LA MONTAÑA
A David le pareció que la voz de Peter sonaba desde muy lejos…
—¡Eh, gandules! ¡Que ya es hora de ponernos en marcha! ¿No os parece?
E incorporándose, sobresaltado, inquirió:
—Pero… ¿es que… es que me he quedado dormido?
—¡Por supuesto que sí! —confirmó la chica con una risita—. Y yo no puedo estarme quieta por más tiempo. Dime: ¿crees que los dos pequeños podrán venir con nosotros? Parecen muy cansados.
—¿Cansados, nosotros? —protestó Richard, sentándose en el suelo, a la par que se frotaba los ojos—. ¿Quién ha dicho que lo estemos?
—Sólo estábamos descansando un poco —dijo Mary.
—… de los rayos ardientes del sol meridiano…
—… que desprenden destellos de oriental esplendor…
—Conozco esas frases —dijo Peter—. Creo que tienen alguna relación con el sombrero del parsi, esa narración del libro «Nada más que unos Cuentos». En fin: si queréis llegar esta tarde a la cima de la montaña, para ver la Silla del Diablo, tendremos que emprender la marcha inmediatamente. ¿No es eso lo que estaba deseando el pequeñín?
Frunció Richard el entrecejo, al oírse llamar de esta manera; pero al ver el amigable guiño que le hacia su amiga, optó por sonreír, aunque no sin cierto aire de timidez. Y en esto…
—¡Uuuuaaaaa… iiiiep!
Se volviéron, alarmados, los cuatro chicos, a tiempo para ver la última fase del prodigioso bostezo de «Macbeth», el cual, habiéndose estirado con todas sus fuerzas, estornudó seguidamente, antes de soltar dos secos ladridos, como si le fastidiara ser objeto de la general curiosidad. Luego, moviendo su colita, el perrito echó a trotar por el sendero que conducía a la montaña, adelantándose a Peter, quien había iniciado ya la marcha.
Mostró la chica a sus amigos la pequeña playa de arena situada a un lado del embalse. Y poco después, al quedar este último a espaldas de los expedicionarios, el sendero empezó a hacerse más empinado, si bien ofrecía la ventaja de discurrir a la sombra de los pinos, lo que libraba a aquéllos del ardor de los rayos solares. Al cabo de un buen rato dijo David:
—¡Oh! ¡Qué descuidado he sido! Me había olvidado del plano. Tenía intención de dibujarlo en el refugio de Peter, pero…
—Pero te dormiste —le recordó la nombrada—, y estuviste roncando como un bendito. ¡No te preocupes! Uno de estos días te ayudaré a hacerlo. ¡Y con dibujos! Porque a mí no me gustan los mapas que no tienen ilustraciones. Pondremos al pequeño en el pozo de barro… Y a Mary, dormida, y con la cabeza de «Macbeth» encima de su estómago. Y también dibujaremos a papá, recogiendo patatas del huerto.
Siguieron ascendiendo lentamente los cuatro chicos, hasta que al llegar a un lugar despejado, la guía se detuvo e indicó a sus compañeros:
—Un momento. Inspirad profundamente, y decidme si no notáis algo de particular.
—Yo sí lo noto —repuso Mary después de haber hecho una honda inspiración—. Que el aire es aquí más fresco… y más limpio, ¿verdad?
Se hallában entonces en un espacio sin árboles y cubierto por denso matorral; y al mirar detrás suyo, pudieron comprobar que habían ascendido a una altura considerable, a partir del sitio en que habían iniciado la subida. No había por allí ninguna cañada, no oyéndose tampoco el gorgoteo de las aguas de alguna corriente. Sólo había sol, cielo despejado… y matorrales; infinidad de matas de parduzca tonalidad.
—Yo me siento como si fuera una mosca —declaró Richard—. Bueno… como el Rey de los Moscas, quiero decir.
Peter señaló un montón de piedras que se divisaba algo más arriba, anunciando:
—Dentro de pocos minutos podremos ver la otra vertiente, esas piedras señalan el punto más alto del Mynd. Y a corta distancia tengo uno de mis refugios secretos. Vosotros seréis los primeros que lo veréis. Sigamos andando.
Empezó a protestar Richard, diciendo que preferiría llegar cuanto antes al montón de piedras, para ver desde allí la Silla del Diablo. Y aún continuaba protestando, cuando he aquí que Peter desapareció súbitamente como si se la hubiese tragado la tierra. Miráronse, asombrados, los tres hermanos. Y de pronto, oyóse un resoplido… desapareciendo también el menudo «Macbeth». Acto seguido, una jovial carcajada sacó a los chicos de su estupefacción. Y, en efecto: tan perfectamente disimulado se hallaba el refugio de Peter, que ésta hubo de llamar varias veces a sus amigos para que lograran descubrirla. Cuando al fin se reunieron con ella, encontráronse los Morton en una verdadera caverna natural, con suelo de arena, y en cuyos lados había excavado su dueña unos huecos, a modo de anaqueles. Y dispuestos a descansar de la fatigosa ascensión sentáronse todos en corro, repartiendo David una pastilla de chocolate.
En cierto momento, «Macbeth» irguió la cabeza y empezó a gruñir sordamente. David le puso una mano en el cuello, mientras los demás se quedaban callados y en actitud de escucha. Y Peter se inclinó hacia delante, para advertir en un susurro:
—Quietos… Alguien está acercándose.
—Es el enemigo —dijo Richard—; que se arrastra cautelosamente…
—Pero caerá en la emboscada —añadió Mary.
Llevóse Peter un dedo a los labios recomendando silencio, y luego dio a David con el codo, para indicarle que se pusiera de rodillas, a fin de atisbar por entre el follaje de los matorrales. Entretanto, los dos gemelos acariciaban a «Macbeth» para evitar que ladrara.
A unos cincuenta metros de aquel sitio, y en el sendero que recorría la cumbre de la montaña de norte a sur, hallábase de pie un hombre de mediana estatura, vestido con un sucio impermeable, y cargado con una mochila. Su aspecto sugería que se encontraba fatigado. Y en tanto lo observaban, lo viéron los dos chicos echarse hacia atrás el sombrero de fieltro con que se cubría, al paso que rebuscaba en sus bolsillos, sin dejar de mirar al montón de piedras que marcaba la cota superior de la montaña. Luego, el desconocido sacó de un bolsillo un trozo de papel y empezó a examinarlo detenidamente, comentando entonces David:
—Debe de haberse extraviado. ¿Quieres que vayamos a indicarle el camino?
—No creo que sea conveniente —repuso Peter—. Vale más que no… Tengo una idea. Sigámosle sin que se de cuenta, para averiguar qué es lo que está haciendo por aquí a estas horas… y completamente solo. Supongo que será algún excursionista solitario. ¿Qué te parece, David? ¿Quieres que le sigamos, aunque sólo sea por divertirnos? Te aseguro que le… ¡Ou!
La precedente exclamación fue proferida en tono algo más alto, lo que hizo que el hombre alzara la vista del papel que estaba mirando. Peter se volvió para encararse, furiosa, con los dos gemelos, al tiempo que Mary le reprochaba ásperamente:
—Sí; he sido yo quien te tiró de la trenza. Y es que estamos hartos de que os paséis charlando ahí todo el tiempo, sin dejarnos ver nada a nosotros.
—Murmurando como dos conspiradores —agregó Richard—. Dejadnos echar un vistazo, o de lo contrario nos pondremos a gritar y os estropearemos todos vuestros planes y deseos.
Ante tal alternativa, Peter y David no tuvieron más opción que retirarse de su ventajoso puesto de observación y permitir que los pequeños se asomaron al mismo.
—Parece una buena persona —murmuró Mary, refiriéndose al desconocido—. ¿Quién podrá ser?
—Tal vez un exilado que regresa a su patria —opinó Richard.
—¿Si? Desde luego que lo es. Y fíjate: ¿ves lo que está haciendo? Ha sacado un mapa y lo está consultando. Quedaros quietos vosotros, Peter y David, y os diremos lo que hace ese hombre. Ahora… ahora está mirando otro papel. Parece una carta…
—Es lo que dije antes —interrumpióla Richard—: un hombre que vuelve del exilio. Como el hijo pródigo del Evangelio. Eso es lo que es: un…
De pronto, Mary hizo acurrucar a su hermanito. Y a los pocos segundos, el desconocido pasó a pocos metros del refugio, silbando suavemente. Los chicos se quedaron en silencio por espacio de un rato. Y al fin, Peter se atrevió a echar una ojeada por encima de las matas, antes de proponer:
—¿Estáis dispuestos a correr una auténtica aventura? ¿Queréis que sigamos a ese hombre hasta su escondrijo?
—Por supuesto que sí —accedió Mary—. ¿No sabes que somos capaces de seguir cualquier rastro, igual que los indios?
—Gran Jefe «Lobo colorado» seguirá a la fiera hasta su mismo cubil —hizo saber Richard con aire importante.
—Y la princesa «Tiger Lily» se pondrá sus mocasines y después…
Interrumpió David a su hermana, para indicar a su amiga:
—Tú conoces estos lugares, Peter. Por tanto, es preferible que nos sirvas de guía. Yo iré detrás tuyo. Y luego seguirán Richard, Mary y «Macbeth».
Tras haber echado un vistazo por los alrededores, Peter informó a sus compañeros que el misterioso individuo había parado a unos doscientos metros de allí y estaba consultando el mapa o la carta que poco antes había mirado, cuando ellos lo descubrieron. Al cabo de un momento, y cuando el aludido reanudó su marcha, los chicos salieron de su refugio y le siguieron sin hacer ruido. No había por allí ni árboles ni desigualdades del terreno que pudieran servir para ocultar su avance, sino tan sólo el extenso matorral. Y aunque algunas veces se les ofreció la ocasión de andar normalmente, la mayor parte del tiempo tuvieron que realizar sus progresos en cuclillas o arrastrándose de mata en mata.
Por fortuna para ellos, el perseguido no pareció recelar que había cuatro indios sobre su rastro, siendo obvio, igualmente, que no sospechaba el horrible destino que le esperaba, en caso de que fuese capturado. Después de varios minutos de fatigosa marcha, Peter aguardó a que David llegara junto a ella para decirle entonces:
—No tardaremos en saber adónde se dirige. Poco más adelante hay un sendero que baja hacia la izquierda de la montaña. Si tuerce por ahí, querrá decir que piensa ir a la finca de Appledore; es una granja parecida a Witchend, pero si continúa por la senda, tendrá que hacer una de estas dos cosas: descender por un barranco… o seguir hasta el otro extremo de la cima, a unos diez kilómetros de aquí. ¿Qué tal andan los gemelos? ¿Están cansados?
—¡Nosotros no nos cansamos jamás! —exclamó Mary, indignada.
Apoyándola Richard:
—¡Naturalmente! Los indios no se cansan nunca.
El perseguido había aumentado la longitud de sus pasos; pero Peter consideró que no convenía imitarle, siempre que no lo perdiesen de vista. Al cabo de un rato, al advertir que aquél se detenía, los cuatro chicos se ocultaron rápidamente entre los brezos. Y al oír después detrás suyo unos inconfundibles murmullos de protesta, David se dijo que algunos indios empezaban a cansarse… y que tal vez sería oportuno suspender la persecución con todos los honores; pero antes de que hubiera podido expresar tal idea, «Macbeth» se puso a ladrar, al tiempo que Mary profería un chillido. Con súbita reacción, el muchacho se arrojó sobre el perro y lo hizo callar, extrañándose al ver que su hermana se levantaba apresuradamente y señalaba a sus pies.
—¡Agáchate en seguida, tonta! —le ordenó.
A lo que ella se negó rotundamente, exclamando:
—¡De ninguna manera! ¡Hay ahí una serpiente! ¡Una horrenda y espantosa serpiente negra…!
Aterrorizado, balbuceó David:
—¿Te ha… te ha mordido, Mary?
—No —repuso ésta—; morderme, morderme… no me ha mordido; pero…
—¿Estás segura? ¿Viste si… si tenía en la cabeza una mancha blanca, en forma de uve? ¿Sabes si era un… una víbora venenosa?
Tan asustada se hallaba la niña, que hubo de ser Richard quien contestara a las preguntas de su hermano, informándole:
—No; no nos ha mordido. Te agradecemos tu interés, pero ten por seguro que nos hemos librado de un gran peligro. No era una víbora, sino una cobra. O mejor dicho: una gigantesca boa. Por lo menos, por lo menos… tenía cuatro metros de largo.
—¡Bueno! —exclamó entonces Peter—. Sea lo que fuera, es preferible salir cuanto antes de estos matorrales. Puede haber sido una víbora. Hay muchas por estos lugares.
Al notar que Mary cogía de la mano a Richard, se preguntó David si estaría comportándose él sensatamente, tal como se lo había prometido a su padre. Siguió con la vista a la pequeña, la cual fue a sentarse en el centro del sendero, junto a su hermano gemelo.
—Tenemos mucha sed —dijo éste.
Añadiendo la pequeña, débilmente:
—Hay que encontrar un oasis.
Y Peter, hablando en tono que revelaba honda decepción, hizo saber a sus amigos:
—Creo que hemos perdido el rastro de ese hombre. Ha desaparecido hace un momento. Por eso es probable que se haya marchado a la finca de Appledore, en la otra banda del monte. Allí no hay cañadas, como en la vertiente oriental. Y la cuesta es mucho más pronunciada.
—¿Y cómo es Appledore? —preguntó Mary.
—Eso es lo que estaba diciéndole a David —repuso Peter—. Es una casa parecida a la de Witchend. Una finca muy bonita, rodeada por un bosque, pero demasiado aislada. Hace unos seis meses la alquiló la señora Thurston, a la que todavía no he visto ni una sola …
—¿Cómo has dicho que se llama? —inquirió David.
—¿Quién? ¿Esa señora? Thurston. ¿Por qué lo preguntas?
—Pues… no estoy muy seguro; pero me parece que alguien pronunció ese nombre el otro día. ¿Lo recordáis vosotros, mellizos?
—Por supuesto que lo recordamos —afirmó Mary gravemente.
—No podemos olvidarnos de ese nombre —agregó Richard—; fue el que dijo «aquel perro embrujado», allá en la estación.
Miróle David, sin comprender, acudiendo Mary en su auxilio al indicarle:
—No seas bobo, David. ¿No te acuerdas del perrazo negro que te empujó en el andén, y que andaba buscando su maletín?
Pero el muchacho estaba tan confundido, tratando de representarse la imagen de un mastín que buscaba una maleta, que sus hermanos tuvieron que contarle lo ocurrido a su llegada a la estación de Onnybrook, cuando un grosero sujeto le trató rudamente. Intervino entonces Peter, para decir:
—Yo no me he encontrado nunca con él ni con esa señora. ¿Qué os parece si nos acercáramos a su casa, para pedir agua… o con cualquier otro pretexto? De esa forma podríamos enterarnos de lo que hacen allí. Tenemos mucho tiempo por delante. Y además, habiendo perdido de vista a nuestro perseguido… Acompañadme hasta allí. Pasaremos por un sitio desde el que podremos divisar los Stiperstones y la Silla del Diablo. Luego, si os animáis a seguirme, bajaremos a través del bosque de pinos hasta la finca de Appledore, para averiguar quiénes viven en ella. ¿De acuerdo, pues?
Juzgó David que él y sus hermanos habían caminado ya bastante en su primer día de excursión; pero los gemelos, repuestos de su momentáneo desfallecimiento, se mostraron tan entusiasmados con la idea, que no tuvo aquél más opción que aceptar la propuesta. Empezaba a advertir el muchacho que Peter era una chica dotada de vigoroso temperamento, aunque no por ello dejaba de ser simpática; pero su costumbre de andar siempre sola por esos agrestes parajes le impedía darse cuenta de que los demás no eran tan fuertes como ella.
Así, pues, pronto se hallaron caminando los cuatro exploradores por un estrecho sendero que conducía a la ladera occidental de la montaña. Al cabo de unos diez minutos, Peter se detuvo y miró fijamente hacia el oeste, alzando luego un brazo, para señalar:
—Fíjate, Richard, ¿lo ves? Allá están los montes Stiperstones, con la Silla del Diablo en la cumbre. Conoces la leyenda, ¿verdad? Cuando no se ve la Silla, es que el diablo se ha sentado en ella.
—Ya lo sabemos —repuso el chico—. Tenemos un amigo marinero que nos contó toda la historia.
—Pero te lo agradecemos lo mismo, Peter —dijo Mary—. Y nos gustaría saber todo lo que puedas decirnos de ese viejo diablo al que se le metió una china en el zapato.
Recordaba David lo que Bill Ward les había dicho acerca de aquella región; pero no se imaginaba que la misma pudiera ser tan bella. Nunca había visto un paisaje tan soberbio como el que en ese momento estaba contemplando. Y en verdad que no parecía sino que se hallasen en lo más alto del planeta, teniendo al frente un vastísimo valle. A sus pies, la abrupta ladera del Mynd presentaba algunos grupos de achaparrados arbolitos, y allá, en la lejanía, en medio de los llanos, se distinguía un pueblecito, del que sobresalía el enhiesto campanario de la iglesia, cuyo dorada veleta brillaba en aquel instante, al incidir en ella los rayos del sol.
Escuchaban los gemelos en silencio la explicación de Peter, la cual estaba diciéndoles:
—Y allá, hacia el sur, está la región de Gales. Hoy hace muy buen tiempo y por eso se pueden ver las montañas galesas; pero ahora no recuerdo sus nombres. Papá me los dijo una vez. Y creo que la de Plynlimmon es la más alta de todas. También me contaron un día muchas leyendas de esa región. La llaman el País Fronterizo; y también, las Marcas de Gales. Hacia ese lado… aunque no podáis verlo bien desde aquí, está Ludlow.
—Ya lo sé —la atajó Mary vivamente—. Donde hay un castillo… y los aguerridos caballeros andantes vienen galopando a través de las marcas para verme a mí, que estoy esperándoles en una ventana.
Muda de estupor, Peter se quedó mirando a su amiguita. Y al notar la expresión de sus ojos, a punto estuvo de prorrumpir en una carcajada. Contúvose, no obstante, y le pasó un brazo en torno a los hombros, atrayéndola hacia sí, mientras le decía:
—Tal vez tengas razón, Mary. Algún día iremos a visitar ese castillo. Y estoy segura de que nos divertiremos muchísimo. ¡No sabes cuánto celebro que hayáis venido a vivir por aquí!
Con aire un poco malhumorado, farfulló Richard:
—Lo que yo quiero que me expliques es lo de los Stiperstones.
Y señalando hacia el noroeste, dijo:
—Supongo que serán aquéllos.
—¡Oh! Perdona, Richard —disculpóse Peter—. Sobre todo, sabiendo que hemos venido hasta aquí para e nseñártelos a ti. Sí que son aquéllos los Stiperstones. Creo que son más elevados que el Mynd. ¿Puedes ver «La Silla»?
A su pesar, el pequeño hubo de decirse que las oscuras rocas situadas en la cresta de aquellas montañas, no tenían la apariencia de una silla. ¡Ni mucho menos! Y así se lo participó a su amiga, la cual hizo notar:
—No siempre hace un día tan claro como el de hoy, para ver la «Silla del Diablo». Una vez, cuando yo tenía la edad de Mary fui con papá hasta ese pueblo que veis allá abajo; y al volver a casa, en lugar de tomar el coche de línea que va hasta Onnybrook, decidimos cruzar el Mynd por el camino de Appledore, el que ahora vamos a seguir. Pues bien: cuando estábamos atravesando el bosque, recordé lo que papá me había contado, con respecto a la «Silla», y al volverme a mirar hacia allí, pude verla perfectamente; igual que en este momento. Luego llegamos aquí, a la cumbre. Miré otra vez a la «Silla»… y no pude verla. Había desaparecido entre la niebla. Recuerdo que papá me obligó a apresurar el paso; pero antes de que llegásemos al embalse, nos alcanzó la niebla. Y si él no hubiese conocido tan bien el sendero, habríamos caído al agua… o nos habríamos perdido en la montaña.
—¿Y qué pasó? —quiso saber Richard.
—¡Oh! —exclamó la chica—. Llegamos a casa sin novedad. Papá me acostó en seguida y me llevó a la cama un trozo de pan y un vaso de leche.
Y con una risita añadió:
—Papá cree que todo se cura con pan y leche.
—Todo eso está muy bien —dijo Richard—; pero yo quiero saber si cuando no se ve la «Silla» es porque el diablo está sentado en ella. Eso es todo lo que pido. Que me lo digan, porque quiero saberlo.
Al notar su vehemente entonación, David decidió evitar el tema y dijo:
—En cambio, lo que yo deseo en este momento es beber un buen trago de agua. Estoy más sediento que un desierto; pero no sé si será más conveniente que regresemos ahora a Witchend, después de recoger nuestras cosas en casa de Peter. ¿Qué os parece, gemelos? ¿Verdad que estáis un poco cansados?
Y mirando a Peter, le preguntó:
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Hatchholt? ¿Puedes indicarnos algún atajo, para ir desde allí hasta Witchend?
—No hace falta pasar por Hatchholt para ir a vuestra casa —repuso la chica—. Yo os mostraré un camino que lleva directamente al valle de Witchend. Y no os preocupéis por vuestros bultos; mañana mismo os los llevaré. Y ahora, vayamos hasta Appledore, para ver si vive allí el brujo que decía Richard… y para beber unos vasos de agua; porque yo también tengo mucha sed.
Ninguna objeción opuso David esta vez, siendo «Macbeth», en cambio, el que dio muestras de protesta, al negarse a seguir a los chicos, echándose en el suelo, y volviéndose sobre su lomo, cuando Mary lo llamó.
—Es que él también tiene sed —dijo la niña—. ¡Pobrecito!
Por lo visto, el perrito comprendía el cariñoso significado de esta última palabra, puesto que inmediatamente giró sobre sí mismo y se puso en pie. Observóle Peter con crítica mirada, en tanto comentaba:
—Espero que no nos vaya a servir de molestia. No conviene traer perros que no sepan adaptarse al paso de sus amos.
Al oír lo anterior, Richard miró a Mary, la cual asintió en silencio, antes de declarar:
—Perfectamente. Podéis marcharos. Nosotros os esperaremos aquí… o nos iremos solos a casa.
—No os preocupéis por nosotros —añadió Richard—. No nos ocurrirá nada malo. Si se os ofrece la oportunidad, traednos una botella de agua… una botellita muy pequeña, como es natural, para nosotros y para «Mackie».
—No pedimos mucho —hizo notar Mary.
Agregando su hermano gemelo:
—La suficiente para que no perezcamos de hambre y de sed.
Extrañada, Peter miró a David y le preguntó:
—¿Qué es lo que se proponen?
Y el interrogado se encogió de hombros, al tiempo de responder:
—Supongo… supongo que prefieren quedarse aquí con «Macbeth», en vista de que el pobre está muy cansado. Tú no los conoces todavía, Peter. Casi siempre se comportan de este modo; y a veces es un verdadero fastidio. No deberías haber dicho eso del perro. Ahora… Mary no querrá apartarse de él. Y Richard no se separará de Mary. Yo los conozco a los tres… y sé que será inútil tratar de convencerlos.
Enrojeció vivamente la muchacha, no pareciendo sino que fuese a expresar algún concepto desagradable sobre los mellizos y «Macbeth». Luego, después de tragar saliva, suspiró hondamente y dijo:
—De acuerdo, pues. Nos turnaremos para llevarlo en brazos un rato cada uno.
Añadiendo en voz baja:
—Creo que es tan caprichoso como sus amos.
El sendero que conducía a la finca de Appledore era sumamente empinado, no tardando en hallarse los chicos a la sombra del pinar que rodeaba la citada casa. No era dicha arboleda tan densa e intrincada como la de las cercanías de Witchend, careciendo, asimismo, de monte bajo. Además, los árboles eran mucho más altos y copudos. Y el camino que pasaba por allí, si bien más ancho que las sendas de la montaña, se hacía a veces difícil de transitar, a causa de la resbaladiza capa de agujas de pino que lo cubría. Conforme avanzaban en primer lugar, Richard y Mary hablaban quedamente, habiendo decidido poco antes que ellos eran Hansel y Gretel, los sugestivos protagonistas de un cuento infantil. Y Peter, que marchaba en silencio junto a David, se volvió de pronto hacia éste para exclamar en tono entusiasmado:
—¡Qué contenta estoy de que hayáis venido a vivir por aquí! Parece mentira que apenas nos hayamos conocido esta mañana. Mis vacaciones me resultan monótonas muchas veces, porque sólo tengo a «Sally», para salir de paseo. En cambio, ahora… ¿Sabes montar a caballo?
Hizo David un gesto negativo, prometiéndole su compañera:
—Yo te enseñaré, es muy fácil. Nunca he dejado montar a nadie en mi yegua, porque se asusta de los extraños, pero tú serás amigo nuestro y… ¡Ah! Mañana, cuando vaya a verte a Witchend, te haré saber una gran idea.
—Yo también tengo muchas ideas buenas, Peter —declaró David—. Se me han ocurrido bastantes aventuras… que serían más divertidas si tú nos acompañaras. Tú y Tom, el sobrino de los Ingles. Ahora tiene que ayudar a su tío; pero sé que será muy buen compañero también…
Tan abstraídos estaban los dos con sus pensamientos, que se quedaron francamente sorprendidos cuando los gemelos se abalanzaron sobre ellos, saltando desde ambos lados del camino.
—¿Qué sucede? —inquirió David, extrañado.
Y Richard le puso inmediatamente una mano en la boca, a la par que le advertía:
—¡Silencio! ¿Cómo puedes ser tan descuidado, hallándonos a dos pasos del enemigo? Veo que es mejor que Mary y yo vayamos siempre en cabeza, explorando el terreno.
Había empezado «Macbeth» a gruñir sordamente, por lo que David lo cogió en brazos y le acarició la cabeza para tranquilizarle. Por lo relativo a la advertencia de Richard no andaba éste muy descaminado, pues apenas si habían avanzado los chicos unos doscientos pasos, he aquí que apareció ante ellos una casa bastante grande, y de cuya chimenea brotaba una azulada nubecilla de humo.
—Están quemando leña —dijo Peter—. Lo cual quiere decir que la casa está habitada, pero nos hemos equivocado de camino, porque ésa es la parte posterior del edificio. Si vamos a pedir un poco de agua, conviene que llamemos a la puerta principal; ¿no es verdad, David?
—Desde luego —asintió éste—. No hemos venido hasta aquí para contemplar ese bonito huerto. Estoy medio muerto de sed; y creo que a «Mac» le pasa lo mismo que a mí.
Internáronse los chicos en el pinar, yendo a salir al camino que conducía a la puerta principal de la casa. Veíase ante ésta un bien cuidado jardín, y hacia la izquierda, un estanque en el que nadaban algunos patos, al paso que en un espacio descubierto, situado a la derecha, hallábase una moto de antiguo modelo. Abrió Peter la puertecilla de tablas que daba acceso al jardín, al tiempo que decía:
—Venid conmigo. Veo que hay gente en la casa.
E indicando al coche estacionado frente al porche, agregó:
—Y es posible que tengan visitantes.
Tras haber recorrido el liso caminillo que atravesaba el jardín, la chica subió los dos peldaños de la entrada y llamó a la puerta, mientras David realizaba considerables esfuerzos para sujetar al nervioso «Macbeth», el cual había visto a los patos y quería lanzarse hacia el estanque. Detrás de ellos, Richard estaba diciéndole a su hermana:
—Verás: es invisible. Se habrá puesto su capa mágica y no…
—Y además —interrumpióle la niña—, es capaz de transformarse en cualquier cosa. ¡En un enorme perro negro, por ejemplo!
—Seguro que sí —coincidió el pequeño en un susurro—. Y ahora… ahora estará espiándonos… y escuchando lo que decimos.
Le pareció a David que había oído un rumor en el interior de la casa, pero al levantar la vista hacia el piso superior, no pudo advertir ningún signo de humana presencia, como no fuera el leve oscilar de unos visillos. Tras haberle consultado con la mirada, Peter volvió a llamar a la puerta, Tornando a gruñir «Macbeth» al abrirse ésta bruscamente y aparecer en el hueco la figura de un hombre: el mismo que originó el desagradable incidente en la estación de Onnybrook, a la llegada de los Morton. Vestía el citado una corta chaqueta de tela blanca; y sus largos brazos pendían flojamente a ambos lados, en tanto observaba, ceñudo, a los cuatro chicos. Al reconocerle, David dio un paso atrás, al ver que «Mackie» se agitaba en sus brazos y emitía un agudo ladrido. El hombre se inclinó un poco para preguntar:
—¿Qué queréis?
Añadiendo al no obtener respuesta:
—¿No queréis nada? ¿Por qué llamáis, entonces a la puerta? ¿Por afán de molestar? ¡Ea! ¡Marchaos por ahí!
Recobrada de su sorpresa, saludóle Peter con toda cortesía:
—Buenas tardes, señor. Sentimos haberle molestado; pero hemos caminado mucho y nos sentimos fatigados y con mucha sed. ¿Tendría la amabilidad de darnos un poco de agua?
—¿Quiénes sois vosotros? —masculló el desconocido. Y al reparar en David, alzó las cejas y exclamó—: ¿Tú? Tú eres el que me escondió el maletín en la estación, ¿no es eso? ¡Largo de aquí! ¡No queremos chicos en esta casa!
—Un momento —le detuvo Peter cuando él se disponía a cerrar la puerta—. Yo quiero ver a la señora Thurston. Y además, no tiene usted por qué tratarnos de esa forma. Sólo queríamos un poco de agua.
Oyóse entonces una voz femenina, procedente del interior de la casa:
—¡Jacob! ¿Quién está ahí?
Antes de que el interrogado hubiera podido contestar, anticipósele Peter al indicarle, en tono más elevado:
—Y estoy segura de que la señora Thurston no nos despediría sin habernos dado de beber. Mi padre conocía a los anteriores inquilinos de esta casa. Y sé que a ellos no les hubiera importado darnos agua.
Dedicóle el hombre una airada mirada, antes de abrir la puerta de par en par para anunciar con malhumorado acento:
—No son más que unos chiquillos, señora. Si fuera por mí, los echaría de aquí inmediatamente.
—Está bien, Jacob —dijo la mujer—. Puedes retirarte.
Y acercándose a la puerta, saludó a los recién llegados con amable sonrisa, indicándoles:
—Por supuesto que os daremos todo el agua que deseéis. Pasad y decidme quiénes sois, dónde vivís… ¿Somos vecinos, quizá?
Joven y atractiva era la señora Thurston. Llevaba sus oscuros cabellos, partidos en dos crenchas, y recogidos estrechamente tras la nuca. Vestía en aquel momento una bata roja, completada con sandalias del mismo color; y estaba fumando un cigarrillo. Por lo referente a su aspecto general, no podía ser más simpático, no pareciendo, en verdad, una mujer campesina, sino más bien una persona acostumbrada a alternar en elegantes ambientes, lo que hizo que sus jóvenes visitantes se sintieran algo encogidos, aunque ello no había de obstar para que los mellizos iniciaran uno de sus acostumbrados «dúos», a guisa de presentación:
—Buenas tardes —dijo la pequeña—. Yo soy Mary Morton, y éste es mi hermano Richard. Y éste es mi otro hermano, David.
—Mary y yo somos gemelos —dijo Richard—; y hemos venido a Witchend en busca de grandes aventuras, mientras papá esté en la R.A.F. Ésta es nuestra buena amiga Peter, que es una abreviatura de algo que ahora no recuerdo, pero que tiene relación con una barca.
Asombrada ante aquella insólita presentación, la dueña de la casa miró boquiabierta a los gemelos, sonriendo luego al contestar:
—Encantada de conoceros. ¿Queréis acompañarme? Iba a tomar mi merienda; pero le diré a Jacob que traiga más pan con mantequilla. No os extrañéis si Jacob se muestra un poco huraño. Es buena persona, pero no está acostumbrado a tratar con niños.
Volvióse la señora Thurston para preceder a los chicos. Y al disponerse a seguirla, David se quedó sorprendido, viendo que «Macbeth», se escurría de sus brazos y saltaba al suelo para erizar los pelos del lomo y ponerse a ladrar desaforadamente.
—Podéis traer también a vuestro perrito —indicóles la dama.
Pero «Mac» no estaba dispuesto a cruzar aquel umbral, pues cuando David extendió un brazo para cogerlo por la piel del pescuezo, el animalito plantó sus cuatro patas en el suelo y sacudió su peluda cabeza, resistiéndose a tal pretensión. En vista de su actitud, Mary le puso la correa y lo llevó hasta el estanque de los patos, dándole allí de beber. Luego volvió con él hasta la puerta de la casa, donde se repitió la anterior escena. Al fin, sintiéndose avergonzados por su rebelde comportamiento, los chicos optaron por dejarlo atado al tronco de un árbol, antes de seguir a la señora Thurston al interior de la casa. Se hallába ésta mejor amueblada que Witchend, disponiendo asimismo de muchas más comodidades. Y aunque la temperatura del día era más bien cálida, unos gruesos leños estaban ardiendo en la artística chimenea, a ambos lados de la cual habían sido dispuestas dos mesillas bajas, con varios platos que contenían rebanadas de pan con mantequilla y emparedados de jamón.
Acomodóse la señora Thurston en un magnifico sillón, al paso que invitaba a los chicos a que tomaran asiento en unas butacas. Entró entonces Jacob, portando una bandeja con una tetera y dos jarras de leche, y retirándose seguidmente. Y entonces preguntó Richard:
—Eh… discúlpeme, señora: ¿es un médico?
—¿Un médico?… ¿Por qué ha de serlo?
—Pues… como lleva esa chaqueta blanca… Yo sé que los médicos usan esas ropas.
—Desde luego que sí —asintió Mary—; los hemos visto muchas veces. ¿Está curándola a usted, señora?
Sonrió la interrogada, al tiempo que respondía:
—No está curándome, querida; pero cuida de la casa. Es mi criado, y no mi médico.
A continuación, y mostrándose siempre muy amable, interrogó a los invitados sobre varias cuestiones, de modo que al terminar la merienda había muy pocos detalles que no hubiese averiguado acerca de los mismos. En particular, pareció sumamente interesada por lo referente a Peter y a la casa de Hatchholt, y prometió a la chica que uno de aquellos días iría a visitarla, pues le gustaría ver el embalse. Luego bromeó con los mellizos y les preguntó si subían muy a menudo a la cumbre de la montaña, explicando a su vez:
—Yo vivo aquí desde hace unos seis meses; pero los quehaceres de la casa me han impedido realizar muchas excursiones.
Le díjo entonces David que era aquélla la primera excursión que efectuaban. Y al oírle referirse al desconocido que habían visto en el monte, la señora Thurston manifestó genuina sorpresa e inquirió:
—¿De verdad? ¿Qué aspecto tenía? Y sobre todo: ¿qué andaría haciendo por allí?
—No lo sabemos —repuso el muchacho, sonriendo levemente—. Nosotros lo seguimos por espacio de un buen rato hasta que Mary vio una serpiente. Creímos que era un turista, ¿comprende usted? Pero a mí me llamó la atención que llevase un impermeable en un día tan despejado como el de hoy. Supongo que bajó hacia este lado, porque se perdió de vista en el comienzo del sendero que viene hasta aquí. Y también le vimos consultar un plano. En fin: ahora tenemos que regresar a casa. Muchas gracias por la merienda, señora Thurston.
Miróle ésta fijamente, al preguntarle:
—Pero… no iréis a subir otra vez a la cumbre del monte para volver a Witchend, ¿verdad que no?
—No cuesta mucho —díjole Peter—; y además, hay muy buen camino. Mucho más corto que si fuéramos por la carretera, alrededor de la montaña. Cuando lleguemos arriba enseñaré a mis amigos un atajo que les llevará en seguida a su casa: en menos de media hora.
La señora Thurston se levantó de su asiento y arrojó su cigarrillo a la lumbre de la chimenea, al tiempo que decía:
—No puedo permitir que emprendáis ahora esa ascensión. Estáis demasiado cansados… ¡Desde luego que lo estáis! Y sobre todo, los gemelos. Os llevaré en mi coche, y os dejaré a la entrada del camino de Witchend.
De nada valió que Peter asegurase que el camino más corto para ir a la casa de Hatchholt, donde vivía, era el que pasaba por la cima de la montaña, porque la señora Thurston no se dejó convencer por tal argumento, e insistió en que también fuese Peter en el coche; y hasta llegó a replicar secamente a la chica, cuando ésta adujo que Hatchholt estaba muy apartado de Witchend.
—No discutas —le dijo—. Voy a llevarte a ti también. Por tanto, preparaos para acompañarme, pues partiremos inmediatamente.
Salieron los chicos al jardín, soltando a «Macbeth», el cual empezó a correr en circulo, alrededor de ellos, dando muestras de frenética alegría. Extrañóse David, al comprobar que era más tarde de lo que él se había imaginado, como lo atestiguaban los oblicuos rayos del sol, que proyectaban alargadas sombras sobre el fresco césped. Y por una parte… se sintió satisfecho porque se les ofreciera la oportunidad de regresar en coche, pues temía que su madre le reprochara su tardanza. Distrájole entonces de sus pensamientos la susurrante voz de Peter, quien murmuró a su oído:
—No negaré que es muy amable, David; pero a mí no me habría importado volver andando a mi casa. ¿Qué opinas de ella? Yo creo que es buena persona. Y sin embargo, hace tantas preguntas…
Antes de que el muchacho hubiera podido contestarle, la aludida salió al porche de la casa, llevando colgado del brazo una chaqueta de mezclilla. Y cuando se disponía a abrir la portezuela del coche, llegó hasta allí, procedente del cercano pinar, el inconfundible ulular de un búho.
—Es raro —comentó Peter—. Los búhos no suelen chillar durante las horas del día. A no sé por qué…
Pero se interrumpió, al oír que la señora Thurston les indicaba:
—Subid al coche, pequeños, y no os mováis de aquí. Esperadme un momento. No tardaré en volver. «Macbeth» mostraba tanta aversión hacia el coche como hacia la propietaria del mismo, a causa de lo cual, Mary lo sentó sobre su falda, mientras Richard lo sujetaba fuertemente por la correa, en prevención de posibles contratiempos. No volvió a aparecer Jacob por allí; pero los chicos le oyeron hablar con alguien en la parte trasera de la casa. De pronto, preguntó Richard en tono de extrañeza:
—¿Por qué nos habrá dicho que la esperemos dentro del coche? Yo quiero ir a ver esos patos. Ven Mary: acompáñame.
Llegó en esto la señora Thurston, frustrándose así los propósitos del pequeño. Y acto seguido, puso en marcha el motor, no tardando en deslizarse el coche por un estrecho camino bordeado de árboles. Por dos o tres veces intentó iniciar David una conversación general; pero la conductora parecía hallarse abstraída, y no contestó a sus preguntas. Poco después, cuando desembarcaron en la carretera y torcieron hacia la izquierda, dijo Peter:
—Vamos a contornear la montaña. Y pasaremos por ese pueblecito que vimos desde la cumbre. Hay allí una fuente que nace de la roca viva. ¿Parará usted un momento, señora Thurston?
—Es demasiado tarde —repuso la mujer—. No podemos perder el tiempo.
Murmuraron los gemelos, con aire resentido. Y a partir de entonces, ninguno de los ocupantes del coche pronunció una sola palabra, hasta que Peter anunció:
—Ése es el camino de Witchend. Hasta mañana, pues. Iré a veros por la mañana, y os llevaré vuestras cosas. Así tendré el placer de conocer a vuestra mamá.
Al detenerse el vehículo a un costado de la carretera, un hombre uniformado se apartó del seto de arbustos y sonrió a los hermanos Morton, saludándoles con potente vozarrón:
—¡Hola, amiguitos!, ¿habéis tenido un buen día?
Reconocieron entonces los chicos a mister Ingles, el cual siguió diciendo:
—Estaba preguntándome qué tal lo estaríais pasando. Porque no os habréis perdido, ¿verdad que no? ¡Vaya, vaya!
Y al volverse hacia el coche, exclamó:
—¡Caramba, Peter! ¿También estás tú aquí? ¿Dónde os habéis encontrado? ¡Lástima que Tom no haya podido acompañaros hoy! Pero ya sabéis que tiene que trabajar para mantenerse y no… Señora Thurston, ¿sería tan amable que me llevara en su coche hasta Onnybrook? Estoy de servicio esta noche, y… Gracias, muchas gracias.
Y montó en el coche sin esperar respuesta.
Minutos después, los tres hermanos recorrían cuesta arriba el camino de Witchend, avanzando «Macbeth» con ligero trotecillo entre los dos gemelos, mientras David no las tenía todas consigo, a cuenta de lo que podría decirle su madre. Pasaron frente a la granja de los Ingles sin ver allí a nadie. Doblaron luego el recodo más cercano al arroyo, sumido a la sazón en las sombras del anochecer. Y al fin, tras haber rebasado un bosquecillo, distinguieron la oscura silueta de su casa, así como la abierta cancela, al lado de la cual, la señora Morton estaba esperándoles. Los mellizos se adelantaron para dar comienzo los dos a la vez a un incoherente relato de sus recientes aventuras. Y ella los abrazó a los tres, declarando luego:
—Empezaba a preocuparme por vosotros; pero veo que os habéis divertido. Ahora, mientras cenáis, me contaréis todo lo que habéis visto.
En el curso de la cena, Mary se quedó dormida en su silla. Y poco más tarde, cuando los gemelos se hubieron acostado, el mismo David se sintió incapaz de narrar correctamente las incidencias de la excursión, a causa de la fatiga. De pronto, al referirse a la señora Thurston, se le ocurriéron algunas ideas sobre la misma. Y con aire preocupado, manifestó:
—Lo que no me pareció correcto fue que nos hiciera tantas preguntas: dónde vivíamos; qué hacías tú aquí; si tenías quién te ayudase en los quehaceres de la casa… y así siguiendo. También se mostró interesada por lo referente a Peter y al depósito de agua. Y aunque se portó muy amablemente con nosotros… no sé por qué tenía que preocuparse tanto de que los gemelos no se cansaran, subiendo nuevamente a la cima del monte. Lo más curioso fue que al oír el grito del búho, pareció muy ansiosa por traernos a casa cuanto antes. Por lo demás, hemos pasado un día espléndido. Mañana tendremos que buscar más leña y llenar el tanque hasta el borde, en justa compensación, ¿verdad, mamá? ¡Ah! Espero que te guste Peter. Y también… creo que sería preferible que no le dijeras a papá la tontería que hice al dejar que los gemelos subiesen a lo alto de aquella cascada y empezaran a explorar los alrededores. Aunque… si hubieras visto lo cómico que estaba Richard, metido en aquel pozo de barro…