Rumores en la noche
Jupiter fue el primero que se recuperó del terror que los había paralizado. El jefe de los Tres Investigadores les gritó:
—¡Corred! ¡Esparcíos y trepad a algún lugar!
Sus dos compañeros le obedecieron al instante. Pero Mike dudó, presa del pánico y del deber, permaneció inmóvil, la vista clavada en la faz del antropomorfo que iba hacia él, con los ojillos bordeados de rojo que le miraban irritados por debajo de unas salientes e hirsutas cejas.
Jupiter, deteniéndose un instante y mirando hacia atrás le gritó:
—¡Corre, Mike, corre! ¡Si te coge, te destrozará!
El mono, como si comprendiera aquellas palabras, alzó ambos brazos y mostrando sus dientes y colmillos amarillos emitió un grito gutural. Aquello pareció sacudir a Mike, porque con resolución súbita giró en redondo y echó a correr con todas sus fuerzas. El gorila se contentó con golpearse el pecho, que resonó como un tambor, chilló de nuevo y desapareció entre la hierba y los matorrales.
—¿Dónde está? ¡No lo veo! —exclamó preguntando Bob.
—¡Ha desaparecido entre la espesura! —contestó Mike entrecortadamente—. ¡Vamos! Lo mejor que podemos hacer es ir a casa e informar dónde lo hemos visto.
Dando un amplio rodeo y con los corazones palpitantes prosiguieron caminando hacia la casa. Casi habían alcanzado la cima de la colina, cuando de pronto se apartó la hierba frente a ellos y vieron surgir ante ellos aquella criatura espantosa.
Los muchachos quedaron paralizados por el espanto y más cuando el mono con actitud amenazadora alzó los brazos emitiendo algo semejante a un rugido.
—¡Al suelo! ¡Echaos al suelo! —gritó alguien perentoriamente.
Al mismo tiempo que obedecían aquella orden, oyeron algo semejante a un silbido, seguido de un golpe sordo. Cuando miraron hacia atrás, vieron a Jim Hall y al veterinario que todavía mantenían en alto su escopeta dé inyectables. El gorila se había detenido, presa de un temblor espasmódico, gimió quedamente y pareció desplomarse como si de pronto hubiera perdido todas sus fuerzas.
Jim Hall preguntó en voz alta:
—¿Estáis todos bien, chicos? —y dirigiéndose al veterinario, le dijo—: Buen tiro, Doc.
El interpelado caminó hasta el gorila y lo contempló unos instantes, mientras el antropomorfo todavía agitaba sus miembros lentamente.
—Bien, ninguna herida —anunció Doc Dawson, luego de un rápido examen—. Dentro de unos instantes caerá en un profundo sueño y podremos meterlo de nuevo en su jaula.
—Parece que regresamos a tiempo —comentó Jim Hall—. Alguien nos indicó que en el cañón habían advertido algo sospecho, fuimos allá, pero nada vimos. Al parecer, el gorila permaneció todo el tiempo merodeando entre estos árboles.
—¿Quién le dijo que el gorila se hallaba en el cañón? —preguntó Jupiter.
—Jay Eastland —contestó Jim Hall secamente.
Doc Dawson, que no se había apartado del simio abatido, advirtió:
—Bien, Jim, ya está completamente dormido. Si me echas una mano, podremos meterlo en el coche.
Jim Hall fue hasta donde estaba el gorila y asiéndolo de un brazo, mientras el veterinario hacía lo mismo con el otro, arrastraron al simio inconsciente hasta el «jeep», donde los chicos le ayudaron a colocarlo en la parte trasera.
—¿Adonde lo lleva, señor Hall? —preguntó Jupiter.
—A su jaula, y espero que, no salga de nuevo.
—Tío Jim —advirtió Mike—, Jupiter me ha dicho que falta uno de los barrotes de la jaula y que los dos inmediatos, a su parecer, fueron doblados. El gorila debió escapar por allí.
Mirando a Jupiter, el señor Hall afirmó:
—Desde luego así debió ocurrir. Al parecer alguien está haciendo eso que llaman sabotaje. ¿No te parece?
—Esto es lo que diría cualquiera, señor Hall. Lo que me pregunto es cómo espera usted que el gorila permanezca en aquella jaula en cuanto vuelva en sí.
—Caramba, gran pregunta. Pero es el caso que ya tengo un carpintero enderezando las barras dobladas y colocando la que falta.
El «jeep» arrancó lentamente y siguió el camino que conducía a la casa, mientras los cuatro muchachos trotaban detrás. Cuando llegaron, vieron a varios hombres trabajando junto a la jaula del simio.
Uno de los obreros, con brazos gruesos y musculosos, con diversos tatuajes, asiendo un martillo con una mano que parecía otro semejante, le dijo a Jim Hall:
—Señor Hall, la jaula ya está lista —y viendo a Doc Dawson añadió—: ¿Qué? ¿Ya lo cogió? Vaya, éste sí que ha sido un trabajo rápido.
Jim Hall, acompañado por el gigante del brazo tatuado, fue hasta la jaula, agarró una por una las barras, sacudiéndolas con todas sus fuerzas y por fin dijo:
—Bien, parece que ha hecho un buen trabajo. Ahora, échenos una mano para meter ahí a King Kong[4]
—Vamos allá —respondió su interlocutor soltando el martillo.
—¡Eh, un momento! —exclamó Dawson—. Quiero cerciorarme de que la jaula es algo segura. Ya he tenido bastante corriendo medio día y parte de la noche detrás de este simio.
El del martillo, esbozando una mueca de burla, replicó:
—Claro, no faltaba más. Asegúrese, hombre, asegúrese. ¿Qué le parece si le encerramos en ella y trata luego de salir? ¿No cree que sería la mejor prueba?
—Jenkins, está usted muy sarcástico —advirtió Dawson.
El veterinario dio la vuelta alrededor de la jaula mientras probaba los barrotes uno por uno. Los probó incluso golpeándolos con el martillo ligeramente para comprobar si alguno de los barrotes delataba alguna fisura. Por fin se apartó un par de pasos, mirándola por los cuatro costados.
—¿Qué tal? ¿Satisfecho? —preguntó Bo Jenkins.
Doc Dawson rezongó:
—Parece que es seguro. Por lo menos estos barrotes han resistido mis esfuerzos, pero claro que yo no soy un gorila —mirando a Bo Jenkins prosiguió—: Claro que usted tampoco lo es, Bo. Pero si ha de ocupar el lugar que aquí había tenido Hank Morton, tenga presente que no puede permitirse ningún descuido.
—Oiga, Doc, tenga presente que Bo trabaja muy bien y recuerde que usted me lo recomendó para que ocupara la plaza que había sido de Hank Morton. Por ahora estoy muy satisfecho de su labor. ¿A qué viene esto de pincharle? —preguntó Jim Hall.
—Sencillamente, quiero advertirle que debe usted estar ahora sobre aviso, porque aquí no deben ocurrir accidentes —gruñó Dawson y prosiguió—: Desde luego no me cabe en la cabeza cómo pudieron quitar ese barrotes. Voy a cerciorarme de que la jaula de la pantera está en perfecto estado.
Empuñando el pesado martillo, el veterinario se dirigió a la otra jaula. El gato negro que en ella estaba encerrado saltó sobre sus patas, roncando suavemente. Doc Dawson fue dando la vuelta a la jaula a medida que iba golpeando los barrotes uno tras otro.
—Parece que quiere asegurarse de que no existe fisura ni rotura alguna. He oído o leído en alguna parte algo concerniente a lo que se denomina «fatiga de metal». Los aviones son comprobados periódicamente —explicó Jupiter a sus compañeros.
—¿Con un martillo? —quiso saber Bob.
Encogiéndose de hombros, Jupiter contestó:
—Vete a saber. A lo mejor este veterinario tiene su propio método para la detección. Al fin y al cabo, se pasa la vida entre jaulas de animales…
Luego de un concierto de golpeadura, Doc Dawson retrocedió unos pasos y tras contemplar de nuevo la jaula con mirada crítica dijo:
—Bien, Jim, por lo que a mí atañe, la jaula está conforme y los barrotes son lo suficientemente resistentes. Parece que no hay ninguna fisura ni resquebrajadura. Ahora lo que podemos hacer es meter al gorila en su jaula.
Con la ayuda de los obreros colocaron el simio en su encierro y Jim cerró la puerta y el candado. Doc Dawson se dirigió hacia su «jeep» y se despidió diciendo:
—Bien, Jim, parece que todo está en orden. Me voy porque todavía he de echarle un vistazo a un caballo enfermo que tengo en el corral.
—Es de esperar que por ahora podamos vivir sin sobresaltos —observó Jim—. Y gracias por la ayuda prestada, Doc.
—No hay de qué. Además ya me cuidaré de cargársela en la factura —contestó el veterinario, poniendo en marcha el motor.
El vehículo partió inmediatamente y luego de un último saludo de despedida, desapareció en la noche.
Bob, con un gesto, advirtió a Jupiter:
—Creo que vamos a tener una segunda parte. Ahí tenemos al amigo Jay Eastland.
El camión se detuvo al pie de la terraza, abriose la portezuela de la cabina del conductor y saltó al suelo el rollizo y calvo director cinematográfico. Hall apretó los labios.
Eastland se encaminó directamente hacia la jaula del gorila y luego de mirarlo unos instantes, dirigiéndose a Jim Hall, le dijo:
—Conque por fin pudo hacerse de nuevo con él, ¿eh? Pero al parecer le ha costado trabajo. Señor Hall, le advierto de que toda mi gente está aterrorizada… y no es para menos.
—Sí, por fin dimos con él —contestó Jim Hall lentamente—. Más pronto lo hubiéramos cazado si alguien no nos hubiera dado una indicación… errónea, porque resultó que no estaba por el cañón, sino por estos alrededores. Ahí abajo, casi junto a la cerca dimos con él.
Su interlocutor se encogió de hombros con gesto de disculpa, al mismo tiempo que decía:
—¡No me diga! ¡Hay que ver! Pero verá, me dijeron que lo habían visto por la parte del cañón y creí conveniente hacérselo saber —y elevando la voz con tono de protesta prosiguió—: Pero hay otra cosa… ¿cómo puedo trabajar en estas condiciones? Si usted no es capaz de mantener a sus animales encerrados con seguridad, yo no puedo rodar la película. Todos mis artistas tienen los nervios de punta, temen que de un momento a otro cualquiera de estas fieras le salte encima.
—Eastland, lamento lo ocurrido —respondió Hall sin alterarse—. Desde luego han ocurrido un par de incidentes, pero nada serio en resumidas cuentas. Ya lo hemos arreglado todo y los animales están seguros. Dígale a su gente que nada tienen que temer. Puede regresar a su campamento, rodar su película y… esto es lo mejor que puede hacer, sencillamente dejarnos en paz. Su permanencia aquí sólo provoca a mis animales, los irrita y los excita.
El rostro de Eastland tornose purpúreo. Retrocediendo linos pasos, alzó sus puños amenazadoramente hacia Hall, al mismo tiempo que gritaba:
—¡No me diga lo que tengo que hacer! ¡No se lo consiento! ¡He alquilado este lugar…!
De pronto a su espalda resonó un rugido seco y prolongado, que restalló como un latigazo. Eastland volviose pálido de terror para ver cómo la pantera saltaba hacia él a pesar de los barrotes, contra los que chocó con toda su fuerza y como rechazada por aquéllos caída de espalda, para levantarse rápida como un relámpago y morder rabiosa el enrejado, al mismo tiempo que extendía sus garras hacia él.
La faz del director tornose cenicienta. Tambaleándose se alejó rápidamente unos pasos y entonces apercibiose de la presencia de Jupiter y de sus compañeros. Aquello al parecer aumentó su ira, porque con furia mayor gritó:
—¿Qué significa esto? ¿Por qué están ahí estos chicos? ¿Acaso es una comedia?
—Son mis invitados y han venido para llevar a cabo un trabajo que me interesa y… ahora, ¿hay algo más que le moleste aquí?
Eastland tragó saliva, carraspeó, respiró, rápida y ruidosamente y por fin, procurando dominar el tono de su voz, contestó:
—Sólo me queda por decirle que cuide de mantener encerradas a sus fieras, de lo contrario se arrepentirá.
Sin añadir otra palabra y procurando evitar las miradas de los presentes se encaminó a su camión. Trepó a la cabina y partió inmediatamente.
Jupiter, contemplando las luces posteriores del vehículo, dijo con acento sorprendido:
—¡Vaya tipo raro! Este hombre no parece un director muy seguro de sí mismo; es muy… ¿inestable?
Pete, sonriendo, comentó:
—Verás, más que director es lo que se denomina productor y, desde luego, de los que en la jerga del oficio llaman «rápido». Son de esos «atropéllalo todo» que quieren rodar una película rápidamente y rápidamente también embolsar sus ganancias. Supongo, así tengo la impresión, de que este señor Eastland tiene problemas financieros y esto le impulsa a echar bravatas y a hacer el papel de perdonavidas. La cuestión es meter ruido.
—¡Caramba! Hablando de ruido. Desde hace rato que no oigo la máquina de la chatarrería de ahí abajo. Regresemos a la cerca. Quiero echarle otro vistazo antes de irnos —decidió Jupiter.
—Iría con vosotros, Jupiter, pero tengo varias cosas que hacer aquí —advirtió Mike—. Por lo tanto, buenas noches.
Jupiter, echando una ojeada a su reloj, observó:
—Desde luego, ya es bastante tarde, pero no obstante quiero ir de nuevo por allí. Procuraremos venir mañana para proseguir la investigación. Buenas noches.
El jefe de los Tres Investigadores se alejó de la casa, seguido por sus dos compañeros.
—Vamos; esto parece que va a ser como comprobar la barrera del sonido. Para la próxima vez, recuérdame que me traiga orejeras con que taparme los oídos —dijo Bob a Pete.
—Pues a mí recuérdame que lo mejor es que me quede en casa —replicó Pete—. Ya he corrido bastantes aventuras en este lugar escapando del gorila.
Prosiguieron descendiendo por la ladera y pronto alcanzaron a Jupiter, que estaba acurrucado detrás de un árbol, cercano al linde de la propiedad.
—¿Qué…? —comenzó a preguntar Pete, pero se detuvo al ver la mano alzada de Jupiter que reclamaba silencio.
Manteniendo un dedo sobre sus labios, con la otra mano Jupiter indicó hacia el cementerio de chatarra. Ambos se unieron a Jupiter en la escucha.
La máquina quebranta metales no funcionaba, pero algo o alguien se movía en aquel lugar. Oyeron un golpe seco seguido de un crujido y de un chirrido.
—Ahí abajo anda alguien… un hombre. Decidme si no os parece alguien conocido.
Pete y Bob, que se hablan arrastrado hasta la cerca, susurraron a Jupiter.
—Desde luego hay alguien, pero no se ve bien. Permanece en la sombra.
En aquel momento alguien salió a la luz de la luna y además encendió una cerilla con que encender un cigarrillo. Los rasgos agudos de su rostro se destacaron claramente.
—¡El de la cara de hacha! —murmuró Pete—. ¡El tipo que vino a vernos en la chatarrería! ¡El de las barras de hierro!
—Desde luego, él es —confirmó Bob en el mismo tono—. Nos dijo que se llamaba Olsen, ¿recordáis? ¿Qué hace aquí?
—Escuchad —urgió Jupiter.
Oyeron de nuevo aquel crujido semejante a un chisporroteo, mientras aquel individuo sostenía algo oscuro contra su rostro. Parecía como si hablara… y de nuevo aquel crujir.
—¡Una radio portátil! ¡El cara de hacha está transmitiendo! —exclamó Jupiter en voz baja, asombrado.