Capítulo 8

Un cliente tenaz

Todavía eran las primeras horas de la tarde cuando los Tres Investigadores ya se hallaban en su camino de regreso hacia el almacén de derribos y de chatarrería del tío de Jupiter, viajando en el camión conducido por Konrad. Habían agotado el tiempo de que disponían, antes de que Jim Hall regresara. Los tres muchachos se despidieron de Mike prometiéndole que volverían a la primera oportunidad.

Konrad, que les aguardaba ante el volante del camión, cuando los vio respiró visiblemente aliviado, confirmándolo sus palabras:

—Bien, veo que estáis enteros. Al parecer os habéis entendido con ese león que, según dicen, campa por ahí por sus respetos.

—Pues no creas, Konrad, es bastante más serio de lo que uno supone. Veremos qué ocurre la vez próxima.

El corpulento bávaro, moviendo la cabeza con desaprobación, preguntó:

—¿Pero vais a volver ahí? Jupiter, que eso es provocar la suerte y ésta… falla muchas veces.

Sonriendo, Jupiter arguyó:

—No lo creo así, Konrad, o por lo menos así lo espero. Mas sea como sea, estamos envueltos en un misterio o caso, como quieras denominarlo, y hemos de seguir adelante, hasta resolverlo.

Konrad sacudió la cabeza de nuevo y absteniéndose de expresar otra vez su opinión, se dedicó a conducir el vehículo con expresión seria y preocupada, mientras los tres muchachos cambiaban impresiones.

Bob opinaba:

—Por ahora tenemos un sospechoso, ese Hank Morton. Tiene un motivo para dejar que se escape «George»… y posibilidad, porque le conoce. Claro que también cabe suponer que también lo tiene ese Jay Eastland, pero… ¿por qué? No creo que le interese crearle dificultades al rodaje de su película, es decir, demorando la terminación de su film. Por lo que he oído y leído, todos los directores tratan de sostener el programa de rodaje e incluso de acortarlo, ¿no es así, Pete?

—Eso es lo que he oído comentar a mi padre con frecuencia —admitió Pete y prosiguió—: Al parecer las compañías cinematográficas afilan el lápiz muy bien y en consecuencia establecer un presupuesto muy detallado y poco generoso, a la par que un tiempo de rodaje harto reducido, particularmente cuando han de alquilar lugares o escenarios, como acostumbran a decir, como esa «Jungle Land» de Jim Hall. Pero ¿qué opinas, Jupe…?

—Os diré que no lo sé —contestó el aludido—. Desde luego puede ser algo como una venganza de Hank Morton o algo relacionado con el compromiso o seguro ése, contraído por Jim Hall, concerniente al pacífico comportamiento de sus animales mientras se rueda la película. Puede perder una cantidad Importante si falla… Demasiado, a mi parecer.

—Quizás así sea. Pero ten presente que no es esto, es decir, la causa y razón del porqué este nerviosismo del león. Nada menos determinado en este extremo. Es decir, todavía no sabemos qué es lo que pone nervioso al león.

—Aceptado —convino Pete, subrayando—: Por todo cuanto hemos averiguado, resulta que el león se escapa de la casa y luego se hiere, al parecer, incidentalmente. Puede haberse herido al romper un vidrio saltando por una ventana o también por alguna puerta, abierta por el viento violentamente. Caben muchas posibilidades y suposiciones. Pero esto, a mi modo ver, nada tiene que ver con su nerviosismo.

—Quizá conviniera que lo examinara un psiquiatra en lugar de un veterinario —apuntó Bob.

El sonido del claxon emitido por Konrad les hizo saber que llegaban a la entrada del almacén del tío de Jupiter.

Sorprendido por el rápido viaje, Jupiter le dijo a Konrad:

—Gracias, compañero, por el rápido viaje. Vas que vuelas.

—Mañana he de ir al mismo lugar donde he cargado. Si es que queréis discutir todo esto con vuestro león… —sugirió Konrad.

—¡Caramba, Konrad! Ahora discutiremos este aspecto y te diré si Iremos contigo.

Los muchachos salieron del camión y seguidamente Konrad prosiguió con el vehículo hasta el extremo más alejado del recinto del almacén. Jupiter, que había comenzado a caminar en dirección a su «cuartel general», se detuvo de pronto, exclamando:

—¡Atiza! ¡Ya no están aquí!

—¿Qué es lo que no está ahí? —le preguntó Pete.

—¡Las barras! Todo el montón que descargamos ayer por la mañana. No queda ninguna. Al parecer, el tío Titus ha llevado a cabo un rápido negocio y seguramente bueno.

Bob, frotándose el cogote, preguntó lentamente:

—Pero, bueno, ¿a quién puede interesar un montón de barras oxidadas?

—Chico, esto no lo sé. Pero así son los negocios que lleva a cabo mi tío Titus —contestó Jupiter.

Bob, echando una ojeada por encima de la espalda de su amigo, le advirtió:

—Mira, por ahí viene tu tía… y con la cara que de costumbre quiere decir de antemano, ¡trabajo!

Jupiter, viendo a su tía, le preguntó:

—¿Acaso nos buscabas, tía Mathilda?

—¡Claro que sí! ¿Dónde estabais? Vino un comprador a por estas barras, las adquirió y resultó que nadie había aquí que le ayudara a cargarlas.

Jupiter le explicó que su tío Titus les había dado permiso para ir con Konrad en su viaje a Chatwick y preguntó:

—¿Pero no está Hans por aquí?

—¡Claro que no! Se fue con tu tío para traer más barras de éstas. Al parecer ha hallado un lugar donde se las ceden muy baratas.

—Bien, tía Mathilda. Procuraremos estar por aquí para el caso de que este comprador viniera a por más barras —concluyó Jupiter.

—Pues no creas que me sorprendería demasiado —convino su tía—. Por lo tanto, espero sin falta que mañana no faltaréis.

Cuando ya se habla vuelto para regresar por el camino que habla venido, por encima del hombro, les advirtió:

—¡Ah…!, en la oficina os he dejado una fuente con emparedados. Conque si tenéis apetito…

Cuando los chicos se encaminaban hacia el lugar designado, tía Mathilda añadió:

—Oye, Jupiter. Cuando hayáis acabado con lo que allí hallaréis, quédate en la oficina. He de ir al pueblo de compras, pero tu tío creo que regresará pronto.

—Está bien, tía Mathilda. Pierde cuidado. Me quedaré allí.

La tía Mathilda prosiguió:

—Konrad va a llevarme con el camión pequeño. Ten cuidado. No desaproveches ninguna venta y no te apartes de la oficina.

—No dudes de que lo haré todo lo mejor que pueda, tía.

La señora Jones le acarició una mejilla y se fue.

En el interior de la oficina, los muchachos hallaron una fuente colmada de emparedados y algunas botellas de refrescos.

Con un bocadillo en la mano y en la otra una botella de refresco, Pete, dirigiéndose a Jupiter, comentó:

—Esto de que mañana tengamos que trabajar es un contratiempo, Jupiter. Me hubiera gustado regresar a «Jungle Land» y saber algo más de lo que traemos entre manos.

—Nos hubiéramos enterado de cómo ha acabado la trifulca entre Eastland y Jim Hall, concerniente a lo que atañe a Rock Randall. Desde luego hay que convenir que si «George» resulta que atacó al artista, los de «Jungle Land» se verán metidos en un compromiso muy serio —intervino Bob.

Jupiter, mirando ante sí y como si hablara consigo mismo en voz alta, expuso su parecer, diciendo:

—En esa «Jungle Land» nos aguarda mucho quehacer. Todavía no conocemos todo el terreno y algo me dice que allí pueden ocurrir muchas cosas durante la noche. Mike asegura que «George» se torna nervioso y se muestra intranquilo en su transcurso. Esto significa que hemos de comprobarlo.

Con gesto sombrío, prosiguió:

—Por lo general, los animales tienden a mostrarse nerviosos ante la aproximación de una tormenta, pero Mike nada nos ha dicho acerca de ello y en lo que recuerdo, durante el mes pasado hemos tenido buen tiempo. Cabe pues eliminarlo. Entonces, ¿qué es lo que pone nervioso a la bestia? Éste es mi modo de pensar en el misterio que hemos de desentrañar.

—¿Por qué Hank Morton pretendió hacerse pasar por Jim Hall y llevarnos a donde se hallaba «George»? —preguntó Bob y afirmó seguidamente—: Aquí también hay algo extraño. ¿Qué puede tener contra nosotros?

—No lo sabemos —contestó Jupiter, añadiendo—: Pero hay que tener en cuenta que «George» ya rugía antes de que nos encontráramos con él y cabe la posibilidad de que Hank Morton no le infligiera aquella herida. Chicos… cuando volvamos por allá será cuestión de mantener muy abiertos los ojos y… el oído. Nos hemos de enterar de varios extremos que ahora desconocemos.

Pete advirtió que había alguien en el exterior y avisó a Jupiter, diciéndole:

—A ver, Jupiter. Creo que ahí fuera tienes a un cliente. Acaba de entrar alguien… recuerda lo que te ha recomendado tu tía: que no pierdas una venta.

En el recinto del almacén de derribos había entrado un sedán negro. Un Individuo de escaso cabello contempló unos Instantes las bien formadas pilas de los diversos materiales, cogió algún que otro objeto, lo miró atentamente y luego, frotándose las manos como si quisiera eliminar el polvo adherido a ellas, encaminóse hacia la puerta de la oficina, donde de pie le aguardaba Jupiter.

Bob y Pete se mantenían a su espalda, en espera de órdenes.

El recién llegado era delgado, pero ancho de hombros, vestía un temo de tipo corriente y corbata de lazo. Los ojos eran de un color azul pálido y su rostro, con los anchos pómulos que terminaban en un mentón estrecho y puntiagudo, recordaban a un hacha. Su manera de hablar, sugería alguien acostumbrado a mandar.

—Deseo algunas barras de hierro —le dijo a Jupiter y preguntó—: ¿Dónde está el dueño?

—Lo siento, señor, pero ha salido y tardará en regresar. Estoy empleado en este almacén y por lo que atañe a las barras de hierro lamento informarle que ya no tenemos más. Hace poco rato que vendimos el último montón que nos quedaba.

—¿Qué? ¿Cuándo ha sido? ¿Quién las ha comprado?

—A primera hora de hoy, creo yo, y así lo tengo entendido. No sé el nombre del comprador.

—¿Cómo es esto? ¿Acaso no guardan nota de sus ventas?

—Desde luego que sí, señor. Pero sólo del dinero que entra en caja. El comprador de esas barras se las llevó en un camión. No tenemos archivos de a quién vendemos. Es lo acostumbrado en una chatarrería y almacén de materiales de derribo. Aquí la gente interesada examina lo que le place y si se acomoda a sus deseos paga, lo carga y hasta otra…

—Lo comprendo… lo comprendo —afirmó su interlocutor, mirando a su alrededor con gesto frustrado.

—Mi tío Titus, el propietario, está ausente, como ya le he dicho. Quizá traiga más barras de hierro. Si me indica su nombre y dirección, quizá podamos servirle.

—Es algo enojoso… —observó el visitante, dirigiendo la vista de una a otra parte del vasto recinto, y prosiguió—: En resumen, por lo que usted sabe, en la actualidad no tienen ni una sencilla barra de hierro, ni grande ni pequeña, ¿no es así?

—Exactamente, señor, y crea que lo lamento. Pero si me dijera para qué las quería, quizá podría ayudarle… proponerle algo que las sustituyera…

—No me interesan los sustitutos —respondió el defraudado comprador, pero de pronto gritó con voz aguda—: ¿Qué es esto? ¿Acaso tratas de engañarme, chico?

Jupiter miró hacia donde indicaba el forastero y respondió:

—Perdón, pero eso no son barras, son jaulas, propias para encerrar bestias salvajes.

—Desde luego que lo sé, pero… tienen barras, ¿no es así?

Encogiéndose de hombros, Jupiter replicó:

—Según y cómo. Algunas sí lo son y otras apenas. Estas jaulas hemos de repararlas, ponerles suelos nuevos o bien arreglar la parte alta, colocar las barras que faltan, pintarlas y todo lo demás… como usted bien puede ver.

—Sí… sí… lo comprendo —repuso el visitante con impaciencia—. Lo que me interesa son las barras de hierro y me quedaré con tantas como haya. ¿Cuál es el precio? Acompañó la pregunta sacando del bolsillo un grueso fajo de billetes.

Jupiter parpadeó y preguntó seguidamente:

—Es decir, lo que le interesan son las barras; las jaulas, no.

—¡Caramba, chico! ¡Eres perspicaz! —contestó el forastero.

Su interlocutor se preguntaba con ansia lo que debía hacer. Desde luego, su tío había dicho terminantemente que deseaba reservar aquellas cajas para el circo y él, Jupiter, jamás preguntaba el porqué de las decisiones de su tío. Por fin, respondió:

—Lo siento, pero no puedo venderle las barras. Hemos de completar las jaulas para vendérselas al circo.

Con una mueca, el presunto comprador convino:

—Está bien. No tengo inconveniente en quedarme con las cajas tal como están. Cuidaré de que sean reparadas. ¿Cuánto? —preguntó hojeando los billetes.

—¿Trabaja usted para algún circo? —aventuró Jupiter.

—¿Qué importa eso? Deseo comprar estas jaulas. De nuevo: ¿cuánto quieres por ellas? Venga, dilo, que no tengo tiempo para perder.

Jupiter echó una nueva ojeada a las jaulas. Había cuatro y casi sólo valían para hacer astillas.

—Pues le costarán mil dólares —contestó decidido.

Su interlocutor apretó los billetes exclamando:

—Vamos, eso es una chanza. ¿Mil dólares por esas maderas? ¡Con sólo mirarlas asustan! ¡Si son un desecho!

Bob y Pete carraspearon nerviosamente. Jupiter, en lugar de contestar, miró a las cuatro jaulas de desecho como si las estudiara detenidamente y reiteró:

—Claro que esas cuatro son muy valiosas y componen el lote a mil dólares por jaula. Cuatro mil dólares.

El individuo con el rostro de hacha miró un instante a Jupiter, asombrado, y retrocediendo un paso dobló el fajo de billetes metiéndoselos de nuevo en el bolsillo, al tiempo que decía:

—Creo que hacen mal en confiarte el negocio. Por la mitad de este precio puedo conseguir jaulas nuevas.

Jupiter, encogiéndose de hombros y recordando las veces que había actuado en el teatro de la escuela, fingiendo indiferencia contestó sin inmutarse:

—Quizá tenga usted razón, señor. No estoy informado de los precios que reinan en el mercado de jaulas. Si pudiera venir de nuevo cuando mi tío esté aquí, quizás él pueda hacerle un precio más adecuado a sus deseos.

El visitante rechazó la sugerencia con gesto impaciente mientras afirmaba:

—No tengo tiempo que perder —y sacando un billete de entre el fajo se lo ofreció, diciendo—: Aquí van veinte dólares por todo el lote y supongo que hacéis un buen negocio, porque estoy seguro de que tu tío no ha pagado más de cinco por todo este saldo —y abanicándolo ante el rostro de Jupiter, preguntó de nuevo—: ¿Qué… cerramos trato?

Jupiter tragó saliva, preguntándose qué debía hacer. Desde luego aquel comprador tenía razón de sobra. Tanto las jaulas como las barras casi carecían de valor, pero… había aprendido aquello de que debía prestar atención a sus corazonadas.

En consecuencia, contestó decidido:

—Lo siento. No hay trato.

Vio cómo la mano del frustrado comprador hundía el fajo de billetes en el bolsillo y por unos instantes contuvo la respiración, preguntándose si no habría cometido un desatino.