CAPÍTULO IX

EL TRANSPORTADOR AÉREO

Al ver a «Macbeth» a la entrada de la caverna, los tres chicos que andaban buscando a los gemelos reaccionaron de diversa forma. Peter había exclamado:

—¡Fíjate, David! ¡Mira lo que lleva atado al; cuello! ¡La cinta verde que usa Mary! ¡Dios mío! ¡Tal vez hayan enviado al perro como mensajero! Y la medrosa Jenny balbuceó:

—No… no lo llames. Tal vez esté embrujado. Ha brotado de debajo de tierra…

Por su parte, David se redujo a emitir un silbidito y gritar:

—¡Ven aquí!

Pero el llamado no acudió inmediatamente, sino que observó con curiosa mirada a los recién llegados, antes de soltar un ladrido y correr hacia ellos. Entonces dijo el muchacho:

—Desde luego que lleva una cinta verde. ¿Estás segura que es la de Mary?

—¡Segurísimo! —reafirmó Peter—. Sé que la llevaba anochece, al acostarse. Y eso demuestra que «Macbeth» ha estado con ella y con su hermano, porque esos dos son inseparables. Tienen que estar, por fuerza, bastante cerca de aquí.

—Llamémoslos —sugirió Jenny—. Empecemos a gritar los tres a la vez.

Nada repuso David, el cual se hallaba observando la abertura de la escarpa por donde desaparecían los cables del transportador aéreo, antes de hacer lo mismo con la entrada de la cueva y acercarse a esta última, para atisbar por el estrecho hueco entre las rocas e indicar:

—«Macbeth» debe de haber pasado por aquí. Veo que hay un resquicio, aunque no creo que los gemelos puedan haberlo atravesado. Tú fuiste la primera que vio al perro, Peter. ¿Sabes si salió por este agujero?

Movió la interrogada su cabeza, en sentido negativo, al tiempo de responder:

—No lo sé. A mí me pareció que salía de detrás de esa roca grande. Déjame echar un vistazo.

Al cabo de un rato, los tres chicos se decidieron a intentar la exploración de la caverna. Se acercaron a la entrada, aunque sólo para comprobar que se trataba de una galería, cegada más adelante por otro corrimiento de piedras. Dispuesto a poner en práctica un aleatorio recurso, David hizo lo posible por persuadir a «Macbeth» para que entrase por el reducido hueco; pero el perrete reculó firmemente y se negó a avanzar. Y ni siquiera tan sugestivas palabras como «¡Conejos!» o «¡Ratones!», empleadas por el muchacho, con ánimo efe incitarle, lograron el más mínimo éxito.

En vista del adverso resultado de sus esfuerzos, los chicos se apartaron del obstruido túnel y tornaron a llamar a los desaparecidos, mas sin obtener otra respuesta que el eco de sus propias voces. Fastidiado, David se sentó sobre sus talones y trató de remover algunas de las piedras que taponaban la entrada, en tanto murmuraba, con aire de tozudez:

—Pues a pesar de todo, yo sigo convencido de que «Macbeth» salió por ese agujero. Lo que ocurre es que ahora tiene miedo y no quiere entrar otra vez.

Y poniéndose en pie, opinó:

—Creo que lo mejor que podemos hacer es sentarnos un rato y cambiar impresiones sobre la situación. Entretanto, nos tomaremos esos bocadillos.

Aceptaron las chicas la propuesta. Y una vez que se hubieron acomodado a la sombra de un frondoso espino, Jenny sonrió tímidamente y comentó:

—Esto me recuerda las juntas que celebraban los bandoleros en sus guaridas de las montañas. El otro día estuve leyendo una novela que se refería a una chica que en realidad era una princesa y que…

—Un momento —la interrumpió David, alzando un brazo—. Cuéntanoslo en otra ocasión; cuando hayamos encontrado a mis hermanos… a los que te pareces mucho, según me ha dicho Peter. Ellos también se atiborran de lecturas, y luego se creen que son los personajes de las mismas. Y así les ocurren estos contratiempos. Lo que ahora nos interesa es idear un plan de operaciones. ¿Qué piensas tú, Peter? ¿Tienes algún proyecto?

—Yo estoy muy preocupada —repuso la chica—, de sobras lo sabes. No puedo olvidar el sueño que tuve anoche, a propósito de Mary… y temo que le haya sucedido algo malo. Propongo que regresemos a Siete Verjas y le comuniquemos a mis tíos lo que está ocurriendo. Ellos sabrán mejor que nosotros, lo que conviene hacer. Pueden organizar una partida de socorro, para registrar todo el monte.

Sin contestarle, su amigo se volvió hacia la pelirroja y la interrogó:

—¿Y tú? ¿Qué opinas?

—¿Yo? —sorprendida y halagada porque se la consultase acerca de tan importante cuestión, repuso Jenny—: Te agradezco que me demuestres tu confianza, al preguntarme eso a mí también; pero creo que tendré que volverme a casa cuanto antes. Me había olvidado de que estoy de escapatoria, y temo que mi madrastra organice un zafarrancho a mi regreso. ¡Esta vez sí que no me escapo! Son ya más de las doce, y… En cuanto a tu pregunta, creo que Peter anda acertada. Puesto que nada más podemos hacer aquí, es preferible participar la noticia a «mister» Sterling.

Tampoco respondió David esta vez, sino que llamó al perrito, para darle un trozo de su bocadillo. Aceptó el animal el regalo, si bien se contentó con llevarlo a pocos pasos de distancia, para olfatearlo allí brevemente y dejarlo en el suelo. Y el muchacho enarcó las cejas y comentó:

—Es curioso. ¿Habéis visto? No tiene hambre… y no parece hallarse inquieto.

Luego se puso en pie y siguió diciendo:

—Temo que estéis equivocadas las dos. Convengo en que debemos regresar, para comunicar la noticia a quien pueda solucionar el asunto; pero no estoy de acuerdo en que volvamos todos juntos a Siete Verjas. Es muy probable que los gemelos estén por estos alrededores… Y si nos marchásemos los tres, podríamos perder nuevamente su pista.

Y al par que dirigía a «Macbeth» una mirada escrutadora, añadió:

—Lástima que no puedas decirnos lo que sabes, «Macbeth». ¿Te ató Mary esa cinta al cuello?

—Escucha, David —dijo entonces Peter, en tono conturbado—: tengo el presentimiento de que el tío Micah interviene de algún modo en la desaparición de los gemelos. Tú no lo viste, como yo, cuando se detuvo a la puerta del granero, para escuchar lo que estaba diciéndole a tía Carol. ¡Estoy seguro de que sabe algo!

Al oír lo anterior, Jenny experimentó un repeluzno y susurró:

—Es probable… es probable que esté escondido por aquí, espiándonos para averiguar lo que hacemos. Es un hechicero, ¿verdad, Peter? En el pueblo, todo el mundo dice que lo es; y tú debes de estar enterada, mejor que nadie. Temo… temo que haya enterrado a los gemelos allá arriba, junto a la Silla del… ¡Oh! ¡Volvamos en seguida!

—Conforme —accedió David—. Marchaos vosotras dos, y poned el caso en conocimiento de la señora Sterling. Ella os indicará a quiénes tendréis que buscar, para formar la partida de socorro. Por mi parte, sigo creyendo que «Macbeth» ha salido de esa cueva.

Minutos después, cuando las chicas se disponían a emprender la marcha, surgió un nuevo inconveniente, al negarse «Macbeth» a acompañarlas, lo que motivó el siguiente comentario de David:

—¿Lo estáis viendo? Tal como acabo de deciros: estoy seguro de que los gemelos no andan muy lejos de aquí. Eh… Peter: ¿te importaría quedarte en mi lugar, mientras yo me voy con Jenny? Tengo ciertas ideas, acerca del asunto, y quiero ponerlas en práctica. Es posible que entretanto descubras algún indicio más. Y si te subes a un punto elevado, tal vez consigas vigilar toda la cañada y ver quiénes se acercaban a este lugar. Quédate con «Macbeth». Atalo con una cuerda, y llévalo contigo adondequiera que vayas. Te servirá de compañía. Toma. Te dejaré el resto de la merienda, para que te la comas tú… y para que guardes algo, en caso de que aparezcan los gemelos.

—De acuerdo —concordó la chica—. Es preferible que te encargues tú de lo referente a la partida de socorro. Yo subiré a la Silla del Diablo. Y si no encuentro allí a tus hermanos, me quedaré por la cumbre, para veros cuando regreséis por la cañada.

Y así, tras haber sujetado entre los tres al renuente «Macbeth», a fin de atarle una cuerda en torno al cuello, David y Jenny se despidieron para emprender el camino de regreso a Siete Verjas. Peter estiró de la cuerda y llevó al perrito hasta el sitio en que habían encontrado el «dije» de Dickie, desde donde agitó su brazo, en señal de saludo a los que se alejaban.

—¡No descuides la vigilancia! —le gritó David, a guisa de última recomendación—. Si encuentro a alguien en casa, volveré inmediatamente. Ahora son las dos de la tarde; de modo que no nos esperes hasta las cuatro, por lo menos. ¡Hasta luego!

Jenny juzgó oportuno añadir:

—Espero que no te moleste que me vaya, Peter; pero ten en cuenta que a estas horas, mi madrastra debe estar registrando todo Barton Beach, calle por calle. Y… Peter… si yo estuviera en tu lugar, no me acercaría por nada del mundo a la Silla del Diablo. Nadie sube nunca a este sitio; ni siquiera a la luz del día. No vayas allí, Peter. Vigila la cañada desde cualquier otro sitio.

—No te preocupes por mí —contestó la aconsejada, alegremente—. Tendré cuidado y no cometeré imprudencias. Gracias, de todas formas. ¡Y hasta luego, David! ¡No sé por qué tendrás unos hermanos que siempre andan buscándose complicaciones!

Al cabo de corto rato, y conforme ascendía por el sendero que llevaba hasta la cima, Peter empezó a percibir la ingrata sensación consecuente a la repentina soledad, tanto más intensa, cuanto que contrastaba con la animada charla mantenida minutos atrás. Y no era que la proximidad de la Silla del Diablo le infundiese el más mínimo temor; pero era sincera consigo misma y reconocía que había preferido acompañar a Jenny, en vez de permanecer en lo alto de aquel monte. Por otra parte, comprendía que debía contribuir de algún modo al rescate de los gemelos. Lo mismo que todos los que los conocían, no tardaba en cansarse de su exuberante forma de ser; lo que no obstaba para que también los echase de menos en cuanto se apartaban de su lado. Le agradaba sumamente la inconmovible unión de aquellos dos pequeños, así como el despliegue de fantasía de que hacían gala en todo momento. Y aunque sabía que tanto Dickie como Mary eran muy decididos y animosos, no por ello dejaba de sentirse angustiada por lo que pudiera haberles sucedido.

Al llegar a un punto en que la corriente que fluía por la cañada formaba un pequeño remanso, la muchacha se detuvo y le quitó a «Macbeth» la verde cinta que adornaba su cuello, para atarla en torno a sus cabellos y contemplar su imagen reflejada en la tersa superficie del agua. Se oía el apagado zumbido de algunos insectos, aparte lo cual, ningún otro rumor turbaba la quietud de la tarde; ni siquiera el canto de un pájaro. Y la chica exhaló un suspiro y prosiguió su ascensión, hasta que al fin se encontró en un pequeño espacio llano, cercano a la misma cumbre.

Tal como había indicado David, toda la Cañada Negra se hallaba a sus pies y al alcance de su vista; pero también pudo comprobar que si los gemelos se hubieran extraviado por las anfractuosidades de aquella fragosa montaña, sería precisa la intervención de varias partidas, para tener un mínimo de probabilidades de éxito en su búsqueda.

Decidida a aguardar allí el regreso de David, Peter se sentó sobre una piedra y se entretuvo en contemplar el panorama. Hacia el este, y a una distancia que se le antojaba infinita, elevábase la masa de su amada montaña: el Long Mynd. Y a ambos lados, podría distinguir los irregulares conjuntos de edificaciones de algunos pueblos. Al cabo de un rato, cansada de su constante observación, se levantó de su asiento y dio un paseo hasta un grupo de peñascos, pero sólo para volver a sentarse allí y apoyar la espalda en una roca de superficie cóncava. Y por lo visto, debió de quedarse adormilada, pues lo cierto fue que de pronto sufrió un sobresalto y se preguntó si era aquélla la primera vez que gruñía «Macbeth», o si llevaba gruñendo bastante tiempo. También le pareció haber oído, como entre sueños, el distante retumbo de una explosión; pero cuando estaba mirando hacia el sitio en que se había despedido de sus amigos, he aquí que el perrito volvió a gruñir sordamente, antes de lanzar un fuerte ladrido. Intrigada, la chica se puso en pie y dirigió su vista hacia el punto que parecía atraer la atención de «Macbeth». Y entonces advirtió, con la consiguiente sorpresa, que ni ella ni sus amigos habían explorado la otra vertiente de la Cañada Negra, y que no sabían lo que podría existir más allá de los bosques que la cubrían, y por encima de los cuales pasaban los cuatro cables del transportador de las minas.

En esto, descubrió el motivo de la alarma de «Macbeth»: un intermitente destello, procedente de un punto situado sobre la cumbre del monte, y a cosa de un kilómetro de distancia. Se le ocurrió a Peter que los gemelos podían haber aprendido a emitir señales con un espejo. Y entrevió la posibilidad de que fueran ellos, los autores de dichos reflejos; pero a los pocos, minutos comprendió la verdad. Y a la par que echaba a andar por el sendero que iba por la cumbre del monte, llamó al perro y le dijo al oído cual si pudiera entenderla:

—Ven conmigo, «Macbeth». Alguien se acerca, empujando una bicicleta. Es posible que esos reflejos partieran del manillar. No creo que sean los gemelos; pero tal vez los haya visto el ciclista por el camino. Vayamos a su encuentro.

No disponía Peter de reloj en aquel momento; pero por la posición del sol dedujo que debían de ser alrededor de las cuatro de la tarde, lo cual significaba que no tardaría en llegar allí David, acompañado, quizás, por los miembros de la partida de socorro. El pensar en esta última circunstancia la indujo a dudar sobre lo acertado de su decisión. ¿Debería alejarse de aquel punto para interrogar al referido ciclista, o por el contrario, convenía que permaneciese allí en espera de su amigo y de la partida? ¿Qué habría hecho David si se hubiera encontrado en su caso?… Además, hacía un buen rato que no veía los reflejos. ¿Y si el ciclista se hubiera desviado por otra senda?

Lo que no había considerado Peter era la posibilidad de que el referido estuviera viéndola, aunque ella hubiera dejado de notar su presencia. No se había dado cuenta de que su camisa azul destacaba claramente sobre el fondo grisáceo de aquella zona del monte, desprovista casi por entero de vegetación, como no fuesen algunas matas raquíticas.

En esto, «Macbeth» se detuvo bruscamente y lanzó un corto ladrido, seguido por otro más prolongado, y emitido en tono más alto y sosegado. A la chica le extrañó tal señal de reconocimiento; pero al ver aparecer en la linde del bosque una figura humana, forzó la mirada por un instante y luego exclamó:

—¡Vamos «Macbeth»! ¡Salgamos a su encuentro! Parece que es él. Y creo que nos ha visto y viene hacia nosotros.

No tardó en llegar a los oídos de Peter el inconfundible grito del avefría, casi al mismo tiempo que el referido agitaba un brazo en señal de saludo. Entonces ya no había ninguna duda en la muchacha.

—¡Tom! —gritó, presa de súbito entusiasmo—. ¡Qué alegría!

Poco después, cuando Tom Ingles se paró frente a ella, tornó a exclamar:

—¡Cuánto me alegro de verte, Tom! No se me había ocurrido que pudieras venir por aquí… y a esta hora.

—Pues ya lo ves —dijo el recién llegado—. Yo te reconocí en seguida por el color de tu camisa. No sé por qué se me ocurrió mirar hacia este sitio; pero el caso es que estaba harto de empujar la «bici» cuesta arriba. Y hablando de todo un poco: ¿Dónde están los demás? Y dónde estoy yo, dicho sea de paso, porque…

—¿Cómo has venido hoy, Tom? No te esperábamos hasta mañana. ¿No habíamos quedado en eso?

—Desde luego que sí; pero mi tío se comportó como un señor y me dio permiso para venir hoy. Y… ¡rábanos fritos, Peter! ¡Menudo caminito, con este calor! Os mandé un telegrama para avisaros, y empecé a pedalear coma un bárbaro. Cuando llegué a esa posada que hay al pie del monte, «El Ancla de la Esperanza», creo que se llama, la mujer que despacha en el bar me dijo que había visto a los gemelos, y que le habían causado mucha…

—¡Eh! ¿Los ha visto hoy, Tom? ¡Dímelo en seguida! Sorprendido por tan impetuosa interrogación, balbució el muchacho:

—N-no… no fue hoy, sino hace unos días. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque se han extraviado y no podemos encontrarlos.

—¿No pod…? ¡Rábanos! ¿De verdad… de verdad, de verdad?

Hizo la chica un gesto afirmativo, y Tom se rascó la coronilla, al par que inquiría:

—¿Y cómo ha ocurrido eso?

—No lo sabemos. Por lo visto, se trata de alguna de sus aventuras. Luego te lo explicaré. Cuéntame ahora que tal ha sido tu viaje.

—Mi viaje… Poco tengo que contar; como no sea que me perdí dos veces… y que he tenido que venir empujando la «bici» durante toda la subida, por un sendero lleno de matas y de pedruscos… Para colmo, se me pinchó un neumático al salir de esa posada. Y el poco trecho de camino llano que me quedaba tuve que recorrerlo también a pie. Luego, a media ladera, perdí de vista esa «silla del diablo» de la que tanto habla Dickie, y volví a quedarme sin saber a dónde ir; porque el sendero desaparecía en un pedregal, y… ¡Una delicia!

—¿Y dónde has dejado la bicicleta?

—En un viejo caserón que encontré cerca de aquí. Acompáñame a buscarla, y cuéntame lo que les ha ocurrido a los gemelos.

Conforme avanzaban por la senda que se internaba en el bosque, Peter fue refiriendo a su amigo todo lo concerniente a la desaparición de Dickie y Mary. Y al terminar su relato, preguntó:

—¿No has visto por ahí ningún indicio…? Aunque no creo que te hubieses fijado en nada por el estilo, cuanto que no estabas enterado. Yo creo que lo mejor que podemos hacer es recoger tu bicicleta y volver a la Cañada Negra, para reunimos con los… ¿Qué casa es ésa, Tom?

—Eso es lo que yo querría saber. Es el sitio que acabo de mencionar; donde dejé mi bicicleta. Bastante ruinosa, ¿verdad?

—Desde luego que sí. Y parece una fábrica. Fíjate en la chimenea. Y el plano inclinado que hay junto… ¡Ya sé! ¡Ahora lo comprendo! ¿Recuerdas lo que acabo de decirte respecto al sitio en que encontramos a «Macbeth»? Pues bien, los cables del transportador de mineral venían hacia aquí. Y ésta debe de ser la casa donde están las máquinas, y donde terminan los cables.

Apresuraron el paso los dos chicos, y a los pocos minutos pudieron comprobar lo acertado de tal suposición. El referido edificio se hallaba en bastante mal estado de conservación, como lo pregonaban los hierbajos que crecían entre las piedras de sus muros. Y por una abertura practicada en una especie de baja torre cuadrangular, pasaban los cables procedentes del otro lado del valle.

—¡Mira, Peter! —gritó entonces Tom—. Allí se ve un vertedero. Yo he visto otros por el estilo, allá en Ludlow. Los emplean para arrojar troncos de árboles, que iban a parar al pie del monte.

Peter se acercó al borde del barranco y quedó impresionada por su profundidad.

—Es emocionante —murmuró luego—. Deberíamos venir todos aquí para explorar esta casa. Creo que me parece que sé lo que hacían los mineros. Sacaban el mineral de las galerías que están en la otra parte del valle y lo transportaban hasta aquí, por medio de las vagonetas suspendidas de esos cables. Luego, las mismas vagonetas lo volcaban en el vertedero, para que se deslizara hasta el fondo del barranco, de donde debe de partir alguna carretera… o alguna vía de ferrocarril. Entremos a ver lo que hay en la casa.

La sala de máquinas ofrecía señales de haber estado abandonada desde hacía muchos años. Empujó Peter la puerta, cuyos herrumbrosos goznes produjeron un desapacible chirrido, y al continuación, ella y Tom cruzaron el umbral y parpadearon repetidamente, hasta que sus ojos se adaptaron a la semioscuridad del recinto. Frente a ellos, y a una altura de unos tres metros, veíase una pasarela metálica, debajo de la cual se hallaba instalado el conjunto de la maquinaria. Y a su izquierda se elevaba un enorme cilindro, con toda la apariencia de una caldera.

—Me apuesto cualquier cosa a que es una máquina de vapor —presumió Tom—. Aunque no sé de dónde sacarían el agua. Es posible que haya un pozo por los alrededores.

Subieron los dos chicos por la escalera que conducía a la plataforma, y avanzaron hasta uno de sus extremos, en el que se encontraba sujeta una vagoneta, suspendida de los cables mediante un sistema de poleas, y provista de un ancho reborde sobre el que una persona podía mantenerse en pie. Señaló el muchacho a las dos palancas de que disponían los referidos polipastos, y volvió a opinar:

—Deben de ser los frenos. Por lo visto, unos de los operarios atravesaba el valle en la vagoneta, maniobrando esas palancas.

Pero Peter no le atendía, pues se había aproximado a la abertura por la que salían los cables, y estaba observando la vertiente opuesta. Se volvió entonces hacia su amigo y le indicó:

—Fíjate, Tom. Sigue con la vista la línea de los cables, y verás el punto en que desaparecen; allá, en aquella mancha, oscura que se ve en la escarpa del otro lado. Es una abertura más grande que esta ventana. Y debajo, un poco a la derecha… ¿ves otra sombra? Es la entrada de una galería, donde encontramos a «Macbeth». Y a todo esto, ¿dónde está el perrito? A causa de la excitación consiguiente a su curiosidad, ninguno de los dos se había acordado de «Macbeth» hasta aquel instante; pero al oír un leve rumor procedente de un rincón de la sala de máquinas, la chica dirigió hacia allí la vista y exhaló un suspiro de alivio, antes de decir:

—Menos mal. ¿Puedes verlo, Tom? ¿Qué está haciendo?

El muchacho se asomó por encima de la barandilla y contestó:

—Está comiendo algo… Vamos a sacarlo de ahí. Puede ser alguna basura, y ya sabes que estos perros son muy cochinos y… ¡«Macbeth»! ¡Fuera de ahí! ¿No oyes?… ¡Cj, cj, cj, cj!

En respuesta, el animal alzó un poco la cabeza, sin dejar de masticar. Y entonces exclamó Tom, en tono de interés:

—¡Fíjate, Peter! ¡Está comiendo galletas!

—¿Galletas?

—¡Sí! ¡De un paquete que tiene entre las manos! ¿No lo ves?

—Sí, sí —repuso la chica, interesada a su vez—. Y eso quiere decir…

—Que alguien ha estado aquí hace poco tiempo. Y ahora veo también las huellas de unas pisadas en el polvo, junto a la caldera. ¡Y unas manchas de aceite en el suelo, al lado de la máquina! Por lo visto…

Bajó Tom por la escalerilla y se acercó a la puerta, antes de completar la interrumpida frase:

—… han utilizado estos aparatos últimamente. Mira, ¿ves? Hasta un trozo de vela han dejado por aquí.

En esto, Peter, que no le había seguido, empezó a hablar en tono precipitado:

—¡Sube otra vez, Tom! Y acércate a la ventana. ¡Allá viene David con varios hombres! ¡Es la partida de socorro! ¡Oh, Tom! ¡Qué egoísta he sido! He estado divirtiéndome aquí, y debería haberme quedado en mi puesto, esperando la llegada de los que vienen decididos y dispuestos a buscar a los gemelos…

Se le Reunió en seguida su amigo, el cual había recogido a «Macbeth» y lo llevaba debajo de un brazo, para evitar que se escapara. Y al ver el grupo que ascendía por el sendero, hizo notar:

—Es la segunda vez que esos pequeños provocan tanto alboroto. ¿Cómo es posible que no hayamos visto antes a esos hombres?

—Porque los árboles ocultan el sendero en la mayor parte —le explicó Peter—. Desde el sitio en que yo estaba, antes de encontrarte a ti, se dominaba toda la cañada; pero desde aquí… ¡Fíjate! David lleva a «Sally». Pensó que podría servirles de ayuda. Y también le acompaña Jenny… Me siento avergonzada, Tom. Yo les había prometido que me quedaría allí, aguardando su regreso, y ahora, David se enfadará conmigo… ¿Qué podríamos hacer?

Nada repuso al pronto el interrogado. Hacía un momento que estaba examinando la vagoneta del transportador aéreo… Y de pronto, profirió una exclamación:

—¡Creo que podemos arreglarlo, Peter! ¿Estás dispuesta a secundar mi proyecto?

—Cuando me digas de qué se trata…

—Verás… Si tienes miedo, lo llevaré a cabo yo solo. Creo que esta vagoneta se deslizará por su propio peso hasta el otro lado del valle, porque nos hallamos a superior nivel que la entrada de la mina.

—Pero… ¿y la máquina? ¿Para qué sirve, entonces?

—Para arrastrar hasta aquí a la vagoneta, cuando está cargada de mineral. Lo único que tendremos que hacer será aflojar el freno y dejarnos llevar. ¿Quieres que lo probemos? Ten en cuenta que de esta forma llegaríamos a aquel sitio, antes que la partida.

Miró la chica a su amigo con expresión de neta admiración. No era aquél el Tom que ella conocía. Aunque tal vez se debiera tal fenómeno al hecho de que cuando estaban todos reunidos, el muchacho se hallaba dispuesto a aceptar la primacía de David.

—Será lo mismo que en el cine —añadió el muchacho, con animadora sonrisa—. Sube tú, con «Macbeth»…

—¿Y tu bicicleta?

—¡Oh! Volveré a buscarla alguno de estos días. De todos modos, no podría utilizarla ahora, pues tiene una cámara deshinchada.

Acto seguido, y una vez que su amiga y el perrito se hallaron en el interior de la metálica vagoneta, Tom montó en el estribo de la misma y pasó una pierna sobre su borde, dispuesto a saltar adentro en cuanto hubiera soltado el freno de amarre. Alargó entonces un brazo y movió la palanca fija a la plataforma de la casa. Y antes de que Peter pudiera darse cuenta de lo que sucedía, se encontró a plena luz del sol, mientras la casa de la máquina se apartaba de ellos velozmente.

Tras haber advertido la exultante expresión que mostraba Tom, la chica miró hacia abajo… y contuvo el aliento. Por debajo de la vagoneta, las copas de los árboles parecían deslizarse hacia atrás con vertiginosa rapidez, al paso que la velocidad del suspendido vehículo aumentaba gradualmente.

Acurrucado en el suelo, «Macbeth» estaba temblando desde el hocico hasta la punta de la cola, aterrado por el estridente rechinar de las roldanas y por el balanceo del aéreo transportador. Y en cierto momento en que la oscilación aumentó de intensidad, la muchacha se sintió mareada y cerró los ojos, en tanto se preguntaba si habría procedido sensatamente, al dejarse embarcar en tan descabellada aventura.

Segundos después, y presa de indescriptible terror, Peter abrió los ojos y miró hacia delante, para ver que la escarpa donde se hallaba la abertura por la que entraban los cables iban aproximándose con pavorosa velocidad. Se mordió los labios, al tiempo que notaba los desesperados esfuerzos que hacía Tom para mover una de las palancas; pero el intenso silbido del viento le impidió oír con claridad lo que su amigo gritaba, si bien supuso que decía:

—¡El freno!… ¡Se ha atascado!… ¡No puedo moverlo!…

Luego, y en espacio de pocos segundos, varias imágenes se presentaron de modo muy confuso ante la vista de la aterrorizada chica: la visión de unos pálidos semblantes que miraban hacia arriba, con expresión de incredulidad, la negra abertura de la escarpa, que iba aumentando de tamaño, cada vez más cerca, cada vez más… Y la densa oscuridad que la envolvió de repente, al penetrar la vagoneta en la tenebrosa galería de la mina.