C. G.-2
A la mañana siguiente, cuando la señora Sterling bajó al piso inferior de su casa, la espaciosa cocina parecía hallarse rebosante de gente. A causa de la confusión consiguiente a la llegada de los miembros del Club del Pino Solitario, en la noche anterior, la buena mujer no había tenido tiempo de entablar conocimientos con los Morton; o al menos, no había podido hacer tal cosa como ella lo habría deseado, pues tanto ellos como Peter se habían presentado ansiosos de reposo y con las ropas empapadas por la lluvia. Luego, y debido a la escasez de camas, así como al hecho de que el granero elegido para alojamiento de los excursionistas no se encontraba preparado todavía, Mary y «Macbeth» habían tenido que compartir el dormitorio de Peter, en tanto que David y Dickie se acomodaban para pasar la noche en el sofá de la planta baja.
Al principio, la señora Sterling se había sentido un poco inquieta, por lo relativo a las posibles reacciones de su marido. Y en consecuencia, se había apresurado a mandar a los chicos al piso de arriba, para que tomaran un baño caliente y se cambiasen de ropa. A continuación, los recién llegados habían disfrutado de una suculenta merienda en compañía de Peter, a la que interrogaron infructosaments para que les revelara la naturaleza del «importante misterio» que les había anunciado en su carta. Nada de esto último sabía la dueña de la casa. Esperaba mantener una corta charla con su sobrina, a propósito de los nuevos visitantes; pero al abrir la puerta de la cocina comprobó que Peter era la única que no se hallaba allí. De rodillas ante el hogar de la chimenea, David soplaba fuertemente los rescoldos, con intención de hacer brotar una llama que encendiese las ramas apiladas sobre los mismos, mientras los gemelos, desde los asientos que ocupaban junto a la mesa, le dictaban instrucciones acerca de la mejor manera de lograr su objeto. Y «Macbeth», echado en el suelo, debajo de la mesa, se mantenía en actitud de extremada vigilancia, sin apartar su vista del enorme gatazo que estaba sentado al lado de la puerta, en disposición de emprender precipitada escapatoria al más mínimo síntoma de peligro.
Al entrar allí la señora Sterling, el perrito irguió sus orejas y emitió un gruñido. Y los mellizos se volvieron hacia ella, para saludarla con sus más finos modales.
—Muy buenos días, señora Sterling —dijo Mary—. ¿Qué tal ha pasado usted la noche?
Pero antes de que la interrogada hubiera podido responderle, Dickie se anticipó, al decir tontamente:
—Muchas gracias. Nosotros nos encontramos muy bien; pero hemos dormido bastante incómodos.
Se sentó entonces David sobre sus talones, y sonrió amablemente, en tanto indicaba:
—He estado intentando encender la chimenea. Esto es lo primero que hago en casa, después de levantarme; de modo que espero que no le importe. Me gustaría haber encontrado un poco de leña gruesa; pero no sé dónde la tienen guardada. Y no haga usted mucho caso de lo que acaba de decirle mi hermano. Siempre duerme a sus anchas, en cualquier parte. Lo que ocurrió anoche fue que quería ocupar todo el sofá. Yo me enfadé y lo puse en la parte de fuera… y él se cayó al suelo varias veces. Y ahora, si nos dice usted en qué podemos ayudarla, cuente con nosotros. Estamos dispuestos a hacer cualquier cosa, para evitarle molestias.
En tono afable repuso la señora Sterling:
—No me molestáis en absoluto. Al contrario: estoy muy contenta al teneros aquí. Lo único que me desconcierta un poco es… que nunca había habido tanta gente en Siete Verjas a la hora del desayuno. Por eso, creo que es preferible que desayunéis vosotros en primer lugar, antes de que «mister» Sterling vuelva del sembrado. Y dicho sea de paso, ¿dónde está Peter?
—Durmiendo —le informó Mary—. ¿Quiere que vayamos a despertarla?
—¡No! —se apresuró a decir David—. ¡Vosotros dos, no! Si acaso, que vaya Mary solamente. Entretanto, tú, Dickie, podías quitarte ese pijama y vestirte con más propiedad.
—De acuerdo, David —asintió la pequeña, dócilmente.
Y después de bajar de su silla, marchó hacia la escalera, seguida por su hermano gemelo, al que siguió a su vez, tras haber bostezado largamente, el pelinegro «Macbeth». Dirigió entonces David una mirada de disculpa a la dueña de la casa, antes de señalar, en tono conturbado… y casi de resignación:
—Temo que dentro de unos minutos se organice un zipizape ahí arriba. Mis dos hermanitos se han levantado hoy con el firme propósito de molestar; ¡bien los conozco yo! Y usted… ha sido muy amable al invitarnos a pasar aquí unos días. Creo que vamos a divertirnos enormemente. Peter insinuó algo anoche, referente a un secreto; pero aún no hemos conseguido averiguar de qué puede tratarse. De todos modos, espero que no le ocasionaremos ningún motivo de fastidio, y que no habrá de arrepentirse de habernos invitado.
A la señora Sterling le agradaba la forma en que el muchacho se expresaba. Después de asegurarle que tanto él como sus hermanos eran bienvenidos a Siete Verjas se disculpó por la carencia de suficientes camas para acomodarlos debidamente. Y luego indicó que iban a realizarse otros arreglos, a fin de que todos ellos se alojaran conforme a sus afanes de aventuras. Y en esto… Un terrible alboroto se produjo en aquel momento en el piso superior, del que llegaba, asimismo, el rumor de fuertes zapatazos, acompañado por unos chillidos que ponían los pelos de punta.
Con aire de fingida sorpresa, farfulló David:
—¿No se lo dije yo? Me lo temía. ¡Me lo estaba temiendo! Creo que esta mañana han escogido esos diablos el papel de indios. Y la pobre Peter debe de ser la víctima de los feroces pieles rojas… En fin. Con su permiso, iré a reducir a ese par de energúmenos… ¡aunque tenga que hacerles chocar las cabezas, la una contra la otra!
—Si, David —coincidió la señora Sterling—. Y haz el favor de apresurarte a bajar con ellos. Quiero que toméis el desayuno antes de que venga mi marido.
Echó a correr el muchacho escaleras arriba, y llegó en cuatro saltos al piso superior, a tiempo para ver que Dickie salía de espaldas del cuarto de Peter, con una almohada entre sus brazos. A causa de su torpe retroceso, el pequeño resbaló y cayó al suelo. Y Mary, que también acababa de salir de la citada habitación, se inclinó para ayudarle a levantarse, al tiempo que sonaba un portazo detrás de ella, seguido por el rechinar de la llave en la cerradura.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Dickie—. ¡Esa muchacha es una fiera! ¡Me ha dejado sin… sin aliento! Me alcanzó con la almohada en la boca del estómago… y me cortó la respiración.
—¡Es una des… desconsiderada y una aguafiestas! ¡Eso es lo que es! —añadió su irritada hermana—. ¡Lo único que tratábamos de hacer era despertarla! ¡Nada más que eso!
Y David torció la boca en irónica mueca, al par que apuntaba:
—Esta vez os ha tratado como merecíais. ¡Os está muy bien empleado! Y ahora, id a vestiros y dejaos de dar guerra y gritar.
Luego se acercó a la puerta del cuarto de su amiga y llamó con los nudillos, antes de gritar:
—¡Eh, Peter! ¿Te has levantado ya? Tu tía te necesita abajo. Y nosotros estamos esperándote para tomar el desayuno, antes de que venga «mister» Sterling. ¡Date prisa! ¡Hace varias horas que nos hemos levantado, y estamos medio muertos de hambre!
A través de la cerrada hoja, llegó la voz de la chica trémula de indignación:
—¿Se han marchado ya esos dos demonios? ¡De otro modo, no saldré de aquí en toda la mañana!
David se mordió el labio inferior para reprimir una sonrisa, y luego respondió:
—Sí; se han marchado. ¿Qué es lo que han hecho?
—¡Una de sus atrocidades! ¡Llenar un vaso de agua y echármela por el cuello cuando yo estaba dormida!… Y esta vez no pudo contener el muchacho su hilaridad, pues empezó a estremecerse en silencio, no sin oír que su amiga agregaba en tono más sosegado.
—De acuerdo, David. Bajaré en seguida. ¿No te has encontrado todavía con Henry y con Humphrey? Te gustará charlar con ellos.
Dispuesto a seguir la sugerencia, David bajó a la cocina y salió al patio frontero a la casa, donde saludó a los dos peones de la granja, los cuales se quedaron asombrados, al ver aparecer a un nuevo e inesperado visitante; pero la sorpresa de los dos hombres habría de convertirse en intensa estupefacción, cuando los gemelos salieron corriendo por la puerta de la cocina, seguidos por «Macbeth». Con los ojos casi fuera de las órbitas, Humphrey asió a su compañero por un brazo y señaló con un dedo a los dos pequeños, al par que tartajeaba:
—Mi… mira, Henr… r-r-y. Mira hacia allí… y dime si ves lo que yo creo estar viendo.
Y el cejijunto interrogado se rascó la coronilla y murmuró sordamente:
—¡Por todos los Santos benditos…! ¡Son mismamente iguales! ¡Como dos guisantes!…
—¡De la misma mata! —gritó Dickie, que había oído el principio del citado comentario.
A lo que añadió su hermana:
—Efectivamente. Y yo me llamo Mary Morton, y éste es mi hermano Dickie…
Y David, harto como estaba de asistir a la repetición de tan consabida escena, se volvió de espaldas, en tanto calculaba que los dos hombres no tardarían ni cinco minutos en rendirse a la «irresistible simpatía» de aquel par de pillastres.
En la cocina de la casa, Peter estaba ayudando a su tía a preparar unas lonchas de tocino frito y unos huevos pasados por agua. Y al ver entrar a su amigo, le preguntó:
—¿Los has visto, David? ¿Verdad que son muy divertidos? Toma este cuchillo y corta el pan a rebanadas.
Minutos después, cuando la señora Sterling avisó a los pequeños que el desayuno estaba preparado, Dickie acudió como una tromba, no así Mary, la cual, aunque Peter había dispuesto los cubiertos, de modo que David se sentara entre los dos gemelos, se las ingenió para ocupar la silla más próxima a su hermano mellizo, antes de preguntar:
—¿Qué te ha parecido el más gordo, David? Muy simpático, ¿no es cierto? Pues bien: yo lo he invitado a pasar unos días con nosotros, allá en Witchend.
Tamborileó entonces sobre el borde de un plato el cuchillo que empuñaba Dickie, quien se reportó inmediatamente, al par que convenía con su hermana:
—Eso es verdad. Es un hombre muy campechano y di-chi… dicharachero. Nos ha causado mucha gracia.
—¡Pero vosotros no podéis hacer eso! —terció la señora Sterling, en tono de sobresalto—. ¡Por supuesto que no podrá ir a visitaros! «Mister» Sterling no le dejará marchar…
Y antes de que David pudiera indicarle que no debía preocuparse por las tonterías de sus hermanos, Mary la interrumpió, para preguntarle:
—¿Dónde está «mister» Sterling?
Pero en seguida se volvió hacia Peter y le dijo:
—Tengo muchos deseos de ver a tu tío. Dickie y yo hemos estado hablando de él… y no sabemos si necesitará que lo alegren un poco.
—¿Podemos ir a buscarle —inquirió Dickie— cuando terminemos de desayunar?
—No, no —repuso la esposa del aludido—. No debéis hacer eso. Dentro de un rato le veréis. Creo que ahora está trabajando en el huerto… o en el sembrado. Tomad tranquilamente vuestro desayuno, y luego saldréis a dar una vuelta por ahí. Creo que Peter os tiene reservada una sorpresa.
Al oír lo anterior, los gemelos cambiaron entre sí una significativa mirada. No solían impresionarse por vagas promesas relativas a hechos sorprendentes, y por tanto, iniciaron sin más ni más uno de sus típicos diálogos, para describir las aventuras que habían corrido en la Silla del Diablo. Peter y David se consideraban incapaces de detenerlos en su verborrea. Y la señora Sterling, que presenciaba por vez primera aquella extraordinaria muestra de locuacidad, estaba demasiado asombrada para atreverse a interrumpirlos.
Y así, comenzó Dickie la animada cháchara, al decir:
—Creo que todos los que están aquí deberían conocer nuestra gran aventura; ¿no te parece, Mary? Porque nos comportamos como verdaderos montañeros. Y ni siquiera tuvimos tiempo para atarnos con una cuerda como es la costumbre.
—Tienes muchísima razón —coincidió su hermana—. ¡Exhaustos! ¡Así es como estábamos, al llegar a la cumbre de la montaña! Teníamos los pies hinchados y tru… «tru-mefactos», y también, llenos de cortaduras producidas por las afiladas rocas…
—… y con las manos cubiertas de ampollas, a causa del calor y de…
—En fin. El caso es que al llegar a la cima del monte, Dickie y yo hicimos un solemne juramente; prometimos que bailaríamos en la misma Silla del Diablo. Y habríamos llevado a cabo nuestro propósito de no haber sido porque el diablo nos lo impidió con su maldición.
—Eso fue lo que pasó; sí, señores. Cuando íbamos ascendiendo penosamente, centímetro a centímetro, afianzando nuestros pies en las resbaladizas y traicioneras rocas…
—… y con una bandada de buitres que graznaba furiosamente en torno a nuestras cabezas…
—… y en el preciso instante en que llegábamos al último y más peligroso trecho del difícil ascenso, el diablo en persona nos advirtió, con voz tonante: «¡No! ¡No hagáis eso! ¡Ni Dickie ni Mary!».
—Eso fue lo que dijo. Y también: «¡Apartaos de mi trono!».
—Y entonces, antes de que pudiéramos reaccionar… y antes de que yo pudiera saltar a la Silla, para bailar encima, como lo había prometido, lo mismo que Mary, entonces… se oyó un horrendo estampido, y un relámpago azulado…
—¡Retumbó como cien mil cañones a nuestro alrededor! ¡BUM, BRAG, CRASH, PRANG!…
—¡Dios bendito! Aquello era terrorífico; pero nosotros, que somos muy valientes y arrojados y, y… y temerarios, como dice Agnes, no nos «a-me-de-rentamos», y cuando comenzó a llover y empezaron a salir rayos y centellas de la misma Silla… ¡Bueno, David y Peter! No empecéis a burlaros.
—No les hagas caso, Dickie. Déjalos que se rían, si quieren. Aunque se burlen, seguiremos contando lo que nos ocurrió.
—¡Por supuesto que seguiremos! Pero ya hemos llegado al final. Pues bien: como vimos que aquello se estaba poniendo feo, lanzamos nuestra llamada secreta de socorro y decidimos regresar.
—Pero eso fue porque temíamos hacerla esperar a usted, señora Sterling.
—Y entonces volvió a tronar y a relampaguear, igual que lo que dice en la Biblia… Y entonces, con mucho coraje, emprendimos la retirada. Y el valiente David acudió a rescatarnos, y llegamos al pie de la terrible Silla…
—… ¡y allí estaba Peter, como si hubiera aparecido por milagro!
Al acabar esta última frase, Mary sonrió a la concurrencia y se limpió la boca con su servilleta. Y entonces, para emplear el mismo léxico de Dickie, una voz tronitonante que sonó en la puerta del patio, sobresaltó a los gemelos.
—¿Quién está hablando aquí de milagros? ¿Y qué significa todo este escándalo? Con espantado acento, murmuró Dickie:
—¡El Cielo nos valga! Debe de ser el tío de Peter. Levantóse entonces David y saludó:
—Buenos días, «mister» Sterling. Y Peter se ruborizó levemente, al tiempo de explicar:
—Son mis amigos, tío Micah. Ya te advertí que iban a venir. Pero no te preocupes. No te ocasionaremos ninguna molestia.
—Entra y siéntate —dijo entonces la señora Sterling, dirigiéndose al recién llegado—. Ahora mismo te traeré tu desayuno. Los chicos se marcharán a dar una vuelta por ahí, porque Peter quiere darles una sorpresa.
—Yo no me marcharé —afirmó Mary—. Yo quiero hablar con el tío Micah. Parece que es muy bueno, y creo que necesita alegrarse un poco, ¿no es verdad, tío Micah que lo necesitas?
Y le dedicó al nombrado la radiante sonrisa con que normalmente subyugaba a todos los extraños.
—Yo también me quedaré —concordó Dickie—. Que se vayan los dos mayores a dar esa vuelta; pero… ¡cuidado con organizar planes sin contar con nosotros!
Asintió Peter levemente. Y después de hacerle una seña a David, para invitarle a que la siguiera, se levantó de la mesa y salió de la cocina. Una vez en el patio, inspiró profundamente y exclamó:
—¡Cielo bendito, David! ¿Verdad que tiene un aspecto… aterrador? Dejémoslo en manos de los gemelos. Tengo que contarte muchas cosas, y quiero comunicarte el1 secreto, antes que esos dos se reúnan con nosotros. Bueno… no es que no me guste que estén aquí; pero de sobra sabes cómo son. Y es preferible que vean lo que tengo que enseñarte después de que tú lo hayas visto. Ven conmigo.
Precedió la chica a su amigo hasta el granero de la puerta pintada de blanco, lo que hizo que el muchacho preguntase:
—¿De qué se trata? ¿Qué es lo que hay dentro de este local?
—Escucha, David —repuso ella—; no pude decírtelo anoche, a causa de todo el barullo que se formó. Veníamos empapados, y tía Carol creyó conveniente que no saliéramos de la casa. No sabes cuánto me alegro de que hayáis venido, David. Si no fuera por vosotros, me sentiría muy sola. Porque a pesar de que tía Carol es una excelente persona, no comprendo por qué motivo me habrán mandado aquí. A menos que haya sido porque tío Micah es un poco raro y tenía deseos de verme; porque como soy su única sobrina… Es un hombre bastante extraño. Hay momentos en que parece hallarse ensimismado. Y de pronto, se pone a mirarme fijamente… y yo no sé qué decirle. Me quedo cortada, ¿comprendes? A veces creo que tiene miedo de… de no sé qué. Y estoy segura de que es muy desdichado. Como puedes figurarte, tampoco puede sentirse tía Carol muy feliz, aunque ahora está contenta porque habéis venido vosotros. Espero que Dickie y Mary no saquen de quicio al tío Micah. La verdad… la verdad… es que no me siento muy tranquila, David. Si esos dos le hicieran enfadar, sería capaz de echaros de aquí a los tres, y en ese caso… creo que yo también me marcharía con vosotros. Y a propósito: esto me recuerda otra cosa que…
—¡Para, por favor! —suplicóle David alzando una mano—. Estoy empezando a sentirme mareado. No te dos cuenta de lo rápido que hablas. Dime: ¿no ibas a enseñarme algo? Creí que se trataba del granero. ¿Qué ocurre con este local?
En respuesta, Peter sacó un pañuelo de un bolsillo de su pantalón, y una llave del interior de dicho pañuelo, con la que abrió el candado que aseguraba la puerta blanca, antes de estirar esta última y decir, con satisfecha expresión:
—¡Ahí lo tienes! Ésta era mi sorpresa para los miembros del club: ¡un campamento interior, donde podremos cocinar, dormir y celebrar reuniones! Se me ocurrió la idea el mismo día en que llegué aquí. Y sólo le falta un barrido general, que puede realizarse esta mañana, para que quede en disposición de ser ocupado. ¿Qué te parece, David?
A pesar de que por lo regular no era demasiado expresivo, esa vez demostró el interrogado su entusiasmo al apretar un brazo de su amiga y exclamar:
—¡Peter! ¡Es estupendo! ¿Y dices que también podremos dormir aquí? ¡De rechupete! Porque después de la pasada nochecita, no quiero volver a compartir ese sofá con mi hermano. ¡Por nada del mundo! Preferiría dormir aquí, solo, antes que soportar sus patadas y empujones. No sabes tú…
—¡Oh! No creas que vas a dormir solo en este nuevo campamento. No seas egoísta. Hay espacio más que suficiente para todos nosotros. Y además, disponemos de un piso superior… Ven a verlo.
Al abrirse por completo las puertas del granero, David pudo ver los altos postes de roble que se elevaban desde el enladrillado suelo y pasaban a través del un chato cielo raso. A la izquierda de la «nave» central, veíanse los depósitos que en otros tiempos habían servido para almacenar el grano, y que en aquel momento se encontraban vacíos, les indicó Peter con un gesto, e informó:
—Esos serán vuestros «dormitorios». Bastante cómodos, por cierto, ¿verdad? Están preservados contra la humedad, y podréis arreglarlos con unas brazadas de heno seco. Y si además utilizáis vuestros sacos-petate, dormiréis más calientes que en vuestra propia casa. ¡Ah! Y no es sólo esto. Pensé, también, que deberíamos tener un comedor, y le pedí a tía Carol una mesa; y ella accedió a mi petición. Luego… pero antes, ven y mira esto, David: ¡lo mejor de todo! Fíjate en esta estufa. Podremos encenderla por la noche, para no pasar frío. Y cocinaremos en ella todo lo que necesitemos. Fíjate: también tenemos una cazuela y una sartén, que mi tía me ha prestado. Si encendemos suficiente fuego y quitamos esas tapaderas, podremos preparar toda clase de comida. Ayer estuve recogiendo leña para… ¿Quieres que la probemos ahora?
En tono admirado, repuso David:
—Todo esto es maravilloso, Peter. ¿Qué decías? ¿Que encendiésemos ahora la estufa? Pues… yo creo que sería preferible esperar a que los pequeños estuviesen también aquí, para que la vieron, ¿no te parece?
—Tienes razón —admitió la chica—. Ha sido una idea… un poco egoísta. Vamos al piso de arriba. Es un lugar magnífico, y con muy buenas vistas. Y dicho sea de paso: tengo allí un sitio escogido de antemano, donde instalaré mi dormitorio.
Una vez que hubieron subido a lo alto de la escalera de madera, los dos amigos avanzaron por el espacioso recinto. Y David murmuró con aire complacido:
—Es lo mejor que podía haberme imaginado. Creo que vamos a divertirnos en grande. ¿Y aquello? ¿Qué es aquel bulto que hay junto a esa ventanita?
—Un montón de heno —le explicó Peter—. Voy a dormir allí, ¿sabes? Y Mary podrá acompañarme aquí arriba, si le gusta; pero yo he elegido ya ese sitio. Echa un vistazo por ahí. Podrás ver un bonito paisaje.
David se acercó al referido tragaluz, y miró a través de su polvoriento cristal, para comprobar que su amiga había andado acertada por lo relativo a la bella vista que desde allí se disfrutaba. Y en efecto: no sólo podía verse la puerta de la cocina de la casa de Siete Verjas, sino que por encima de las copas de los árboles se distinguían los tejados de Barton Beach, a casi dos kilómetros de distancia, así como el reflejo del sol en la veleta de la iglesia.
De pronto, al dirigir su vista hacia la puerta de la cocina, el muchacho, sin recordar que no podían oírle desde fuera, llamó en tono susurrante:
—Peter… Asómate. Fíjate… Intrigada, la muchacha se acuclilló junto al tragaluz… y se quedó con la boca abierta, al ver a su tío Micah en medio de los gemelos, a los que llevaba de la mano. Aunque no llegaba a sus oídos el sonido de sus voces, no por ello dejaba de comprender la chica que estaba desarrollándose entre los tres citados una interesante conversación, como no podía por menos que suceder, si en la misma participaban aquellos pequeños; pero lo que más la sorprendió fue el hecho de que en determinado momento, su ceñudo tío soltase la mano de Dickie y le acariciara Ja cabeza, al par que sus facciones se torcían en una extraña mueca.
—¡Míralo, David! —exclamó entonces—. ¿Has visto ese visaje? Cuando hace eso, significa que está sonriendo. ¡De verdad te lo digo! Yo lo he visto sonreír así en otra ocasión. Lo que ahora estoy temiendo es que se les ocurra venir hacia aquí. Hemos dejado las puertas abiertas, y no quiero que mi tío vea lo que hemos hecho. Podría haberse olvidado de que me prometió que podríamos utilizar este granero, y… Ven, David. Cerremos las puertas, antes de que den la vuelta a la esquina.
Los dos chicos se lanzaron escaleras abajo, para atravesar a la carrera el local y llegar a su salida, donde dijo David:
—Cierra tú una hoja, mientras yo me encargo de la otra. ¡Rápido!
Por fortuna, cuando la atiplada vocecita de Mary sonó a pocos pasos de la puerta, ya se hallaba ésta cerrada, con las orejas de Peter y David aplicadas a las tablas de la misma, a través de las cuales oyeron decir a la pequeña:
—Y ahora que te hemos conocido mejor, creemos que será preferible llamarte tío Micah.
—Desde luego que sí —asintió su hermano gemelo—. A nosotros, todo el mundo nos llama por nuestros nombres, Dickie y Mary, y no por el apellido, como en el colegio, donde nos dicen: «mister» Morton y «miss» Morton. Por eso, será mejor que te llamemos tío Micah…
—Y especialmente, teniendo en cuenta que vamos a encontrarnos muchas veces mientras estemos aquí, en esta hermosa finca… ¿Sabes una cosa, tío Micah? Cada vez que te sientas triste, manda a buscarnos. Ya verás: iremos corriendo a tu lado, y te llevaremos a «Macbeth», para que veas cuánto sabe…
—Y no creas que eso es una molestia para nosotros. Al contrario: Mary y yo disfrutamos alegrando a la gente. Estamos acostumbrados a hacer eso. Muchas veces levantamos, eh… elevamos el ánimo a «mister» Jasper Sterling, el papá de Peter, ¿sabe usted?
Pocos después, el bronco vozarrón del tío Micah fue disminuyendo de intensidad, y Peter hizo una seña a su amigo, para volver seguidamente al piso superior, desde cuya ventana pudieron ver ambos al hombre y a los dos niños, en el momento en que cruzaban la blanca cancela de la que arrancaba el camino que conducía al sembrado de patatas. Detrás de ellos, y con evidente falta de entusiasmo, iba el negro y peludo «Macbeth».
Emitió entonces David un silbidito, e hizo notar:
—Creo que están procediendo de modo bastante extraño. Ya sé que otras veces han hecho lo mismo; pero no puedo comprender por qué se tomarán tanto trabajo en esta ocasión, para engatusar a tu tío.
—Tampoco lo sé yo —confesó Peter—; pero si de una u otra forma consiguieran que tío Micah dejara de mostrar ese aire tan fúnebre y se comportara como un hombre cabal… como un pariente que se sintiera feliz al saber que su sobrina y sus amigos están muy contentos… En fin; en ese caso, me alegraré de que lo acompañen durante toda la mañana. Porque cuanto más tiempo pasen junto a él… ¡Mira! Ahí viene tía Carol. Bajemos en seguida, y salgamos a su encuentro.
Al salir del granero, los dos chicos vieron que la señora Sterling estaba apoyada en la cancela por la que minutos atrás habían pasado su esposo y los gemelos, a los que seguía con la vista, conforme se alejaban por el sendero. La mujer se volvió en cuanto oyó a sus espaldas el rumor de los pasos de Peter y David. Y sonriéndole a este último, le dijo:
—Bien hizo mi sobrina al recomendarme a tus hermanos, David. ¡Son verdaderamente maravillosos! ¡Como que han logrado hacer reír a mi marido, cosa que él no había hecho desde no recuerdo cuánto tiempo!
—¿Y cómo se las han arreglado…?
—¡Oh! No me lo preguntes, porque no lo sé. Lo único que puedo decirte es que se pusieron a charlar como dos cotorras… entre ellos mismos, mayormente. Nos contaron todas las incidencias del viaje que realizasteis ayer, y dijeron que tú estabas extenuado, que les regañabas continuamente, y que ellos tuvieron que esforzarse para ayudarte a caminar y a elevar tu ánimo. Luego, cuando propusieron a mi marido un paseo por los huertos de la granja, temí que se acabasen ahí todas las bromas; pero ocurrió precisamente lo contrario, pues tío Micah se echó a reír, dijo que todos vosotros erais bienvenidos en nuestra casa… Estoy encantada con tus hermanitos, David. Son… ¡maravillosos! Y ahora, venid conmigo. Tenemos que terminar el arreglo de ese granero.
Pese a que por lo general no solía demostrar David mucha animación, por lo tocante a las extravagancias de los gemelos, esa vez no pudo menos que ruborizarse con orgullo al oír tantas alabanzas hacia los mismos. Y se formuló el propósito de relatarle a su madre los elogios a que se habían hecho acreedores.
Minutos más tarde, de vuelta al granero que habría de servirles de alojamiento, poco tardaron los dos chicos en advertir que la señora Sterling era una persona muy experta en quehaceres domésticos, así como admirablemente comprensiva, por lo que se refería a lo que ellos podían necesitar. Mientras Peter desdoblaba los sacos-petate y deshacía los demás bultos que habían llegado a la finca a lomos de «Sally», David sacó su libreta de apuntes y fue anotando las diversas cosas que aún faltaban en dicho local, al par que las enumeraba:
—Un paquete de velas.
—No —se opuso la señora Sterling—. Son muy peligrosas, en un sitio como éste. Podrían provocar un incendio. Apunta, mejor, faroles de petróleo.
—De acuerdo —asintió el muchacho.
Y siguió anotando:
—Tres faroles de petróleo, modelo «contra-viento»… uno de ellos para las chicas, que dormirán arriba. Carbón mineral… para la estufa… que lo pagaremos nosotros. Depósitos para agua… aunque podríamos arreglarnos con un solo barril. Cerillas… Lo siento, pero me olvidé de traerlas. Y también lamento no haber traído libros y novelas, para entretenernos cuando haga mal tiempo y no podamos andar al aire libre. Luego… un saco de patatas… tres sillas más, si fuera posible… y un cajón para guardar los víveres.
Terminada la lista, David exhaló un suspiro y declaró:
—Esto es todo, por ahora. Aunque espero que más adelante iremos pensando en otras cosas que podamos necesitar. Eh… siento tener que ocasionarle tantas molestias, señora Sterling. Y si me lo permite, le diré que es usted muy amable al ayudarnos de esta forma, y al facilitamos lo que necesitamos. ¿Verdad, Peter?
—Efectivamente —coincidió la interrogada—. Y aún es más: si no hubiera sido por su intervención, no habríamos conseguido que nos dejasen este granero. Porque al principio, tío Micah se oponía a mi proyecto; hasta que tía Carol dijo que…
—Bueno… —la atajó la aludida, con sonriente expresión—. Ten en cuenta que si yo no lo hubiera conseguido, los gemelos se habrían encargado de convencer a tu tío. Veamos ahora esta lista, David.
Le entrególe éste su libreta, y la señora Sterling, después de haber repasado la relación de objetos necesarios, comentó:
—No está mal. Los faroles… podemos traerlos del otro granero. Los encontraréis allí, colgados en una pared. El depósito de petróleo está en el corral, detrás de la casa. Procurad que las mechas estén bien despabiladas; quiero decir, que les cortéis la parte quemada, antes de utilizarlas. Y no llenéis demasiado los depósitos de los faroles; mediados, nada más. En cuanto al carbón mineral, podéis emplear todo el que necesitéis. También lo encontraréis en el corral. Y el barril… eso sí que no podré facilitároslo. En cambio, puedo dejaros un cubo de la vaquería, para que lo llenéis de agua en el pozo. Cerillas… sí; todas las que queráis; pero debéis tener mucho cuidado con ellas. Es preferible que las tengas bien guardadas, David, y que te encargues tú de encender la lumbre. ¿Libros? Buena idea. Todos los míos están a vuestra disposición. Tengo verdaderos montones de novelas y cuentos.
—Gracias, tiíta —dijo entonces Peter—. Muchas gracias por todo. Esta noche tomaré en préstamo tu ejemplar del «Bevis», y lo leeré aquí con mis amigos, alrededor de la estufa.
—De acuerdo. Sigamos con la lista. ¿Un saco de patatas? No hay dificultad para eso. Henry o Humphrey os lo darán. ¿Y un cajón de víveres?… No; os dejaré, en cambio, un viejo aparador, que os vendrá de perillas. Sillas no puedo daros; pero creo que hay una hamaca en el desván. Acompáñame un momento, David. Veremos qué es lo que pomos encontrar.
De esta manera, y con la colaboración de la señora Sterling, el campamento interior del Pino Solitario quedó rápidamente instalado. Tras haber recogido unos cuantos brazados de ramas secas y una buena cantidad de pinas del vecino bosque, Peter y David encendieron la estufa y salieron del granero, para ver qué tal tiraba la chimenea; pero se llevaron un chasco, al ver que casi todo el humo brotaba por la puerta del local. En consecuencia, el muchacho fue en busca de una escalera de mano y la apoyó en la pared, por la parte de fuera, y subió a investigar la causa de aquel entorpecimiento. Y una vez que hubo retirado de la chimenea un viejo nido de pájaros, el fuego empezó, a arder debidamente. A continuación, Peter vio por allí a Henry, el peón de elevada estatura al que ella había bautizado con el apodo de «el Gruñón», por recordarle su serio continente el del enanito así llamado en la película «Blancanieves», y le pidió que llevase al granero un saco de patatas. Por lo referente a la hamaca, cabe decir que constituyó todo un éxito, al sujetar los chicos sus extremos a dos de los pilares que sostenían el techo, de modo que quedara a corta distancia de la estufa. Luego, cuando todo estuvo dispuesto, la señora Sterling llevó allí una cesta de huevos y sugirió la conveniencia de preparar cuanto antes la comida del mediodía, pues el tiempo se echaba encima. Luego preguntó:
—¿No me hablaste también de otro amigo, Peter? Eh… Tom, creo que se llama; ¿no es así?
—Sí, tía —repuso la muchacha—. Tom Ingles.
—Pues bien: ¿por qué no lo invitas a pasar aquí el fin de semana? No causará ninguna molestia, mientras vosotros estéis en casa. Hoy mismo le escribiré una carta a su madre; o mejor dicho, a su tía, ¿no es así?
—Sí; ahora vive con sus tíos.
—Perfectamente. En cuanto la haya escrito os la daré, para que la llevéis esta tarde a la estafeta del pueblo. Y ahora, hasta luego. No volveré a veros hasta dentro de unas horas.
Al marcharse la señora Sterling, David se volvió hacia Peter y comentó:
—¿Y decías que no te gustaba este lugar?… Por mi parte, convengo en que tu tío es un tipo un poco raro; pero en cambio, tu tío Carol es muy buena persona; y muy simpática, además. No hay más que ver con Cuánta libertad nos ha ayudado en nuestra labor. Y otra cosa, Peter; eh… he estado pensando que podríamos llamar a este granero nuestro «Cuartel General Número Dos». No sabes cuánto te agradezco que nos lo hayas conseguido, porque de esta forma… ¡Escucha! ¿Has oído?… Ya vienen por ahí los mellizos. ¡Sólo Dios sabe lo que habrán hecho esos bandidos con tu tío!
Aparecieron a poco los dos niños en la puerta del granero, para detenerse en seco al ver allí a los otros miembros del club. Luego siguieron avanzando lentamente; pero esta vez fue Dickie quien tuvo a su cargo la mayor parte de las invectivas dirigidas contra Peter y David por haberlos mantenido al margen del secreto. No quiere decir esto que Mary no expresara, asimismo, su descontento; mas también parecía hallarse pensando en otra cosa, al mismo tiempo. Por último, cuando David logró hacerse oír en medio de aquella rociada, los gemelos se quedaron asombrados al oírle decir, en tono sorprendentemente tranquilo.
—No hace falta que arméis tanto escándalo. Lo que debéis hacer es agradecerle a Peter su interés por nuestro club, al conseguir que su tío nos haya permitido emplear este local. Como podéis comprobar, es un excelente sitio para instalar un campamento interior; y vamos a denominarlo «Cuartel General Número Dos». Comeremos y dormiremos aquí. Dirigid un vistazo a nuestro alrededor, y decidme si no podemos considerarnos más que afortunados. También disponemos de un piso superior, donde está el dormitorio de las chicas. Y de todas formas, no os quejéis tontamente, pues la culpa de lo que os ha ocurrido no la tiene nadie más que vosotros. Si no os hubierais empeñado en exhibir vuestras gracias ante el tío Micah, habríais venido aquí con nosotros, y Peter os hubiera mostrado el granero, lo mismo que a mí.
Tan larga y desusada parrafada, por parte de su hermano, dejó en suspenso a los dos pequeños, los cuales pusieron punto en boca y no se atrevieron a replicar, si bien, Dickie torció el rostro en una mueca, para demostrarle a Mary que, a pesar de todo, seguía sintiéndose disgustado; pero inmediatamente hubo de entrar en actividad, pues aún quedaban algunos detalles por arreglar, David no quería que ni él ni su hermana gemela permaneciesen mano sobre mano.
Al cabo de unas dos horas, y una vez que todas las cosas que venían en los paquetes quedaron a la vista, Peter, cocinera del Club del Pino Solitario, puso aparte los utensilios de cocina, mientras Dickie recibía el encargo de suministrar combustible para la estufa. No sin haber protestado en voz baja por lo que consideraba una muestra de desconsideración, el pequeño salió del granero, a fin de cumplir su cometido; pero al regresar, minutos después, llevaba en una mano una hoja de papel, y un martillo en la otra. Después de indicar por señas que no podía hablar porque tenía varios clavos en la boca, se acercó a una de las hojas de la puerta y clavó en ella el siguiente letrero:
En cuanto tal obra de arte hubo sido convenientemente admirada, Peter puso la sartén sobre la estufa… y poco tardó Dickie en abandonar su murria actitud, al llenarse el interior del local con un agradable olorcillo a patatas y cebollas fritas. Mary se ofreció para ayudar a la cocinera; pero en vista de que ésta rehusó amablemente, pues deseaba comprobar primero el funcionamiento de la cocina, la pequeña llamó a «Macbeth» y subió con él al piso de arriba.
Luego, preparados los huevos con tocino, y después de que Peter hubo roto un plato y se abrasó los dedos en un descuido, Dickie recibió la orden de batir la cazuela con una cuchara, en señal de llamada.
En el ínterin, David había montado la mesa plegable. Y cuando los rayos del sol penetraron por la abierta puerta, todo el local adquirió un aspecto más placentero y acogedor que el que había ofrecido por espacio de varios años.
Siguió golpeando Dickie la cazuela, hasta que su hermana asomó la cabeza por la abertura de la escalera e inquirió:
—¿Por qué haces tanto ruido? ¿Estás tonto?
—La pitanza —repuso el chico—. La manduca. Baja en seguida, que vamos a comer.
Minutos más tarde, terminada la primera comida que en Siete Verjas celebraron los miembros del Club del Pino Solitario, David sugirió lo siguiente:
—Deberíamos escribirle a Tom, para pedirle que venga a vernos a fines de semana. Luego iremos a dar una vuelta por Barton Beach. No hemos visto ese pueblo todavía.
—De acuerdo —convino Peter—. Es una buena idea. Y puesto que se me brinda la ocasión, he de proponeros una cosa… ¿Qué os parece si admitiéramos otro miembro en nuestra sociedad? Lo digo, porque hay en el pueblo una chica… una chica que se llama Jenny, y que vive con su madrastra, de la que Dickie dirá, seguramente, que es una bruja. Ellas son las que atienden la estafeta de correos. Y estoy segura de que a Jenny le gustaría pertenecer a nuestro club. Es muy simpática, y me ha prestado considerable ayuda desde mi llegada a esta parte del país. Y aunque siente bastante prevención con respecto a la montaña… porque por nada del mundo se arriesgaría a acercarse a la Silla del Diablo, ni siquiera a la luz del día, es muy sensata en otros aspectos, y conoce todos estos parajes como la palma de su mano. También sabe muchos cuentos y leyendas. Y siempre está escapándose de su casa; todos los días…
—¡Caray! —exclamó Dickie, visiblemente asombrado—. ¿Y qué tiene que ver eso con…?
—Ya sé que no tiene ninguna relación con lo que os he propuesto; como no sea para demostraros que esa chica se siente desgraciada en su propio hogar. Sé que le agradan las aventuras, porque no para de leer novelas y más novelas… Hagamos una cosa, si estáis conformes escribámosle una nota, para indicarle que si desea formar parte del club, deberá encontrarse esta tarde, a las cinco en punto, en la primera verja blanca que hay en el camino de esta finca.
—¡Comprendo! —volvió a exclamar Dickie—. Algo así como lo que hicimos con Tom, ¿no es eso? Caeremos sobre ella y le vendaremos los ojos; y luego la traeremos aquí, para que preste el juramento de fidelidad, y para enseñarla a comportarse como un buen miembro del club. ¿De acuerdo, Mary? ¿Preparada para el asalto?
Nada repuso la interrogada, por lo que su hermano gemelo la miró con extrañeza y le preguntó:
—¿Qué te pasa? Has estado muy callada últimamente. ¿Te duele la cabeza, o el estómago, o…?
Tampoco respondió la niña esta vez, aunque sí cambió de actitud, al adoptar un aire displicente; pero más tarde, cuando se hallaba ayudando a Peter a fregar los platos, su amiga trató de averiguar la causa de su aparente preocupación, y obtuvo esta respuesta:
—Es por el tío Micah. No quise decirlo delante de todos, para que no os burlaseis de mí. Porque sé que me creéis tonta, Peter. Hasta el mismo Dickie cree que soy estúpida, conque ya lo ves; pero yo…
—¡Pero bueno! —la apremió su amiga—. ¿Qué es lo que sucede con tío Micah?
—Que se siente muy solo y desdichado, Peter; y a mí me da mucha pena verle así. Yo no creo que sea un hombre malo y huraño. Lo que pasa es que está triste y solo… y yo no puedo dejar de recordarlo en todo momento, y así me entristezco también. Dickie y yo intentamos alegrarlo un poco. Y él estuvo a punto de reírse por una o dos veces; pero sólo sonrió. Y luego nos dijo… como si no estuviese hablando con nosotros, que no podía olvidar a su hijo Charles.
Bajó la niña el tono de su voz, al añadir, dolorida:
—Creo que Charles le ha destrozado el corazón. Es terrible, Peter. Y yo querría ayudarle, si pudiera.
No se burló Peter de Mary, cuanto que conocía su impresionable temperamento e ingénita bondad. Y no pudo por menos que extrañarse al comprobar que también experimentaba ella idéntico sentimiento de piedad hacia aquel hombre. Decidida a distraer la atención de su amiguita, procuró desviar la conversación hacia otros derroteros, a lo que contribuyó eficazmente la llegada de David y Dickie, con las dos cartas que acababan de escribir. Una de dichas misivas iba dirigida a Tom Ingles, y en ella se le invitaba a presentarse en Siete Verjas a fin de aquella semana, informándosele también sobre el estado del camino que habría de recorrer. La otra carta era un terrorífico y casi ilegible mensaje para la nueva asociada en perspectiva, y los chicos se mostraban un poco vacilantes con respecto a su redacción; pero Peter le aseguró que a Jenny la apasionaban las lecturas de ese estilo.
Y así, tras haber recogido la carta que la señora Sterling enviaba a la tía de Tom, para invitar a éste a su casa, los cuatro chicos emprendieron camino hacia Barton Beach, acompañados por el excitadísimo y saltarín «Macbeth». A lo largo del sendero que atravesaba el bosque, Mary fue recobrando su talante habitual, de modo que al llegar al pueblo, estudiaba hasta su más mínimo detalle el plan para entregar el mensaje a Jenny; separáronse los chicos, yendo David y Peter a la panadería, en tanto que los gemelos se encaminaban a la estafeta de correos, dispuestos a batallar con la atrabiliaria señora Harman.
Sonó la campanilla de la puerta, antes de que Mary tropezara en el último escalón y estuviera a punto de caer de bruces. Su hermano la sujetó por un brazo, al par que le preguntaba en un susurro:
—¿Dónde está esa mujer? ¿Dónde está la vieja bruja?
Se quedaron luego los dos en actitud de escucha, en la penumbra del silencioso local. Y de pronto, una voz con acento de ultratumba inquirió desde las sombras:
—Y bien: ¿qué es lo que queréis?
Y Dickie acercó sus labios al oído de su hermana, para decirle:
—Lo que me esperaba; emplea artes mágicas.
Asintió la pequeña con un gesto. Y después de tragar saliva, contestó en voz alta:
—Quienquiera que seáis y dondequieras que estéis… ¡QUIERO COMPRAR UN SELLO DE CORREOS!
Tintinearon entonces las anillas de la cortina situada al fondo del establecimiento, y la señora Harman asaeteó a los recién llegados con su aviesa mirada. Simultáneamente, Dickie giró sobre sus talones y fue hasta el extremo opuesto del mostrador, para decir allí, mientras la mujer abría el cajón de los sellos:
—Quiero un ovillo de cuerda fina. Y continuó pidiendo el citado artículo, hasta; que la dueña del comercio le gritó en tono impaciente, que se callara; pero entonces Mary dijo que necesitaba otro sello de diferente precio, al paso que su hermano seguía declarando que lo único que deseaba comprar era un ovillo de cuerda fina. El consiguiente cambio de protestas, quejas y explicaciones originó un ligero alboroto, con el resultado apetecido por los chicos, pues no tardó en correr nuevamente la cortina de la trastienda, para mostrar el asombrado semblante de la pelirroja Jenny.
—¿Dónde estabas metida? —chilló entonces la señora Harman—. ¡Ve a atender en seguida a ese cliente!
No se hizo repetir la orden la muchacha, puesto que se acercó inmediatamente a Dickie, el cual se inclinó sobre el mostrador y bisbiseó, por un lado de su torcida boca:
—¿Te llamas Jenny? No contestes. Hazme una seña, nada más… Asintió la interrogada con repetido gesto, y el pequeño alzó la voz para indicar:
—¡NO! ¡NO LA QUIERO TAN FINA!
Y seguidamente, añadió hablando de costado:
—Tengo un mensaje secreto para ti. Tómalo. Guárdatelo en seguida. Léelo a escondidas y cumple lo que se te indica.
Se oyó entonces la dulce y bien timbrada vocecita de Mary, la cual decía con sus más finos modales:
—Muchísimas gracias por las molestias que le he ocasionado; pero ahora me doy cuenta de que sólo necesito un sello, y no dos. Tenga usted. Cóbrelo. ¡Dickie!… ¿Has terminado ya? ¿Verdad que es curiosa esta tiendecita? Pero el interrogado seguía diciendo:
—Bueno, no importa. No busque más. Veo que no hay aquí la clase de cuerda fina que yo necesito.
Se marcharon juntos los dos chicos, mientras la señora Harman se quedaba despotricando detrás del mostrador. Volvió a sonar la campanilla de la puerta; pero esta vez, Mary tuvo más cuidado al colocar sus pies en los dos escalones de la entrada. Tomados de la mano, los gemelos echaron a andar por la soleada calle, impresa en sus semblante una sonrisa de satisfacción por el deber cumplido.
Tras haberse reunido con su hermano y con Peter, regresaron por el camino de Siete Verjas. Y al informar David que no celebrarían la merienda de aquella tarde hasta que Jenny hubiera formulado el juramento de fidelidad al club, Dickie, ni corto ni perezoso, abrió el paquete procedente de la panadería y se comió tres buñuelos, uno tras otro, para no desfallecer de hambre durante la espera.
Desierto se hallaba el patio anterior de la casa al llegar allí los cuatro chicos. Y tampoco había ni un solo indicio de la presencia de tío Micah ni de Henry o Humphrey. Poco tiempo les quedaba a aquéllos para disponer las cosas y encender la estufa, antes de preparar la emboscada en la que habría de caer la incauta Jenny.
Minutos después se acercaba ésta con lentos pasos por el sendero, sin dejar de observar atentamente los matorrales que la rodeaban.
—Trae más miedo que siete verjas en una noche de tormenta —murmuró el divertido Dickie, al oído de su hermana—. Fíjate, fíjate… Tiene los pelos de punta y no le llega la camisa al cuerpo; pero es valiente de verdad, porque se sobrepone a su terror… «cierval».
—Se dice cerval.
—¿No viene de ciervo?
—Sí; pero hay que hablar con propiedad. Y además, Jenny no es una cierva, sino una chica.
A todo esto, la aludida había empezado a silbar, a fin de disimular su intenso recelo; aunque también cabe decir que el silbidito brotaba muy tenuemente de sus labios.
Al llegar a la blanca verja, se detuvo un momento, presa de visible prevención. Luego, vencidos sus escrúpulos, hizo acopio de coraje y siguió avanzando. Y entonces… Al igual que dos panteras, los gemelos se lanzaron a las piernas de la temerosa muchacha, la cual fue a dar con sus huesos sobre una frondosa mata. Acto seguido, y una vez que los ojos de la prisionera hubieron quedado convenientemente vendados, Dickie masculló con acento de «gángster» de película:
—Ni una palabra, mi hermana. Mary y yo somos los que mandamos aquí, ¿entiendes? Conque… echa a andar y no te menees, pues de lo contrario…
—¿A dónde me lleváis? —inquirió la sorprendida Jenny.
—A un lugar muy agradable. Cierra el pico y obedece.
Hizo la muchacha lo que le indicaban, y oyó entonces la voz de Peter:
—No te preocupes, Jenny. Pórtate razonablemente y no sufrirás ningún daño.
Pero la aconsejada, que no las tenía todas consigo, replicó con trémula entonación:
—Me vais a llevar a Siete Verjas, ¿no es eso? ¡No quiero ir allí! ¡Y esta venda! ¿Por qué me habéis vendado los ojos? ¡Quiero que me la quiten!
—No puede ser ahora —le dijo David—. Y no trates de quitártela hasta que nosotros te avisemos.
—Pero… ¿qué es lo que pretendéis?
—¡Oh! Vamos a pedirte que des tu conformidad para cierto asunto. En caso de que no aceptes, te devolveremos con los ojos vendados al sitio en que te hemos capturado.
Exhaló Jenny un suspiro, y accedió:
—Está bien. He oído decir que sólo se muere una vez, pero haced el favor de no llevarme demasiado lejos. He sufrido un fuerte porrazo, y ahora tengo una punzada en el costado. Y además, estoy de escapatoria y tengo que volver a casa cuanto antes, para que mi madrastra no note mi ausencia. De modo que daos prisa, pues me molesta la venda que me habéis puesto.
A pesar de las protestas de la prisionera, sus aprehensores no le quitaron la venda hasta que la hubieron obligado a sentarse en la hamaca suspendida de los pilares del granero. Dirigió entonces aquélla una asombrada mirada en torno suyo, antes de preguntar:
—Estos chicos son tus amigos, ¿no es eso, Peter?
Y se quedó contemplando a los gemelos con obvia estupefacción. Le explicaron seguidamente David y Peter lo relativo al club del Pino Solitario, y luego le preguntaron si deseaba ser admitida en el mismo, a lo que la interrogada repuso en tono entusiasmado:
—¿Queréis decir… como afiliada de verdad? ¡Fantástico! ¡No sabéis cuánto os lo agradezco! Cumpliré con todos los requisitos, y os acompañaré en todas vuestras aventuras. Iré con vosotros a todas partes… menos a la Cañada Negra en las horas de la noche.
A continuación, David le reveló las reglas de la sociedad secreta, y Mary fue en busca de una aguja, para que la nueva socia se pinchara la yema de un pulgar y firmase con sangre el acta de admisión, tal como la habían firmado los socios fundadores. Luego la informaron acerca de la contraseña del club, consistente en un silbido que imitaba el canto del avefría, y le prometieron que le enviarían aviso para que asistiese a la reunión del próximo fin de semana, con motivo deja llegada de Tom Ingles. Y por último, la acompañaron hasta la primera verja blanca, donde ella se despidió alegremente y emitió, a modo de ensayo, el lastimero grito del citado pájaro.
—Me ha causado muy buena impresión —comentó David, en el camino de vuelta a la casa—. Parece bastante simpática. Aunque no sé qué tal se llevará con Tom…
—Tom es capaz de llevarse bien con todo el mundo —opinó Peter—. Hasta con sus mismos enemigos, si es que tiene algunos. Les aguardaban en el patio la señora Sterling, aunque sólo para cerciorarse de que todos ellos se hallaban en perfecto estado.
Mary le preguntó por el tío Micah; pero la interrogada se redujo a responderle que el nombrado se sentía un poco indispuesto y acababa de acostarse, por lo que la niña no consideró oportuno insistir sobre tal cuestión. Luego, y una vez que hubieron deseado las buenas noches a la dueña de la casa, los cuatro chicos regresaron a su «campamento interior» y prepararon unas tazas de cacao, en tanto comentaban los acontecimientos del día y hacían planes para el siguiente. En cierto momento de la conversación, Mary, que estaba sentada en la hamaca, se deslizó hacia un lado, vencida por el sueño. Y David juzgó que había llegado la hora de poner punto final a las actividades de aquel día, por lo que las dos chicas se marcharon inmediatamente al piso superior.
Poco tardó Mary en ponerse su pijama; pero cuando estaba a punto de deslizarse en su saco-petate, forrado interiormente de suave lana, vio que Peter se arrodillaba frente al tragaluz… y se reprochó por no haberse acordado de rezar sus oraciones. Musitó entonces una plegaria. Y tras haberse asegurado de que «Macbeth» estaba echado junto a ella, se acomodó en el referido saco de dormir, para quedar prontamente sumida en apacible sueño.
Horas después, al despertarse con un sobresalto, la pequeña intuyó que algo extraño iba a suceder. No era la primera vez que la asaltaba un presentimiento de tal estilo, a causa de lo cual, se incorporó con presteza y se quedó escuchando intensamente. A través del tragaluz, la luz de la luna dibujaba un ambarino cuadrilátero sobre el piso de tablas. Ni un solo ruido alteraba la quietud de aquel amplio recinto, como no fuera la tranquila y pausada respiración de Peter. De pronto, «Macbeth» levantó la cabeza y enderezó sus orejas, al tiempo que su dueña le ponía una mano en el cuello, para sosegarle y evitar que gruñera. Y a continuación, la niña se arrodilló sobre su saco-petate y aproximó su rostro al cristal de la ventana, a fin de observar lo que ocurría en el exterior. Y entonces, mientras se hallaba contemplando la desierta explanada, se abrió la puerta de la cocina y apareció en el vano la tétrica figura del tío Micah, el cual dirigió su mirada hacia la cumbre del monte, bañado a la sazón en la pálida claridad lunar. Advirtió Mary la dura expresión de aquel rostro barbudo. Y estremecida, murmuró para sí:
—Parece… como si estuviese dormido. Sonámbulo, tal vez…
Cerró entonces el tío Micah la puerta de la cocina. Y con decidido y firme paso, avanzó por el patio hasta que Mary dejó de verle. Por espacio de un minuto, la niña consideró la conveniencia de despertar a Peter, para participarle lo que acababa de descubrir; pero en seguida razonó y se dijo:
«No, ésta es una aventura para Dickie y para mí, nada más».
Y sin más dudas sobre tal asunto, se vistió rápidamente y bajó al piso inferior del granero, donde su hermano gemelo se hallaba ya despierto y con los nervios en tensión. A fin de no alarmar a David, la pequeña avanzó de puntillas hasta la puerta y poco faltó para que profiriese un alarido de espanto, al notar un cosquilleo en sus pantorrillas; pero en seguida advirtió que tal sensación había sido provocada por la movediza colita del inquieto «Macbeth», el cual había bajado en silencio detrás suyo y estaba olfateando las rendijas de las cerradas hojas.
En tono susurrante inquirió Dickie:
—¿Qué ocurre, Mary? ¿Alguna aventura en perspectiva?
Asintió ella. Y sin más preguntas ni comentarios, los dos gemelos entreabrieron la puerta, por donde se coló inmediatamente el perrito, para dirigirse a una esquina del granero y quedarse allí, inmóviles y vigilantes, hasta que llegó a sus oídos un levísimo ruido metálico.
—Es el pasador de la verjita blanca —dijo entonces Dickie—. La que da paso al sendero que baja hasta la Cañada Negra. Vayamos hacia allá.
Acto seguido, los dos niños echaron a andar cautelosamente en la citada dirección, seguidos por una pequeña sombra negra.