Más dificultades
La voz de aquel individuo era fría y dejó oír un acento amenazador, cuando respondió en son de despedida:
—Está bien, chico, tú decides, pero… volveré.
Con paso rápido fue hasta el coche, sentose ante el volante, puso el motor en marcha y acelerando ruidosamente salió del recinto.
Jupiter se desperezó e hinchando las mejillas soltó un sonoro y prolongado suspiro de alivio.
Bob, asombrado, preguntó:
—Pero oye… ¿Qué te ha ocurrido?
Pete, con sarcasmo, añadió:
—Mira que pedirle mil dólares por cada una de esas jaulas… Se necesita cara. Ese tipo tenía razón cuando aventuró que tu tío no ha pagado más de cinco dólares por todo el lote, incluyendo las barras y los tubos que apilamos.
Jupiter, cariacontecido y algo desanimado por aquellos reproches, repuso:
—Sí, ya lo sé. Tío Titus rara vez paga más de cinco dólares… compre lo que compre…
—¿Entonces…? ¿Por qué le pediste esa barbaridad? Te advierto que me ha parecido un comprador de cuidado y francamente se ha ido con cara de pocos amigos.
—¿Cómo os lo explicaré? Tuve la intuición de que en esa insistencia o afán de adquirir las barras había algo raro y si le indiqué ese precio tan exagerado fue para comprobar como cuánto le interesaban.
—Pues ya te has enterado —afirmó Pete, agregando—: Veinte dólares y cuando tu tío se entere de lo ocurrido, poca gracia le hará haber perdido ese dinero. Creo que alguien va a calentarte las orejas.
Mirando hacía la entrada, el cuitado advirtió:
—Creo que eso que predices ocurrirá pronto, porque ahí viene tío Titus.
El camión grande entró lentamente, conducido por Hans. Cuando el tío Titus saltó al suelo, Jupiter advirtió que regresaba vacío.
—¿Qué ha ocurrido, tío Titus?
El tío Titus tiró de su mostacho antes de contestar con ligera irritación:
—Algo raro. Parece que de pronto ha sobrevenido una escasez de barras de hierro y yo sin enterarme. Total, que he llegado demasiado tarde al lugar donde tenían y pensaba comprarlas. No quedaba ni una.
Carraspeando, Jupiter le informó:
—Tía Mathilda ha vendido el lote que trajiste ayer y acaba de irse otro comprador… que también quería lo mismo.
—¿Conque tía Mathilda vendió el lote, eh? —preguntó su tío lentamente mientras atacaba su pipa con parsimonia—.
Vaya, vaya… Bien, pues… vendido está. Uno de estos días traeré más.
El sobrino se movió algo inquieto, antes de decirle:
—Es el caso que este comprador de que te hablo, quería adquirir las barras que quedan en las jaulas. Estaba dispuesto a quedárselas con o sin las jaulas.
—¿Cuánto ofreció por las barras sin las jaulas? —quiso saber tío Titus.
—Veinte dólares —contestó Jupiter, tragando saliva.
—¿Veinte dólares? No está mal. ¿Qué le contestaste?
—Que… no era bastante. Que no queríamos vender sólo las barras, porque queríamos reparar las jaulas, y después cederlas al circo.
La pipa del tío Jones funcionaba a toda presión, despidiendo verdaderas nubes de humo De entre la masa humeante surgió de nuevo la voz del tío Titus, preguntando:
—Pero… ¿cuánto pediste tú por las jaulas?
Jupiter, tras un prolongado suspiro, contestó:
—Mil… mil dólares por cada caja.
«Ahora viene la explosión», se dijo Jupiter cerrando los ojos. Mas no fue así. El único signo de la tensión reinante era aquella pipa, que lanzaba más humo que antes.
—Sí, tío… mil dólares por cada una —exclamó Jupiter, añadiendo lentamente—. Total: Cuatro mil dólares por el lote de las cuatro jaulas… —terminó con voz queda.
Cuando el tío Titus apartaba la pipa de sus labios y Jupiter ya se disponía a escuchar la filípica correspondiente, entró un coche en el recinto, se detuvo en seco y se apeó el conductor. Jupiter, que lo reconoció inmediatamente, le dijo a su tío:
—Ahí lo tienes… quiero decir al comprador.
Aquel individuo, avanzando rápidamente, le preguntó al tío Titus:
—¿Es usted el dueño de este almacén de derribos y chatarra?
—Sí, señor.
—Mucho gusto en conocerle. Me llamo Olsen —explicó el recién llegado y extendiendo su dedo índice en dirección a Jupiter, prosiguió—. Vaya encargado que deja aquí cuando se ausenta. Vine antes para comprar algunas barras de hierro y este chico ha intentado desollarme.
—¿De veras? Caramba, no me diga. Cuánto lo siento, señor Olsen.
Con la sonrisa satisfecha, Olsen continuó:
—Ya me lo suponía que con usted nos entenderíamos —y sacando un billete de veinte dólares de la cartera, explicó—: Vea usted… le he ofrecido veinte dólares por las barras de hierro que hay allí y ha rechazado mi oferta, lo que se dice de plano.
Titus Jones miró hacia el lugar que indicaba el comprador y con gesto sorprendido, como si viera aquello por vez primera en la vida, respondió:
—Pero… ahí no hay ninguna barra, señor. Sólo algunas Jaulas viejas, propias para encerrar animales.
—Desde luego, son… jaulas —aceptó Olsen con impaciencia—. Pero no necesitó las jaulas, sino que solamente las barras —y ofreciéndole el billete, reiteró—: Bien, aquí están los veinte dólares de marras. ¿Trato hecho?
Titus Jones encendió la pipa de nuevo y aspiró con fuerza algunas bocanadas para que tirara bien, mientras Jupiter le miraba sorprendido, el cliente se impacientaba y Pete y Bob lo contemplaban todo, boquiabiertos. Por fin, tirando la pipa sin duda a gusto del tío Titus, éste se aventuró a responden
—Verá, señor, todo esto fío es tan sencillo. Mi sobrino se lo ha explicado todo muy bien. Estas barras de las que usted habla están destinadas para las Jaulas. Estoy seguro de que una vez estén colocadas en las Jaulas, éstas las podremos vender al circo para encerrar a sus animales.
Los tres muchachos miraban a tío Titus casi sin poder dar crédito a lo que habían oído.
El señor Olsen, nervioso, exclamó:
—¡Está bien! ¡Perfectamente! ¡Son Jaulas para animales! ¡Sí, señor! ¿Pero sabe usted lo que me ha pedido por ellas? ¿Por las cuatro? ¡Pues óigalo! ¡Cuatro mil dólares! ¡Me pidió mil dólares por cada Jaula!
—Comprendo su disgusto, señor, lo comprendo muy bien. ¡Estos chicos de hoy día! No prestan atención, no, señor. Claro… es un buen chico… Joven… hay que disculparlo. Desde luego se equivocó al ofrecerle el precio…
—¡Claro! ¡Claro! ¡Ya me Imaginaba! —le interrumpió su interlocutor con ancha sonrisa.
—No lo dudo, no, señor… porque verá usted… el precio… pues el precio es de… seis mil dólares. Eso es, mil quinientos dólares por Jaula.
El comprador le miró estupefacto, mientras tío Titas volvía la pipa a sus labios y se recalcaba sobre los talones, soltando nubes de humo. Una vez más a Jupiter se le cortó la respiración ante la explosión de furia que sin duda Iba a hacer presa del señor Olsen. Pero en aquel momento se presentó Hans, preguntando a tío Titus:
—¿Algo más, señor Jones? De lo contrarío, limpiaré el almacén.
El señor Olsen lanzó una rápida mirada a la maciza corpulencia de Hans y con despecho mal contenido rezongó;
—Dejémoslo correr. Sé dónde emplear mejor el dinero.
Una vez más roncó el acelerador del coche al arrancar y salir casi disparado por la puerta del recinto.
Unos minutos más tarde, los Tres Investigadores reptaban a lo largo del ancho tubo que conducía hasta su «cuartel general». Tan pronto entraron en el recinto, Jupiter elevó el periscopio que le permitió ver todo cuanto les rodeaba por encima de las pilas y montones de materiales de derribo. Luego de bajarlo, dijo a sus compañeros:
—Sin novedad ahí fuera. El amigo Olsen no ha regresado.
—¡Chicos! —exclamó Bob—. ¡Con una pluma hubierais podido derribarme cuando el tío Titus decía aquello de los seis mil dólares!
—¡Desde luego… seis mil! ¡Hay que ver! ¡Y yo que creía que habías cometido una barbaridad al pedir cuatro mil! —subrayó Pete dirigiéndose a Jupiter.
—Te afirmo que no te tomo a mal, pero ten presente que tío Titus, ¿cómo podré expresarlo?… Quiero decir que todavía se siente como perteneciente al mundo del circo, incluso lo domina sobre su deseo de traficante —explicó Jupe.
Pero Bob planteó la cuestión que a todos sorprendía, diciendo:
—Lo que me asombra es este deseo inesperado de hacerse con barras de hierro.
—Debiste haber preguntado a tu tía Mathilda quién era el otro comprador… el que le compró todo el lote —comentó Pete dirigiéndose a Jupiter.
El repiquetear del teléfono impidió que Jupiter contestara a su compañero. Tomando el auricular, dijo:
—¡Aquí Jupiter Jones! ¡Diga!
Sus dos compañeros pudieron oír la voz del llamador, a través del altavoz conectado al teléfono, diciendo:
—Hola, Jupe. Soy Mike Hall. ¿Podríais venir aquí esta noche?
—En este momento no lo sé, Mike. No todo depende de nosotros. ¿Es que ocurre algo en «Jungle Land»?
—Acaba de llegar el gorila y me he dicho que os gustaría verlo.
—¡Caramba! ¡Desde luego! ¿Es grande?
—Pues… lo suficiente como para imponer respeto. Pero esto no nos preocupa, por cuanto está bien seguro. Recordad que nuestro problema es «George» y que en cuanto anochece se torna nervioso.
—Te aseguro, Mike, que no dejamos vuestro asunto de la mano y precisamente ahora, cuando has llamado, estábamos comentando eso que mencionas, es decir, que no sabemos lo que ocurre en cuanto anochece.
—Si venís, tendréis ocasión de observarlo.
—Intentaremos conseguir el permiso correspondiente y luego convenir lo del transporte, Mike.
—Espléndido. Procuraré esperaros a la puerta, o sea la puerta de entrada. ¿Vendréis con el camión?
—Creo que no. Para este viaje será mejor que tomemos el «Rolls».
—¿Pero disponéis de un «Rolls»? —preguntó Mike, sorprendido y seguidamente irrumpiendo en una carcajada.
—¡Anda!
—¿Qué le ocurre? ¡Pregúntale qué es lo que le hace tanta gracia! —urgió Bob a Jupiter.
—¡Ya he oído lo que decís ahí! —explicó la voz de Mike— y prosiguió: Veréis… es que el señor Jay Eastland, que siempre quiere darse importancia, conduce un coche dé esos cuando quiere impresionar a la gente.
Luego de consultar a su reloj, Jupiter dijo:
—Oye, Mike. Llegaremos ahí hacia las nueve, después de cenar. O sea, tan pronto pueda disponer de Worthington.
—¿Worthington? ¿Quién es?
—Nuestro chófer.
En el altavoz resonó otra carcajada y por fin la voz de Mike que se esforzaba en hablar, diciéndoles:
—Bien… compañeros… hasta luego.
Jupiter, colocando el auricular en su cuna, observó:
—Creo que hubiésemos debido advertirle que el «Rolls» y su chófer sólo lo tenemos de prestado y en determinadas condiciones.
—¡Déjalo! Por lo menos se ha reído, le ha hecho gracia y tal como están las cosas en «Jungle Land», reír no le hará ningún daño —decidió Bob.
Eran las nueve en punto de la noche cuando el fulgurante «Rolls-Royce» se detuvo embocando la verja de la entrada a «Jungle Land».
Jupiter, mirando al frente y a ambos lados, observó extrañado:
—Habíamos convenido que Mike nos aguardaría aquí…
Del arco de la entrada pendía una lámpara que iluminaba todo el área circunvecina, pero más allá «Jungle Land» aparecía como algo negro y misterioso. La brisa nocturna agitaba las palmeras y el susurro de su entrechocar y ciertos alaridos que oían a lo lejos aumentaban la sensación de hallarse ante algo misterioso y amenazador.
Pete se apeó del coche, abrió la verja y luego de haber entrado el vehículo la cerró de nuevo. Al sentarse otra vez en el interior del «Rolls», comentó:
—Francamente, me satisface que Worthington nos conduzca. Este lugar no me ha gustado de día y ahora, de noche, me da escalofríos, francamente.
Siguiendo las indicaciones del bien demostrado sentido de orientación que poseía Pete, Worthington condujo el coche a lo largo de un dédalo de caminos y de encrucijadas. Cuando el «Rolls» ya giraba para embocar la carretera que conducía a la gran mansión blanca que se alzaba en la cima de la colina, Pete tocó el hombro del enhiesto chófer, diciéndole en voz baja:
—¡Deténgase, Worthington! ¡Un momento!
Jupiter, enarcando las cejas, preguntó:
—¿Qué te ocurre, Pete? ¿Has visto algo?
—Diría que he oído gritar por ahí delante y… otros ruidos.
Aguardaron sentados, escuchando atentamente y de pronto oyeron rumores entre la maleza, interrumpidos por el ulular de una sirena.
—¡Mirad! ¡Proyectores! —exclamó Bob de pronto y señalando hacia el horizonte.
Mientras observaban los enormes haces luminosos que se movían de un lado para otro, oyeron también un rumor de ramas rotas que se producía, al parecer, junto a la carretera, delante de ellos, mezclado por un respirar fatigado y un instante más tarde surgió de entre los matorrales la silueta de alguien que atravesó la carretera rápidamente. Pero los focos delanteros del coche lo iluminaron perfectamente.
Aquel individuo, con la cabeza cubierta con un viejo sombrero australiano, mostró un rostro cubierto de sudor y avanzaba con los ojos desmesuradamente abiertos…
—¡Es Hank Morton! —exclamó Bob.
—¡Corriendo a través del bosque, en esta oscuridad y con esa mirada aterrorizada! ¿Qué habrá hecho? —preguntó Pete.
El anhelante fugitivo se hundió entre la maleza del otro lado de la carretera y desapareció en la oscuridad. Por unos instantes todavía oyeron el rumor de ramas rotas y restregadas… luego, nada. Por delante se acercaban voces excitadas y los haces de luz de diversas linternas oscilaban…
—¡Aquí ocurre algo grave! —opinó Bob, abriendo una de las portezuelas del coche.
—¡Vamos! ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Veamos qué ocurre! —exclamó Jupiter.
Saltaron a la carretera y echaron a correr hacia delante. Una voz los llamó:
—¡Jupiter! ¡Bob! ¡Pete!
Se detuvieron mirando hacia aquellas oscuras figuras. De pronto una de las linternas se agitó rápidamente a la par que alguien gritaba:
—¡Eh! ¡Soy yo, Mike! ¡Venid para acá!
Mike Hall continuó agitando la linterna que empuñaba Hasta que llegaron junto a él. Observaron que Mike respiraba entrecortadamente y que a su alrededor se movían varias personas haciendo oscilar los haces de las linternas que llevaban consigo como si examinaran el terreno a la par que también las proyectaban hacía las ramas de los árboles. Algunos de aquellos individuos empuñaban rifles.
Cuando hubo dominado su respiración entrecortada, Jupiter preguntó:
—¿Qué ocurre, Mike? ¿Acaso ha vuelto a escaparse «George»?
—Esta vez no ha sido el león —contestó Mike—. Es algo peor. Perseguimos a Hank Morton, por esto vamos armados.
—¡Asábamos de verle! ¡Cruzaba la carretera! ¡Colina abajo! —exclamó Pete.
—Conque lo habéis visto, ¿eh? ¡Ya me figuraba que había sido él! —observó Mike, ceñudo.
—¿Pero qué te figurabas? Todavía no nos has dicho lo que sucede —observó Bob.
—¡El gorila del que os he hablado por teléfono! ¡Se ha escapado de su jaula! —exclamó Mike.
—¿Cuándo? ¿Quieres decir que por este bosque hay un gorila salvaje? ¿Libre? —preguntó Pete.
—Se escapó hace poco rato. Doc Dawson acababa de traer a «George» a casa.
—En resumen, que se trataba de un gorila salvaje y de un león —preciso Jupiter pensativo y agregó—: Desde luego no sé mucho de estas especies, Mike, pero me pregunto: ¿Puede asustarse tanto un gorila, si ve o adivina la presencia de un león hasta el punto de romper la jaula que lo encierra?
Mike, perplejo, contestó:
—Chico, no lo sé. Esto seguramente lo sabe mi tío Jim. Pero ahora caigo, por lo que me dices, que quizás el gorila no se haya escapado…
—¿Qué quieres decir? —interrumpió Pete, preguntando.
—Que alguien lo dejara salir. Alguien que odia a mi tío Jim lo bastante como para cometer esta canallada… ¿quién ha sido? Quien visteis corriendo a través de los bosques. ¡Estoy seguro de que ha sido Hank Morton! —terminó Mike, con tono amargo.