¿De veras usted nada sabe acerca de unos diamantes?
—Incluso no sé de lo que me estás hablando —afirmó Jim Hall.
—Dígame… ¿Por qué se desprendió de la jaula de «George»?
Jim Hall, encogiéndose de hombros, contestó:
—Me pareció ridículo e inapropiado el mantener a «George» en una jaula si estaba decidido a domesticarlo con cariño y afabilidad. Me pareció que perdíamos cierto contacto, confianza diría yo, entre ambos, cada vez que lo encerraba en su jaula. Cuando se vino a vivir con nosotros, decidí comprobar la fidelidad y el cariño de «George». Entonces fue cuando decidí deshacerme de la jaula y la arrojé por encima de la valla, al campo de cementerio de coches y de chatarra. Desde entonces, «George» se convirtió en un habitante o vecino alojado en la casa como Mike o bien yo mismo.
—Pero usted tuvo la jaula algún tiempo ahí en el exterior, luego de haber decidido alojar a «George» en el interior de la casa, ¿no es así? —persistió Jupiter.
—Así fue. Hasta hace poco. Me decidí a tirarla cuando Eastland vino con la proposición de alquilar a «George» para la película que tenía en proyecto. No quise darle la idea o sugerirle que «George» es o fuera una bestia salvaje. Desde aquel instantes o bien desde entonces Jay Eastland consideró a «George» como un animal doméstico cualquiera, claro… algo particular y voluminoso.
Con semblante contrito, Jupiter dijo:
—Señor Hall, le ruego me acepte mis disculpas. Al parecer todas mis elucubraciones y suposiciones han sido erróneas.
—Jupiter, no te lo tomes tan a pecho. En la vida todos cometemos equivocaciones, pero te agradecería que me dijeras de lo que se trata, con todo detalle.
Jupiter comenzó desde el principio del caso, explicando cómo llegaron las jaulas al almacén de chatarra y material de derribos del «Jones Savage Yard» y seguidamente del intento de compra del llamado Olsen, añadiendo:
—Mike me ha dicho que se llama Dunlop y que está al servicio del señor Jay Eastland. Pero en casa, quiero decir en el almacén, nos dijo que se llamaba Olsen. Es un individuo delgado, de perfil, le llamamos «Cara de hacha».
—No le conozco personalmente, pero lo he visto por ahí en los lugares donde se rueda la película.
—Anoche estaba en el recinto ese, vecino de usted, que es el almacén de chatarra —intervino Bob—. Estaba allí con alguien llamado Dobbsie. Hablaron mucho acerca de unos diamantes entrados de contrabando. Nosotros nos imaginamos que formaban parte de una banda que contrabandistas o algo semejante. Pero ha resultado que ambos nos han rescatado de una muerte cierta cuando íbamos a ser tragados por esa máquina revienta coches que ha allí abajo.
Jim Hall, que les había escuchado con suma atención, cuando terminaron, les dijo:
—Muchachos, lo siento, pero nada he entendido ni sé de todo cuanto me habéis dicho. Quizá sea todo esto o parte de ello lo que ha puesto nervioso a «George» y bien puede ser que de alguna forma sean introducidos diamantes de contrabando. Pero algo puedo afirmaros —y al decir aquellas palabras los ojos de Jim Hall brillaron con dureza—. ¡Mi hermano Cal nada tiene que ver con todo esto que habéis contado!
Luego de unos instantes de silencio, Jupiter preguntó:
—Señor Hall, ¿puede usted decirnos de cuáles otras jaulas se han desprendido en los últimos meses?
—Un año atrás arrojamos como inservibles dos o tres jaulas viejas, pero la última fue la de «George» —contestó Jim Hall.
—Pues quizás ésta fue el comienzo de todo —sugirió Jupiter, y de pronto preguntó—: ¿Qué tal se encuentra hoy?
Sonriendo satisfecho, Jim Hall respondió:
—De primera. Esta mañana ha actuado estupendamente en aquellas escenas de la película y ahora está dormitando. Doc Dawson le ha dado un tranquilizante.
Jupiter, dirigiéndose a sus compañeros, dijo:
—Chicos, lo mejor será irnos… todavía nos queda algo por hacer.
Mike Hall, al despedirlos junto a la puerta, les dijo:
—Confío en que vendréis cualquier otro día. Mi tío Jim no está enojado por vuestra…
—Tiene sobrada razón para estarlo. No debía haber expuesto una acusación o decir palabras que a ello semejaran, sin la suficiente evidencia. Mike, lamento lo ocurrido y os ruego de nuevo que excuséis mi desagradable comportamiento.
Al salir, Jupiter tropezó con el umbral. Para detener su caída echó mano al marco de la puerta, dio un grito y la apartó, agitándola.
—¡Caramba! —y mostrando un dedo con algunas gotas de sangre, exclamó—: ¡Mal día hoy! ¡Al parecer, me he clavado una astilla!
—Chico, verdaderamente no estás de suerte. Ven, voy a ver si encuentro una tira de tafetán para esa herida —ofreció Mike.
—Bah, no tiene importancia —replicó Jupiter, chupándose el dedo—. Sólo es una herida pequeña, insignificante:
—¡Ni hecho adrede! ¡Mira, aquí hay uno de los maletines de Doc Dawson!
Jupiter, mirando a un maletín que estaba sobre el asiento de una silla en el vestíbulo, preguntó a Mike:
—¿Crees que podríamos ver si tiene ahí algo de esparadrapo?
—¡Claro, Jupiter! ¡Si es lo que te quería decir! ¡Véannoslo!
Jupiter abrió el maletín y echó mano de un rollo de cinta envuelta con papel azulado. Con una uña partió la cubierta de protección. Pegada a ella había una pequeña hoja de papel amarillo que cayó al suelo.
Mike, recogiéndola, dijo:
—Al parecer es una receta de Dawson Vuelve a ponerla en el maletín, Jupiter.
Jupiter miró casualmente a la hoja de papel aquélla. Sus labios murmuraron algo y su mirada quedó fija en el muro.
Bob, ante aquella actitud, le preguntó:
—¿Ocurre algo, Jupiter?
Jupiter sacudió la cabeza y luego de mirar de nuevo al trozo de papel amarillo que sostenía en la mano, murmuró, asombrado:
—No… no puedo creerlo —y luego de un prolongado suspiro, prosiguió—: Claro, que ahora todo se explica.
—¿Qué es lo que no puedes creer y que todo se explica? —inquirió Bob.
Presentándole aquel trozo de papel, Jupiter le respondió:
—A ver, leed esto.
Mike, Bob y Pete, en el papel que les mostraba Jupiter, leyeron:
—DOX ROX NOX EX REX BOX.
Mike, extrañado, preguntó:
—¿Qué quiere decir?
—¿Que qué quiere decir? Que alguien de quien jamás sospechamos es quien está en el centro de este enredo —contestó Jupiter, agregando—: Claro, ahora todo encaja.
—¿Pero de qué hablas? —preguntó Jim Hall, que se les había acercado.
—De algo que no va a gustarle: Se trata de Doc Dawson —advirtió Jupiter.
Jim Hall, sonriendo, replicó:
—Creo que no sabes de lo que hablas, muchacho. Doc es antiguo amigo nuestro y un caballero. Déjame ver esa hoja.
En el instante en que tendía la mano para coger la hoja aquélla, abriose la puerta para dar paso a un individuo corpulento, de cabeza rapada y brazo tatuado, que dijo:
—Vengo a recoger el maletín de Doc. Parece que lo olvidó aquí.
Frunció el entrecejo al ver el maletín abierto y acentuó su gesto al observar el trozo de papel que Jupiter sostenía con la mano. Sus labios se plegaron iracundos al decir:
—Veo que te has entretenido en husmear lo que no debías, chico.
Antes de que Jupiter pudiera evitarlo, Bo Jenkins le arrebató aquella hoja de papel. La dobló con una de sus manazas y echó mano del maletín, mientras Jim Hall le decía con tono tranquilo:
—Un momento, Bo. Aquí pasa algo que deseo poner en claro…
Con rápido gesto, Bo sacó un revólver y encañonándolos, dijo:
—Hall, no se mueva si no quiere algo que no le interesa. Tenemos lo que queríamos y nada nos detendrá.
Jupiter, sin poder contenerse, exclamó:
—¡Usted es quien fue al almacén de mi tío y compró las jaulas diciendo que… era Jim Hall!
Sonriendo sardónicamente, Bob replicó:
—¡Pero qué chico tan listo eres!
Cuando Bo cogía el maletín, Jim Hall silbó suavemente:
Unos pasos pesados y suaves, ligeros a la par que rápidos y ominosos, se oyeron en la estancia vecina y por el marco de la puerta asomó la cabeza de un león, que como si obedeciera a una orden silenciosa clavó sus pupilas en Bo Jenkins. Bajó la cabeza, abrió las fauces y agitó la cola, dejando oír un lento roncar de mal augurio.
Jupiter se abalanzó a la puerta de salida, cerrándola y apoyando su espalda contra ella.
Bo Jenkins giró sobre sí mismo revólver en alto.
—Suelte el arma, Bo —prosiguió Hall con calma—. Suéltela porque será lo mejor para usted. No irá a ninguna parte. Dé un paso y «George» lo derribará de un zarpazo. Usted bien lo sabe. ¡Siéntese! ¡Cuida de él, «George»!
El león bostezó como si fuera un aviso y avanzó hacia Bo, que dejó caer el arma con mano temblorosa.
—Comenzamos a entendernos —añadió Jim Hall inclinándose para recoger el revólver y reiterando a Bo Jenkins para que se sentara en la silla. El león se sentó sobre sus cuartos traseros junto a la silla que ocupaba Bo Jenkins y sin quitarle la vista de encima.
Jim Hall, reclinándose contra el muro y con voz tranquila, dijo:
—Bien, ahora, Bo Jenkins, díganos lo que sepa acerca de unos diamantes entrados de contrabando en el país. ¡Hable!