CAPÍTULO I

WITCHEND

Habían cambiado de tren en la estación de Shrewsbury. Y una vez que su equipaje quedó apilado sobre el andén, la señora Morton miró a sus dos hijos menores, los mellizos Mary y Richard, y les encargó:

—¡No os mováis de aquí hasta que yo vuelva! Quedaos junto a las maletas y cuidad de «Macbeth». David ha ido a buscar a un mozo, y yo iré a comprar unos bocadillos. Prometedme que no os apartaréis de aquí.

—¡De acuerdo, mamá! —repuso Richard—. Confía en nosotros.

—¡Te lo prometemos! —añadió Mary, con solemne acento.

Y sentándose en un baúl, atrajo hacia sí al negro perrito «Macbeth», el cual, agradecido por esa prueba de afecto, levantó el hocico y le lamió la cara. Porque la verdad era que «Macbeth» aborrecía los trenes y las muchedumbres, a causa de que todo el mundo parecía empeñarse en pisarle la cola o tropezar con él.

Entretanto, y mientras avanzaba a lo largo del andén, David no se sentía muy seguro de sí mismo. Y ello, pese a recordar lo que su padre le había dicho al despedirse …

«Cuida de mamá en mi lugar, querido amiguito. Y preocúpate también de tus terribles hermanos. Sé que a todos os gustará muchísimo Witchend… y querría que disfrutaseis de unas buenas vacaciones durante mi ausencia; más espero que os comportéis juiciosamente y que no cometeréis tonterías».

Aún le duraba a David la emoción de aquel momento, cuando su papá, vestido con su nuevo uniforme, le había hablado fuertemente, reiterándole su encargo…

«Haz todo lo que puedas por ayudar a mamá, hijo mío…».

La multitud que atestaba el andén se había hecho menos densa, al subir las viajeros a sus correspondientes coches. Agitó su banderita el jefe de la estación; y el tren de color crema y chocolate, del que minutos antes habían descendido la señora Morton y sus hijos, volvió a ponerse en movimiento, rumbo a Chester y Birkenhead. Se quedó observando David al vagón de cola, hasta que éste desapareció al trasponer una próxima curva. Y al volverse para continuar su camino, se encontró manos a boca con un viejo maletero que le preguntó afablemente:

—¿Adónde va usted, jovencito?

—A Onnybrook —respondióle el chico—. ¿Quiere ayudarnos a cargar el equipaje?

Era el maletero un hombre bastante simpático y campechano, por lo que resultó lamentable que «Macbeth» se mostrara tan exageradamente celoso por lo tocante a la custodia de las maletas, hasta el punto de que la señora Morton, alarmada por sus estridentes ladridos, hubo de salir de la cantina a toda prisa para regañarle con severidad. Al fin, colocadas las maletas en una carretilla, el hombre, la señora y los tres niños se dirigieron al otro lado de la estación, donde se hallaba el tren que los cuatro últimos habían de tomar. Y un ferroviario que estaba sentado en el estribo del furgón de equipajes, se puso en pie perezosamente, y le indicó al maletero:

—Carga eso en seguida, Albert. Y no remolonees, porque no podemos perder el tiempo.

Y al fijarse en las etiquetas pegadas a los baúles, se volvió hacia David, y comentó:

—Onnybrook, ¿eh? ¿Dónde vais a alojaros, muchachos?

Le respondió entonces la pequeña Mary:

—Vamos a correr grandes aventuras.

Explicando seguidamente el pequeño Richard:

—Papá está en la R.A.F. y nosotros vamos a vivir a Witchend. En Londres hay muchos bombardeos.

—¿Witchend? —repitió el ferroviario—. Tal vez no os falten aventuras en esa vieja montaña.

Un solo ocupante había en el departamento elegido por la señora Morton y sus hijos: un marinero de bronceada tez, ojos azules y reluciente dentadura. No sin cierta aprensión, advirtió David que sus dos hermanitos cambiaban entre sí significativas miradas. Y era que muy a menudo, las personas extrañas se quedaban sorprendidas ante la notable semejanza de aquellos mellizos, los cuales habían adoptado la costumbre de divertirse a costa de los asombrados. Y en la mayor parte de tales ocasiones, Richard y Mary se sentían acometidos por la misma idea, no siendo preciso que la expresaran con palabras para entenderse a la perfección, cosa que resultaba asaz desconcertante.

Por fortuna, el referido marinero se avino fácilmente a desempeñar el papel de víctima. Y después de ayudar a la señora Morton a colocar las maletas en la red, bromeó con Richard y Mary, acarició a «Macbeth», dio a David unas amistosas palmadas en un hombro, y aceptó gustosamente el pastelillo que le fue ofrecido. De esta forma, y antes incluso de haberse puesto en marcha el tren, todos los reunidos en aquel compartimiento habían entablado cordial conversación, en el curso de la cual, los mellizos le dijeron a su nuevo amigo quiénes eran ellos, y adónde se dirigían.

—Pues si os agradan las aventuras —les informó el marinero—, hallaréis sobradas ocasiones de disfrutarlas en Witchend. Yo he pasado en Shrospshire toda mi vida, y sé que es el condado más extenso de toda Inglaterra. Allí tenemos de todo: montañas, páramos, arroyos, ríos y cascadas. Y en el Long Mynd, que es donde vosotros vais a residir, hay valles secretos y caballos salvajes que viven ocultos entre los helechos y matorrales. Y también encontraréis torrentes a los que podréis explorar hasta su mismo nacimiento.

Entusiasmado, le suplicó David:

—¡Oh! Díganos algo más sobre el Long Mynd.

Y el marinero le hizo un guiño, sonriendo levemente a apuntar:

—Tendréis que descubrir sus secretos vosotros mismos; así será más interesante. Sin embargo, conviene que seáis precavidos, sobre todo por lo referente al estado del tiempo. Mucha gente se ha extraviado en la nieve y en la niebla, allá en el Long Mynd. Además… pronto lo comprobaréis. Visto desde abajo, todo aquello parece muy sencillo y sin peligros; pero al llegar a la cumbre os encontraréis con muchos pozos y fangales. Por eso, no olvidéis lo que acabo de advertiros.

Y mirando a la señora Morton, añadió:

—Procure que tengan cuidado en sus excursiones; porque el Mynd es bastante traicionero… aunque no tanto como los montes Stiperstones.

—¿Los Stiperstones? —repitió David—. Cuéntenos cómo son esos montes.

—Muy diferentes. El Long Mynd tiene pendientes suaves; y tal como os he dicho, es un lugar salvaje y solitario. En cambio, los Stiperstones son escabrosos y casi inaccesibles. Y los que viven en sus cercanías saben que también son… malignos.

—¡Dios bendito! —exclamó el pequeño Richard—. Siga contando. Díganos qué ocurre en…

—Escuchad, pues. En la cima de los Stiperstones está la Silla del Diablo; es un enorme afloramiento de rocas negras y muy brillantes. Mi padre me dijo una vez que esas rocas eran las más antiguas de Inglaterra, y que hace muchos siglos, cuando todos los terrenos de esta zona del país, situados a los cuatrocientos ochenta metros de altitud, se encontraban cubiertos por una gruesa capa de hielo, la Silla del Diablo sobresalía como si fuera una, isla negra. Es posible que sea verdad. Lo que sí se sabe de seguro es que cierto día llegó Satanás a Inglaterra procedente del Oeste, y avanzando a gigantescas zancadas. Aún puede verse una de las huellas de sus pies; está impresa en una peña del arroyo que atravesó en su camino, en el valle que se halla al otro lado del monte. Iba de paso para el Long Mynd, con intención de llenar de piedras uno de sus valles, a los que nosotros llamamos regueros, cañadas… Por lo visto, el viejo diablo era muy mal caminante, pues según se dice, cuando se le introdujo una piedrecita en un zapato, se sentó en su silla, dispuesto a descansar. Después de quitarse el zapato, retiró del mismo la molesta china y la arrojó al aire. ¿Y sabéis adónde fue a caer esa piedra? A un campo cercano al Castillo del Obispo, a catorce kilómetros de distancia. Dicen los de allí que esa enorme roca gira sobre sí misma cada vez que el reloj de la iglesia toca trece campanadas.

—¿Y qué más? —preguntó la pequeña Mary—. ¿Qué más hizo el diablo?

—Pues… veréis: después de descansar un rato en su silla, se puso en pie, dispuesto a reanudar su viaje hacia el Long Mynd; pero al levantarse, se le rompió la cinta del delantal en que llevaba las piedras, y todas éstas rodaron por la ladera de los Stiperstones; aún se las puede ver allí.

Sonrió entonces la señora Morton, por lo que el marinero añadió:

—También sonreímos nosotros algunas veces, cuando oímos hablar de esas cosas; pero incluso hay quienes afirman que el diablo vuelve de vez en cuando a su trono. La silla de piedra sólo puede verse cuando está desocupada. Entonces, con la atmósfera despejada, se la ve desde mucha distancia; y eso es indicio de que hará buen tiempo; pero si empieza a envolverse en neblina cada vez más densa, quiere decir que Satanás vuelve a sentarse en ella; y en tales ocasiones, los campesinos se encierran en sus casas y echan las trancas a las puertas. Por eso, amigo David, insisto en recomendaros que no os fiéis mucho del estado del tiempo en estas montañas. Observad siempre los montes del oeste, que es por donde empieza el mal tiempo, viniendo desde Gales. Y si tenéis alguna duda sobre el mismo, volved a casa en seguida y no os apartéis de los senderos.

—¿Y no hay otros duendes? —quiso saber Richard—. Quiero decir, duendes de verdad, y no sólo esos diablejos.

Miróle el marinero con muestras de estupefacción, antes de exclamar:

—¡Canastos!… ¡Sí que los hay! El Mynd y los Stiperstones están rebosantes de duendes y fantasmas. Papá me ha contado la historia de un caudillo inglés que traicionó a sus soldados durante la guerra contra los normandos. No recuerdo ahora cómo se llamaba; pero dicen que anda vagando por esos montes, en forma de un enorme perro negro. También hay otro, en los Stiperstones: el Cazador Negro, que siempre aparece montado en un gran caballo blanco; pero no sé lo que hizo en vida. Además, he oído hablar de puertas que se abren violentamente por la noche, sin que nadie las toque… y de unos pájaros de mal agüero, que se llaman los «Siete Silbadores»…

Cuando al fin se puso el tren en marcha, el marinero se acomodó en su asiento y siguió contando a los chicos las leyendas de aquellas comarcas. Hablóles, entre otras cosas, de las montañas que pronto tendrían ocasión de conocer, como la de Caer Caradoc, donde, según se decía, había hecho su última parada el caudillo británico Caractacus. Y también les refirió algunos detalles curiosos de las colinas Lawley y Ragleth. A continuación les dijo que se llamaba Bill Ward; y que su padre era propietario de una gran finca de labor, situada a unos diez kilómetros de Witchend. E invitó a todos a que fueran a verle allí.

—¿Te gustan los castillos, Mary? —preguntó luego, sonriendo a la pequeña—. ¿Te agradaría visitar un castillo de verdad, con su foso y sus almenas, con sus estrechas ventanas, a las que se asomaban rubias doncellas que esperaban el regreso de sus caballeros?

—¡Claro que me gustaría! —repuso la interrogada.

—Pues bien —siguió diciendo su nuevo amigo—. En Ludlow hay un castillo de esa clase. Puedes ir allí, y subir por las escaleras de caracol hasta la parte superior de la atalaya, para contemplar el panorama que se divisa más allá de un ancho río, en dirección a las Marcas de Gales.

Eel tren se detuvo en una pequeña estación, reanudando su marcha al cabo de pocos minutos. Se acercó entonces el marinero a la ventanilla opuesta, y llamó la atención de los chicos, diciéndoles:

—Venid aquí, y veréis el monte Caradoc. Fijaos: parece un león agazapado, ¿verdad?

Acudieron sus amiguitos junto a él, viendo una abrupta montaña que se elevaba hacia el oeste, semejante a un gigantesco guardián del nuevo país que iban a visitar. Por el contrario, el aspecto del Long Mynd no era tan impresionante. Tal como les había informado Bill, carecía de serrada cresta, y su cima era suavemente ondulada, aparte lo cual, parecía brotar verticalmente de los llanos que la rodeaban. Mientras la observaban, el sol se ocultó tras ella, proyectándose entonces su sombra sobre los campos, hasta alcanzar al tren. Y en aquel momento, las laderas que hasta poco antes habían ofrecido una apariencia tan suave y acogedora, se convirtieron de repente en un mundo tenebroso y lleno de misterios, efecto al que contribuían los negros nubarrones que empezaban a acumularse sobre su cumbre, procedentes del sudoeste.

—Conviene que empecéis a recoger vuestras cosas —advirtió el marinero Bill a sus amigos—. La próxima estación es la de Onnybrook… y me parece que vamos a tener tormenta. Fíjate en la montaña, David. ¿Ves ahora los valles? ¿Los barrancos de los que os he hablado? Estoy seguro de que os gustará explorarlos.

El convoy se detuvo en la estación de Onnybrok, y el revisor abrió la portezuela, para anunciar:

—Han llegado ustedes a su destino. ¡Ea, amiguitos!, venid a comprobar si vuestro equipaje está en regla, antes de que empiece a llover.

Ayudó Bill a bajar al andén los bultos de mano de sus amigos, despidiéndose luego de David y Richard con sendos apretones de mano, y estrechando fuertemente a la pequeña Mary, que se empeñó en darle un beso en la mejilla.

—¡Te tejeré una bufanda! —prometióle la niña.

Y su hermano gemelo juzgó oportuno añadir:

—¡No tenemos mucha práctica en esas lides; pero la haremos y te la mandaremos por correo!

En esto, y cuando empezaban a caer los primeros goterones, se acercó al grupo un maletero con una carretilla. Y la señora Morton fue a refugiarse bajo el techado del despacho de billetes, al tiempo que encomendaba a su hijo mayor:

—Preocúpate del equipaje, David; y reúnete luego con nosotros. Vamos a ver si ha llegado el coche. ¡Eh, mellizos! ¡Venid conmigo!

—Hasta la vista, mister Ward. Muchas gracias por su compañía, y buen viaje. Que tenga usted mucha…

—¡Un momento! ¡Un momento!

David se hallába contando las piezas del equipaje, según iban siendo cargadas en la carretilla. Y de pronto, un individuo cuya cabeza aparecía cubierta con un casco de motorista, se aproximó corriendo por el andén y asestó al chico un empujón, haciéndole dar de espaldas contra la pila de maletas.

—¡Esperen! —gritó el recién llegado—. ¡Esperen un momento!

Acto seguido, empezó a revolver los distintos bultos, examinando sus etiquetas, al tiempo que murmuraba con excitado acento:

—¡Mi maletín! ¿Dónde está mi maletín? ¿Qué han hecho ustedes con mi maletín? Iba dirigido a nombre de Thurston. ¿Dónde está?

El maletero le aseguró que no habían bajado del tren ningún maletín consignado a dicho nombre. Y el revisor registró el vagón en busca del citado bulto, aunque sin éxito alguno; pero el exacerbado individuo no se conformó con tal explicación, puesto que siguió revolviendo el equipaje de los Morton, al par que indicaba la conveniencia de telefonear a Shrewsbury, con objeto de averiguar si su maletín había quedado retenido allí por alguna causa.

Entre tanto, David se sentía más irritado que dolorido, a pesar del golpe que había sufrido al chocar contra la carretilla. Con lágrimas en los ojos, se encaró con el desconsiderado y le pidió secamente:

—Haga el favor de no tocar nuestro equipaje. Nosotros no tenemos su maletín.

Agitó entonces su banderita el jefe de la estación. Pitó la locomotora. Y Bill Ward se asomó a la ventanilla y saludó con el brazo a su amigo David; pero éste no reparó en su ademán de despedida, interesado como estaba en vigilar sus maletas. Y al recrudecerse a poco la lluvia, el maletero empujó la carretilla bajo el cobertizo central del andén, pareciendo advertir entonces el nervioso desconocido la presencia de David, a quien dirigió una penetrante mirada. El muchacho se estremeció en tanto observaba a aquel grueso sujeto de corta estatura y desapacible semblante. Y deseando apartarse de él, le volvió la espalda y echó a correr hacia el otro extremo del andén, llegando junto a sus hermanos y a su madre, la cual le hizo saber:

—El coche está aquí, querido; pero esperaremos unos minutos hasta que se haya escurrido el agua de las maletas. ¿Qué quería ese hombre?

—¿Lo conoces? —inquirió Mary—. ¿Sabes quién es?

Y David exhaló un suspiro, al tiempo que Richard opinaba:

—Yo creo que lo sé.

—Yo también —se le anticipó su hermanita—: es un brujo de la montaña.

—Desde luego que sí —convino Richard—. Y por la noche se convierte en un perro negro.

—Eso es lo que parecía, cuando pasó corriendo por el andén, ¿verdad que sí?

—Por supuesto que sí.

De pronto, «Macbeth», que se había echado en el suelo, bajo la carretilla, empezó a gruñir. Y los chicos dirigieron su vista hacia el sitio donde el animal estaba mirando, para ver allí al descortés individuo, el cual llamó al maletero y le dijo con áspera entonación:

—¡Eh, oiga! ¿Han telefoneado ya a Shrewsbury? Tengo que recoger aquí mi maletín. ¿A qué hora llega el próximo tren?

—No hay más trenes hasta mañana, señor —le respondió el maletero, sonriendo levemente—. Y si quiere hablar por teléfono, pídale permiso al jefe de la estación.

Lanzó el desconocido una colérica mirada a los Morton, antes de girar sobre sus talones y alejarse bajo la lluvia, murmurando entre dientes. Y al oírse a poco el rumor de una moto que iba alejándose, dijo Mary:

—¡Eso es lo que es: un…!

—… un brujo maléfico y un perro negro —atajóla su hermano gemelo, terminando la frase.

Terció entonces el viejo maletero, al mirar a la madre de los tres chicos y decirle:

—Discúlpenos usted por este incidente, señora. No crea que la gente de Onnybrook es tan grosera como ése… Ese hombre debe de haber venido del otro lado de la montaña. Aquí no somos tan… En fin: supongo que son ustedes la familia Morton, ¿verdad? Los que tenían que venir a vivir en Witchend. La vieja Agnes nos dijo que los esperaba uno de estos días, y… ¡Bueno! Veo que está calmando un poco el chaparrón. Y como Agnes los estará aguardando… ¡Eh, John! ¡Ven y ayúdame a cargar estos bultos! En caso de que tu cacharro resista el peso, claro está.

Acercóse a ellos el viejo chofer llamado John, quien no tardó en demostrar que era tan campechano y amigable como el maletero. Ayudados por David, cargaron los dos hombres el equipaje en un desvencijado vehículo, comentando entonces la señora Morton:

—Son ustedes tan amables y simpáticos, que no parece que hayamos llegado a un lugar extraño, sino a nuestro propio hogar.

Tras varios esfuerzos, y a costa de no poca maña, quedaron cargadas al fin las maletas, en el techo algunas de ellas, otras en el portaequipajes, y las menos voluminosas en el asiento anterior, junto al viejo conductor. Empezaron a discutir los dos mellizos a propósito de a cuál de ellos le correspondería viajar en el asiento de delante, disputa a la que su hermano mayor puso término, haciéndoles subir al departamento posterior, con su madre y «Macbeth», mientras él se acomodaba al lado de John.

Arrancó luego el coche, deslizándose por la carretera que pasaba junto a la estación, para ir a detenerse ante las cerradas barreras de un paso a nivel, cuyo guarda saludó a los viajeros, sonriéndoles a través de la lluvia.

—¡Eh! —le gritó Richard—. ¿Puedo venir un día a ayudarle a subir y bajar las barreras?

Pero la respuesta del guarda quedó apagada por el rumor producido por un tren que en aquel momento pasaba lentamente ante ellos. Algunas de las bateas iban cargadas con carros de combate, cuya vista incitó al chofer a volverse a medias, para informar a sus pasajeros:

—Un amigo mío conduce uno de estos armatostes enÁfrica del Norte.

Una vez que hubo pasado el convoy, prosiguióse el viaje por la encharcada carretera, la cual se internaba por una zona boscosa, atravesando aquí y allá algún barranco que servía de cauce a las tumultuosas aguas procedentes de la montaña. Continuaba lloviendo intensamente. Y las sombras vesperales conferían al paisaje un aspecto un tanto ominoso, lo que hizo que los mellizos dejaran de chacharear, a la par que David empezaba a añorar su ambiente habitual, echando de menos los rumores a los que se hallaba habituado, allá en Londres…

Poco después, y una vez que hubieron llegado a la cumbre de una alargada colina, se ofreció a los ojos de los Morton un bello panorama, formado por ondulados terrenos cubiertos por bosquecillos y casas de labor, y por en medio de los cuales discurría la carretera, hasta perderse de vista detrás de unas lomas, pero antes de que David hubiera tenido tiempo para expresar un comentario, el viejo John torció bruscamente hacia la derecha, entrando en un camino flanqueado por árboles.

—¿Falta mucho para llegar? —preguntó el muchacho.

A lo que el chofer repuso:

—En cuanto hayamos salido de este bosque, hijo mío. Entonces verás la finca de Witchend.

Había amainado ya la lluvia, y hacia poniente, las nubes empezaban a romperse, permitiendo ver entre sus claros la imponente majestad de la montaña del Mynd, situado al frente y a la izquierda del camino, y cuya falda, en el extremo sudoccidental, descendía abruptamente hasta el llano.

—Pare aquí un momento, por favor —dijo la señora Morton.

Y al detenerse el coche, quedáronse todos en silencio, contemplando el sugestivo y agreste paisaje, hasta que al cabo de unos minutos murmuró el pequeño Richard:

—Por aquí es donde debió de entrarle la china en el zapato…

—¿Al diablo? —inquirió Mary.

—Sí; cuando estaba sentado allí, en la cumbre.

—No seas burro. No fue por estos sitios. Lo que ocurre es que no sabes escuchar lo que te están diciendo. Por eso no entiendes nunca…

—Callaos, niños —les interrumpió su madre.

Y dirigiéndose al conductor, le preguntó:

—¿Dónde está Witchend? ¿Puede usted enseñarnos…?

—Sí —asintió el interrogado—. Fíjese en aquella columna de humo. ¿Ve usted aquel bosquecillo de alerces, en la ladera del monte? En el extremo de la derecha verá una manchita de color gris; ésa es la casa. Un poco más hacia la derecha, entre los árboles, se distingue el humo de la cocina; pero más vale que continuemos el viaje. Les llevaré allí en menos de cinco minutos.

Suspiró la señora Morton, preguntando a sus hijos:

—¿Qué os parece todo esto, chicos?

—Que si no fuera porque papá no está con nosotros… parecería un cuento de hadas —le contestó Mary.

Siguió el coche su ruta hacia Witchend, traqueteando al descender la cuesta de la colina, y aminorando su marcha al aproximarse a una granja, a fin de dejar paso a unas vacas que entraban en el corral. Frente a la casa, un hombre vestido con camisa y pantalones de color caqui agitó una mano para saludar a los viajeros. Y el viejo John respondió igualmente al saludo, al tiempo que explicaba:

—Es su más cercano vecino: Alf Ingles. ¡Hum! El Ejército Territorial puede estar satisfecho al contar con su ayuda. ¡Se pasa todo el día arrastrándose por entre los matorrales en busca de enemigos! ¡Lo que yo le digo! Que más le convendría cuidarse de sus vacas, en lugar de andar perdiendo el tiempo por ahí. ¡Ese Hitler no se va a molestar en venir aquí! Aunque eso no quiere decir que no le daríamos una buena tunda, en caso de que se le ocurriera hacernos una visita.

Se hallában ya casi en las mismas faldas del Mynd. Frente a ellos, un espeso bosque de alerces cubría lo ladero de la montaña, en lo que se divisaban algunos claros bastante espaciados. Por fin, al terminarse el camino que recorrían, detúvose el desvencijado vehículo ante una enrejada cancela situada entre dos tapias de piedra. Al otro lado de dicha puerta podía verse el confuso conjunto de unas edificaciones, desdibujada su silueta por las sombras del anochecer. Y en verdad que Witchend ofrecía la impresión de ser más grande que lo que los viajeros habían supuesto, como lo revelaban las asombradas miradas de los dos mellizos.

Bajo el alero de la fachada frontal brillaban débilmente los cristales de dos miradores. Y al pie del muro lateral más próximo a la puerta de entrada a la finca, un arroyuelo corría, rumoroso, zigzagueando por el prado a cuyo borde acababa de pararse el coche de John, antes de desaparecer a través de un bajo seto de arbustos. Descendió el viejo chofer de su asiento, abriendo la portezuela posterior, en tanto anunciaba:

—¡Ya estamos en Witchend, señora! ¡Bienvenidos a su nueva residencia!

Y los mellizos saltaron sobre el césped, quedándose un momento en silencio, hasta que al fin murmuró Richard con evidente admiración:

—Santo Cielo…

Y su hermanita presumió también en un susurro:

—Y ahora… es posible que esta cancela se abra sola…

—No digas tonterías —terció su madre, con una sonrisa—. Ábrela tú misma, para que pueda pasar el coche. Y luego acércate con Richard a la casa y llama a la puerta, por si la señora Braid no nos hubiera oído llegar. Tenemos que apresurarnos, porque está cayendo la noche y no podemos andar con luces fuera de casa, después de la hora del oscurecimiento. Y tú también, David: deja de soñar despierto. Mañana tendréis tiempo sobrado para divertiros.

Cuando el coche hubo cruzado al fin a través de la abertura de la tapia, abrióse la puerta de la casa, apareciendo en su hueco la alta y delgada figura de una mujer de mediana edad y aspecto severo, la cual se acercó a los recién llegados para decir en tono seco:

—Buenas tardes. Supongo que será usted la señora Morton. Han tardado mucho en venir. He estado esperándoles por espacio de media hora.

No pudo oír David lo que su madre contestó a la citada mujer pero sí llegó a sus oídos el susurrante comentario de Richard:

—Es una bruja. Tiene que serlo por fuerza, Mary. Fíjate en su cara.

Durante la siguiente hora, reinó en la casa intenso ajetreo. Ayudados por el viejo John, los Morton y la señora Braid descargaron las maletas y las trasladaron al interior, mientras «Macbeth» correteaba de aquí para allá, brincando y ladrando alegremente, y soltado algún que otro chillido cuando alguien le pisaba una pata a tropezaba con él. Por lo referente a la señora Braid, la verdad era que no parecía una persona muy simpática. Y en cierta ocasión regañó a Richard, al atravesarse éste en su paso, lo que incitó a Mary a replicarle desabridamente, cosa que los dos mellizos solían hacer en mutua defensa. Tan sorprendida quedó aquélla por la inesperada reacción de la pequeña, que dejó escapar la pesada maleta que llevaba en sus manos; pero ello no obstó para que Mary siguiera increpándola:

—Richard no ha tenido la culpa. ¿No comprende usted que trataba de ayudarla? Nosotros ayudamos siempre a todo el mundo. Nos gusta ser útiles a los demás. Y es posible que se arrepienta usted por haber hablado a mi hermano en ese tono.

—Mary —intervino entonces la señora Morton, con la peculiar y apacible entonación que empleaba al corregir a sus hijos—: vete al cuarto de al lado con Richard y «Macbeth», y quédate allí hasta que te llame. Entretanto, puedes ir pensando en lo que has de decir para disculparte con la señora Braid.

Los dos gemelos se marcharon a la vecina estancia, la cual se hallaba iluminada por el rojizo resplandor del fuego encendido en una amplia chimenea. Al encontrarse solos, ambos chicos exhalaron sendos suspiros. Y Richard dirigió una cautelosa mirada hacia la puerta, mientras comentaba en voz baja:

—¿Has visto qué piernas tiene?… ¡Piernas de bruja! ¡Eso es lo que son! Flacas y… y descarnadas. ¡Como las de un gorrión! ¡Así es como la llamaremos! ¿Eh, Mary? ¡«Patas de Gorrión»! Cuando yo diga «P. G.», tú sabrás a qué me refiero. ¡Dios bendito! ¿Sabes que empiezo a sentir hambre?

Minutos después, los dos mellizos oyeron la voz del viejo John, al despedirse éste de la señora Morton; y a continuación, el estrépito del ruinoso coche que se alejaba dando botes por el camino de Onnybrook. Cerró la señora Morton la puerta de la casa, al tiempo que David pasaba por la escalera que conducía al piso superior y llamaba a sus dos hermanitos para informarles:

—¡Eh, muchachos! Estamos en un lugar muy… muy interesante. No podéis imaginaros la gran cantidad de rincones secretos y de cuartos misteriosos que… ¡Venid conmigo! Yo os los enseñaré.

—Lo siento, David —repuso Mary—; pero no podernos salir de aquí. Hemos sido… hemos sido descorteses, y… y ahora tenernos que pedir disculpas. Estamos pensando lo que vamos a decir.

En contraste con su hermana, Richard no se mostró tan circunspecto.

—Esa vieja bruja… —murmuró, resentido—. ¿Sabes, David? Le hemos buscado un mote…

Pero se interrumpió al ver que su madre entraba en la habitación, acompañada por la aludida. Poniéndose en pie, siendo imitado por Mary, la cual dijo:

—Siento haberme comportado incorrectamente.

—Y no queríamos cruzarnos en su camino —añadió Richard.

Sorprendentemente, la señora Braid entreabrió sus labios en agradable sonrisa. Y por cierto que su rostro no tenía entonces el aspecto que los dos pequeños habían observado, al ver a esa mujer por vez primera.

—De acuerdo —dijo la que ya no parecía una bruja—. Es probable que me haya puesto nerviosa, a causa de las prisas. Olvidemos este asunto, queridos míos. Nada tengo que deciros, a no ser que también lamento yo lo sucedido. Alegraos, pues, y no olvidéis que la vieja Agnes ladra, pero no muerde. ¡Ah! Y a propósito de morder: creo que ya es hora de sentarse a la mesa para tomar un bocado, ¿eh, palomitos? Luego os llevaremos a la cama, para que descanséis de vuestro viaje.

Acarició Agnes Braid las cabezas de los dos pequeños, antes de hacer un ademán, invitando a sus huéspedes a pasar a la cocina. Era ésta una espaciosa estancia, provista de bajo techo, de una de cuyas vigas pendía un farol de petróleo. En el centro del cuarto podía verse una gran mesa de roble, sobre la que había una buena pila de rebanadas de pan moreno y una jarra de vino blanco, así como varios platos con un huevo en cada uno de los mismos.

—En estos tiempos es difícil preparar una comida normal —se excusó la señora Braid—. Mister Ingles, el vecino más cercano a la casa, nos proveerá de huevos y leche. Y creo que pronto querrán comer ustedes un poco de carne, ¿verdad? Algún pollo asado… Tengo aquí bastante chocolate, para quienes les guste. Y también he reservado unas latas de té, para quienes tengan tanta afición como yo a esta bebida.

—Muchas gracias, Agnes —dijo la señora Morton—. No te preocupes. Estoy segura de que no serán unas comidas de tiempo de guerra.

Se sentáron todos a la mesa, siendo Mary la que se encargó de interrumpir el silencio, al decirle a su hermano gemelo:

—No puedo luchar contra este trozo de pastel, Richard. ¿Lo quieres tú? Yo estoy… ¡repleta! Es la cena más deliciosa que he tomado en mi vida.

Al fin, y una vez terminada aquella comida, la señora Morton concedió a los chicos un cuarto de hora para que explorasen su nueva residencia, lo cual les pareció a todos verdaderamente atractivo. Tal vez fuese la cocina la más sugestiva dependencia de aquella enorme casa, y también, la que más sorpresas contenía, como por ejemplo, el pesado cofre de roble que se hallaba arrimado a una pared, bajo la ventana; la alfombra extendida ante la chimenea, y formada por multitud de trapos de diversos colores, ingeniosamente cosidos los unos con los otros; y el reluciente perol de cobre, colgado de uno de los muros. Un viejo candelabro adornaba la campana de la chimenea, sobre cuyo revellín se alineaban varios tarros con etiquetas que indicaban: «Pasas», «Arroz», «Azúcar» y otros productos alimenticios.

Al entrar en un cuartito contiguo, los tres chicos advirtieron que no sólo había allí un fregadero, sino también un caldero y una bañera, lo que hizo que Richard preguntase:

—¿Cómo vamos a arreglarnos para pasar el agua caliente de la caldera al baño? Necesitaremos una manguera.

Cuando hubieron explorado suficientemente la planta baja, y después de haber escudriñado el interior del cofre de roble y todas las estanterías, los chicos se quedaron observando el oscilante péndulo de un viejo reloj de pared. Y así se estuvieron un buen rato, hasta que la señora Morton indicó a los mellizos que fueran a acostarse, si bien consintió en que recorriesen antes el piso superior. Les recordó también los peligros que entrañaba el uso descuidado del petróleo y de las velas, y encargó a David que se pusiera al frente de la expedición.

Mucho más excitante fue el recorrido de la planta superior, no pareciendo sino que el constructor de Witchend se hubiese trastornado al llegar a lo alto de las escaleras, pues la verdad era que todo estaba allí fuera de concierto. El pasillo tenía dos revueltas y tres escalones, cuyo objeto resultaba inexplicable, como asimismo lo era el que algunas ventanas llegaran casi hasta el suelo. La habitación de David y Richard comunicaba con la destinada a la señora Morton y a Mary. Y a un extremo del descansillo se abría un enorme cuarto, lleno de trastos, cuyas grandes dimensiones contrastaban con el dormitorio de la señora Braid, que apenas si era más espacioso que una alacena.

Tras haber fisgado por todos los rincones y armarios, los tres hermanos se pararon en la parte superior de la escalera que bajaba hasta la cocina, oyendo desde allí la voz de su madre, la cual estaba hablando con Agnes, mientras la ayudaba a fregar la vajilla. La luz de la vela que llevaba David proyectaba trémulas sombras sobre los muros de piedra, y Mary no pudo reprimir un estremecimiento, murmurando a continuación:

—¿Sabes… sabes a que exactamente me recuerda todo esto, Richard?

—Ya lo sé —repuso éste—. Es como aquel caserón de la montaña que aparecía en la película «La Princesa y la Bruja». ¿Te acuerdas cuando la princesa Irene recorría los pasillos solitarios y subía por aquellas escaleras, en busca de su abuela, la maga?

—Por supuesto que me acuerdo. Y esto es muy parecido. Más de lo que yo…

Pero la llegada de la señora Morton interrumpió la conversación. Después de desear a Agnes que pasara buena noche, los dos gemelos se fueron a la cama, acostándose también David, por hallarse cansado tras aquel día de emociones. Le habría gustado a este último ordenar sus cosas antes de disponerse a dormir; pero aun a su pesar, hubo de reconocer que le costaba indecible esfuerzo mantener los ojos abiertos. En consecuencia, se desvistió rápidamente y colocó la linterna sobre una silla, al alcance de su mano; apagó la vela; descorrió la cortina de obscurecimiento nocturno, y abrió la ventana. Y sin haberse asomado siquiera para echar un vistazo al exterior, se tendió sobre la cama, no tardando en quedarse dormido.

Soñaba David que se hallaba en el jardín de su casa… cuando su padre iba todos los días a la oficina… Estaba jugando con papá y con «Macbeth». Su pasatiempo favorito: cazar al perro. Él y papá perseguían al pequeño animal por todo el jardín, procurando acorralarlo en el cobertizo de las macetas. Y aunque a menudo se les escapaba, al final conseguían su propósito. Era como una especie de ritual. Y el perrito, que sabía de qué se trataba, colaboraba de buen grado en aquella diversión, corriendo desenfrenadamente por entre los macizos, a la par que gruñía y enseñaba los dientes; pero hasta que no se veía arrinconado en el cobertizo no empezaba a ladrar de verdad. Y no era un ladrido de alerta, como cuando se hallaba vigilante, ni los entrecortados chillidos que lanzaba al perseguir a un ratón, sino más bien un gemido especial… como el que estaba emitiendo en aquel momento… cada vez más estridente tanto, que David se volvió hacia su padre, para preguntarle por qué gemía «Macbeth» tan fuertemente esta vez… y entonces advirtió que estaba solo. Y a continuación se despertó.

Se extrañó al pronto, sin comprender dónde se hallaba, recordando luego su llegada a Witchend, la finca de la montaña. En la otra cama, Richard dormía profundamente. Y ni un solo ruido turbaba la quietud de la noche, hasta que de pronto, «Macbeth» volvió a ladrar. Consideró David que al no estar su padre allí, concerníale a él la obligación de averiguar lo que ocurría; pero el perro se había callado. Tal vez hubiera optado por dormirse y no…

En esto, otro ladrido más áspero sonó fuera de la casa, seguido por una bullanga de chillidos y cacareos, procedente del gallinero. Tomó a ladrar «Macbeth» con recrudecida furia, al paso que David saltaba de la cama y recogía su linterna, para iluminar con ella el reloj que su papá le había regalado la semana anterior. Las tres menos veinte… Dispuesto a poner fin a aquel alboroto, el muchacho se encaminó a la puerta y avanzó por el oscuro corredor, bajando luego por la escalera que conducía a la cocina, y abriendo la puerta que halló a su final.

Cesaron inmediatamente los ladridos. Y al dirigir el haz de su linterna en torno suyo, David vio brillar los ojos del perrito, el cual subido en una silla, junto a la puerta del fregadero.

—¿Qué es lo que te pasa, pedazo de tonto?

En respuesta a la voz familiar, «Macbeth» emitió un entrecortado gemido y corrió junto a su amo. Levantólo éste en sus brazos, dejándolo sobre la alfombra de trapos, antes de volver a la escalera; pero al llegar allí, notó en sus descalzos pies el húmedo contacto de un hocico. Repitió entonces la anterior operación, con el mismo resultado, pues el animalito se empeñaba en seguirlo hasta la puerta de la escalera.

—De acuerdo, «Mackie» —dijo al fin el chico con un suspiro de resignación—; como tú quieras. No sé lo que pensará mamá, pero en vista de que te empeñas…

Poco le costó a «Macbeth» captar el sentido de aquellas frases. Y tan violentamente agitó su colita, para expresar el contento que le dominaba, que todo su cuerpo parecía vibrar de alegría, al echar a correr escaleras arriba.

De vuelta en su cuarto, David se sintió completamente despejado. Cogiendo en brazos a «Macbeth», se acercó a la abierta ventana, para contemplar desde allí el vecino bosque y la ladera de la montaña, débilmente iluminada por la ambarina luz de la luna menguante. Y en el momento en que el perrito le dio un lengüetazo en la cara, llegó a sus oídos el lejano rumor de un avión, recordando entonces que semanas atrás, ese mismo sonido había llegado a aterrorizarle, sobre todo, cuando le seguía el aullido de las sirenas de alarma, pero allí en Witchend, no tenía nada de siniestro.

—Uno de nuestros cazas que regresa a su base —le dijo a «Macbeth».

Sin embargo, el ronroneo no parecía el de un caza, sino más bien el de un bombardero alemán; pero bien sabía David que eso no podía suceder allí, en aquella apartada región del interior de Inglaterra. Asomóse un poco al oír que el aparato se acercaba. Y mirando hacia arriba, creyó distinguir por un breve instante, una oscura y movediza mancha que se deslizaba sobre el estrellado cielo. Luego, el avión cambió de ruta. Poco antes de que se extinguiera el resonar de sus motores, se oyó con toda claridad el ulular de un búho, procedente de la cercana montaña. Tres veces chilló el ave nocturna. Y «Macbeth» comenzó a gruñir sordamente. David, que empezaba a sentir frío, se apartó de la ventana y volvió a acostarse, dejando al perro a los pies de la cama, no tardando en quedarse los dos profundamente dormidos.