CAPÍTULO VII

EL MENSAJERO NEGRO

A la mañana siguiente, David se sentía completamente descansado. Siempre le ocurría lo mismo, después de dormir una noche en su saco-petate, pues prefería tal género de vida a las comodidades que se le ofrecían en su casa. Y el roce de un lecho de heno era para él mucho más sugestivo que las blanduras de un colchón sobre el elástico sommier de una buena cama. Habíale despertado el rumor de las voces de Henry y de Humphrey, los cuales llevaban a los caballos de la granja al abrevadero. Y cuando uno de los dos peones se puso a silbar, el muchacho miró a su reloj y vio que eran ya las siete y cuarto. Se preguntó entonces si alguna de las chicas se habría levantado. Y al no oír ningún ruido procedente del piso de arriba, supuso que Dickie, tal como se le había encargado la noche anterior, habría ido en busca de leña para encender la estufa, a fin de que Peter la encontrase lista cuando bajara a preparar el desayuno; pero lo extraño era que su hermano se hubiese decidido a cumplir con su encargo a tan temprana hora.

Escuchó David por un instante, sin oír tampoco la respiración del pequeño, por lo que le llamó en voz alta:

—¡Eh, Dickie! ¡Que es hora de levantarse! Y al no recibir respuesta, recogió una de sus botas y la arrojó al cubículo del llamado, mas con idéntico resultado.

—¡Dickie! —gritó entonces—. ¡Deja de hacerte el dormido y levántate de una vez! Pero quien hizo oír su voz en aquel momento no fue Dickie, sino Peter, la cual preguntó desde lo alto de la escalera:

—¿Qué sucede, David? ¿No está Dickie ahí abajo? Te lo pregunto porque tampoco está aquí Mary.

Intrigado, el muchacho se levantó prestamente y se asomó al compartimiento en que dormía su hermano… para quedarse asombrado al ver el vacío saco de dormir.

—No está aquí, Peter —respondió con acento de perplejidad—. Y no me explico… ¿Dices que Mary no está arriba? En fin: supongo que ese par de imbéciles habrá tramado alguna de las suyas. Lo que me extraña es no haber oído a Dickie cuando salió del granero.

Bajó seguidamente Peter al piso inferior, y corrió hacia la puerta, al par que murmuraba:

—Veamos si se han llevado con ellos a «Macbeth». Segundos después, los dos chicos se hallaban silbando en el patio, cada uno por un lado, para atraer la atención del perrito; hasta que al cabo de un rato, la muchacha se cansó de silbar y dijo:

—Voy a encender la lumbre. Espéralos aquí, mientras yo preparo el desayuno, pues no me cabe duda de que volverán en cuanto vean que sale humo por nuestra chimenea. Al menos… Dickie no es capaz de desdeñar ni un solo plato de comida.

David se encogió de hombros, y después de llenar un cubo en el pozo, comenzó a lavarse, lo que provocó la estupefacción de los dos peones, los cuales se dieron mutuamente con el codo al contemplar lo que para ellos suponía singular espectáculo.

Minutos más tarde, cuando empezaba a peinarse, el chico advirtió que su amiga estaba observándole desde la puerta del granero. Y seguidamente oyó la burlona entonación de su voz:

—¡Qué aspecto más ridículo tienes, David! ¿Es que no eres capaz de lavarte la cara sin mojarte el pelo? Tienes suerte de que no estén ahora aquí tus hermanitos. Dirían que pareces… un ratón mojado.

Con aire divertido, el muchacho le arrojó un poco de agua y siguió peinándose. Y al terminar su aseo personal, volvió al granero y preguntó:

—¿Qué tenemos para desayunar? Estoy desfallecido; te lo aseguro. ¿Y qué vamos a hacer hoy?

Peter le miró con expresión reprobadora, al tiempo de señalar:

—Si quieres que te conteste, no me hagas dos preguntas a la vez. Todavía no he preparado el desayuno. Y en cuanto a lo que podemos hacer hoy… depende de muchas circunstancias. Y ahora me toca preguntar a mí: ¿crees que Tom podrá venir aquí el viernes?

—No lo sé. Espero que reciba hoy nuestra carta. Y me alegraré cuando llegue y volvamos a estar todos reunidos.

—Yo también, David. Es muy buen muchacho. Y con respecto a Jenny, ¿qué opinas de ella?

—Pues… que parece buena chica; aunque no creo que suponga mucha ayuda en lo que Dickie llamaría… «un caso crítico». De lodos modos, esta tarde tendremos ocasión de tratarla mejor. Querría que a esos dos mocosos no se les hubiera ocurrido hacernos esta jugarreta, pero que no crean que vamos a esperarles para tomar el desayuno. ¡De ninguna manera! Ven. Yo encenderé la estufa, mientras tú preparas lo demás.

En cuanto hubo encendido el fuego, David tornó a buscar a sus hermanos por todos los rincones del patio, y hasta incluso avanzó un trecho regular por el vecino bosque, en tanto silbaba como un desaforado, con la esperanza de obtener un ladrido por respuesta, pero al parecer, también participaba «Macbeth» en la confabulación de los dos pequeños. Al fin, tras su inútil intento, el muchacho regresó al granero. Se sentía molesto y fastidiado, tanto más, cuanto que estaba convencido de que aquellos dos pillastres se hallaban ocultos a corta distancia de donde él los había llamado.

Al verle entrar en el local, Peter le dijo:

—He preparado también el desayuno de tus hermanos; pero no podremos guardárselo debidamente por falta de horno. Se les enfriará…

—¡Oh! No te preocupes —la atajó él—. Si no han llegado aquí cuando haya terminado de tomarme el mío, nos lo repartiremos entre tú y yo; y si no te apetece, me lo comeré yo solo.

Y con enfadado semblante, recogió la sartén y salió a la puerta, para golpear allí fuertemente el citado utensilio. Y esta vez sí que consiguió respuesta, pues inmediatamente apareció el tío Micah por la esquina del granero y se quedó observándole con extraña fijeza, en tanto se atusaba su hirsuta barba.

—¿Qué significa todo este escándalo? —farfulló el recién llegado, con su bronco vozarrón.

Sorprendido, David dejó caer al suelo la cuchara de madera con que había estado golpeando el improvisado gong y contestó:

—Estaba llamando a mis hermanos, tío Micah. Eh… y empleaba esta sartén, a modo de batintín. Vamos a desayunar ahora. Eh… ¿quiere ver usted cómo hemos arreglado el granero? Lo hemos acondicionado para que nos sirva de campamento interior, ¿sabe usted? El interrogado se pasó una mano por los ojos, antes de balbucir:

—Y esos dos… Quiero ver a esos dos… los dos pequeñines.

—¿Se refiere usted a mis hermanos? ¿A Dickie y a Mary? Supongo que andarán por ahí… Siempre están dándonos bromas por el estilo. Se esconden y esperan que los demás nos volvamos locos buscándoles por todas partes. ¿Para qué deseaba usted verlos, tío Micah?

—¡Oh! Diles que vengan a verme. Que me busquen por el huerto, junto a la falda del monte. Díselo en cuanto lleguen, ¿eh? No te olvides.

El barbudo granjero se alejó, y el muchacho entró en el amplio local, para encontrarse con la conturbada mirada de su amiga. A continuación, los dos chicos se sentaron a la mesa y empezaron a tomar su desayuno, acto que no estuvo amenizado, como otras veces, por alegre conversación De vez en cuando, entre uno y otro bocado. David hacía oír su voz; pero sólo era para decir… «Ese par de idiotas», o bien: «Creo que ya va siendo tiempo de ajustarles las tuercas a esos dos». Y en una ocasión llegó a reconocer que los aludidos eran «unos mocosos consentidos y malcriados», áspero concepto que fue vivamente rechazado por Peter, la cual acabó por dejar su tenedor sobre la mesa para mirar a su amigo y pedirle:

—Por el amor de Dios, David: haz el favor de animarte un poco. No comprendo lo que te sucede; ésa es la verdad Ten en cuenta que los gemelos no han hecho nada… nada más que divertirse a nuestra costa. Y eso es disculpable.

Pero más cierto era que también se sentía ella un tanto intranquila por la ausencia y tardanza de los aludidos, cosa que advirtió David al mirarla brevemente, cuando alzó su vista del plato y le contestó:

—Perdona, Peter. Estoy malhumorado y no… Se interrumpió entonces al oír detrás suyo una voz de jovial entonación:

—¡Muy buenos días a todos! ¡Caramba! ¡No puede negarse que hay aquí una estupenda cocinera! A juzgar por el grato olorcillo…

—Buenos días, tía Carol —dijo en seguida la muchacha.

—Siéntate con nosotros, y toma una taza de té.

Y el muchacho se levantó de su asiento, para cedérselo a la recién llegada e ir en busca de otra silla.

—Os lo agradeceré —repuso la señora Sterling, aceptando la invitación—. Hace un buen rato que he tomado mi desayuno, y sé que me gustará. ¿Dónde están los gemelos? Tío Micah me dijo que deseaba verlos, aunque no sé por qué razón.

—Deben de andar por los alrededores —le contestó David en tono enfurruñado—. No es la primera vez que hacen eso, para que nos desesperemos al ver que no aparecen. Lo único que me extraña es que Dickie haya renunciado a su desayuno, con tal de continuar la broma.

—¿Qué quieres decir con eso?

Antes de que el interrogado hubiera podido responder, Peter se anticipó:

—Un momento, David. Quiero decir lo que yo pienso sobre esta cuestión. Siento no habértelo dicho antes; pero estoy temiendo que se hayan marchado de aquí a altas horas de la noche, y no por la mañana temprano, como al principio creí.

—¡Pero Peter! —exclamó su extrañada tía—. ¿Por qué dices eso? ¿Cómo puedes estar segura de tal cosa?

—Pues… no es que esté segura, tiíta. No quiero… no me gustaría que me tomaseis por tonta o por… por alarmista. Y no puedo creer que haya ocurrido nada anormal, en realidad; pero… pero esta mañana, cuando empecé a vestirme, toqué el saco-petate de Mary y noté que estaba frío. Y lo mismo hice luego con el de Dickie, cuando David había salido a lavarse. Y también comprobé que estaba frío. Eso indica…

—¿Y por qué no me dijiste nada entonces? —atajóla David con violento acento—. ¿Por qué no…?

Y su amiga alzó también la voz para explicar:

—No sé por qué hice eso. Comprendo que fue una tontería, y que debería habértelo dicho; pero supongo que querría convencerme de que no era cierto lo que me había imaginado. ¿Quién iba a figurarse que esos chicos…?

—Tienes razón —convino su tía—. Habría sido absurdo imaginar otra cosa.

—Ya lo sé. Y sin embargo… desde que se me ocurrió esa idea, no he parado de pensar en un sueño… porque creo que se trata de un sueño. El caso es que vi a Mary. La luz de la luna entraba por la ventana, y yo podía ver sus bucles rubios… Se inclinó hacia mí, y me sonrió tristemente. Y yo. segura de que quería decirme algo, me esforzaba por despertarme, para hablarle… para preguntarle qué deseaba; pero no podía moverme…

David se hallaba de frente a su amiga; y de pronto la vio abrir desmesuradamente sus azules ojos para mirar ante sí con aterrada expresión. Se volvió entonces, y vio que el tío Micah estaba de pie, junto a la puerta, en atenta actitud de escucha. Por espacio de unos segundos, el barbudo granjero se mantuvo inmóvil; pero al advertir que había atraído la atención de todos los allí presentes, dio media vuelta y se alejó a largas zancadas por el soleado patio con el aire furtivo del que se reconoce culpable de alguna infracción. Casi al mismo tiempo, la señora Sterling se puso en pie y salió detrás de él, no sin haberles dicho a los chicos:

—Aguardadme aquí. Volveré a veros. Peter se recostó entonces en el respaldo de su silla, y empezó a hacer pucheros, a la vez que buscaba un pañuelo en los bolsillos de su pantalón. Dominado por el asombro al verla tan llorosa y compungida, David olvidó su buena educación y se quedó observándola con la falta de discreción de un paleto atontado. Y en verdad que resultaba increíble que Peter, a quien siempre había considerado tan firme y animosa como cualquier muchacho, la que montaba a caballo mejor que él, y la que sabía nadar con tanta soltura y habilidad, pudiera comportarse de aquella manera. Se sorprendió de pronto al oír el tono áspero con que ella le espetó:

—¿Por qué me miras como un imbécil? ¿Es que tengo monos en la cara? ¡Más valdría que procurases hacer algo… algo para!…

—Lo siento, Peter —murmuró el reprendido.

Y ella sacó un pañuelo de su bolsillo y se sonó fuertemente, antes de secarse los ojos e inspirar por dos o tres veces, al cabo de lo cual exhaló un suspiro y dijo con voz entrecortada:

—Perdona, David. He… he sido… me he comportado como una tonta; pero tenemos… tenemos que hacer algo… Tenemos que buscar a los gemelos inmediatamente. Debe de haberles ocurrido algún percance, y somos nosotros los que debemos intentar su búsqueda. David… no puedo evitarlo; pero lo cierto es que aborrezco a ese viejo. Sé que es mi tío; pero me resulta odioso. No sabes lo que sentí al verle ahí, en la puerta, con esa expresión tan horrible… ¡David! ¡Creo que ese hombre sabe dónde están tus hermanos! ¡Daba la impresión de que lo supiera! ¿No has visto su cara? ¡Era… horrenda!

Asintió el muchacho con un gesto, a la par que comentaba:

—Sí que la vi. Era bastante cómica.

—¿Cómica? No es ésa la idea que yo tengo acerca de la comicidad. Escucha, David: vayamos a buscar a los gemelos. Dejemos todo esto, tal como ahora está; luego lo arreglaremos. Yo llevaré comida en una mochila, porque estoy segura de que Dickie estará medio muerto de hambre… y es posible que también lo estemos nosotros, antes de que los hayamos encontrado. No creo que se hallen muy lejos de aquí. Y creo que cualquier cosa es preferible, a esperarlos sin hacer nada.

Con aire de evidente reserva, observó David:

—Todo eso está muy bien, Peter; pero no olvides que haremos el ridículo si emprendemos una expedición de búsqueda… y luego resulta que los tunantes se encuentran escondidos a poca distancia de la casa. Las carcajadas se oirían en…

—¿Tú crees que pueden estar escondidos por ahí?

—¡Oh! ¡Son muy capaces de haber hecho eso!

Tras una breve argumentación, David acabó por avenirse al parecer de su amiga. Y una vez que hubieron preparado un paquete con comida para los desaparecidos chiquillos, salieron del granero y marcharon a la cocina de la casa, donde se hallaba la tía Carol, dedicada a la confección de un pastel. No parecía encontrarse la señora Sterling muy conturbada por la ausencia de los gemelos. Y tampoco aludió al extraño comportamiento de su marido; pero cuando Peter le comunicó lo que ella y David iban a intentar, asintió vivamente y dijo:

—Creo que es lo mejor que podéis hacer. Vosotros conocéis a esos pequeños bastante más que yo; pero a mí me parece que deben de haberse empeñado en alguna exploración por los alrededores, y que al sentirse fatigados, se han quedado dormidos al sol. Os aconsejo que practiquéis primero algunas averiguaciones por Barton Beach… y tampoco sería mala idea que llevarais a Jenny con vosotros. Podríais emplearla como mensajera, para mandar noticias al pueblo o aquí. De todos modos, no os preocupéis demasiado. Ningún accidente puede ocurrirles a esos chicos.

Peter y David se despidieron de ella, para encaminarse en seguida al vecino pueblo, donde empezaron a recorrer calle tras calle, hasta que al llegar al garaje, la muchacha se dirigió al encargado del mismo y le saludó:

—Buenos días. ¿Ha visto usted por aquí a unos niños… un niño y una niña? Son mellizos; de unos nueve años… Y llevan con ellos a un perrito de pelo negro. Movió el interrogado la cabeza en sentido negativo, y dejó de apoyarse en el surtidor de gasolina, para responder escuetamente:

—No.

Y David, en el trayecto hacia la oficina de correos, comentó desabridamente:

—No podría haber sido más lacónico. Parece que le cuesta trabajo abrir la boca… Y hablando de otra cosa: ¿cómo vamos a arreglarnos para sacar a Jenny de su casa? Si quieres, entraré yo y trataré de avisarle. Porque según tengo entendido… su madrastra no te demuestra mucha simpatía, ¿no es así?

Habían llegado ya a pocos metros de la estafeta. Y antes de que Peter pudiera responder a la pregunta, la puerta de dicho local se abrió para dar paso a Jenny, vestida con un jersey y unos pantalones de sarga azul. Llevaba la pelirroja un cubo en una mano, al que dejó sobre la acera, antes de volverse hacia la puerta y sacar la lengua en expresión de burla. Luego, y sin advertir que era observada, introdujo una mano en el cubo y sacó del mismo un trapo sucio para observarlo por un momento con una mueca de disgusto y arrojarlo seguidamente contra el cristal del escaparate.

Dispuesto a llamar su atención, David emitió el silbido que servía de contraseña a los miembros de su club; y la enfadada chica se volvió con evidente sorpresa, al tiempo que exclamaba:

—¡Hola! ¿Cómo habéis venido por aquí tan temprano?

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Peter—. ¿Te ha regañado tu madrastra?

—¡Oh! No es eso. Me ha mandado a limpiar este cristal; pero yo creo que como no lo limpie ella…

—Estoy de acuerdo contigo.

A lo que David añadió en tono convencido:

—Por mi parte, diré que no veo que esté demasiado sucio. Al menos, nadie diría…

Pero Jenny lo interrumpió, para preguntar:

—¿Por qué habéis venido al pueblo esta mañana? ¿Y los pequeños?

—Andamos buscándolos —le respondió Peter—. ¿No los has visto por aquí? Se han marchado de casa, sabe Dios con qué motivo, y estamos preocupados…

—Pues no los he visto —repuso su amiga, agitando la cabeza—. ¿Es que han venido hacia el pueblo?

—No lo sabemos, Jenny. Y… otra cosa: queríamos pedirte que nos ayudaras en nuestra búsqueda. Por supuesto que no vamos a procurarte un compromiso con tu madrastra; pero como estás acostumbrada a escaparte de tu casa… Y además, es uní asunto que concierne a nuestro club… y creo que deberías cooperar con nosotros.

Miró Jenny escrutadoramente a sus dos amigos, para ver si intentaban burlarse de ella; y al comprobar la seriedad con que ellos respondían a su sorprendida mirada, contestó entonces:

—Conforme, pues. Venid conmigo y contadme lo que ha sucedido. Y no habléis ahora en voz alta, para que no nos oiga mi madrastra.

Sin hacer el más mínimo ruido, los tres chicos se internaron por un callejón lateral y entraron en el establo de la casa, donde el viejo caballo «George» les dedicó unos segundos de atención, antes de continuar comiendo en su pesebre. Una vez que se hubieron instalado sobre unas pacas de paja, David explicó la situación con toda concisión, y le hizo comprender el estado de ansiedad en que él y Peter se encontraban, a causa de la ausencia de los dos gemelos.

Y a continuación, agregó:

—No sabemos adónde pueden haberse dirigido; pero como «Macbeth» ha ido con ellos, es presumible que hayan iniciado alguna de sus aventuras. En algunas ocasiones se empeñan en hacer cosas de las más absurdas. Sin embargo, y en vista de que Dickie no ha vuelto a Siete Verjas a la hora del desayuno, todo parece indicar que se han extraviado y no pueden regresar a casa. No queremos alarmar innecesariamente a la tía Carol ni… Pero creo que no podemos permanecer inactivos. Por eso te preguntamos: ¿estás dispuesta a acompañarnos en la búsqueda? Peter dice que tú conoces muy bien toda esta comarca. Y si te prestaras a servirnos de guía…

—¡Por supuesto que os acompañaré! —exclamó la interrogada, impetuosamente—. ¡No faltaría más! Lo único que tengo que hacer es emprender una de mis corrientes escapatorias, como de costumbre. ¿Hacia dónde queréis que vayamos?

Y Peter, que había estado acariciando el cuello al viejo «George», se volvió lentamente y respondió:

—En realidad, no podemos indicarte ninguna dirección; pero yo sospecho que si esos dos han ideado alguna aventura, es posible que se encuentren en la parte más elevada de la Cañada Negra.

—Cielo benditísimo… —murmuró Jenny, con un estremecimiento—. ¿Y por qué… por qué habían de ir por ahí, precisamente?

—Porque conocen el camino. Cuando vinimos aquí, recorrimos el sendero de la cañada en sentido descendente. Y teniendo en cuenta que conduce rectamente a la Silla del Diablo, donde Dickie prometió que bailaría…

Otro respingo de Jenny provocó una sonrisita en la que estaba hablando, la cual prosiguió, con acento despojado de todo indicio de mofa:

—Por una parte, reconoce que es el sitio más probable, por el misterio que lo rodea, para que esos dos hayan intentado una aventura. Si hubieran venido al pueblo, alguien los habría visto. Yo creo que deberíamos explorar la cañada en primer lugar, por si descubriéramos alguna pista. Y si esta tarde no hemos conseguido nada en concreto, no tendremos más remedio que participar lo ocurrido, a tía Carol… y a tío Micah; ¿no opinas tú lo mismo, David si así sucediera?

—Completamente. Partamos en seguida hacia allí. De todas formas, yo me adelantaré y pasaré por Siete Verjas para averiguar si han llegado, entretanto. Vosotras podéis esperarme junto al poste indicador. ¿Vendrás con nosotros ahora mismo, Jenny? ¿O prefieres que te aguardemos al extremo de la calle?

—No; os acompañaré en seguida. Marchémonos inmediatamente, antes de que esa fiera deslenguada se dé cuenta de que no estoy limpiando el cristal del escaparate ¡Que los Santos del Cielo me protejan a mi regreso! ¡Menudo rapapolvo me espera!

Jenny se levantó de su asiento en el fardo del forraje, y enganchando los pulgares en los tirantes de su pantalón, salió del establo y echó a correr hacia la calle principal, seguida por Peter y David. Al pasar frente a la tienda, el muchacho adelantó a las dos chicas, las cuales le vieron desaparecer por el recodo que llevaba al camino de Siete Verjas. Y la locuaz pelirroja empezó a charlar animadamente, mas sin obtener correspondencia por parte de su amiga, quien se sentía demasiado intranquila, y deseaba que David apareciese de un momento a otro para anunciarles el regreso de los gemelos. Por desdicha, fueron ellas dos las que llegaron en primer lugar al poste indicador, donde no tardó en reunírseles David. Y no hizo falta que éste dijera nada, pues por su expresión de desencanto dedujo Peter la verdad: Dickie y Mary no habían aparecido todavía.

—No he visto más que al peón larguirucho —dijo el chico al llegar junto a ellas y sentarse en el suelo para descansar de su rápida carrera—. Le pregunté por mis hermanos, y me contestó que no los había visto en toda la mañana. No he podido encontrar a la señora Sterling. No sé por dónde andaría, y no he querido entretenerme, buscándola… Creo que nos conviene marchar a la cumbre sin pérdida de tiempo.

Poco le costó a Jenny comprender el estado de ánimo en que se encontraban sus amigos, por lo que refrenó su locuacidad y los siguió a lo largo del sinuoso sendero de la Cañada Negra.

Muy diferente impresión le causó a David aquel paraje, de la que le había producido en la tormentosa tarde en que lo recorrió en sentido descendente. En aquella ocasión, sólo advirtió su agreste condición; pero al verlo a plena luz del sol, comprobó que se trataba de un lugar muy solitario y salvaje, donde les resultaría difícil encontrar a los gemelos, en caso de que éstos hubieran decidido esconderse… o si estuviesen heridos. Conforme avanzaban cuesta arriba, los tres chicos silbaban de vez en cuando, en espera de obtener respuesta. Y de esta forma llegaron a un punto donde el sendero atravesaba la estrecha y turbia corriente del arroyo.

—Esto es terrible, David —dijo entonces Peter—. Me siento… como si estuviera esperando a una persona en la estación, y el tren se hubiese retrasado… ¡mucho peor aún! Lo siento; pero no puedo evitar malos pensamientos. ¿No te ocurre a ti lo mismo?

—Exactamente —coincidió el muchacho—. Y no sé qué pensar sobre este asunto, porque si se hubieran ocultado a propósito… deberían comprender que el prolongar demasiado la broma no puede… ¡Espera! Fíjate. ¿Qué son aquellos puntos negros que se ven allá arriba?

Miraron las chicas en la indicada dirección, y luego explicó Jenny:

—El otro día se lo dije a Peter; son las entradas a las galerías de unas minas abandonadas.

—¡Ah, sí! —exclamó David—. Ahora recuerdo que el gitano Reuben me habló de esas minas, y del peligro que representaban para quien entrase en ellas sin conocerlas. De todos modos, a mí me gustaría explorarlas algún día.

—¿Cómo son por dentro, Jenny?

—¡Oh! No me lo preguntes, porque nunca he estado en ellas. Sé que a la izquierda de las entradas hay unas cabañas de mineros, porque una tarde llegué hasta allí y… No me gusta nada ese lugar. Todas las chozas están en ruinas, huelen mal… y están llenas de murciélagos. En tono concentrado murmuró el muchacho:

—Debe de haber alguna desviación para llegar hasta allí. ¿La hemos dejado atrás?

—No; no hemos llegado todavía. Falta poco, de todos modos. Sale del sitio en donde Peter y yo oímos aquel horrible ruido, la tarde en que nos sorprendió la niebla.

—No la olvidaré jamás —dijo Peter—. Y me gustaría saber a qué se debió ese extraño fragor… Ya te conté lo que sucedió, David. Y tú te echaste a reír, ¿recuerdas? Si hubieras estado con nosotras no te hubieras reído. Y habrías comprendido que no se trataba de un trueno ni de ningún corrimiento de piedras.

Al cabo de un par de minutos, Jenny se detuvo y miró a su alrededor, al paso que indicaba:

—Fue aquí; ¿recuerdas, Peter? Fíjate: ahí está el espino donde yo buscaba aquellos nidos.

—Sí que lo es —corroboró su amiga—. Y el sendero de las minas…

—¡Míralo ahí, a tu izquierda!

Con un suspiro, Peter miró a David y le pregunto:

—¿Qué haremos ahora? Yo creo que lo más práctico sería que nos separásemos, a fin de explorar los alrededores por varias partes a la vez; ¿no te parece? Uno de nosotros tendrá que subir a la misma Silla del Diablo. Y desde luego que resulta desalentador el no saber siquiera si los gemelos han pasado por aquí.

—Sí que han pasado —afirmó el chico, en tono súbitamente grave y no carente de cierta excitación—. Puedes estar segurísima de tal cosa. ¡Sin la más mínima duda! ¡Y por supuesto que hemos acertado al venir por esta parte! ¡Fíjate!

E inclinándose un poco, alargó una mano y recogió un pequeño objeto de color castaño, para mostrarlo a sus acompañantes.

—Es un dije —comentó Jenny después de haberlo observado.

—En efecto —confirmó David—. Una especie de mascota para Dickie. Desde el pasado otoño, ni un solo día ha dejado de llevarlo encima. ¡Como que es casi lo único que no se olvida de cambiar de bolsillo al mudarse de ropa! ¿No lo habías visto aún, Peter?

—No; pero no me extraña. Es muy propio de Dickie, que siempre anda coleccionando cosas…

La Interrumpió entonces David, al mirar hacia arriba y preguntar con intrigado acento:

—¿Qué es eso? ¿Fue aquí donde oísteis aquel ruido que os asustó?

—Sí —repuso Peter—. Fue aquí, o al menos, muy cerca de aquí. Y al elevar la vista, pudo distinguir cuatro finísimas líneas paralelas, que después de destacar débilmente sobre el azul del cielo, desaparecían hacia la izquierda, por la oscura abertura de una de las minas.

—¡Cables! —exclamó David—. Son los cables de algún transporte aéreo… o como se llame. No había visto ninguno hasta este momento; pero sé de qué se trata, porque he leído referencias sobre ellos. Por esos cables se deslizan las vagonetas que salen de las minas… ya que pasan por encima de este lugar… Lo malo es que no veo el otro extremo de la línea.

—Yo tampoco —dijo Peter—. Lo tapan las copas de los árboles.

Y la timorata Jenny observó en tono receloso:

—Así y todo… aquel terrible estruendo no pudo haber sido causado por esos cables. Yo estoy segura de que era algo… de ultratumba.

—Pues a mí me parece que puedo darte una explicación —le indicó David—. ¿Y si hubiera sido una de las vagonetas que cruzan por encima de esta cañada?

Con aire de incredulidad, discrepó entonces Peter:

—No es probable, David. Na olvides que esas minas están abandonadas desde hace muchísimo tiempo… Que nadie las utiliza ahora. ¿No es eso lo que me dijiste tú, Jenny?

—Por supuesto que no fue una vagoneta —opinó la interrogada—. No puede haber sido. Papá me dijo una vez que los últimos mineros se habían marchado de esta región bastante antes de que yo naciera. Y además… el ruido que oímos era demasiado fantástico. Yo creo que lo produjo uno de los Siete Silbadores… o algo por el estilo. ¡Ah! Y no me pidáis que suba a la Silla del Diablo, porque no subiré. Prefiero volverme ahora mismo a mi casa y entendérmelas con mi madrastra. Y tampoco quiero quedarme sola en este sitio…

—Está bien —accedió David, al tiempo de guardarse el dije en un bolsillo—. Vayamos a echar un vistazo a esas chozas en ruinas. Después de todo, la mascota de Dickie apareció en el sendero que lleva hacia allí.

Las chicas le siguieron sin protestar. Y al cabo de un centenar de metros, llegaron a un bosquecillo, al otro lado del cual pudieron ver las ruinas de las antiguas cabañas de los mineros, junto a una vertical escarpa. Tal como había anunciado Jenny, era aquél un lugar bastante desagradable; pero los tres chicos se decidieron a recorrerlo en todas direcciones, en tanto emitían espacialmente el grito del avefría. Por espacio de varios minutos, exploraron sin descanso las semiderrumbadas chozas, de las que salían multitud de murciélagos cada vez que alguno de ellos se asomaba a sus puertas. Y en determinado momento, incapaz de resistir por más tiempo la intensa zozobra que la dominaba, exclamó la temerosa pelirroja:

—¡Me voy! ¡No soporto este silencio ni este lugar! ¡Está maldito!

Tampoco les agradaba a los otros dos aquel paraje. No obstante, y sin hacer caso de las protestas de su amiga, David y Peter entraron en una de las edificaciones que mejor se conservaban, y que incluso disponía de un piso superior. La escalera se hallaba en ruinas, lo que no obstó para que el muchacho pusiera en práctica la gimnasia aprendida en el colegio y se izara hasta arriba, donde sólo encontró algunas latas vacías, así como señales del paso de numerosos pájaros. Al cabo de un rato, y en vista de sus infructuosos esfuerzos, los chicos decidieron continuar por un sendero que conducía al punto en que los cables del aéreo desaparecían por una abertura de la rocosa escarpa, no tardando en llegar a una pequeña explanada cubierta de hierba, y junto a la cual se abría la boca de una enorme caverna, obstruida a medias por un enorme montón de piedras. Otra abertura más pequeña aparecía por encima de la anterior, cual si fuera una ventana; y por ella entraban los cuatro cables del transportador. Miró entonces David a Peter, para consultarla mudamente acerca de lo que convendría hacer, a partir de entonces; pero la chica le asió fuertemente por un brazo y señaló con la otra mano a la estrecha entrada de la mina, por la que en aquel instante salió una diminuta y oscura forma…

—¡«Macbeth»! —gritó el muchacho. Al oírle, el perrito se detuvo bruscamente y enderezó las orejas, al par que agitaba su colita con lento movimiento, en expresión de duda; pero en seguida reconoció al que le había llamado, pues lanzó un corto ladrido y echó a correr hacia él. Y entonces exclamó Peter:

—¡Fíjate, David! ¡Mira lo que lleva atado al cuello! ¡La cinta verde de Mary! Recuerdo perfectamente que anoche la llevaba, porque antes de acostarnos le dije que se la quitara y… ¡Oh, Dios mío! Tal vez estén ahí dentro… ¡Tal vez hayan enviado a «Macbeth» como mensajero!