PILOTO DE CAZA
A la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, Richard empezó a preguntarse si valdría la pena guardar el secreto de la aventura del día anterior. Y en efecto: en vista de que su madre solía mostrarse comprensiva, no cabía temer que revelase el secreto. Y por otra parte, una aventura de la que no pudiera hablarse con nadie no era totalmente una aventura. Habida cuenta de tal razonamiento, compartido plenamente por Mary, no fue extraño que el «solemne juramento» estuviera a punto de ser quebrantado por dos veces, en menos de un cuarto de hora. Y sólo unos discretos y dolorosos puntapiés, asestados por David, debajo de la mesa, impidieron que aquel secreto saliera del círculo de los miembros del club.
Raro resultaba también que la señora Morton no exhibiera ninguna curiosidad. Observábala Mary a hurtadillas, deseosa de participarle todo lo relativo al campamento y a la forma en que ella lo había descubierto. Y estaba pensando en cómo decírselo sin recibir un tercer puntapié, cuando he aquí que un rumor de apresurados pasos hizo que todos mirasen hacia la puerta, por donde inmediatamente apareció Tom para anunciar con voz sofocada:
—Perdone que venga tan temprano, señora Morton; pero mi tío me ha mandado en seguida. Tía Betty se ha dislocado el tobillo al caerse en el establo… y no puede tenerse en pie. Y mi tío ha ido a buscar al médico, a Onnybrook, y me ha encargado que le pregunte si querrá venir usted a casa para atender a tía Betty hasta que él vuelva. Yo tengo trabajo en la granja, señora Morton. Y sentimos molestarla, pero…
—Por supuesto que iré ahora mismo —dijo la señora Morton—. ¿Por qué no vienes tú también, David? Podrías ir más tarde a Onnybrook para ver si han llegado vuestras bicicletas. ¡No, no, Richard! Es inútil que pongas esa cara de pena. Tú y Mary os quedaréis aquí hasta que yo vuelva. Tenéis obligaciones que cumplir… y desde luego: Agnes necesitará leña para encender el fuego.
Minutos después, los dos gemelos se asomaban a la puerta para despedir sonrientes a su madre, la cual, escamada ante tan tranquila actitud, juzgó oportuno recomendarles:
—Volveré lo más pronto posible. Le he dicho a Agnes que vais a ayudarla, y que os portaréis juiciosamente. Además, David no tardará en regresar a casa. Y si han llegado ya las bicicletas, esta tarde o mañana las tendréis aquí.
Siguieron los pequeños con la vista a su madre y a su hermano, los cuales se alejaron por el camino en compañía de Tom. Luego, sin decirse una sola palabra, entraron en la cocina, donde Agnes estaba fregando la vajilla. Y mientras Mary empezaba a secar los cubiertos, Richard se dedicó a colocar tazas y platos en los estantes. Agnes pareció extrañarse un poco, pero continuó con su labor. Y al cabo de un momento dijo el chico con acento rotundo:
—Mary, no sabes cuánto me gusta oír canciones por la mañana.
—También a mí —coincidió su hermana—. Sobre todo, las que canta Agnes.
Volvióse entonces Richard bruscamente, derribando una taza, y cazándola al vuelo, antes de que llegara al suelo. Y Agnes contuvo el aliento, en tanto que Mary seguía diciendo:
—A nosotros nos gusta ayudarla, Agnes. Especialmente, cuando la casa está tranquila y podemos hacer las cosas rápidamente.
—¿Qué hacemos ahora, Agnes? ¿Quiere que subamos a hacer las camas?
Tras media hora de «ayuda» por parte de los gemelos, la buena mujer decidió que le convendría prescindir de ellos. Y entonces se le ocurrió a Mary una luminosa idea.
—He estado pensando —dijo— que resulta muy molesto ir a buscar leña al bosque una y otra vez. Y yo me siento un poco cansada.
—Así es, Mary —concordó su hermano—. Y yo estaba preguntándome si Agnes querría darnos unos bocadillos para que podamos ir al bosque y recoger toda la leña de una vez. Estoy seguro de que mamá aprobará este método.
Poco después, y en tanto marchaban a lo largo del arroyo, acompañados por «Macbeth», los dos gemelos celebraban el feliz resultado de su estratagema.
—Fue muy fácil —dijo Mary—. Y ahora, busquemos aventuras por nuestra cuenta. Vayamos en primer lugar, a nuestro campamento secreto, y recojamos la leña que tendremos que llevar a Agnes. Luego exploraremos los alrededores. ¿De acuerdo?
Al tiempo que Richard asentía, sonaron en la espesura los ladridos de «Macbeth». Intrigados, los dos chicos corrieron hacia los matorrales que rodeaban el claro del pino solitario, advirtiendo, con la consiguiente sorpresa, que alguien estaba hablándole al perro. Así pues, su secreto había sido descubierto… Indignados, los dos hermanos se propusieron atacar cuanto antes a su enemigo. Y con tal propósito, Richard se introdujo por la abertura practicada en las aulagas, apareciendo a gatas en el claro, donde «Macbeth» parecía tener acorralado al intruso.
No habían tenido tiempo los gemelos para imaginar qué clase de «enemigo» podrían encontrar allí; pero jamás se habrían figurado que iban a verse ante un hombre joven, de agradable sonrisa, y vestido con el uniforme de las Fuerzas Aéreas de la Gran Bretaña. Hallábase sentado el citado sobre la hierba, al pie del árbol. Y tenía a su lado una maleta y un impermeable. Y al ver a los niños, los saludó con un gesto y les dijo en tono afable:
—¡Hola! ¿Es vuestro este perrito? Hace demasiado ruido para ser tan pequeño. ¿Conocéis algún sistema para hacerlo callar?
Contemplóle Richard, indeciso, antes de responderle con grave entonación:
—Lo siento, pero… usted es nuestro enemigo. Y no tiene derecho a estar aquí. Este campamento es particular. No se permite la entrada a ninguna persona, excepto a nosotros.
El piloto se levantó, mientras declaraba:
—Perdonadme que haya entrado aquí. No sabía que se trataba de una propiedad privada. Me perdí en el bosque… y llegué a este sitio por pura casualidad.
Y mirando a Richard fijamente, manifestó en tono esperanzado:
—Estaba preguntándome si seríais capaces de auxiliar a un hombre que está en un grave apuro. Ya lo veis: es más fácil volar que caminar. Por mi parte, yo encuentro mi camino en el aire libre sin muchas dificultades. En cambio, cuando quiero hacer lo mismo por la tierra, me armo unos líos terribles. Si fuerais…
Mary le interrumpió para hacerle saber:
—Papá está también en la R.A.F. ¿cómo ha llegado usted hasta aquí? Nosotros vivimos bastante cerca; y no lo conocemos.
Y el aviador le sonrió amablemente; pero Richard no estaba dispuesto a transigir, puesto que siguió diciendo en el mismo tono en que antes había hablado:
—Veo que no es usted tan enemigo nuestro como nosotros suponíamos; pero, de todos modos, no puede quedarse aquí. Este lugar nos pertenece.
—¿De manera que es un campamento? —inquirió el piloto paseando una mirado a su alrededor—. Es bastante grande. Y parece que habéis encendido lumbre… Escuchad: ¿por qué no me contáis vuestras aventuras? Luego os narraré algunos de mis combates aéreos; ¿conformes?
Ante tan sugestiva promesa, la férrea decisión que animaba a Richard incitándole a expulsar de allí a aquel hombre, comenzó a flaquear. Al fin y al cabo, un piloto de la R.A.F. no era un verdadero enemigo. Y además, el referido parecía hallarse familiarizado con la vida de campamento… No obstante, optó por preguntarle:
—Todo eso está muy bien, pero… ¿qué anda usted buscando por aquí?
Se inclinó entonces al piloto, y acarició la cabeza de «Macbeth», el cual se había acercado a él y estaba agitando su colita, en amigable actitud. Luego volvió a mirar a los chicos para explicarles:
—Estoy buscando una finca que se llama Appledore. Mi tía vive allí; y yo aprovecho unos días de permiso para ir a visitarla. Llegué a Onnybrook en el primer tren de la mañana, y empecé a caminar por el monte; pero no tardé en extraviarme. Luego, andando por el bosque, encontré un sendero… y vine a parar aquí.
Y señalando hacia Witchend, presumió:
—Supongo que eso será la casa de mi tía.
—No —le indicóle—; no es ésa.
—¿Ah, no? ¡Caramba! ¿Sabéis vosotros dónde está? Se llama Appledore.
—Está al otro lado del monte. Bastante lejos de aquí. Nosotros conocemos a su tía. Hace unos días que estuvimos en su casa.
—En ese caso, ¿querríais acompañarme hasta allí? ¿O al menos, hasta un sitio desde donde pueda llegar a la casa sin perderme? Creo que tenéis madera de exploradores; y que seréis capaces de guiar a un hombre que se ha extraviado en la jungla.
Sonrió entonces Richard, henchido de satisfacción. Y el aviador siguió diciendo:
—Sé que soy vuestro prisionero; pero no temáis. Vendadme los ojos, si queréis, para que no sepa el acceso secreto a este campamento. ¿Qué me contestáis? ¿Estáis dispuestos a ayudar a un pobre piloto en desgracia?
—¡Por supuesto que lo haremos! —exclamó Mary, entusiasmada—. Le advierto que el camino será muy escarpado y lleno de peligros y… y de amenazas; pero lo llevaremos a usted hasta un lugar seguro; ¿verdad, Richard?
Compartía el interrogado la excitación de su hermana. Y no era para menos, ante la perspectiva de una auténtica aventura. Sin embargo, no se sentía muy seguro, acerca de lo que su madre podría pensar, en caso de que se enterase. Y también, si David fuese a buscarles al campamento secreto y no los encontrara… No obstante se tranquilizó suponiendo que no tardarían mucho tiempo en dejar al piloto, sano y salvo, en el camino que llevaba a Appledore. Y además, teniendo en cuenta que disponían de suficientes provisiones…
—De acuerdo —contestó con aire decidido—. Le guiaremos hasta su objetivo; pero habrá de jurar solemnemente no revelar jamás la situación de nuestro, campamento secreto. ¿Lo jura?
—Prometido —asintió el aviador.
—¿Y firmaría con sangre su juramento?
—También.
—Perfectamente. Ahora tendremos que vendarle los ojos. Aunque no sé con qué… porque mi pañuelo…
—No te preocupes por eso. Tengo pañuelos de sobra.
No dejó de extrañarle a Richard que la maleta de aquel hombre estuviera tan repleta; pero su atención quedó inmediatamente captada por el bello pañuelo de seda azul que el citado sacó de entre sus ropas, antes de cerrar la maleta y volverse hacia ellos para decirles:
—Ea; vendadme con esto.
Arrodillóse el piloto sobre la, hierba, permitiendo que Mary le vendase los ojos. Acto seguido, se puso en pie y asió su maleta con una mano, dando la otra a la niña, para que ésta le condujera por entre los matorrales. Y no es que aquel juego le resultase grato, como lo demostró al gruñir algo entre dientes, la segunda vez que dio un tropezón contra una roca; pero se esforzó por mantener la sonrisa en sus labios, hasta que al llegar a la orilla del arroyo fue invitado a detenerse. Quitáronle allí la venda de los ojos. Y a continuación, los dos niños y el extraviado aviador emprendieron la ascensión de la montaña.
Sabía Richard, por habérselo oído decir a Peter, que si seguían el barranco del arroyo hasta su nacimiento, no tardarían en encontrarse en la cumbre. Y que en cuanto llegaran al montón de piedras que señalaba la cota más elevada, debían continuar avanzando hacia el norte, hasta que viesen el sendero de Appledore; pero al cabo de un buen rato, cuando estaban acercándose a la cima, dominóle una desagradable sensación de desconcierto, al advertir que la senda desaparecía por completo en un claro cubierto de alta hierba, sin que fuera posible averiguar hacia qué punto se encontraba la pila de piedras.
Por lo referente a su uniformado acompañante, no podía ser más paciente y simpático. Parecía hallarse enterado de multitud de detalles relativos a las costumbres de los indios, a los campamentos, rastros de personas y animales, y a todas las incidencias que pueden ocurrirles a los intrépidos exploradores. Mostróse igualmente interesado en la visita que los chicos habían realizado a Appledore, y declaró que hacía muchos años que no veía a su tía. Luego preguntó a los niños si conocían a algunos vecinos de los alrededores, respondiéndole Mary:
—¡Claro que si! Tenemos una amiga muy buena, que se llama Peter. Vive junto al embalse de Hatchholt, con su padre, mister Sterling, que es un hombre muy limpio.
También inquirió el aviador muchos datos acerca de Hatchholt, del embalse y de la yegua «Sally». Y hasta llegó a prometer a los gemelos que uno de esos días iría a visitarles, para ayudarles a construir la presa en el arroyo, cerco del campamento secreto. De pronto, Richard se detuvo, mirando indeciso en Torno suyo, antes de confesar:
—No sé… no he estado nunca en este sitio. Hay un camino que recorre toda la cima de la montaña, de norte a sur. Si lo encontráramos, podríamos seguirlo hasta un punto desde el que se ve la Silla del Diablo. Y cerca de allí empieza el sendero de Appledore.
—¡Vayamos, pues, hacia allí! —exclamó el piloto, alegremente—. ¿No hemos emprendido juntos esta aventura? Busquemos primero el camino de Hatchholt para ver ese embalse, y luego me indicaréis por dónde he de bajar a Appledore.
Siguieron andando los tres en dirección al norte, abriéndose paso por entre las matas, hasta que al fin, «Macbeth» encontró un estrecho sendero que les condujo directamente al camino de la cumbre. Una vez allí, gritó Richard, alborozado:
—¡Ya hemos llegado! ¡Fíjate, Mary! ¡El montón de piedras, cerca del sitio en que nos escondimos! ¿Lo ves?
—¡Sois muy buenos guías! —dijo el piloto, dejando la maleta en el suelo. Descansemos aquí un minuto, mientras fumo un cigarrillo.
Mary le miró extrañada, y tras cierto titubeo, le preguntó:
—¿Por qué no le ha dicho al viejo John que lo trajera en su coche hasta Appledore, en lugar de venir cargado con la maleta a través de la montaña?
—¿Y quién es el viejo John?
—Un hombre que tiene un coche —le explicó Richard.
—Espera a los viajeros en la estación de Onnybrook. ¿Por qué no le dijo que lo llevara a casa de su tía, por la carretera, en vez de…?
—¡Oh! —exclamó el interrogado, sonriendo y encogiéndose de hombros—. No os calentéis la cabecita por causa mía. Cuando llegué a la estación no había allí ningún coche. Y como creí que mi tía vivía cerca, de allí, eché a andar por el monte… y me perdí. Eso es todo.
Tumbado de espaldas sobre la seca hierba, Richard se sentía feliz, al haber logrado salvar a aquel extraviado piloto. En tono displicente, comentó:
—Pues yo no cargaría con semejante maleta… ni por todas las tías del mundo.
Y en esto, su hermana, que estaba sentada junto a él, se volvió rápidamente, a al par que susurraba:
—Mira, Richard; creo que se acerca alguien por el camino. Tal vez sea Peter.
Pero antes de que el chico hubiera podido sentarse, el aviador lo sujetó fuertemente por un hombro, obligando a Mary a echarse en el suelo, en tanto les advertía:
—No os mováis. Tenemos que averiguar quién es esa persona.
Se sorprendiéron los chicos, al notar el tono de seriedad con que hablaba aquel hombre; pero en seguida le vieron sonreír y guiñar un ojo, al tiempo que agregaba:
—Los buenos exploradores no delatan nunca su posición. Hay que observar sin ser vistos.
Por espacio de unos diez minutos, los gemelos, el piloto y el perro permanecieron agazapados entre las matas, con la vista fija en el sendero. Y al fin murmuró Richard:
—Creo que la reconozco. Fíjate, Mary. Dime si crees lo mismo que yo creo…
—Desde luego que sí —asintió la niña—. Estoy segura de que es ella.
Y volviéndose hacia el aviador, le hizo saber:
—Es su tía; pero no viene de Appledore. Tal vez haya subido hasta aquí por el camino de Hatchholt. ¿No habrá ido a esperarle a usted a la estación?
No respondió el piloto, sino que aferrando a los dos niños por un brazo, impidió que se pusieran en pie, como parecía ser la intención de ambos. Y Mary se quedó asombrada al verle tan pálido y con tan inquieta expresión.
—¡Suélteme! —quejóse Richard—. Está haciéndome daño. Y suelte también a mi hermana.
—Perdonad —murmuró el piloto, sonriendo nuevamente—; pero no olvidéis que estamos corriendo una estupenda aventura. Hace muchos años que no veo a mi tía, y no creo que pueda reconocerla. Echad otro vistazo, con todo cuidado, y decidme si estáis seguros… plenamente seguros de que esa mujer es lo señora Thurston. Mira tú primero, Mary.
En aquel momento, «Macbeth» empezó a gruñir. Mary le acarició la cabeza, en tanto observaba a la mujer que iba acercándose. No cabía la menor duda de que se trataba de la señora Thurston, vestida aquella vez con un traje de chaqueta, y cubierta con un ajustado impermeable. Al parecer, acababa de subir por el camino que conducía al embalse. Y llevaba un estuche colgado al cuello, como si fuera una cámara fotográfica.
Sin atinar a explicarse la causa de su desasosiego, la niña empezó a pensar en la forma en que esa mujer había tratado a «Macbeth», la tarde anterior, recordó también la extraña expresión que apareció en sus ojos, al asestarle un puntapié. Deseó encontrarse entonces en compañía de David y de Peter, los cuales no dejaban de divertirla con sus interesantes temas de conversación. Y sin poder contenerse, se volvió hacia el piloto y le dijo:
—Estoy completamente convencida de que es su tía. Voy a llamarla.
Extendió el aviador una mano para detenerla; pero ella consiguió desasirse y se puso en pie, gritando:
—¡Hola!
—¡Hola! —gritó también Richard—. ¡Tenemos una sorpresa para usted! ¡Mire a quién le traemos!
La señora Thurston se paró bruscamente, no pareciendo sino que hubiese visto a un fantasma, al tiempo que «Macbeth» saltaba hacia delante y se ponía a ladrar con inusitada furia. Observando a su sobrino como si no lo reconociera, se pasó aquélla la lengua sobre los labios y dijo en tono áspero y sin mirar a los chicos:
—Haced callar a ese animal. ¿Qué estáis haciendo aquí a estas horas? ¿Y quién es ese hombre?
Se levantó entonces este último y avanzó hacia ella, ofreciéndole la mano, al tiempo que le decía:
—Hola, tía. ¿Qué tal estás? Soy John Davies ¿No recibiste mi telegrama, en el que te anunciaba que me habían concedido unos días de permiso y que pronto vendría a visitarte?
Movió la interrogada su cabeza en sentido negativo, continuando él:
—Mala suerte. Te lo mandé ayer; pero temí que no llegase a tiempo para prevenirte. Tuve que atravesar el pueblo, al venir del campamento. Y en mi camino de vuelta oí chillar a un búho… y entonces me dije que las noches estaban alargándose… En fin: el caso es que ya te he encontrado. Y que si no hubiera sido por estos simpáticos amiguitos, no habría llegado aquí.
Con una alegre carcajada, dijo la señora Thurston:
—No te había reconocido, John. ¡Cuánto me alegro de verte! Claro que con ese uniforme… me quedé un poco confundida. Como no te he visto desde que te incorporaste a la aviación…
Y volviéndose hacia los gemelos, añadió:
—Os agradezco vuestra amabilidad con mi sobrino. ¿Dónde están los demás? No creo que hayáis llegado hasta aquí vosotros solos.
—¡Pues si que hemos llegado! —afirmó Richard con vehemencia—. Mary y yo somos capaces de llegar a cualquier parte, sin ayuda de nadie, ¿verdad, Mary? Pero ahora tenemos que volver a casa.
De pronto, preguntó Mary:
—¿Venía usted de Hatchholt, señora Thurston? ¿Cuál es el camino que va al embalse?
—No he ido allí —repuso la interrogada—. Estaba dando un paseo por estos lugares, y observando a los pájaros; pero puedo indicaros el camino. Seguid este sendero y encontraréis un atajo que os llevará hasta el embalse. Entonces podréis orientaros. ¿Vamos, John? Hasta la vista, pequeños.
A punto estuvo Richard de despedirse de la señora Thurston y de su sobrino para emprender el camino de vuelta a Witchend, pero instintivamente intuyó que su hermana no tenía mucho interés en regresar tan pronto. Por eso no se extrañó al oírla decir:
—Si ustedes no tienen inconveniente, les acompañaremos hasta Appledore. Tenemos mucha sed; igual que el otro día. Y estamos seguros de que llegaremos a casa a la hora de la comida.
Sorprendentemente, la señora Thurston no se mostró muy dispuesta a satisfacer esa petición. Y pareció contrariada cuando Richard apoyó la propuesta de Mary, indicando en son de extrañada protesta:
—¿De modo que después de haber ayudado a su sobrino durante todo el día, no quiere usted que vayamos a visitarla?
En respuesta, John Davies recogió su maleta y decidió con una risita:
—Es preferible que los dejemos venir con nosotros, tía. Mucho más conveniente ¿no te parece?
Nada opuso su tía esta vez. Consecuentemente, los cuatro empezaron a andar por el camino de la cumbre, seguidos por el gruñón Macbeth. Al llegar al sitio en que dos días atrás habían estado escondidos, Richard se adelantó un poco, esperando a los demás para mostrarles la Silla del Diablo, cuya negra silueta podía divisarse perfectamente. Luego, una vez que hubieron tomado por el sendero de Appledore, Mary se puso a su lado, mientras la señora Thurston cambiaba con su sobrino algunas palabras en voz baja, lo que hizo que el chico se sintiera intranquilo y le preguntase a su hermana, también en un susurro:
—¿Por qué estamos haciendo esto, Mary? ¿De verdad que tenías tanta sed? No me hubiera extrañado que tuvieses hambre, porque yo también querría comer ahora un bocadillo; pero como los hemos repartido con John…
—No sé qué decirte, Richard —repuso la niña—. Tengo la impresión de que vamos a descubrir algo importante. ¿Te diste cuenta de que ella no quería que viniésemos? Ahora… desearía no haber venido: pero es tarde para volverse atrás.
—¿Y no se te ocurrió pensar en lo que dirá mamá cuando se entere de esta aventura?
—Por supuesto que lo he pensado; pero tuve un impulso, y… La verdad es que después de todo, no me arrepiento. Estoy convencida de que vamos a tener una aventura muy interesante. Verás cuántas cosas podremos contar luego a David, a Peter y a Tom, allá en el campamento.
Habían llegado ya a las cercanías de Appledore. Y en esto, Macbeth, que trotaba delante de los dos gemelos, se detuvo en seco y alzó una mano, al tiempo que gruñía sordamente.
—Alguien ha pasado corriendo por entre esos árboles —dijo entonces Mary, asiendo a su hermano por un brazo. ¡Es verdad! Acabo de verlo.
—Es un bosque encantado —murmuró el chico—. Y me da… me da mala espina. No me gustaría perderme por ahí, porque…
Pero se interrumpió al oír la voz de la señora Thurston, la cual estaba diciendo:
—Tonterías. Lo que ocurre es que no sabes manejar a los niños.
E inmediatamente, al ver que los dos chicos estaban parados en el sendero, les preguntó:
—¿Qué hacéis ahí? ¿Por qué no seguís andando?
—Es que hemos visto a un hombre por el bosque —repuso Richard con cierta brusquedad.
—¿Un hombre? —repitió John—. ¿Por dónde andaba?
—Por ahí —contestó Mary, señalando hacia su izquierda—; pero ahora no estoy muy segura de haberlo visto claramente.
—Debe de haber sido un fantasma —opinó Richard.
Y la señora Thurston se echó a reír, comentando poco después:
—¡Qué chicos más divertidos! Decidme: ¿es verdad que habéis visto a alguien por aquí? ¿No sería mi criado Jacob, quizás?
—No lo sé —repuso Mary—. Y lo que me extraña es que saliera corriendo entre los árboles, como si tratara de esconderse.
—Está bien. Quedaos aquí un momento, mientras John y yo vamos a echar un vistazo. Tal vez sea un merodeador…
—No queremos esperar aquí —objetó Richard—. A mí no me gusta este bosque. Es preferible que vayamos con ustedes.
Intervino entonces John, e intentó convencer al chico con estas palabras:
—Escucha, amiguito: es conveniente que esperéis aquí unos minutos. Mi tía y yo daremos una vuelta por los alrededores, para averiguar si hay algún extraño por aquí. En estos días es preciso andar con mucho cuidado, a causa de los ladrones. Yo volveré a buscaros.
Pero Richard no estaba dispuesto a ceder, e insistió tozudamente.
—¡Iremos con ustedes!
Entonces la señora Thurston se acercó a él y le reprendió en tono irritado:
—¿Qué modales son ésos? ¡Sois un par de liosos y desobedientes! ¡Vais a esperar aquí a John! Y haréis lo que se os mande, ¿entendido?
Tan sorprendidos quedaron los mellizos ante aquella explosión de ira, que inmediatamente movieron sus cabezas en señal de asentimiento. John les envió un guiño a espaldas de su tía, alejándose con ésta por el camino en dirección a la casa. No hizo falta entonces que los gemelos concertaran un plan de acción. Obrando instintivamente y de mutuo acuerdo, se internáron a la carrera entre los árboles, hasta llegar al sitio en que Mary había visto la figura de un hombre. Una vez allí, la niña extendió un brazo para señalar una delgada columna de humo que ascendía por en medio de unas matas. Y David abrió los ojos desmesuradamente, mientras murmuraba:
—¡Un incendio en la selva! ¡Huyamos!
—¡Calla, bobo! —le detuvo su hermana—. Veamos de qué se trata.
Andando con suma cautela, los dos chicos se aproximaron al citado matorral, donde descubrieron la humeante colilla de un cigarrillo. Entonces se miraron en silencio, y acto seguido, regresaron a toda prisa al camino de la finca, sentándose junto al tronco de un pino, y comentando Richard con grave entonación:
—Así, pues, no era un fantasma, sino un hombre de verdad. Me agrada esta aventura.
Esperaron allí por espacio de un buen rato el regreso de John. Y cuando empezaban a impacientarse, apreció éste y les dijo:
—Venid conmigo, pequeños. Después de todo, tengo yo la culpa de que os hayáis alejado tanto de vuestra casa; pero atad al perrito a un árbol, porque me parece que no hace muy buenas migas con mi tía.
Aguardábales en el porche de Appledore la señora Thurston, la cual, en contraste con su anterior actitud, se mostró sumamente afectuosa con los dos mellizos, a los que hizo pasar a un cuarto situado al fondo del vestíbulo, en tanto les decía, sonriendo afablemente:
—Quiero charlar un poco con John, queridos. No os importará quedaros solos por unos minutos, ¿verdad? Dentro de un momento os traeré unas tazas de té y unos pasteles.
Dicho lo anterior, la dueña de la casa cerró la puerta tras de sí. Y Richard miró a su hermana para indicarle con ronco acento que delataba realmente su perturbado estado de ánimo:
—Te apuesto lo que quieras a que estamos prisioneros.
Pero Mary se acercó a la puerta y movió el picaporte, comprobando que no estaba cerrada con llave. Al asomarse ella y su hermano por la rendija, pudieron oír un rumor de voces, masculinas mayormente, procedentes de una habitación interior. Sin hacer el menor ruido, salieron los dos al vestíbulo y avanzaran de puntillas hacia la puerta, dispuestos a marcharse inmediatamente de aquella casa. Y de pronto, una voz que sonó detrás suyo, les hizo estremecer:
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Quietos!
De pie en la entrada de la que parecía ser la cocina. Estaba Jacob, sosteniendo una bandeja en una mano. Entonces abrióse otra puerta, por la que apareció la señora Thurston. Richard se volvió hacia ella y le hizo saber:
—Le agradecemos el té y los pasteles, señora; pero tenemos que marcharnos rápidamente. Mamá estará preocupada por nuestra tardanza…
—¿Cómo se entiende? —extrañóse ella—. Yo creía que teníais mucha sed… y que os gustaban los pasteles. Mirad: Jacob os llevaba ya la bandeja. Todo está preparado, queridos. ¿Por qué no tomáis algunos antes de marcharos?
—No, no; muchas gracias —dijo Richard abriendo la puerta que daba al exterior—. Sentimos no poder quedarnos; pero tenemos mucha prisa.
Cual si no comprendiera la razón de aquel proceder, la señora Thurston dejó escapar una risita antes de decir:
—De acuerdo, pues. Yo también os agradezco que hayáis guiado hasta aquí a mi sobrino. Llevadle mis saludos a vuestra mamá, y decidle dónde habéis estado. ¿Sabréis encontrar el camino de vuelta?
—Desde luego que sí —asintió Richard—. Iremos por la parte de Hatchholt, para ver allí a Peter.
La mujer se acercó a la puerta para despedir allí a los niños y encargarles:
—Tened cuidado. Y no os preocupéis por ningún vagabundo; porque nadie andaba merodeando por aquí.
—¡Si que andaba uno! —exclamó entonces Mary—. Hemos visto el cigarrillo que estaba fumando cuando echó a correr. Nosotros lo apagamos con el pie. Tal vez fuese el mismo hombre que vimos el otro día, en la cima de la montaña: Puede ser que lo fuera porque lo vimos venir en esta dirección.
Y Richard bajó los escalones del porche, indicando a la señora Thurston:
—También se le ha caído a usted el cigarrillo, señora.
Después de soltar a «Macbeth», los dos gemelos echaron a andar por el camino que atravesaba el bosque de pinos. Cuando se hubieron alejado suficientemente, Mary se volvió un poco para mirar a la casa, viendo que la señora Thurston seguía en la entrada.
—¿Has visto qué expresión? —le dijo a su hermana—. La misma cara que puso aquella tarde cuando le pegó a «Macbeth». Me alegro de volver a casa, Richard. Estoy ansiosa por abrazar a mamá y pedirle perdón por nuestra escapatoria. Y a lo mejor… a lo mejor ha salido David a buscarnos. Es posible que lo encontremos en la cima del monte.
Continuaron su marcha las dos chicos y el perro, no tardando en empezar a ascender por la empinada ladera del Mynd. En cierto momento, Richard dirigió una ojeada hacia los lejanos Stiperstones, donde la «Silla del Diablo» destacaba su oscura silueta sobre un fondo de blanquecinas nubes. Luego, cuando llegaron a la cima, el chico exhaló un suspiro y confesó:
—Por una parte, me habría gustado comer unos pasteles.
Pero su hermana siguió andando por entre las matas, a la par que le apremiaba:
—Apresúrate, Richard. Tengo frío, y quiero llegar a casa cuanto antes. «Mackie» también está cansado…
Insensiblemente, el estado del tiempo había ido experimentando una variación. Soplaba un fresco y húmedo vientecillo. Y al mirar hacia atrás, los dos gemelos se quedaron consternados, viendo que una ligera niebla empezaba a enturbiar las siluetas de los árboles y rocas que los rodeaban. Volvió entonces Richard sobre sus pasos, para detenerse en un punto desde el que se divisaban los Stiperstones e indicar con trémula voz:
—Fíjate, Mary. Mira hacia allá. Ya no se ve la «Silla». Es lo que nos dijo Bill, el diablo se ha sentado en ella. Y ahora…
Seguía acumulándose la niebla sobre la cumbre del monte. Y unas ligeras nubecillas acudían desde poniente, como si un gigante estuviera soplando hacia el Mynd multitud de copos de blanco y mullido algodón.