CAPÍTULO XI

ASAMBLEA EN EL PINO SOLITARIO

David estaba alelado. Se encontraba al pie de la cascada que días atrás había descubierto en la Cañada Oscura, y se disponía a trepar por el empinado sendero que conducía a la zona de los cenagales. Y de pronto, vio avanzar hacia él a un gigantesco elefante, sobre cuyo lomo se balanceaba la figura de un hombre, vestido con el uniforme del Ejército Territorial, y cubierto con un gorro de marinero. Aunque el animal parecía sumamente manso, la persona que lo guiaba no tenía las mismas intenciones, pues lo dirigió rectamente hacia el chico, el cual, en tanto retrocedía, presa de indecible espanto, reconoció las facciones del jinete: ¡la señora Thurston, disfrazada…!

Girando sobre sus talones, David emprendió veloz carrera, en tanto oía a sus espaldas el terrible retumbar de las pisadas del proboscídeo. En esto, un potente silbido sonó en la quietud de aquella agreste región de las montañas. Cual si obedeciese a una misteriosa orden, el elefante se detuvo en seco; la malvada señora Thurston se arrojó sobre el fugitivo, crispado su rostro de bruja en horrenda mueca… y David se despertó sobresaltado, notando que el sol de la mañana penetraba a raudales por la ventana de su habitación.

Con un hondo suspiro de alivio, el muchacho soltó la almohada que tenía firmemente sujeta entre sus manos y sonrió, oyendo entonces el suave silbido con que su madre llamaba a «Macbeth». Eran ya las ocho y media, no dejando de resultar extraño que le hubiesen dejado dormir hasta tan tarde; pero también estaba durmiendo Richard en la cama vecina. Y en verdad que al cesar la citada llamada, toda la casa quedó envuelta en idílica placidez.

David se vistió rápidamente para bajar en seguida al comedor. Allí estaba su madre, sentada en uno de los escalones del porche, con el pequeño «Macbeth» sobre su falda.

—Hola, David —le saludó sonriente cuando el chico la besó en la mejilla—. Fíjate cómo está el pobre animal… Parece un cerdito.

El aludido supuso, quizá, que le habían dedicado un elogio, pues agitó alegremente su colita, pensando David que si hubiera sido un gato se habría puesto a ronronear.

—Tardaremos un rato en desayunar —siguió diciendo la señora Morton—, porque no quiero despertar tan pronto a los gemelos. Luego, Mary llevará a «Mackie» al arroyo y lo bañará a conciencia. Y después… creo que deberías tomaros un día de descanso.

A David se le ocurrió entonces una maravillosa idea. Estaba convencido de que los otros miembros del club no se opondrían a tal cosa… Y a punto de expresar lo que estaba pensando, recordó la solemne promesa que todos ellos habían formulado, y se redujo a decir:

—Mamá… ¿nos acompañaríais tú y Agnes a una merienda en el bosque? Pensábamos invitar también a otras personas. Por eso… ¿podríamos preparar unos cuantos bocadillos, patatas… y algunas otras cosas?

Sonrió la señora Morton, al responder:

—Si se trata de una invitación formal…

—Por supuesto que lo es, mamá; pero antes he de consultar con los otros miembros de… con los gemelos y con Peter. Y también con Tom. Peter vendrá aquí esta mañana; de modo que pronto sabremos cuántos invitados vamos a tener.

—Aceptada la invitación, pues. Será un gran honor para mí disfrutar de una aventura en unión de mi propia familia. Sobre todo, cuando hace bastante tiempo que no la veo reunida.

Esta última observación produjo en David cierta desaón. Reconocía el muchacho que desde el día en que llegaron a Witchend, él y sus hermanos no habían concedido mucha atención a su madre, obsesionados como estaban con el afán de correr aventuras. Y también se dijo que debería escribirle una carta a su padre, para comunicarle las novedades ocurridas durante aquellos días.

Poco después, cuando los mellizos bajaron por la escalera, advirtió el muchacho que Richard le miraba con aire de reprobación, actitud que quedó explicada inmediatamente, al preguntarle el pequeño:

—¿Qué has estado planeando, David?

—Sí —afirmó su hermana—. Te hemos oído decirle algo a mamá.

A punto estuvo David de ruborizarse, a causa de la sorpresa; pero antes de que hubiera podido responder coherentemente a la acusación, llegó desde el exterior el grito del avefría. Acto seguido, se oyós un rumor de cascos. Y a continuación, Peter se asomó a la ventana para saludar a los presentes:

—¡Buenos días! Siento haber venido tan temprano; pero el caso es que no podía esperar por más tiempo. Al pasar por la granja de Ingles he visto a Tom. Me ha encargado que vayamos a verle allí, porque hoy tiene mucho trabajo y no podrá venir aquí.

—¿Y no te ha dicho lo que sucedió ayer en Appledore? —inquirió David.

—No me atreví a preguntárselo —repuso la chica—. Estaba con su tío… y me pareció que éste tenía una expresión demasiado seria.

—¡Oh! —exclamó entonces Mary—. Eso debe de ser una… una falsa apreciación. Mister Ingles no puede estar enfadado con nosotros. Iremos a preguntarle qué es lo que le pasa, ¿verdad, Richard?

—¡Sin la menor duda! —asintió su hermano gemelo—. Cuando vayamos a buscar la leche lo interrogaremos debidamente; ya lo verás.

—Desde luego que sí. Y estos dos pueden quedarse aquí, y tal vez le digamos lo que ha ocurrido en Appledore, cuando volvamos.

—Si es que volvemos directamente aquí.

Peter les observó por un instante con escrutadora mirada, antes de volverse hacia David para comentar:

—Hoy tienen… uno de «sus» días, ¿no es eso?

—Así lo creo —repuso el muchacho—. Y será una lástima que se vayan por ahí, porque se me ha ocurrido una estupenda idea. Te la participaré cuando ellos se hayan marchado a buscar la leche.

Sonaron simultáneamente sobre los platos las cucharas que sostenían los gemelos, los cuales miraron furiosamente a su hermano; pero lo cierto fue que a los pocos minutos, los cuatro chicos avanzaban juntos por el camino que conducía a la granja de Ingles. Al llegar a su destino, vieron que Tom se hallaba en el corral, silbando una de sus acostumbradas melodías.

—No puedo entretenerme ahora —les advirtió su amigo—. Tengo muchas cosas que hacer; pero me ha dicho tío Alf que esta tarde podré ir a reunirme con vosotros.

—De prisa, Tom —apremióle David—. Ven detrás del granero. Tengo que comunicarte un plan que he ideado hace un rato.

La subrepticia junta quedó bruscamente interrumpida al oírse el tremebundo vozarrón de mister Ingles. Tom salió corriendo, mientras sus camaradas le seguían a paso normal. Tras breve intercambio de razones, el granjero meneó la cabeza y se dirigió al establo, mientras su sobrino reanudaba su interrumpida labor. Luego, cuando hubieron recogido la jarra de la leche, Peter y los tres hermanos Morton regresaron a Witchend, de donde no tardaron en salir para tomar diferentes rumbos: David, montado en su bicicleta; Peter a lomo de su yegua «Sally»; y los gemelos, cargados con grandes paquetes.

Peter y los Morton volvieron a reunirse a la hora de la comida, al concluir la cual, se presentó en Witchend el jadeante Tom. Después de celebrar una misteriosa consulta, los mayores emprendieron otra vez distintos itinerarios, mientras los mellizos se resignaban a aguardarles junto a la cancela de la casa.

No tardaron en ir llegando los invitados. El primero que se presentó fue mister Sterling, cubierto con un ajado sombrero de paja, y luciendo un impecable traje azul marino, con su complemento de pulcra camisa blanca y elegante corbata azul celeste. Tras haber saludado seriamente a los gemelos, el padre de Peter se descubrió y dedicó a la señora Morton una versallesca reverencia, siendo correspondido con unas frases de gratitud por el interés que había demostrado al salir en busca de los pequeños.

Llegaron luego mister Ingles y su esposa, montada esta última en la yegua «Sally», y vestido aquél con su uniforme nuevo. Aparecieron a poco David y Tom. Y cuando ambos comenzaban a inquietarse, pensando si acudirían los demás invitados, un coche de oscura carrocería se aproximó por el camino, deteniéndose ante la cancela. Acto seguido, bajaron del mismo Bill Ward y un caballero de simpático aspecto, que también vestía el uniforme del Ejercito Territorial, y a quien el marinero presentó, diciendo con evidente orgullo:

—Mi padre; el capitán Ward.

Al cabo de unos segundos, en el curso de los cuales se intercambiaron los obligados saludos y presentaciones, David tomó la palabra para decir en tono emocionado:

—En primer lugar, les agradecemos a todos el que hayan aceptado nuestra invitación. Eh… nosotros, esto es, Peter, Tom, los gemelos y yo, hemos formado una sociedad secreta, y tenemos cerca de aquí un campamento escondido. Eh… queremos que todos ustedes vengan allí con nosotros. Hemos preparado una merienda, gracias a mamá y a Agnes; y estamos deseando saber lo que ha sucedido en Appledore y en Hatchholt.

Intervino entonces Richard, advirtiendo:

—Y también hay un detalle muy importante: que antes de ir al campamento tendremos que vendarles los ojos a todos.

Ante tal anuncio, el capitán Ward y mister Ingles se miraron, estupefactos. Agnes emitió una tosecita, en tanto se arreglaba su negro sombrero, adornado con rojas cerezas de imitación. Y mister Ingles prorrumpió en una atronadora carcajada, a la par que se golpeaba una rodilla con la palma de la mano, para vociferar a continuación:

—¡En mi vida había oído cosa igual! ¡Con los ojos vendados!, ¿eh? Después de haber vivido aquí durante más de cuarenta años. Y… ¿qué vais a hacer con nosotros cuando nos tengáis a vuestra merced?

—Vamos a llevarles a nuestro campamento secreto —le respondió Peter—. Desde luego que lamentamos causarles este inconveniente, pero esperamos que todos ustedes comprenderán los motivos.

A continuación, los invitados permitieron que los chicos les cubriesen los ojos con unos pañuelos, a excepción hecha de la señora Ingles, la cual, a causa de su resentido pie, habría de efectuar el trayecto sobre «Sally». Sin embargo, antes de ponerse en marcha la extraña comitiva, asidos los vendados a una larga cuerda cuyo extremo llevaban David y Tom, Peter consideró oportuno indicar a la lesionada señora:

—De todas formas, tendremos que exigirle su palabra de honor.

—¿Mi palabra…? ¡Ángeles benditos! ¿Y eso…?

—Es usted la única persona extraña que va a conocer el camino de acceso a nuestro campamento. Sabemos que no se hallaría usted cómoda sobre «Sally» con los ojos vendados…

—¡Ni aunque no me los vendasen! —exclamó la señora Ingles con una risita—. Tengo mis riñones… ¿Queda muy retirado ese campo… o como quiera que se llame?

—No —repuso David—; pero debe prometer usted solemnemente no revelar jamás su situación.

—Y eso es una palabra de honor —explicó Mary.

—Un solemne juramento —añadió Richard.

Accediendo la mujer:

—De acuerdo, pues. Si Peter me acompaña, para impedir que me caiga de la yegua… lo prometo.

—¿Promete… —insistió Richard—, promete que no se lo dirá a nadie?

—A nadie en absoluto.

—¿Y sobre todo… a mister Ingles?

—Descuida. No se lo diré.

El aludido se rió, iniciándose seguidamente el lento avance por entre los matorrales. Caminaba tiesamente mister Sterling, como si le condujeran a declarar ante un tribunal, actitud que contrastaba manifiestamente con la de la señora Ingles, la cual parecía haber empezado a disfrutar con aquella extraña ceremonia, pues no paraba de reír y de bromear con Peter. Poco antes de llegar al campamento, Richard informó a los vendados invitados:

—Tienen mucha suerte, al no ver lo que les rodea. Hay bestias salvajes por todos los alrededores. Tigres agazapados en la oscuridad…

Y algo más adelante, advirtió Mary:

—Anden ahora con mucho cuidado. Nos acercarnos al pantano de los cocodrilos. Están acechándonos en la orilla.

Pero el incidente más excitante lo constituyó el respingo que experimentó Agnes, así como el chillido de espanto con que lo acompañó, al decirle Richard:

—Cuidado, Agnes. Estamos pasando debajo de unos árboles muy raros… de los que cuelgan unas arañas tan gordas como los tazones de…

Una vez concluida la agotadora marcha a través de «ciénagas» y «junglas», retiráronse las vendas que impedían la visión a los extraños, no tardando en elevarse una columna de humo de la lumbre que encendió David, el cual encargó a Peter que se ocupase de lo concerniente a la merienda, antes de preguntarle a su madre:

—¿Qué te parece este sitio? ¿Verdad que es fantástico? ¿Comprendes ahora por qué nos empeñamos en mantenerlo en secreto?

—Es maravilloso, David —encomió la señora Morton—. Debéis conservarlo en buen estado para mostrárselo a papá cuando venga con permiso.

Luego, en cuanto los demás visitantes hubieron expresado la admiración que les producía tan agradable lugar, sentáronse todos en torno a la mesa que los gemelos habían montado horas antes. Y David volvió a hacer uso de la palabra, para desear a los comensales una buena tarde, a continuación de lo cual se dirigió al capitán Ward y le dijo:

—Y ahora, esperamos que nos relate usted lo que ocurrió en Appledore. Si lo considera conveniente, podemos narrar nosotros nuestras historias, en primer lugar; pero no creo que ignore usted nada de lo que hemos hecho.

Paseó el interrogado una mirada a su alrededor, antes de decir en tono grave:

—De acuerdo. Hablaremos los mayores en primer término, porque es seguro que los chicos estarán deseando enterarse de todo lo sucedido. Y por cierto que si no hubiera sido por su intervención, no habríamos logrado capturar a esos diablos. Eh… dicho sea de paso, querido amiguito: ¿no nos dijiste, antes de venir aquí, que seríamos nombrados miembros honorarios de vuestra sociedad secreta?

—Sí, señor —repuso David—. Nos concederán ustedes un gran honor, si aceptan el nombramiento. Y tendrán que firmar el libro. Nuestra sociedad se llama «Club del Pino Solitario».

—Estupendo —aprobó el capitán—. Y hablando en nombre de todos los mayores, te diré que nos sentimos muy honrados por vuestra invitación. En fin, queridos camaradas, daré comienzo a mi relato. Luego, en caso de que mister Ingles, Bill… y también mister Sterling, quieran añadir alguna información, podrán hacerlo. A continuación, todo el mundo hará las preguntas que considere necesarias. Estamos dispuestos a aclarar todas las dudas que existan sobre esta cuestión. ¿De acuerdo? Empecemos, pues, el relato.

El capitán Ward se reclinó en el respaldo de su silla plegable, y empezó a llenar la cazoleta de su pipa, a la par que decía:

—La pura verdad de todo este asunto es que vosotros, los socios fundadores del Club del Pino Solitario, descubristeis… o ayudasteis a descubrir, una peligrosa conjura tramada por nuestros enemigos, los alemanes. Supongo que en este momento, todos los aquí reunidos habrán deducido que la señora Thurston era una espía germana. No hemos podido reunir aún suficientes datos para averiguar su verdadera identidad; pero sabemos que hace varios años que reside en nuestro país, y que se halla a sueldo del enemigo desde mucho tiempo antes de la guerra. Esa mujer se comportó siempre en forma muy amable con todos los vecinos de la comarca. Por eso no nos preocupamos demasiado cuando alquiló la casa de Appledore. En cambio, la conducta de Jacob dio bastantes motivos de murmuración. Y no deja de resultar extraño que lo enviasen aquí con tan secreta misión; aunque tal vez se justifique esta circunstancia, al saber que el llamado Jacob es, en realidad, un notable ingeniero. Por lo demás, he de advertir que según me ha informado el jefe de policía de la región, existe la posibilidad de que haya por estos contornos bastante gente peligrosa. Por eso, todos tenemos el deber de hacer lo que han hecho estos chicos: comunicar inmediatamente a las autoridades cualquier detalle que les parezca sospechoso.

Tras breve pausa, empleada para encender su pipa, siguió diciendo el capitán:

—Es preciso que todos comprendamos que en una guerra como la que ahora se está desarrollando, el enemigo utilizará todos los recursos posibles, con tal de lograr su objeto. Hay por estos alrededores unos cuantos embalses que suministran agua a las ciudades del Midland. Los alemanes han intentado bombardearlos, sin éxito alguno. Y en consecuencia, han decidido volar las presas, para privar de agua a las poblaciones de esas ciudades, donde están instaladas varias fábricas de material de guerra. Ahora bien: la forma más expeditiva de conseguir ese propósito consiste en colocar una adecuada carga junto a las presas. Con tales miras, el enemigo emplea a ciertos individuos… a los que se llama saboteadores, y cuyo cometido consiste en restar potencia a nuestros esfuerzos. Gracias a Dios, no son muchos los ingleses que aceptan esa denigrante profesión: ¡trabajar contra su propia patria! Por tanto, tales operaciones deben ser llevadas a cabo por el servicio secreto del enemigo, el cual se encarga de lanzar en paracaídas a los encargados de realizar el sabotaje. Vosotros, los chicos, no habéis visto más que una parte de esta montaña. El Mynd tiene muchos kilómetros de extensión. Y es un sitio ideal para efectuar lanzamientos de paracaidistas, a causa de su aislamiento y de los bosques que los cubren. De ahora en adelante no se hallará tan solitario; os lo aseguro. ¡Estaremos vigilándolo atentamente!

Se aclaró la voz el que hablaba, mientras miraba a sus oyentes. Y al no ser interrogado por ninguno de ellos, prosiguió su relato:

—Voy a deciros lo que ha sucedido, según nuestros informes. Sabemos que en esta región hay varios espías alemanes. La señora Thurston era, por supuesto, una agente de esa clase. Se estableció en nuestra comarca y pasó aquí varios años, procurando que todos la conociéramos y llegásemos a tener confianza en ella. Su misión consistía en enviar mensajes a los suyos, para que éstos escogieran las mejores condiciones de vuelo, con objeto de lanzar sus paracaidistas sin peligro. Mister Sterling podrá decirnos, sin lugar a dudas, que ha visto varias veces a esa mujer en los alrededores del embalse, observando el paisaje, por decirlo así, y sacando fotografías.

Al oír lo anterior, el aludido concentró su atención en el plato que tenía ante sí, pareciendo hallarse algo embarazado.

—De todos modos —continuó el capitán—, creemos que la señora Thurston ha visitado los demás pantanos de esta región, y que ha enviado planos a Alemania, indicando su exacta situación.

—Por favor —dijo entonces Richard—: yo querría saber cómo pudo enviar esos mensajes.

—¡Oh! Hay muchos medios para hacer eso. Por ejemplo, empleando a marineros embarcados en barcos pertenecientes a naciones neutrales, y aprovechando sus viajes a ciertos puertos del extranjero. Una vez en poder del enemigo esas fotos y planos, no tardaron en descender sobre el Mynd varios paracaidistas que se distribuyeron por toda la región. Por lo visto, la finca de Appledore era un punto de reunión para todos ellos, muchos de los cuales trajeron consigo equipos de destrucción. En Appledore hemos descubierto un laboratorio y gran cantidad de terribles explosivos.

—¡Y todos ellos chillaban como el búho para conocerse! —gritó Richard excitadamente—. ¡Ahora lo comprendo! ¡Era una señal convenida!

—Desde luego —asintió David—. Yo recuerdo haber oído ese chillido en la primera noche que pasamos en Witchend. Y también recuerdo que poco antes había pasado por aquí un avión…

—¡Y Mary y yo vimos al brujo Jacob, cuando ululaba en el pinar! ¡Y el hombre del paracaídas también chillaba así!

—A mí me gustaría gritar como el búho —dijo entonces Mary—; pero por más que lo intento, no lo consigo.

Tom la miró con una sonrisa, y en tanto que le hacía un guiño, insinuó:

—Cuéntales lo que ocurrió en Appledore.

Pero el capitán Ward alzó una mano en tanto advertía:

—No, Tom. Es preferible que ese relato corra a cargo de tu tío. Y ahora, creo que a todos les agradará saber que los demás sabotajes quedaron frustrados… y que hemos capturado a los otros agentes enemigos. Mister Sterling nos dirá su parecer acerca de la forma en que esos hombres consiguieron volar la presa de Hatchholt. Ahora bien: no puede negarse que el llamado Evans era una persona muy sagaz… y muy competente en su oficio, ¿verdad que si, Peter?

Se ruborizó intensamente la interrogada, pero en seguida se echó a reír y exclamó:

—¡Oh! Ya sé que fui yo quien dijo que parecía muy buena persona. Por supuesto que nos engañó a papá y a mí.

E inmediatamente se quedó sorprendida al oír decir a David con rotundo acento:

—¡Todo lo que se quiera! Pero la verdad es que si Peter no hubiera silbado a su yegua tan oportunamente, nadie habría podido detener a ese saboteador.

Suspiró el capitán Ward, inclinándose sobre la mesa para acodarse en ella, al tiempo que seguía diciendo:

—Poco queda que contar. En cuanto los chicos nos comunicaron lo que habían observado, no sólo alertamos a todo el condado, sino que también pasamos el aviso a la policía y al ejército. A estas horas deben de haberse efectuado bastantes detenciones de personas sospechosas… y es seguro que varias patrullas estarán reconociendo los bosques y las casas de toda esta comarca. Sobre todo, las de los alrededores de los pantanos. Y ahora, antes de que mister Ingles y mister Sterling empiecen sus relatos, ¿hay alguna pregunta…?

—Yo querría saber una cosa —dijo Peter—. Todavía no he podido comprender cómo es posible que hubiera por aquí tanta gente extraña. ¿Cuántos espías había en total?

—Pues… por un lado, tú contribuiste a la captura de uno de ellos, en el valle de Hatchholt.

—Y además —añadió David—, también está el desconocido al que seguimos aquella tarde, la primera vez que subimos a la cumbre; ¿recuerdas, Peter? No supimos hacia dónde se dirigió; pero supimos que había bajado por la ladera, hacia Appledore. Así pues, hasta ahora son dos.

—¿Y John? —dijo Mary mirando a Richard—. ¿Te acuerdas de John Davies? Sin embargo, no creo que fuera tan malo como los demás.

—¡Claro que no! —coincidió Richard—. Se portó muy bien con nosotros. Era…

Y volviéndose hacia el capitán, agregó con aire de preocupación:

—John no puede haber sido un espía, ¿verdad, mister Ward? Sabía muchas cosas de nuestros aparatos de caza. ¡Y además llevaba el uniforme de las Fuerzas Aéreas Británicas!

—Pues lamento desengañarte —respondióle el interrogado—; pero John Davies era uno de los más peligrosos. Vivía en Inglaterra desde antes de la guerra… y tal vez fuese un maestro de escuela. En cuanto al uniforme, poco le habrá costado conseguirlo; quitándoselo a un aviador prisionero… o encargándoselo a algún sastre. Así pues, John Davies es el tercer espía.

—Entonces —dijo Mary— el cuarto es el que encontramos entre los pinos de Appledore. Dijo que estaba probando paracaídas para lanzarse sobre Alemania. Y también…

—¡Espera! —atajóle Richard—. ¡Ya lo sé! Yo diría que todos los espías son unos embusteros, ¿verdad?

Cuando los ecos de la estruendosa carcajada que profirió mister Ingles se desvanecieron en la lejanía, el pequeño objetó en tono de incredulidad:

—Pero si… ¡si estaba herido! Se había torcido un tobillo al llegar a tierra. Nosotros recordamos que el avión pasó a muy poca altura. Y el piloto se había perdido entre la niebla.

—Todos oímos pasar a ese aparato —indicó Peter—. Yo iba caminando por el sendero de Hatchholt, de vuelta hacia mi casa… Y otra cosa: seguro que todos esos hombres conocían a la señora Thurston, ¿verdad?

El capitán hizo un gesto afirmativo, al tiempo de responder:

—En efecto. Ninguno de ellos se ha atrevido a negar tal hecho. Llegaban aquí separadamente, con objeto de no provocar sospechas. Y la señora Thurston no podía saber en qué momento iba a llegar cada uno de los mismos. Por eso empleaban el grito del búho: para reconocerse. Creo que fue David el que refirió cómo se había empeñado esa mujer en traer a los chicos hasta aquí. Y era lógico. Había oído pasar el avión dos noches atrás y estaba esperando que el hombre del impermeable llegase a Appledore en cualquier momento. ¿Comprendéis ahora la irritación que debió de dominarla cuando los gemelos se presentaron allí por segunda vez en la tarde de la niebla? Era posible que tuviese entonces en su casa a dos espías, por lo menos, además de Jacob y el paracaidista. En fin, por mi parte creo que le toca el turno a mister Ingles. ¿Podemos escuchar el relato de su aventura en Appledore?

Encendió el granjero un cigarrillo, antes de decir pausadamente:

—Me habría gustado llevar conmigo a David y a Tom, pero no sabíamos cómo iban a recibirnos en Appledore. Tal vez… a tiro limpio. Y no creo que la señora Morton hubiera consentido en dejar que David me acompañase. En pocas palabras, de acuerdo con las órdenes recibidas del capitán Ward, reuní a once hombres, entre los que se encontraba mi amigo Jim Rogers, y fuimos todos en una camioneta hasta el mismo sitio en que había parado con mi moto, horas antes. Divididos en dos grupos, nos acercamos a la casa. Al llegar a pocos metros de la misma unos cuantos fueron a la parte trasera mientras yo iba con otros cuatro hasta la puerta principal. Llamé… Abrió Jacob, como de costumbre, sólo unos centímetros, pero yo empujé la puerta y le hice retroceder. Nunca me había resultado muy simpático ese tipo. Por eso, cuando empezó a soltar palabrotas en alemán y en inglés, le cogí por el cuello y lo eché fuera de la casa. Y allí… uno de mis hombres le acarició la barbilla, para que durmiese un rato y no nos molestara. Luego, tres de mis muchachos fueron al piso superior, mientras yo buscaba a la señora Thurston. Cuando la encontré… Ni que decir tiene que estaba muy disgustada por la escapatoria de los pequeños. ¡Tanto como yo, por haber intentado engañarme! Mientras hablábamos, oímos un escándalo en el piso de arriba. «¡Zape!», me dije. «Mis muchachos están amansando a algunos de esos pájaros». Luego oí unos pasos en el vestíbulo. Me asomé… y allí estaba otro individuo preparado para salir de escurribanda. «¡Un momento amigo!», le grité. Y él se apartó de un salto y me arrojó una granada a la cabeza; pero yo me agaché, y la bomba salió por la ventana… ¡Pobre jardín! No quedó en pie ni una sola mata. A todo esto, la señora Thurston pretendió escapar por la puerta trasera… donde fue recibida con todos los honores por los que allí estaban apostados. Y nada más. Cuando registramos la casa, encontramos material suficiente para condenar a mil personas: planos, explosivos, detonadores… una emisora de radio, revólveres, granadas… Luego subimos todos juntos a la camioneta… ¡como si viniéramos de una excursión! ¡Y hasta Onnybrook sin parar! Una vez que toda esa gente quedó bien encerrada, nos dirigimos a Hatchholt, porque sabíamos que la voladura iba a ser realizada ese día, y estábamos enterados de que faltaba un pájaro de la banda. Y eso es todo.

A continuación, los oyentes cambiaron de postura en sus asientos y empezaron a charlar con animación. David y Tom se congratulaban por el éxito de aquella reunión. Y Peter trataba de convencer a Richard para que fuera al arroyo a buscar más agua. Al cabo de un momento, el capitán Ward se volvió hacia la chica, y le preguntó muy intrigado:

—Dime, Peter: ¿cómo se las arreglaría ese Evans para colocar su carga de explosivos junto a la presa del embalse? Tenía entendido que mis hombres habían reconocido los alrededores.

—Eso era lo que yo iba a preguntarle —repuso la muchacha—. Ellos me dijeron que no fuera a Witchend… y por eso no sé lo que sucedió allí. ¿Les dijo usted que me alejaran de la casa?

—Efectivamente. Sabíamos que existía grave peligro, y no quise que corrieras riesgos. De todas formas, creo que tu padre podría ilustrarnos sobre esta cuestión. Todavía no nos ha dicho nada. ¿Se lo preguntamos?

Mister Sterling se movió en su silla, cual si se sintiera incómodo, al paso que el capitán le interrogaba:

—¿De qué modo cree usted que ese Evans colocó la mina en el embalse? Debe de haber procedido con mucha habilidad para que ustedes no advirtieran nada.

—Eso es lo que ocurrió —le respondió mister Sterling en tono abatido—: que él fue muy listo… y yo muy torpe. Reconozco que me he portado neciamente desde un principio. Siempre me negué a creer lo peor; pero veo que estaba equivocado.

Se le acercó entonces su hija, para rodearle los hombros con un brazo, a la vez que le decía:

—No digas tonterías, papá. Ese hombre nos engañó a todos nosotros. Recuerda lo que hizo en la montaña la noche anterior. Yo misma os lo presenté a todos y os aseguré que parecía muy buena persona, ¿no es verdad? No tienes nada que reprocharte, papá.

—Está bien, hijita —dijo mister Sterling algo más animado—. Creo haber imaginado lo que hizo ese individuo, mientras nosotros dormíamos: zambullirse en el embalse, para fijar la carga en la parte interior de la presa, junto a las cañerías. Luego… supongo que escondería los cables entre las grietas de la presa y debajo de tierra, hasta que llegó al bosque. No se apartó a mucha distancia del embalse. Peter me ha dicho el sitio en que le vio cuando se produjo la voladura. En fin: espero que no tardarán en construir otra presa… y que esta vez pondrán un teléfono en casa. Y no es que yo tenga especial predilección por esos aparatos, pero…

Mister Sterling se interrumpió para mirar a los reunidos, y decirles:

—Quiero expresar a todos mi profundo agradecimiento por la amigable forma en que me han tratado a mí y a mi hija.

Y al cabo de una breve pausa, señaló Bill Ward:

—Y yo creo que se ha olvidado usted de mencionar una circunstancia. La noche en que fuimos a buscar a los gemelos, insistió en acompañarnos a la montaña para cooperar con nosotros. Y sólo cuando Peter se sintió rendida por el sueño, pudimos convencerle para que se retirase usted de la partida.

Un murmullo de aprobación acogió las palabras del marinero, el cual sonrió ampliamente, al preguntar con aire de reserva:

—¿A nadie le interesa saber lo que me ha ocurrido a mi? ¿A nadie más que a mi amiga Mary? Pues bien: sepan todos que me siento muy feliz al regresar a bordo de mi barco. Y es natural. ¡En mi vida había caminado tanto como en estos días!

Peter, con una alegre carcajada, hizo notar:

—¡Caramba, Bill! No seas tan modesto. Te portaste maravillosamente al detener a Evans, cuando «Sally» lo despidió de la silla.

Y el capitán Ward volvió a reclamar la atención de los presentes, al inquirir:

—¿Alguna otra consulta?

—Sí, señor —repuso Richard—. Es acerca de John Davies. Si es cierto que se lanzó de un avión, ¿qué hizo con su paracaídas?

—Eso es —recalcó Mary—. A nosotros nos dijo que había llegado en el primer tren de la mañana.

Sonrió Bill, dando a la niña un ligero tirón de orejas, al tiempo que le indicaba:

—Eso demuestra lo poco que sabes sobre estas cosas, pequeña. No hay ningún tren que llegue aquí a primera hora de la mañana. Davies, o como se llame en realidad, se arrojó desde un avión. Y ten por seguro que escondió su paracaídas en algún lugar del bosque. Tal vez sea éste un motivo para otra de vuestras aventuras: ¡la búsqueda del paracaídas!

—Perfectamente —dijo entonces el capitán Ward—. No querría despedirme tan pronto de ustedes; pero tengo que marcharme en seguida. Espero que ahora, habiendo sido nombrados socios honorarios del club, no nos vendarán los ojos cuando salgamos de aquí. Supongo que seremos invitados a las reuniones que se celebren… y que tendremos que conocer el camino, ¿no es así?

David consultó a Peter y a Tom con la mirada, antes de contestar:

—Por supuesto que sí. Nos reuniremos especialmente… cuando Bill vuelva otra vez con permiso; pero antes de que se marchen, deben prestar ustedes juramento. No les importará hacer esa promesa, ¿verdad que no?

A continuación, David desenterró la lata de sardinas y extrajo de la misma el acta de fundación del club, firmada con sangre. Grasiento se hallaba aquel papel, pero podía entenderse su escritura. Tras haber firmado con lápiz, a cuenta de su honorífica condición, todos los invitados prometieron, «ser leales los unos con los otros, suceda lo que suceda». Luego David volvió a guardar bajo tierra la lata con el documento. Y una vez el fuego quedó apagado, todos los reunidos emprendieron el camino de regreso a Witchend.

En tanto caminaban por el sendero, Tom inquirió con evidente interés:

—Querría que alguien me explicara una cosa. Se trata del perrito de los Morton. Me han dicho que odiaba a la señora Thurston desde el momento en que la vio. ¿Por qué se comportaba de esa manera?

—Difícil de responder a esa pregunta —comentó el capitán Ward—. Sin embargo, se sabe que algunos animales tienen muy desarrollado el instinto, por lo que respecta a sus relaciones con los seres humanos. Yo tuve una vez un perro que demostraba clara antipatía hacia el jornalero que entonces trabajaba en mi huerta. Ese individuo resultó ser un ladrón; pero yo lo había considerado siempre como un hombre decente.

Poco después, al llegar a la cancela de Witchend, Peter ayudó a desmontar a la señora Ingles, y esperó a que se hubiesen acercado los demás, para preguntar:

—Por mi parte he de decir que me ha intrigado el nombre que le han puesto. ¿Por qué lo llaman «Macbeth»? No deja de ser curioso, ¿verdad? Aunque sea de raza escocesa.

La señora Morton se rió, al oír lo anterior.

—Tienes razón, Peter —dijo luego—. Yo te lo explicaré. Hace unos tres años que está con nosotros. Se lo regalamos a los gemelos el día de su sexto cumpleaños; pero ni Richard ni Mary se ponían de acuerdo sobre el nombre con que habían de llamarle. Desde el primer momento, el cachorro se reveló como un alborotador de primera. Y un día, después de una terrible noche en que estuvo batallando contra un almohadón, decidimos encerrarlo en la cocina, donde todos los objetos que podía estropear fueron puestos fuera de su alcance. Tanto le enojó esa medida, que esperó a que todos estuviéramos acostados para ponerse a aullar. Y así pasamos toda aquella semanita. Una noche, mi marido se sentó en la cama y le puso el nombre que ahora tiene. ¿Y sabes por qué se le ocurrió?

—No lo recuerdo muy bien —confesó la chica—; pero creo que tiene alguna relación con el sueño. ¿No es… después de que Macbeth mata a Duncan?

—Exactamente, querida. ¿No lo recuerdas? Es ese verso que dice: «Parecióme oír una voz que gritaba: ¡No duermas nunca más! ¡Macbeth ha asesinado al sueño!». Pues bien: mi esposo dijo esa noche: «Ese diablejo es capaz de matar al sueño: ¡Vamos a llamarle “Macbeth”!».

Minutos después, comenzaban las afectuosas despedidas. Prometió Bill a sus amigos que les escribiría muy pronto, y que nunca olvidaría las aventuras en que habían participado juntos. Y cuando el coche en que él y su padre se alejaban hubo traspuesto la primera curva del camino, los gemelos dejaron de agitar los brazos, al par que mister Ingles se volvía hacia su esposa, para cambiar con ella unas palabras en voz baja. Luego, dirigiéndose a mister Sterling, le dijo el granjero:

—Si quiere usted un poco de compañía… tenemos unas habitaciones a su disposición. No creo que desee dormir esta noche en Hatchholt en todo aquel desastre.

Conmovido ante tal muestra de amistad, mister Sterling tragó saliva, pero antes de que hubiera podido contestar, se le anticipó la señora Morton, para ofrecer a su vez:

—Y por mi parte, me sentiría muy contenta si Peter se quedara esta noche con nosotros. Y tal vez no tengan ustedes inconveniente en que se quede aquí Tom, ¿verdad?

Accedieron los tíos del nombrado. Y poco después, al ocultarse el sol tras la imponente masa del Long Mynd, el matrimonio Ingles y mister Sterling se despidieron de los habitantes de Witchend y empezaron a andar por el camino de la granja.

Después de la cena y en cuanto los gemelos se hubieron acostado a regañadientes, Peter y los dos chicos ayudaron a Agnes a fregar la vajilla. Y a continuación salieron al porche y se sentaron en el más bajo escalón. Llegaba hasta ellos el aire del bosque, perfumado con la esencia de los pinos. Y la luna llena iluminaba los campos vecinos con su suave y nacarado resplandor.

—Espero que pronto reparen la presa —dijo David mirando a la chica—, y que el valle de Hatchholt recobre el aspecto que antes tenía. Mamá me ha dicho que puedes pasar tus vacaciones aquí en Witchend, siempre que tu padre esté conforme. Y contando con Tom, creo que pasaremos muy buenos ratos, explorando los alrededores.

Asintió Tom, añadiendo:

—Yo os avisaré cuando tenga tiempo libre. Me gustará recorrer con vosotros la Cañada Oscura. ¿No es allí donde encontrasteis esa cascada?

—Efectivamente. Procura venir aquí en cuanto puedas. Es curioso: cuando veníamos hacia Onnybrook, los mellizos le dijeron a Bill… y a todo el mundo, que íbamos a correr interesantes aventuras. ¡Y ya habéis visto lo que ha sucedido! Recuerdo lo que un amigo de Londres me dijo una vez: que la vida en el campo era muy aburrida… y que no había nada en que entretenerse. La verdad: creo que de ahora en adelante vamos a disfrutar mucho. Y al fin de nuestras vacaciones…

Por lo visto, las anteriores palabras llegaron a oídos de los gemelos, pues en ese momento se oyó lo voz de Richard, el cual protestaba, indignado, desde la ventana:

—¡Unos egoístas! ¡Eso es lo que sois! ¡Planeando nuevas aventuras sin contar con nosotros! ¡Pero no nos importa, Mary y yo hemos ideado una…!

—¡Sí! —gritó la pequeña—. ¡Y hemos decidido que no os la diríamos…!

—¡No se lo digas, Mary!

—… pero se lo voy a decir. ¡Vamos a ir a los montes Stiperstones para ver al diablo que estaba sentado en esa silla!

Cuando la señora Morton retiró a los gemelos de la ventana, Peter declaró en tono convencido:

—Es probable que podamos realizar esa excursión. Uno de mis tíos vive cerca de esa montaña, y estoy segura de que no tendría inconveniente en alojarnos en su casa por unos días. Os agradará aquella región. Es muy diferente de todo esto: más salvaje y escabrosa.

En esto se oyó el cercano ulular de un búho… y los tres chicos elevaron maquinalmente la vista hacia el cielo, cual si esperasen descubrir la figura circular de un paracaídas. Y entonces pudieron ver al autor del chillido: el viejo búho de Witchend, que al igual que una huidiza sombra, se deslizaba silenciosamente hacia el bosque, en busca de su cena.