Barrotes de hierro
Tan pronto hubo desaparecido el veterinario, Jupiter y sus compañeros se encaminaron a la cerca que separaba la propiedad del cementerio de chatarra. Desde un lugar algo elevado, junto a la cerca, contemplaron los enormes montones de metales y de coches, allí tirados. Por aquí y por allá veíanse algunos obreros ocupados en diversas faenas.
—¿Puede saberse qué hacemos aquí? —preguntó Pete.
—Buscamos diamantes entrados de contrabando y la antigua jaula de «George» —contestó Jupiter.
—¿Crees, acaso, que los diamantes están todavía en la jaula? —interesó Bob.
—Lo dudo, porque al parecer esta jaula ha ido de un lado para otro durante bastante tiempo, pero si la halláramos, quizá nos sugiriera alguna idea…
—Pero Jupiter… a ver si te entiendo. Si los diamantes no están en la jaula, como ya supones, ¿para qué queremos la jaula? ¿Qué esperas hallar en ella? —preguntó Pete.
—Pete, francamente… no sé dónde están los diamantes y creo que tampoco lo saben Olsen o bien Dobbsie…
—Éstos registraron lo que pudieron de aquí anoche y nada hallaron y es de suponer que antes han venido otras noches también. ¿Qué te hace suponer que exista la posibilidad de que seamos más afortunados?
—El que ahora es de día y esto siempre es una ventaja.
—Es de lo más chocante que jamás he oído —replicó Pete.
Uno de los obreros del almacén de chatarra que estaba trabajando en las cercanías de la cerca divisoria terminó, al parecer, la faena que lo ocupaba y se alejó desapareciendo entre los montones de materiales, quedando solitario el espacio que se ofrecía a su vista.
—Vamos para allá —decidió Jupiter.
Los muchachos alzaron la estaca de hierro que en la noche antes observaron que estaba suelta y por allí entraron en el recinto del cementerio de automóviles. Unos segundos más tarde se hallaban en el centro de varios montones de automóviles, unas pilas enormes que casi parecían montañas.
En el otro extremo del recinto comenzaron aquellos chirridos estridentes que ya conocían.
—Veamos cómo funciona eso que llaman quebranta metales —decidió Jupiter, señalando hacia una enorme grúa, situada en el mencionado extremo opuesto.
Era una máquina enorme y desde donde miraban vieron cómo el maquinista, algo diminuto en aquella cabina de mando, movía una palanca. Se produjo algo como un lastimero sollozo y apareció una gran garra por detrás de uno de aquellos montículos, sujetando un coche viejo.
El maquinista movió otra palanca y la grúa hacia un lado. Aquella garra que asía el coche osciló con el vehículo que sujetaba y de pronto descendió a plomo al mismo tiempo que se abría, dejando caer el automóvil con un claro entrechocar metálico. Inmediatamente oyose el trepidar de un gran motor y vieron cómo el coche avanzaba tambaleándose.
—Una correa o cadena transportadora. Lleva el coche hacia eso que parece un cobertizo pero no lo es —observó Pete, que se había subido a lo alto de uno de aquellos montones.
Lo que denominaban transportador estaba formado por una serie o ringla de plataformas que avanzaba con ciertas sacudidas hacia aquello que recordaba a un cobertizo. Cuando el viejo coche desapareció en su interior, el transportador se detuvo unos instantes y en aquel momento oyose un crujido chirriante, algo que recordaba a un aullido que repercutió en sus oídos intensamente.
—Ahora funciona eso que aplasta el vehículo —comentó Jupiter.
—¡Uf! —exclamó Pete con un estremecimiento—. Parece como si fuera un monstruo que se comiera el automóvil…
La grúa giró de nuevo y su garra pareció oscilar en el aire como si dudara sobre cuál presa caería. De pronto con un aullido bajó de golpe para ascender casi inmediatamente con otro vehículo y de nuevo lo soltó encima del transportador.
—Bien, ya hemos visto cómo funciona. Vayamos a por lo nuestro —recordó Jupiter.
Los tres muchachos merodearon por su alrededor sin hallar nada que llamara su atención.
—Si supiéramos qué forma tiene lo que buscamos… —rezongó Pete apartando con el pie lo que parecía un trozo de desecho.
—¡Alto ahí, Pete! ¿Qué es eso que echas a un lado? —preguntó Jupiter, yendo hacia ello y cogiéndolo.
—Diríase que es un trozo de una jaula, o mejor dicho de lo que fue una jaula —observó Bob.
—¡Qué jaula ni algo parecido! ¿Dónde están los barrotes? ¡Esto no es nada más que el trozo de una caja vieja! —protestó Pete.
—Quizá ya ha pasado por el quebranta metales ese. Recuerda que según Mike, esa máquina selecciona el metal de lo que no lo es —advirtió Jupiter.
—Sí… ¿eh? —objetó Pete alzando un trozo de barra de hierro ennegrecido—. A ver si esta máquina resultaba un fraude. Porque esto es una barra de hierro. ¿Qué te parece?
—¡Muy bien, Pete! ¡Eres un as! ¡A ver! ¡Caramba, cómo pesa! —exclamó Jupiter cogiéndola y dejándola caer.
—¡Parece que tienes los dedos de manteca! —comentó Pete.
—Es que no creía que pesara tanto… —observó Jupiter.
—Si el otro día hubieras descargado aquella tonelada de hierro del camión como me tocó hacerlo a mí, no te extrañarías tanto. Sí, chico, sí. Estas barras pesan lo suyo —admitió Pete, socarrón.
Jupiter, contemplando la barra, murmuró:
—¿Qué te diré…? Pero lo cierto es que diría…
—¿Qué dirías? —preguntó Bob.
—¡Nada! ¡Pero regresemos a nuestro almacén de chatarra inmediatamente! —decidió Jupiter cargándose la barra al hombro.
—¿Pero por qué esta prisa? ¿No te gustan las barras de hierro? Espera hombre, que por aquí estoy seguro de que hallaremos otras.
—No nos Interesan. No hay muchas que se ajusten a la idea que tengo.
—¿Cuál es?
—De que contienen diamantes de contrabando —respondió Jupiter, echando a andar hacia la cerca.
No tuvieron que aguardar demasiado a que los recogiera Konrad a su regreso de la vecina población de Chatwick. Durante el trayecto, Jupiter permaneció silencioso, ensimismado y pellizcándose maquinalmente el labio inferior, Bob y Pete que ya estaban acostumbrado a los prolongados silencios de su compañero cuando algo le preocupaba, no le prestaron mayor importancia.
Llegados al almacén de su tío, Jupiter corrió a su taller y deteniéndose ante el banco de ajustador exclamó:
—¡Ha desaparecido!
—¿Qué es lo que ha desaparecido? —preguntó Bob.
—La barra de hierro que cogí anoche cuando nos perseguía Bo Jenkins y otra que había apartado de las demás, también.
—¿Pero qué significa todo esto? —preguntó Pete a su vez.
Sacudiendo la cabeza con impaciencia, Jupiter contestó:
—Ya os lo diré. Vamos a ver al tío Titus. Quizá pueda decirnos algo.
Hallaron a tío Titus en su casa, sentado y fumando su pipa con aire complacido. Al verlos, les saludó, diciéndoles:
—¡Hola, chicos! ¿Qué tal? ¿Os habéis divertido?
—Bastante… bastante… Por cierto, tío, ¿puede decirme…?
—Aquí también nos hemos distraído —le interrumpió el tío Titus y prosiguió—: Sí, señor… creo que he cerrado un buen negocio. Esto es, una buena venta.
—¿Qué has vendido, tío Titus? ¿Acaso… algunas barras de hierro?
El tío Titus se balanceó en la mecedora y asintió diciendo:
—Esto es. Veo que eres listo, Jupiter. Lo has adivinado. Hans y tu tía han recogido todas las que han hallado en el recinto del almacén. Las necesitábamos.
—¿Para qué, señor Jones? —preguntó Bob.
—¿Para qué? Para hacer jaulas, desde luego. ¿No te lo dije hace un par de días, Jupiter? Pues bien, hoy nos habíamos dedicado a las que teníamos y entonces llegó el individuo ese. Resulta que necesitaba algunas jaulas de grandes dimensiones, pero con urgencia. Al parecer algo imprevisto… Total, que las necesitaba inmediatamente. Claro, he tenido que decidirme de prisa. En fin, que las hemos arreglado todas, pero nos faltaban algunos barrotes.
Con angustia en el corazón, Jupiter preguntó:
—El individuo que ha venido… ¿es el mismo del otro día? ¿Se llama Olsen?
—No, no es ése. Es otro. Muy correcto, muy… agradable. En fin, lo cierto es que si bien tenía el propósito de guardar estas jaulas para un circo, el tipo ése ha sabido hacerme cambiar de propósito.
—Conque sí, ¿eh?
Tío Titus asintió de nuevo al tiempo que soltaba una bocanada de humo y prosiguió:
—Total, que dominado por su porte y simpatía y en vista de que parecía tan apurado, decidí ayudarlo. Hemos trabajado como negros en poner a punto las jaulas esas y fijar los barrotes. Tu tía recordó que te había visto cómo dejabas una barra cerca de tu taller y la ha recogido.
—Tía Mathilda, ¿eh? Vaya, vaya…
—Eso es. Pero todavía nos faltaba un barrote. No sabíamos qué hacer. Entonces a Hans se le ha ocurrido mirar en tu taller y allí encima del banco ha hallado el que nos hacía falta. Supongo que no te importará demasiado, ¿eh? ¿Jupiter? Al fin y al cabo, casi cada día traigo desechos de éstos. En la próxima remesa coges la barra que más te agrade… ¿Conforme?
Jupiter asintió en silencio, resignado.
Tío Titus luego de chupar de nuevo su pipa, prosiguió:
—En resumen, que el comprador ese, casi no daba crédito a sus ojos cuando le mostramos las cuatro jaulas dispuestas para la entrega. Me las ha pagado a cien dólares por pieza y diciendo que sus animales se sentirían en ellas como en su propia casa.
—Oiga, tío… Estas jaulas, ¿las consiguió en Chatwick Valley?
—Ahí fue; sí, señor. En el gran cementerio de coches y de materiales de derribo, pero su principal negocio consiste en la trituración de los coches que allí se abandonan. Tienen una máquina tremenda. Algo que sugiere a un monstruo y la alimentan con eso… con automóviles viejos.
Jupiter asintió, diciéndose que se confirmaban sus sospechas.
Para, si por sí acaso, confirmarlas y mientras el señor Jones se desperezaba y se levantaba de la mecedora, preguntó:
—Este comprador de jaulas… el de los animales, quiero decir… ¿Diole su nombre?
Su tío esbozó una sonrisa, al contestar:
—Claro. Es fácil de recordar —y mirando ante sí prosiguió—. El caso es que ahora… veamos… ¡Ah, si! ¡Hall! ¡Esto es! Se llama: ¡Jim Hall!
Jupiter miró en silencio a sus compañeros.