CAPÍTULO VIII

MISTERIO A LA LUZ DE LA LUNA

Horas atrás, al salir del granero para seguir al tío Micah, los gemelos avanzaron cautelosamente hacia la pequeña verja blanca que daba paso al sendero de la Cañada Negra. Iban los dos asidos de la mano; y de pronto Dickie dio un tirón y obligó a su hermana a detenerse. Tranquila estaba la noche; y la luna llena, cuyo disco lucía por encima de la cumbre del monte, plateaba suavemente las tejas de la casa y dibujaba arabescos sobre el blanquecino polvo del patio. Una intensa quietud reinaba en el ambiente, lo que hacía que el silencio que rodeaba a los chicos fuese aún más notable. Con voz susurrante, preguntó el pequeño:

—¿Qué es lo que vamos a hacer, Mary? Yo iré contigo, desde luego; pero quiero saber el motivo… Verás: acababa de despertarme, lo mismo que otras veces, con la corazonada de que tú me necesitabas; pero el salir así, a altas horas de la noche…

—Yo tampoco puedo explicarte la razón de esta salida —confesó Mary en tono de perplejidad—. Es a causa del tío Micah. Bien sabes tú que es un hombre desdichado, y que siempre está preocupado. Pues bien: lo he visto por la ventana de Peter. Salió de la casa y cruzó el patio. Y como parecía tan… tan triste y abatido, se me ocurrió que podríamos seguirle, para ver adónde va… y para prestarle ayuda, en caso de que fuera preciso. ¿Qué te parece, Dickie? ¿Quieres que le sigamos?

—De acuerdo. Será otra de nuestras grandes aventuras, ¿verdad? Lo que más me divierte es pensar en la rabieta que se van a llevar David y Peter, cuando se enteren. ¡Que se fastidien, por no habernos participado ayer el secreto del «C. G. 2»! Ellos se creen muy… ¡Escucha! ¿Has oído?… Es el pasador de la verjita blanca. La que da paso al sendero que baja hasta la Cañada Negra. Vayamos hacia allá.

Minutos después, los dos hermanos caminaban entre los árboles, en tanto procuraban no distanciarse demasiado del tío Micah. Al llegar a un puentecillo que atravesaba un regato, Dickie volvió a mostrarse vacilante y murmuró:

—Uno de los peones me dijo que este sendero lleva a lo más alto de la Cañada Negra. ¿Crees que el viejo barbudo ha marchado por aquí?

—No lo sé, Dickie. Es muy posible. Fíjate en «Macbeth»; va delante de nosotros con el hocico pegado al suelo. Y eso quiere decir que estamos sobre la pista…

—… del «Barbirrucio». ¿Sabes, hermanita? Un compañero del colegio me dijo que los que tienen barba negra mezclada con pelos blancos se llaman así. Es una tontería, en cierta forma; pero yo le he buscado ese apodo, y de ahora en adelante le llamaré «el tío Barbirrucio».

En esto, el perrito se detuvo y alzó la cabeza, al par que enderezaba las orejitas y la cola y emitía un sordo gruñido. Seguidamente, se oyó el lejano rumor de una piedra que rodaba. Y Mary apremió a su hermano:

—Vayamos más de prisa, Dickie. De otro modo, perderemos el… el contacto con nuestro perseguido.

—¡Oh! No estamos persiguiéndolo. Sólo vamos detrás de él para… Eso es lo que no entiendo. ¿Qué haremos cuando le alcancemos? ¿Acompañarle y decirle cosas, para que se alegre?

—¡De ninguna manera! No creo que nos convenga dejar que nos vea. Podría enfadarse con nosotros; pero le seguiremos de cerca, por si nos necesitara.

—Conforme. A partir de ahora, seremos «Lobo Colorado» y su intrépida compañera, y seguiremos la pista al rostro pálido «Barbirrucio».

El sendero que estaban recorriendo se internaba a poco por un denso bosquecillo, antes de torcer hacia un costado, para continuar cuesta arriba, junto a la margen del arroyuelo. Al cabo de un rato de marcha bajo el espeso follaje, los chicos volvieron a encontrarse a la luz de la luna. Y entonces presumió Mary:

—Creo que vamos por un atajo, Dickie. El verdadero camino de la Cañada Negra queda más a la izquierda. Lo sé, porque la tarde en que llegamos a Siete Verjas no pasamos por aquí. Parémonos ahora un momento para escuchar.

Ni un solo rumor turbaba la extremada placidez del ambiente, a excepción del leve jadeo de «Macbeth», el cual se había detenido, también, y estaba sentado a los pies de sus amos.

Impresionado por aquel escenario, murmuró Dickie:

—Parece… como si estuviésemos en un país encantado…

Y Mary alzó un brazo para señalar a un punto situado ante ellos, al par que indicaba con trémula voz:

—Di-di-… Di-Dickie… ¿Qué es… qué es aquello que hay allí? Una cosa blanca… Y no se mueve…

Forzó su hermano la mirada, y a continuación, hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones y tragó saliva, antes de contestar:

—Eso no es más, no es más que un poste pintado de blanco… o algo por el estilo. No te preocupes por ese palo… o lo que sea Lo único que nos intereso es seguir al tío «Barbirrucio». Continuemos la marcha, o de lo contrario, será preferible que nos volvamos a casa.

—¿Volvernos ahora? —exclamó la pequeña con acento de asombro—. ¿Precisamente ahora, cuando empezamos a disfrutar de esta aventura? Supongo que no tendrás miedo, ¿verdad que no, Dickie?

En respuesta, el interrogado echó a andar por el sendero y comentó:

—Pues… te diré: creo que más nos conviene convertirnos en los Caballeros del Rey Arturo, antes que ser indios. Y teniendo en cuenta la limpieza de mi corazón, tal vez me convenga ser «sir» Galahad, el galante y abnegado caballero.

Siguieron andando los «rastreadores», Mary detrás de Dickie, y éste a la zaga del infatigable «Macbeth», hasta que los árboles del bosque quedaron a sus espaldas y a inferior nivel. Y al encontrarse en un espacio de terreno llano, en el centro del cual se elevaba un viejo poste indicador, Dickie tornó a detenerse, para dirigir una mirada en su derredor y murmurar:

—Esta parte… esta parte del monte no me es desconocida. ¡Claro que no! Como que pasamos por aquí hace dos días, cuando veníamos hacia Siete Verjas; ¿recuerdas, Mary? Bajamos por aquí, después de haber estado en la Silla del Diablo. ¿Qué haremos ahora?

Nada repuso al pronto Mary, la cual estaba mirando el letrero clavado en el referido poste indicador. Al cabo de un momento, contestó:

—Tienes razón, Dickie. Fíjate en lo que dice ahí: «Cañada Negra. A la Silla del Diablo».

Inmediatamente, «Macbeth» lanzó un corto ladrido, en tono bajo. Miráronle los chicos, y vieron que tenía las orejas tiesas y la cabeza ladeada, y que se hallaba observando fijamente un matorral que crecía a pocos metros más adelante.

—Quieto, «Macbeth» —le dijo la niña, a la par que se agachaba, para darle unas palmaditas en el lomo—. No chilles ahora, o nos van a oír.

Pero el animal puso entonces todos sus músculos en tensión y salió disparado hacia el frente, detrás de una parduzca forma que en aquel momento se apartó a toda prisa del citado matorral y se deslizó velozmente hacia el arroyo. A poco, los ladridos del perrete sonaban estridentemente en la tranquila noche, lo que indujo a los chicos a ocultarse tras unas rocas, por temor a ser descubiertos.

—Un conejo —farfulló el irritado Dickie—. Tú también lo has visto, ¿verdad? Y ahora, por culpa de ese bobo, tal vez nos perderemos…

Pero se interrumpió de repente, para señalar ante sí, al tiempo que exclamaba:

—¡Mira, Mary! ¡Allá! ¡En aquellas rocas! Dirigió la chica su vista hacia el sitio que le indicaban. A cosa de medio kilómetro del lugar en que se hallaban, el sendero se desviaba a la izquierda, para pasar sobre un abrupto peñascal, cuya oscura silueta destacaba nítidamente sobre el cielo iluminado por la luna.

En tanto observaban dicho punto, los gemelos pudieron ver la figura de un hombre que ascendía lentamente por la senda…

—Es él, Dickie —dijo Mary en tono excitado—. Tenemos que seguirle sin… sin excusa ni pretexto. De lo contrario, sería capaz de cometer algún…

—¿Algún desaguisado? —¡No! ¡Mucho peor! Tal vez… No quiero ni pensarlo, Dickie. El tío Micah está muy triste y preocupado, y debemos velar por él.

Sin más palabras, los dos chicos prosiguieron su marcha a lo largo del sendero. Y «Macbeth», que había vuelto a reunirse con ellos, pues sus cortas patitas le impedían perseguir al ágil conejo, reanudó su rítmico trotecillo, esta vez junto a los talones de Mary; pero a pesar de que avanzaron con la máxima rapidez que les fue posible, no volvieron a ver aquéllos al tío Micah hasta que se hallaron sobre las citadas peñas. Por encima suyo destacaba, sombría y ominosa, la afloración de rocas que formaban la Silla del Diablo. Y a su izquierda, plenamente iluminada por la luna, la empinada escarpa de la Cañada Negra. Y al detenerse un momento para recobrar respiro, Dickie tornó a señalar hacia delante, a la furtiva figura de un hombre que avanzaba a grandes zancadas, y sin mirar a ninguno de sus lados.

—¡Dios bendito! —exclamó el pequeño—. Debe de tener mucha prisa. Parece que se dirige a la Silla, Mary. Y yo… yo preferiría no subir allí a estas horas…

—¡Bah! —repuso su hermana—. No tenemos por qué sentir miedo de ese montón de rocas. Al menos, yo no lo siento. Lo que me gustaría saber es qué se traerá el tío Micah entre manos.

—Yo también querría saberlo —coincidió el chico—. Y es que siempre deseo saber… aprender cosas nuevas. Es probable que ese hombre tenga un secreto…

—Sí, Dickie; eso es lo que debe de ocurrir: que guarda un secreto… ¡terrible! ¡La causa de su constante tristeza! Yo estoy convencida de que es eso lo que le sucede. Debemos, ayudarle, Dickie. Creo que nadie más que nosotros podremos…

Una nubes procedentes del oeste ocultaron entonces la faz de la luna, al tiempo que un ligero vientecillo provocaba en Dickie un leve escalofrío.

—De acuerdo contigo —convino el pequeño—. Aunque no estoy conforme por completo con tu opinión. Para mí, el tío «Barbirrucio» no es más que un viejo gruñón y malhumorado. Y no sé para qué tenemos que seguirle, ni qué nos importa lo que piense hacer. —Y añadió con harta incongruencia—: Y además, tengo mucha hambre.

Mary le miró con expresión de extrañeza; pero no dijo nada. Por lo visto, era aquélla una de las veces en que Dickie prefería que fuese ella la que dirigiese el desarrollo de la aventura. Y en consecuencia, echó a andar por el sendero, el cual les llevó por encima de la masa de rocas, antes de volver a la orilla del arroyo. De vez en cuando, «Macbeth» se apartaba a un costado, para olfatear y resoplar entre las ramas de las matas, en busca, quizás, de algún animalejo que pudiera reportarle el placer de una frenética persecución; pero al regresar, defraudado, junto a sus amos, parecía mirar a éstos con aire de reproche.

Tras varios minutos de camino, y cuando el viento había aumentado de intensidad, hasta el punto de que se oía el silbido que producía al pasar por las fragosidades de la cumbre, los gemelos y su perro llegaron a un sitio donde otros dos senderos confluían, para reunirse con el que ellos estaban recorriendo.

Presa de súbito descorazonamiento, al no advertir por allí ni un solo indicio del paso del tío Micah, la pequeña empezó a arrepentirse por haber iniciado aquella expedición… que nada tenía de emocionante, después de todo. Y se dijo que más que una aventura, era en realidad una pérdida de tiempo. Miró entonces a su hermano, en tanto deseaba que fuese éste quien propusiera lo que ella pensaba, sonrió y le dijo:

—De acuerdo, pues. Volvamos a casa. Al parecer, hemos perdido el rastro de «Barbirrucio». Y de todos modos, no nos importa demasiado, ¿verdad que no? Sentémonos un rato a descansar, y luego volvamos al granero y entremos sin hacer ruido. ¡Ah! Y no hay que decir nada hasta que nos sentemos a la mesa a la hora del desayuno. ¡Verás qué cara de asombro pondrán David; y Peter!

Apareció en esto la luna por un claro entre las nubes. Y la chica se estremeció débilmente, al tiempo de decir.

—No me gusta nada este lugar. Me da… me da escalofríos. Marchémonos en seguida de aquí, Dickie. Si no estuviera tan cansada, me pondría a correr, cuesta abajo, y no pararía hasta…

—¡Sssssss!… —la interrumpió su hermano—. Calla y escucha. He oído un ruido…

Se quedaron en silencio los dos, sin oír ni un solo rumor, aparte el zumbido del viento entre las breñas y el suave murmullo del arroyuelo que fluía a corta distancia de aquel punto. Y la voz de Dickie sonó con trémula entonación, al susurrar su dueño:

—A-alguien está hablando, Mary… ¿No oyes?… Escucha; escucha tú también, y dime si oyes algo. Es verdad… ¡«Macbeth»! Pedazo de tonto: quédate quieto y no resuelles de esa forma. ¡Este bobo!… ¡Ahora le ha entrado hipo, también! Mary, vámonos de aquí cuanto antes. No quiero quedarme en este sitio.

Con repentino movimiento, la chica asió a su hermano por un brazo y señaló hacia la escarpa que había a su izquierda, al par que profería una ahogada exclamación:

—¡Mi-mi… Mi-mira, Dickie! Aquello… ¿Qué es aquello? ¡Yo me voy ahora mismo! ¡No resisto ni un minuto más!

En aquel instante, la luna volvió a quedar velada por leves nubéculas, lo que no impidió que a su tenue claridad, y al mirar en la dirección indicada por el tembloroso dedo de Mary, pudiera ver Dickie una hilera de siluetas que avanzaban por la parte superior del talud. Y no era sólo una figura, la del barbudo y misterioso tío Micah, sino una larga y silente procesión de extrañas formas, que lo mismo podrían ser personas que animales.

Tremulante de miedo, balbuceó la pequeña:

—Di-di… Dickie… ¿Lo has visto? ¡Son ellos! ¡Los cazadores de que nos hablaron Peter y Jenny! Ahí va Edric, el «Cazador Negro». Y detrás de él cabalga su esposa, el hada Godda, en un caballo blanco… Escóndete, Dickie. Escondámonos en seguida. ¡Que no nos vean!

Con natural reacción ante aquella muestra de femenina debilidad, Dickie se sintió más animoso y enardecido; pero cuando se disponía a prodigar a la asustada unas frases de aliento, he aquí que un conejo dio un brinco a menos de dos pasos de donde ellos se encontraban. Y aquello sí que fue demasiado para el impaciente «Macbeth», el cual lanzó un ladrido y partió como una flecha en seguimiento del roedor.

Sobresaltada, Mary contuvo el aliento y se avergonzó por su momentáneo desfallecimiento. Y en tono de hondo disgusto, murmuró:

—Es un sinvergüenza y un desobediente.

Acto seguido, comenzó a silbar para llamar al perro; pero éste, a juzgar por la zaragata de gruñidos y chillidos que sonaban a unos treinta metros de distancia, parecía haber acorralado a su perseguido, y no era presumible que oyera las llamadas. Secundó entonces Dickie a su hermana, para chiflar con todas sus fuerzas, sin preocuparse porque las fantasmales apariciones pudieran oírle; mas al cabo de pocos minutos, oculta nuevamente la luna tras un velo de nubes, la batahola provocada por «Macbeth» fue alejándose cada vez más, hasta que al fin cesó por completo.

De pronto, Mary echó a correr por el sendero, lo que incitó a Dickie a gritarle:

—¿Eh? ¿Adónde vas? ¿No íbamos a volver a casa? ¡No es por ahí!

Y la chica volvió sobre sus pasos para increparle con dureza:

—¡Eres un egoísta y un desalmado! ¿Quieres decir que estás dispuesto a regresar a casa… abandonando a «Macbeth» en este horrible lugar? ¡Suponte que se tropezara con los «Cazadores Negros»! ¡Supóntelo por un momento! ¿Qué haría el pobrecito sin nosotros? Tú sabes que si no estamos con él se acobarda fácilmente. Es muy chiquitín, y debemos defenderlo. Y además, es nuestro perrito, ¿entiendes? ¿Serás capaz de marcharte y dejarlo aquí, solo y a merced de los aparecidos? ¡Es espantoso, Dickie! Y casi, casi… estoy a punto de odiarte. Si no fuera porque…

—¡BUE… NO! —exclamó el reprochado, cortando así le invectiva—. Está bien, está bien. No es que quiera dejarlo abandonado: de sobra lo sabes tú. Lo que pasa es que tengo deseos de volver a casa, lo mismo que tú. Hace bastante frío… Se está poniendo la noche bastante oscura… Y además, no te preocupes por él. Nos seguirá hasta casa, igual que otras veces.

En tono más moderado, dijo entonces Mary:

—Perdona, Dickie. Siento… siento haber dicho que estaba a punto de odiarte. Yo no te odio, pero reconoce que no podemos dejarlo solo, en este lugar rebosante de duendes y fantasmas. Ven. Vamos a buscarle. Tal vez lo encontremos pronto. Introdujo el chico las manos en los bolsillos de su pantalón, en tanto murmuraba:

—De acuerdo. Iremos a buscarle, pero… ¡ya verás cuando le encontremos! Tengo en algún bolsillo un trozo de cordel… ¡Ah! En cuanto le eche la mano encima…, ¡por supuesto que he de atarlo! ¡Y lo llevaré a casa de esa forma!

Observaba Mary en silencio el despliegue de inverosímiles objetos que su hermano iba sacando de sus bolsillos, y a los que sostenía hábilmente en una mano, mientras seguía rebuscando con la otra. Al fin, apareció el trozo de cordel, y Dickie guardó el resto de su colección de «rarezas»; pero ni él ni su hermana advirtieron que un pequeño dije se deslizaba de sus manos y caía al suelo. Y a continuación, los dos gemelos iniciaron la marcha por el sendero que conducía a lo alto de la escarpa, cada vez más lejos de la seguridad que suponía el conocido camino recorrido hasta entonces, cada vez más expuestos a tropezar con quién sabe qué azarosas contingencias.

Tras varios minutos de infructuosa búsqueda, los pequeños quedaron convencidos de que «Macbeth» se había alejado por los matorrales de los alrededores, detrás de una pieza que jamás lograría atrapar, así como de que ellos no serían capaces de regresar a casa sin él. Poco más adelante, el sendero se ensanchaba y atravesaba un soto, al otro lado del cual se alzaban las ruinosas barracas de los mineros.

Volvieron a silbar entonces los chicas, mas sin ningún éxito; hasta que al cabo de corto trecho, pudieron oír claramente los lejanos ladridos del bullicioso perrito. Esperanzados, echaron a correr; pero al llegar a la vertical escarpa, hubieron de comprender, a su pesar, que no podían continuar más adelante. Tenían a sus espaldas, y a inferior nivel, el valle de la Cañada Oscura; y ante ellos se abría la oscura boca de una caverna, frente a la cual se hallaba «Macbeth», sentado en el suelo y con la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando. Al ver las sombras de sus amos, emitió un ladrido. Y cuando Mary le llamó con severo acento, echó hacia atrás las orejitas y se agachó, aunque sin moverse de su sitio.

«Por lo visto —supuso entonces Dickie—, ha oído algo raro. Vayamos a ver de qué se trata».

En esto, y cuando cruzaban la explanada situada ante la entrada de la cueva, llegó hasta los chicos un rumor de apagadas voces, lo que motivó que el perro lanzase un corto ladrido de alarma y se enderezara súbitamente. Y Dickie, al notar que su hermana le apretaba un brazo con temblorosa mano, hinchó el pecho y se dirigió resueltamente a la sombría abertura. Poco tardaron los gemelos en advertir que no era ésta la boca de una caverna, sino el principio de la galería de una mina, y que estaba obstruido a medias por un derrumbamiento de rocas.

Mary se acercó allí; y después de atisbar por entre las piedras, se volvió hacia Dickie y le hizo saber:

—Estas piedras han caído desde la parte alta del risco. Algunas de ellas están sueltas y pesan poco. Y yo creo que si retirásemos algu… ¡Huy! Fíjate; ¿has visto? Esta roca grande… ¡Se mueve fácilmente, Dickie! Prueba tú mismo. Empújala y verás. Y tú, «Macbeth», desobediente y más que desobediente; ¡sal de ahí en seguida!

Se había subido el perrito a la pila de rocas, y estaba mirando fijamente al interior de la oscura oquedad. Y de pronto, al volver a percibir el rumor de voces humanas, emitió un gruñido e hizo ademán de arrojarse bravamente al interior; pero en seguida se detuvo en seco y soltó un resoplido, para volver junto a sus amos.

En el ínterin, Dickie había comprobado la veracidad de la afirmación de su hermana. Y en tono excitado, exclamó:

—¡Tienes razón, Mary! Esta roca se mueve. Tal vez esté apoyada en alguna cosa… como las puertas de roca que cerraban las cavernas donde se guardaban los tesoros, y que sólo se movían cuando se pronunciaba una palabra mágica. Voy a intentarlo. A ver… ¡ÁBRETE, SÉSAMO!… No se mueve. Es inútil. Tenemos que empujarla. Ayúdame tú, Mary. Veamos si entre los dos…

Aplicaron los gemelos todas sus fuerzas en el empeño. Y a consecuencia del fuerte empujón, el peñasco se balanceó hacia dentro. Se oyó luego un terrible crujido… y el paso quedó expedito al caer la citada roca a un costado de la entrada.

—¡Cielo bendito…! —murmuró la espantada Mary—. ¿Qué hemos hecho, Dickie? No nos esperábamos esto, ¿verdad que no? Tal vez hayan puesto esa roca ahí, donde estaba, para aplastar a cualquier… a cualquier intruso. Tal vez fuese una trampa, ¿no te parece? Acto seguido, y acompañados por el desconfiado «Macbeth», los dos chicos pasaron por el hueco entre las rocas y se internaron, paso a paso, en la pavorosa tenebrosidad de aquella caverna.