CAPÍTULO V

INTERESANTE EXPEDICIÓN

Compartía David su dormitorio con el pequeño Dickie, en una espaciosa habitación cuya ventana daba a la parte del bosque por cuya linde se deslizaba el arroyo. Y como la primera noche de su estancia en Witchend había corrido su cama, para situarla junto a dicha abertura, siempre se hacía la ilusión de hallarse acostado al aire libre, en plena naturaleza.

Aquella mañana, la siguiente al día en que los gitanos le llevaron la carta de Peter, se despertó muy temprano. Tras haberse desperezado, alargó una mano y recogió su reloj de encima de la mesilla para comprobar que no eran más que las seis y diez. Volvió a apoyar entonces la cabeza en la almohada, en tanto se decía que aún podría quedarse en la cama por otra media hora. Y en esto, un ligero olor a leña quemada le recordó la presencia de los gitanos, la expedición que aquel mismo día iba a emprender con sus hermanos… y se incorporó bruscamente, antes de asomarse a la ventana.

Una densa niebla matinal cubría todo el valle y ocultaba las copas de los árboles, cuyas más bajas ramas aparecían relucientes, a causa de la humedad, lo mismo que el techo del carromato, el cual seguía en el mismo rincón de la explanada en que su dueño lo había dejado, en la tarde anterior.

De pronto, el muchacho oyó el divertido acento de una voz masculina:

—¡Vaya! Al fin se ha despertado, ¿eh? Tres piedrecitas he tirado contra su ventana… y estaba a punto de tirar la cuarta. Y al mirar hacia abajo, pudo ver el sonriente rostro de Reuben, e inmediatamente sonrió, a su vez, para decirle:

—Gracias, Reuben. Me había olvidado de que le pedí que me despertara.

—Pues ya está despierto.

—Sí; pero podría haber roto usted los cristales.

—No he roto ninguno, muchacho. Venga con nosotros y tomará una taza de té. Vamos a marcharnos dentro de un rato, porque tenemos que recorrer un largo trayecto por la carretera de Ludlow.

Una vez que se hubo lavado y vestido, David bajó en silencio a la planta baja y abrió la puerta, para acercarse a la lumbre que habían encendido los gitanos. Al verle avanzar hacia ella, Miranda alzó la vista de la olla de cobre en que estaba cociendo el desayuno y le saludó:

—Buenos días, «mister» David. Es usted el primero que se ha levantado.

El muchacho le contestó amablemente. Y al cabo de unos minutos, Reuben entró en el carro y volvió junto a la lumbre, para entregar un vaso a su mujer y otro a David, no tardando en tomar los tres, a pequeños sorbos, su caliente y aromático contenido. Luego, y al tiempo que dejaba su vaso en el suelo, dijo Miranda:

—«Mister» David, dígale usted a la preciosa Petronella que los gitanos han cumplido su promesa. Y además, aconséjele que se mantenga apartada de la cumbre de ese monte… y que no se olvide de nosotros, que siempre la recordamos con cariño. Cuando nos hayamos marchado, dele usted nuestros mejores saludos a su señora madre, junto con nuestro agradecimiento por su hospitalidad… y ruéguele que acepte este modesto regalo, de parte de sus amigos los gitanos.

Dicho lo anterior, hizo una seña a su marido, el cual tornó a entrar en el carromato, para sacar esta vez dos canastos, al par que explicaba:

—El más grande es para la señora de la casa; y el más pequeño, para que llevéis a vuestro perrito. Podéis sujetarlo al portaequipaje de una bicicleta, y…

—Muchas gracias, «mister» Reuben —dijo David.

Y el zíngaro volvió a indicarle la ruta más corta para llegar a la finca de Siete Verjas, añadiendo al terminar.

—Cuando lleguéis al pie de los Stiperstones encontraréis una posada que se llama «El Ancora de la Esperanza». En caso de que amenace mal tiempo y no podáis distinguir las rocas de la Silla, aguardad allí y no intentéis la subida, porque podríais extraviaros; pero si el cielo está despejado, no tengáis reparos en iniciar la ascensión.

Acto seguido, Miranda invitó al muchacho a probar el contenido del humeante caldero, a lo que él rehusó cortésmente, y no sólo porque iba a tomar muy pronto su desayuno, sino porque no le placía el estofado de cordero a tan temprana hora de la mañana.

No compartía Fenella sus apetencias, pues a los pocos minutos, y cuando más intenso se hizo el olor del bien condimentada guisado, apareció en la puerta del carromato y alargó a su madre un plato enlozado, antes de sentarse en el último peldaño de la escalerilla.

A continuación, los tres gitanos empezaron a saborear sus raciones de carne con patatas. Y entre uno y otro bocado, Reuben fue relatando a su nuevo amigo las variadas vicisitudes de su nómada existencia, así como los diversos incidentes sufridos con personas que desconfiaban de los representantes de su raza.

Luego le informó acerca de los lugares en que ellos y otros cíngaros errantes solían acampar, en el curso de su constante peregrinaje, y citó entre varios puntos, la cantera cercana a la carretera de Minsterley, y un ejido llamado «Tierra de Nadie», en los alrededores de Hertfordshire. Muchos otros datos referentes a escondidos senderos que serpenteaban por los campos de Inglaterra fue suministrando el gitano al embelesado David, el cual le escuchaba en silencio, en tanto daba rienda suelta a su imaginación… hasta que el hechizo quedó bruscamente roto por obra de un estridente ladrido, al tiempo que en la puerta de la casa se enmarcaban las figuras de Mary y Dickie, precedidas por el negro y nervioso «Macbeth».

David se apresuró a dejar su vaso en el suelo, pues no ignoraba lo que habría de suceder seguidamente, y había empezado a idear respuestas plausibles para las preguntas que no vacilarían en dirigirle sus irascibles hermanitos. Llevaban estos sendos impermeables sobre sus pijamas. Y al paso que Mary iba dando trompicones, a causa de sus grandes botas de agua, Dickie avanzaba ligeramente sobre la húmeda hierba, gracias a las zapatillas de su hermano mayor. Y el batallador «Macbeth», dispuesto como de costumbre a enfrentarse con cualquier clase de enemigo, continuó ladrando desaforadamente, hasta que Reuben le arrojó un trocito de carne de su propio plato.

—Hola, chicos —les saludó David—. ¿Cómo os habéis despertado tan temprano? Tú estabas dormido, Dickie, cuando yo me levanté.

A lo que el pequeño repuso, en tono enfurruñado:

—De modo que fue así, ¿eh? ¿Has oído, Mary? ¡Lo que nos habíamos imaginado!

—¡Por supuesto que sí, Dickie! ¡Exactamente lo que acabábamos de suponer! Que se había escabullido cautelosamente, tratando de engañarnos, lo mismo que siempre…

—… y de organizar planes por su cuenta, sin contar con nosotros. Responde, David: ¿qué estás haciendo aquí sin habernos avisado? ¿Por qué te comportas con tanta… premeditación?

—¡Eso es lo que hace siempre, Dickie! En cuanto tú y yo nos volvemos de espaldas…

—Sí; o en cuanto nos descuidamos un poco…

—O cuando nos mandan a dormir…

—Y también, cuando estamos ayudando a mamá o a Agnes…

—… o haciendo algún recado… —… o bien… o bien… ¡Nunca le faltan oportunidades para dejarnos de lado y obrar por su cuenta!

—Desde luego que no. Y a mí me parece… o mejor dicho: a nosotros nos parece que no nos consideras lo bastante crecidos como para organizar proyectos y aventuras y, y… ¡Pues has de saber que somos ya suficientemente mayores! ¿Entiendes, David? Entérate de una vez por todas que estamos completamente decididos a…

Desde lo alto de la escalerilla de acceso al carromato, Fenella observaba a los gemelos con expresión de neta estupefacción. Cuando el dúo de invectivas quedó interrumpido por una pausa, bajó de su sitio y se acercó a los dos pequeños, para contemplarles fijamente. Desconcertado ante la mirada de aquella chica, Dickie retrocedió un paso y se aferró a un brazo de su hermana. Y hubo de ser Reuben quien resolviera la embarazosa situación, al recoger la cestita preparada para «Macbeth», antes de entregársela a Mary con estas palabras:

—Habéis llegado a tiempo para despedirnos. ¿Queréis ayudarnos a recoger nuestras cosas? Toma; aquí tienes el canasto en el que podrá viajar vuestro perrito. Y este otro es para vuestra madre.

Y tan radiante fue la sonrisa que la pequeña le dedicó al gitano, que éste se quedó mirándola con aire de asombro, para entrar seguidamente en el carromato y sacar un rollo de cordel coloreado, del que cortó un buen trozo, al par que indicaba:

—Con esto podrás atar la cesta al portaequipajes de tu bicicleta. Procura que vaya bien sujeta. Y ahora, tendremos que marcharnos, porque el sol calentará hoy bastante… y también tendréis que emprender vosotros vuestro viaje. No os fiéis demasiado de esos montes Stiperstones. Y deseadnos buena suerte, lo mismo que nosotros os la deseamos.

Acto seguido, los tres Morton ayudaron gustosamente a los gitanos a guardar sus cosas en el interior del carro. Mary y Fenella fueron a limpiar los platos al vecino arroyo; Reuben colocó al caballo sus vistosos arreos, y Miranda limpió el caldero con unos trapos, hasta que lo dejó reluciente, antes de apagar los rescoldos de la utilizada lumbre.

Una vez que el caballo quedó enganchado al carromato, los tres gitanos se acomodaron en el pescante, al paso que los gemelos corrían a abrir la verja. Y en aquel momento volvió a abrirse la puerta de la casa, a la que se asomó la señora Morton, lo cual, tras haber llamado a sus dos hijos menores, a fin de que fueran a vestirse apropiadamente, dirigió un saludo a los ocupantes del pintoresco carruaje. Entonces Reuben se quitó su sombrero y se inclinó hacia delante, mientras su esposa sonreía con afable expresión y decía:

—Gracias por su hospitalidad, amable dama.

Pero Fenella no abandonó su corriente actitud de indiferencia, pues siguió con la vista frente a sí. Luego, al pasar el carro ante la verja, cuya enrejada hoja sostenían los gemelos, David se acercó a su madre, y ambos agitaron sus brazos, en señal de despedida, en el instante en que los primeros rayos del sol, vencedores de la neblina, comenzaban a dorar las rojizas piedras de la vera del camino.

—Entra, David —dijo entonces la señora Morton—. Tómate tu desayuno… y llama a tus hermanos. No sé lo que pensará Agnes cuando vea que no están vestidos como es debido. En cuanto a ti… debo decirte que eres un despreocupado, pues aún quedan muchas cosas que hacer… Y «Macbeth» es tan despreocupado como vosotros, ¡fíjate! ¡Fíjate qué cara de tonto tiene!

Se había sentado el perrete junto al montón de cenizas que señalaba el sitio donde había ardido la lumbre de los gitanos, y estaba con la lengua fuera, las orejas tiesas y la cabeza ladeada, contemplando al llamativo carromato que se alejaba por el camino. Al parecer, recordaba con fruición el sabor del trocito de carne que le había dado el gitano; y tal vez estuviese esperando que otro pedazo similar al anterior cayera en el mismo lugar. De pronto, emitió un corto ladrido y echó a correr hacia la verja, para salir al encuentro de los dos gemelos. Y Mary se detuvo y lo alzó en sus brazos, antes de entrar en el vestíbulo de la casa.

Continuaron los preparativos para la expedición al concluir los chicos su desayuno. La señora Morton sacó de un armario las pequeñas mochilas que su marido había regalado a los gemelos con ocasión de su primera estancia en Witchend, guardó en las mismas unos pares de pijamas, pantalones cortos y camisas, equipos de aseo personal, dos pares de sandalias, gran cantidad de pañuelos, de cuyo peso se quejó Dickie, y un número semejante de calcetines.

Más voluminosa y pesada era la mochila de David, cosa natural, ciertamente. Y aparte los citados morrales de espalda, también quedaron repletas las carteras de las bicicletas, en las que los chicos introdujeron todos aquellos objetos que su experiencia como avezados excursionistas les inducía a considerar como necesarios, si no imprescindibles.

Al fin, los únicos bultos que quedaron por empaquetar fueron los de los sacos-petate y los impermeables, a los que David decidió llevar a lomo de «Sally», la yegua de Peter; pero no había contado el muchacho con la adversa reacción del animal. «Sally» era una yegua bastante dócil con la gente a la que conocía, y así, poco trabajo le había costado a David: ensillarla y colocarle la brida; pero cuando llegó el momento de cargarle los citados bultos… ¡ahí fue otro cantar! Y no era que no tolerase a David sobre la silla, pues sabía que era amigo de su ama y que la trataba con suavidad; pero de eso a convertirse en bestia de carga mediaba un abismo, por lo que no fue extraño que el fastidiado muchacho tuviera que emplear todas sus dotes de persuasión, a fin de calmarla y conseguir que admitiese el peso de los referidos sacos.

Terminados aquellas preliminares, preparáronse los chicos para iniciar la marcha. Pálidos de emoción, los dos gemelos se pusieron juntos, sosteniendo a sus bicicletas por el manillar. Y su madre los besó a los dos en las mejillas, antes de recomendarle a David:

—Tened mucho cuidado y no cometáis imprudencias. Mándame un telegrama hoy mismo, en cuanto lleguéis allí. Y no dejes de comunicarme la fecha de vuestro regreso. La señora Sterling no me ha informado exactamente sobre los días que vais a pasar en su casa; pero confío en que no habréis de abusar de su hospitalidad.

—Descuida, mamá.

—Y un saludo muy especial para Peter, de mi parte. Espero que vuelva pronto por aquí, pues tengo muchos deseos de verla. Y ahora, hijos míos, que tengáis muy buen viaje. Portaos bien, gemelos. ¿Me prometéis que vais a obedecer a vuestro hermano?

En tono serio, respondió Dickie:

—Está bien, mamá. Lo prometemos.

—Y muchas gracias por habernos dejado ir a Siete Verjas —añadió su hermana.

Y entonces fue cuando David se dio una palmada en la frente, al par que mascullaba:

—¡Qué tonto he sido!… ¡Qué tonto… y qué imbécil! Y pensar que tampoco se le ocurrió a Reuben indicarme lo que podía suceder…

Intrigada, su madre le preguntó:

—¿A qué te refieres?

—A que no podremos realizar este viaje en bicicleta, porque nos resultaría imposible atravesar con ellas los Stiperstones. ¿Cómo vamos a subir hasta la cima con todo este peso? Estoy seguro de que hay allí unas cuestas muy empinadas y escabrosas. ¿Crees que los gemelos serían capaces de empujar sus máquinas por esas pendientes, cargados, además, con sus mochilas?… No; no podrían. Y no es eso lo peor; porque aun cuando nos decidiéramos a recorrer el otro camino que da la vuelta a esos montes, tampoco podría llevar yo a «Sally» durante tanto tiempo… y por tan larga distancia. Dios bendito… ¿Qué haremos ahora, en este momento?

—Id en las bicicletas hasta el pie del monte, y dejadlas allí, para recogerlas a la vuelta. ¿No dijiste que había por allí una posada?

—Sí; eh… «El Ancora de la Esperanza».

—Pues bien. Todo está arreglado, pues. No olvides que los gemelos deben recorrer en bicicleta todo el trayecto que sea posible.

Y esto fue lo que se decidió. Acto seguido, el tembloroso y desconfiado «Macbeth» era colocado cuidadosamente en su cesta de transporte, a la que Mary sujetó al portaequipaje de su máquina. A pesar de que el citado recipiente era bastante amplio y cómodo, el aprensivo perrito saltó al suelo por tres veces, hasta que por último, la chica resolvió hablarle con severidad, para indicarle que a menos que se comportara debidamente, sería dejado en Witchend y no disfrutaría de ninguna aventura. Ante tan terrible amenaza, el animalito echó hacia atrás sus orejas y parpadeó repetidamente, al par que se acurrucaba en el suelo. Y su dueña volvió a meterlo en la cesta, no sin notar el intenso temblor que agitaba su cuerpo.

A continuación, David montó en su bicicleta e inició la marcha, llevando a «Sally» por el ronzal, difícil tarea que le exigía la máxima atención, a fin de no perder el equilibrio, por lo que no fue extraño que pronto empezara a zigzaguear por el camino que llevaba a la granja de Ingles, mientras sus hermanitos seguían chachareando detrás suyo. Recordó entonces la promesa que le había hecho Tom, la tarde, anterior, en el sentido de que aquella mañana les comunicaría si podría acompañarles en su expedición a los Stiperstones. Y al acercarse a la granja, vio que su amigo estaba cruzando el corral, acompañado por su tío. Dispuesto a llamar su atención, emitió un silbido, en imitación del canto del avefría, lo que hizo que Tom se detuviera en seco y mirase hacia el camino, antes de echar a correr hacia ellos, seguido lentamente por su tío.

—¡Hola, Tom! —le saludó David.

—¡Rábanos fritos! —exclamó su amigo—. ¿En qué os habéis convertido? ¿En un circo ambulante?

—Lo que somos ahora —respondióle Dickie—, es otra cosa más importante: ¡somos unos exploradores incas!

—Efectivamente —confirmó Mary—: eso es lo que somos ahora. ¿Sabes quiénes son los incas, Tom?

Movió el interrogado su cabeza, en sentido negativo, y la pequeña agregó:

—Tampoco lo sabemos nosotros; pero es lo mismo. Y ahora vamos a escalar los Andes.

—Y éste es nuestro caballo de carga —indicó Dickie—. Lo llevamos cargado con… con…

—Con bananas, ¿verdad, Dickie? ¿Por qué no pueden ser bananas?

—Desde luego que sí. Hay gente que sigue recordándolas; pero nosotros no nos acordamos del gusto que tienen. Cuando acabe la guerra, dice mamá que volveremos a comerlas. De todas formas, el caso es que «Sally» va cargada con bananas.

—¡Y otra cosa, Tom! ¿Has visto que David va delante de… de la caravana? Bueno; él no lo sabe todavía, porque no se lo hemos dicho, pero es nuestro guía indio. Bastante malo, por cierto…

—Y nosotros llevamos cerbatanas, para cazar en las montañas y en la selva… ¡Por supuesto que somos unos verdaderos incas!

Se acercó entonces «mister» Ingles a la empalizada del corral, para saludar a los expedicionarios y decirles:

—Buenos días, joven David; y también a vosotros, gemelos. Eh… me ha dicho Tom que vais a visitar a Petronella, allá, por los Stiperstones. El padre de la chica se ha marchado a Birmingham, ¿no es así?

Y volviéndose a medias, llamó a su mujer, con su tremebundo vozarrón:

—¡EY!… ¡BETTY! ¡SAL EN SEGUIDA Y VEN A VER A LOS MORTON!

Todos los nombrados querían a la señora Ingles; y les habría gustado charlar un rato con ella; pero David tenía mucho interés en proseguir el viaje, y por tanto, en cuanto la hubo saludado amablemente, miró al granjero y le preguntó:

—¿Y Tom, «mister» Ingles? ¿Puede venir con nosotros?

También miró la mujer a su marido, con expresión de súplica; pero el interrogado hizo un gesto negativo y respondió:

—Lo siente, muchacho. No… no podrá acompañaros ahora. Tal vez se reúna con vosotros el sábado… si es que lo invitan debidamente.

Y la pequeña Mary se aproximó a él, para decirle con aire melindroso:

—¡Oh, «mister» Ingles!… A Dickie y a mí nos fastidia tener que llamarle así… o sea, «mister» Ingles. Parece muy… muy serio y demasiado antipático. Ya ve usted: esta mañana, al tomar el desayuno, Dickie y yo estábamos preguntándonos: «¿Por qué no podremos llamar tío Alf a “mister” Ingles?». ¿Verdad que lo dijimos, Dickie?

—Sí que es verdad, Mary —concordó su hermano gemelo—. Y también, después de rezar nuestras oraciones, ¿te acuerdas? Tú dijiste: «“Mister” Ingles es muy bueno y yo lo quiero mucho». Y yo te contesté: «Me gustaría poder llamarle tío Alf».

Asintió Mary, y tragó saliva, al tiempo que colocaba una de sus manecitas sobre el musculoso brazo del granjero y elevaba hacia él la cándida mirada de sus ojos azules. Y «mister» Ingles, que no tenía hijos, se aclaró violentamente la garganta y alzó la otra mano, para echarse hacia atrás su viejo y grasiento sombrero, al par que murmuraba, visiblemente confuso:

—Eso tiene fácil arreglo, queridos míos. Soy tío Alf para vuestro amigo Tom… y también lo seré para vosotros.

Se sucedió entonces una embarazosa pausa, en el curso de la cual, David volvió la cabeza para mirar hacia otro sitio, avergonzado como se sentía por la desfachatez de sus hermanos, mientras la señora Ingles contemplaba a éstos con expresión de claro recelo.

Luego dijo Mary, con su angelical vocecita:

—Pues bien, tío Alf. No sabes cuánto te agradecemos que seas tan amable con nosotros. Nos portaremos muy bien, contigo; ¿verdad, Dickie?

—Sí, tío Alf —prometió el pequeño—. Seremos muy buenos y obedientes.

A lo que añadió su hermana, en tono dulcísimo:

—Y ahora, tío Alf, como ésta es una ocasión especial y… y como vamos a emprender una gran aventura, demostrarías la bondad de tu corazón si dejaras venir con nosotros a tu otro sobrinito, Tom. ¿Verdad que sí lo dejarás venir, tiíto?

Pero el interrogado, cuya mente podría funcionar a lento ritmo, con respecto a ciertas cosas, pareció percibir de pronto la verdadera naturaleza de aquella demostración de súbito cariño. Y una ligera ojeada al rostro de su esposa bastó para confirmar sus sospechas, por lo que soltó una carcajada y barbotó:

—¡Porras condenadas! ¡Menudo par de pillastres! Conque era eso, ¿eh? ¿Intentabais engatusarme, para conseguir que dejara marchar a Tom? ¡Por todos los demontres…! ¡Venid aquí, que vais a ver quién es vuestro tío!

Retrocedieron los dos gemelos, hasta que se hubieron situado a conveniente distancia de las manazas del granjero. Y en tono resentido, exclamó Mary:

—¡Oh, no, tío Alf! Desde luego que no fue por causa de Tom. Aunque sí es verdad que nos gustaría que viniese…

Pero el aludido la interrumpió, para decirle:

—Gracias, Mary. Os agradezco vuestra intención, pero me quedaré aquí, para ayudar a mi tío en las faenas de la granja. Es posible que vaya a veros a fines de esta misma semana.

—De acuerdo —intervino entonces el impaciente David, a la par que dirigía a los gemelos una colérica mirada—. Tenemos que continuar viaje. Buenos días, «mister» Ingles; buenos días, señora. Y hasta la vista, Tom. Tienes nuestras señas, de modo que puedes enviarnos un mensaje, para avisarnos tu llegada.

Y apartando su bicicleta de la empalizada, se acomodó en el sillín y ordenó a sus hermanos:

—¡Vosotros dos! Empezad a pedalear. Id delante hasta el final de la cuesta, y doblad luego a la derecha.

Obedecieron los pequeños, mientras su hermano mayor tiraba del ronzal, para poner al trote a la renuente «Sally». Y así se reanudó el viaje por el polvoriento camino; pero al cabo de unos veinte metros de recorrido, Mary giró en redondo y volvió hacia atrás, para ir a detenerse junto al corral y llamar en voz alta:

—¡Eh, tío Alf! ¡Ven un momento, que acabo de recordar una cosa!

Intrigado, el granjero se acercó a la niña, la cual, subida en el más alto listón de la cerca, le echó los brazos al cuello y lo besó en una mejilla, antes de saltar al suelo y volver a montar en su bicicleta, para alcanzar a sus hermanos, que estaban aguardándola, y sacarle la lengua a David, al pasar junto a él.

Al llegar a la parte más elevada de la cuesta, los tres expedicionarios torcieron por una bien pavimentada carretera que se dirigía hacia el oeste; pero la marcha se realizaba con bastante lentitud, y no sólo a causa de la dificultad que suponía el llevar a «Sally» por el ronzal, sino para no fatigar demasiado a «Macbeth», el cual, en virtud de los ruegos de Mary, había sido autorizado por David para ir trotando al lado de sus amos.

Tras una hora de viaje, interrumpido por frecuentes paradas, en todas las cuales había expresado Dickie su deseo de tomar un bocado, los tres chicos y los dos animales llegaron a un pueblo y se detuvieron en la plaza, donde los gemelos quedaron al cuidado de «Sally», mientras su hermano mayor iba a la estafeta de correos, para enviar a Peter un telegrama redactado en los siguientes términos:

«Expedición en camino. —Caballo carga fastidioso. —Reunirémonos hoy junto Silla Diablo. —Pino Solitario».

Luego siguieron la marcha, y al cabo de unos veinte minutos, los excursionistas llegaron a la entrada del camino que les había indicado Reuben. Tenían ya a sus espaldas el monte del Long Mynd, al paso que frente a ellos, las negras rocas de la cumbre de los Stiperstones iban adquiriendo paulatinamente mayor nitidez. Por lo relativo a «Sally», cabe decir que parecía haberse resignado con su suerte, puesto que se comportaba con más docilidad que al principio, lo que no obstaba para que David se sintiera cansado de conducirla de aquella guisa. Y en cuanto a los dos gemelos, entusiasmados con su papel de exploradores, seguían distanciándose continuamente de su hermano, hasta el punto de que nunca se hallaban a menos de medio kilómetro delante de él. De esta forma, cuando el jadeante David llegó a la posada «El Ancora de la Esperanza», los pequeños se hallaban cómodamente sentados en un banco adosado a la fachada anterior de dicho mesón, disfrutando de la suave caricia del sol primaveral, y con sendos vasos mediados de cerveza en sus manos. Frente a ellos, la ventera, una campesina de rubicunda faz, los contemplaba con expresión de asombro, que aún habría de incrementarse al decirle Dickie:

—¿Ve usted? Ahí viene nuestro hermano, el que le hemos nombrado hace un momento; él pagará nuestras con… ¿Cómo se dice? ¡Nuestras consumiciones!

Oyó David las anteriores palabras, así como la confirmación que seguidamente añadió Mary.

—Es que en casa son un poquito… un poquito particulares, ¿sabe usted? Y no nos dejan llevar dinero encima; pero nuestro querido hermano mayor le pagará ahora mismo. ¡Oh! ¡El tiene mucho dinero! Sonrió entonces la posadera, y se dirigió al recién llegado, el cual acababa de desmontar de su bicicleta, para explicarle:

—Le aseguro que me sorprendí al verles entrar en el local y oír que me pedían: «Dos vasos de cerveza bien fresquita. Nuestro hermano pagará». Y cuando yo les pregunté dónde estaba su hermano, me dijeron: «¡Oh, el pobrecito! Viene resoplando por esa carretera. No es tan fuerte como nosotros, y por eso no ha podido alcanzarnos». ¿Quiere usted también un vaso de cerveza?

Masculló David unas, palabras por lo bajo, antes de asentir a la invitación. Luego preguntó:

—¿Puedo dejar a la yegua en la cuadra? No nos quedaremos aquí mucho tiempo; pero querríamos descansar un rato y tomar las cervezas tranquilamente… y también unos bocadillos que traemos en las mochilas. Nos sentaremos aquí, al sol… por una media hora.

Una vez que «Sally» hubo quedado aliviada de su carga y desensillada, frente a un pesebre colmado de paja, los tres hermanos se dispusieron a disfrutar de una frugal merienda, con lo que Dickie vio desaparecer al fin la pavorosa amenaza de perecer de inanición; pero un nuevo motivo de inquietud se presentó a poco, al desaparecer el sol tras unas nubes de plomiza tonalidad, a la par que el ambiente se tornaba más húmedo y pesado.

Salió entonces la mesonera del establecimiento y les preguntó:

—¿A dónde vais? Lo digo, porque el tiempo se está poniendo feo… y no me extrañaría que empezara a tronar dentro de poco. No os conviene ir demasiado lejos, con este tiempo.

Pero cuando David le dijo que pensaba ascender hasta la Silla del Diablo, para reunirse allí con unos amigos, su expresión de asombro adquirió el máximo de su posible intensidad, al inquirir, con alarmada entonación:

—No lo dirá en serio, ¿verdad que no? ¡No se les ocurrirá subir allá arriba con ese tiempo! Tenga en cuenta que hay una pendiente muy peligrosa, y que está a punto de desencadenarse una tormenta. Y además, con esas bicicletas… ¡No puede ser! No conseguirían llegar a la cumbre. Los pequeños no podrán llevarlas por un sendero tan empinado y lleno de piedras sueltas…

Le explicó entonces David su intención de dejar las bicicletas en la posada, hasta que volvieran a recogerlas al cabo de unos cuantos días, cuestión cuya resolución no ofreció ninguna dificultad. Diferente asunto fue el concerniente al cambio de las carteras de los portaequipajes, a la carga que debía transportar «Sally», pues ni ésta se quedaba quieta, ni los gemelos se mostraban dispuestos a cooperar en tan difícil tarea, cuya consecución requirió notable derroche de paciencia por parte del fastidiado David.

En tanto se desarrollaba la citada operación de «transbordo», Dickie no paraba de chacharear, acerca de lo que pensaba hacer cuando llegara a la Silla del Diablo, al tiempo que su hermana le interrogaba en vano, para que le diera su opinión sobre si «Macbeth» podría efectuar la ascensión sin más auxilio que sus cortas patitas. Por fortuna para David, la servicial mesonera le ayudó en su labor; pero cuando todo estuvo preparado para reanudar la marcha, dirigió una inquieta mirada al cercano monte y expresó sus temores con estas palabras:

—¿De verdad vais a intentar la subida? Mirad… podríais quedaros aquí, hasta que mejorase el tiempo. Yo puedo daros alojamiento.

—Muchas gracias —repuso Dickie—. No hace falta que se moleste, porque estamos decididos a llegar a la cumbre. Usted tiene miedo de que el diablo aparezca en su trono, ¿verdad? Mary y yo hemos oído contar esa historia. Y también nos asustamos al principio; sobre todo, este verano pasado; pero ya no tenemos miedo. Verá usted: cuando lleguemos allá arriba, Marry y yo vamos a sentarnos en esa estúpida silla, para reírnos de todos esos cuentos.

Antes de que la desconcertada mujer hubiera atinado a formular alguna observación a tan audaz proyecto, hizo notar Mary:

—David, estábamos preguntándonos si no deberíamos ir atados.

—¿Atados? ¿Qué quieres decir con eso?

—Ya lo sabes: lo que hacen los excursionistas cuando ascienden a una montaña. Atarse los unos a los otros con una cuerda. Si te parece bien, Dickie y yo seremos unos guías alpinos. Nos gustaría mucho, ¿verdad, Dickie? Sería interesante.

En tono dubitativo respondió el interrogado:

—Pues… si, Mary; creo que sí. Lo que pasa… lo que pasa es que había empezado a preguntarme si no me gustaría ser un perro de San Bernardo; pero si tú prefieres lo otro, de acuerdo. Nos ataremos con una cuerda y seremos guías alpinos.

Terció entonces David, para asegurarles que no era preciso adoptar tal precaución. Y después de unos minutos de enconada argumentación por ambas partes, los tres chicos se despidieron afablemente de su nueva amiga y empezaron a caminar por el sendero que llevaba hacia el monte.

Al cabo de dos o tres kilómetros de marcha, y al llegar a las primeras estribaciones, los gemelos se volvieron para mirar a la posada, la cual había quedado a más bajo nivel. Sorprendido, exclamó Dickie:

—¡Caramba! No creía que habíamos subido tanto. Fíjate, David: la mesonera está todavía en la puerta. ¡Y nos saluda con la mano!

Agitaron también sus brazos los pequeños, en señal de despedida; pero su hermano, que no estaba disfrutando demasiado con aquella expedición, a causa del engorro que suponía el llevar constantemente a «Sally» del ronzal, les instó a seguir andando.

Por si fuera poco, hacía bastante calor, lo cual, unido a las desfavorables condiciones en que se hallaba aquel pedregoso y empinado sendero, así como a las moscas que pululaban en los matorrales, contribuía a aumentar la fatiga y el fastidio de los caminantes.

En cuanto a la yegua, baste decir que por dos veces se echó al suelo, para intentar desembarazarse de su carga… y que en otra ocasión dio un tirón al ramal que sostenía David y trató de volver grupas, con ánimo de volver sobre sus pasos.

Algo más adelante, el sendero torcía bruscamente hacia un costado, como si en lugar de dirigirse a la Silla del Diablo volviera hacia el valle. Y al expresar Mary la posibilidad de que aquel monte estuviera embrujado, comentó su hermano gemelo:

—No sé si lo estará; pero no cabe duda de que es un monte muy desagradable, y que no me gusta nada… y que desearía no haber venido. ¡Me revienta esta caminata! Hace demasiado calor… y querría tomarme tres vasos de cerveza seguidos, sin parar…

—¡Tontos fuimos —indicóle Mary— al pensar que podríamos convertirnos en guías alpinos! No deberíamos haber… ¡Oh, David! ¿Cuándo vamos a descansar un rato? Estamos extenuados. Y no hace falta que pongas esa cara de viejo malhumorado.

—¡Yo abandono! —dijo entonces Dickie, recordando otra vez el léxico de las películas de «gangsters»—. ¿Has oído, «jefe»? «Ésta» y yo renunciamos ahora mismo, ¿te enteras?

Y uniendo la acción a la palabra, se sentó en el suelo, en lo que le imitó su hermana. Y ante tal muestra de firme decisión, ¿qué otra cosa podía hacer David, como no fuera sentarse a su vez? Y tanto más, cuanto que también necesitaba un buen descanso. Pese a haber ascendido más de la mitad del camino hacia la cumbre, no sólo no corría ni un soplo de brisa, sino que el ambiente continuaba con los mismos caracteres de bochorno que allá abajo, en el valle.

Por encima de las negras rocas que coronaban la cima del monte, el cielo presentaba una tonalidad cobriza. Y toda la naturaleza aparecía silenciosa y en extraña quietud, cual si esperase que de un momento a otro estallara la tempestad que desde hacía largo rato estaba preparándose. Tal vez fuese la amenaza de la inminente tormenta lo que excitó los nervios de los expedicionarios para incitarles a discutir; o también pudo haber sido, como luego se dijo David, el influjo que sobre ellos ejercía aquel monte de siniestro aspecto; pero lo cierto fue que a partir de entonces, los tres chicos empezaron a comportarse con desusada susceptibilidad. Y así, los mellizos rompieron el fuego al reprochar a su hermano el haberles llevado por ese camino; y hasta incluso llegaron a afirmar que deseaban haberse quedado en Witchend. Luego, Dickie se quejó por las ampollas que le habían salido en los pies; y Mary, de tener punzadas. Y a continuación, los dos comenzaron a pedir agua, porque sentían mucha sed… hasta que David les aseguró formalmente que nada le gustaría más en aquel momento que propinarles una soberana azotaina. Por suerte para todos, no tardaron en llegar a un sitio donde el sendero doblaba a la derecha, para bordear el más alto derrumbadero, por encima del cual se elevaba el oscuro peñascal que formaba la cresta del monte. Y entonces exclamó Dickie:

—¡Dios bendito! Eso parece una sierra, encima de otra montaña. Supongo que no nos obligarás a subir allí, ¿eh, David?

—Puedes hacer lo que más te convenga —replicó secamente el interrogado—. Estoy harto de vosotros dos y de vuestras quejas. ¡Ah! Por descontado que en cuanto veáis a Peter empezaréis a emplear vuestros imbéciles e irritantes modales, y entablaréis uno de vuestros diálogos estúpidos y… ¿Por qué no dejáis a «Macbeth» en el suelo, Mary? ¿Por qué lo llevas en brazos, como si no tuviera patas para caminar? Vas a malear a ese perro. ¿No sabes, acaso, que es capaz de recorrer diez kilómetros más que tú, cada día del año?

—¡Eres un desalmado, David! —replicó la chica—. ¡No tienes compasión de este pobre animalito! Fíjate cómo está: ¡muerto de sed, por tener que atravesar estos desérticos parajes por donde tú nos has traído! No vuelvas a dirigirnos la palabra, David. ¡Te aborrecemos! ¡Los tres! Dickie, yo… ¡y «Macbeth» también!

Dicho lo anterior, la pequeña prorrumpió en convulsivos sollozos. Con maquinal reacción, su hermano gemelo metió una mano en uno de los bolsillos de su pantalón y sacó un pañuelo, mientras David se reprochaba amargamente por haberse comportado con tanta aspereza. Al cabo de un momento, hechas las paces, se reanudó la interrumpida marcha, hasta que al llegar a un punto en que el sendero torcía a la izquierda, para pasar junto a la masa de negros peñascos, David sugirió la conveniencia de hacer otra parada, a lo que Mary se prestó gustosamente, pero no así Dickie, el cual parecía muy deseoso de seguir andando.

—Espera —le detuvo David—. Vamos a descansar aquí un rato. Peter no debe saber por qué camino hemos venido. Y además, ten en cuenta que no podría llevar a «Sally» a este paso por encima de tantas rocas sueltas.

Pero el pequeño movió su cabeza con tozuda actitud, al par que contestaba:

—Quedaos aquí tú y Mary, si así os parece. Yo voy a subir ahora mismo a la Silla del Diablo, para vigilar desde allí los alrededores, hasta que aparezca Peter.

—¡Dickie! —exclamó Mary con aire de evidente asombro—. ¿Es que no tienes miedo?

—¡Mucho! Fíjate: estoy temblando de pies a cabeza; pero como he dicho que iba a subir allí arriba, he de cumplir mi palabra.

—Ése es el auténtico valor personal —observó David—; según nos dijo papá.

—Pues yo creo que Mary es tan valiente como yo, y que debería acompañarme. De esa forma, temblaríamos allá arriba los dos… y no sería tan desagradable como estar temblando solo.

Soltó entonces David una risita, al tiempo que la pequeña vencía sus escrúpulos y decía.

—Está bien, Richard. Te acompañaré.

Y en verdad que debía de ser aquella una de las grandes decisiones que adoptaba la niña, pues sólo en ocasiones semejantes llamaba a su hermano gemelo por su nombre de pila, sin emplear su diminutivo.

A todo esto, «Macbeth» se había echado en el suelo, contra una roca, y estaba jadeando débilmente, con la lengua fuera. Y «Sally» empezaba a mostrarse más intranquila que hasta aquel momento, pues no paraba de agitarse, a causa de las moscas que la rodeaban. Sabía David que no podría llevar a la yegua hasta lo alto de aquel peñascal, y tampoco se atrevía a dejarla sola. Y al pensar que no sería capaz de detener a sus revoltosos hermanitos, accedió a regañadientes a su proyecto y les dijo:

—Como queráis. Y si a la vuelta no me encontráis, silbad como el avefría y yo os contestaré; pero por el amor del Cielo, tener mucho cuidado y no vayáis a descalabraros de un porrazo, entre esas rocas.

—Descuida —le prometió Dickie—. No tienes por qué temer nada.

—No repitas eso. De sobras sé que sois un par de idiotas; pero como no tengo más remedio que soportaros… ¡Daos prisa y volved aquí cuanto antes! ¡Oh! Y si veis a Peter, avisadme con un grito.

—Con uno solo no; con varios. No te preocupes, David. Nos portaremos razonablemente.

—Desde luego —murmuró su hermano—. Como de costumbre.

Y Mary juzgó oportuno agregar en tono serio:

—Sentimos habernos portado como unos tontos, hace un rato. Lo sentimos de verdad, David. No tardaremos en regresar aquí. Luego te contaremos lo que veamos desde allá arriba.

A continuación, y una vez que los gemelos se hubieron alejado, David se sentó en el suelo, apoyada su espalda en una roca, y se entretuvo en espantar las moscas que martirizaban a «Sally», con ayuda de una rama que había arrancado de un matorral. Sorprendentemente, la temperatura había ido en aumento conforme avanzaba la tarde. Tendido a los pies del muchacho, «Macbeth» seguía jadeando. Y así pasaron varios minutos, en el curso de los cuales, David se quedó adormilado… hasta que de pronto dio un respingo, al percibir la contraseña del Club del Pino Solitario: ¡el canto del avefría! Al mismo tiempo, «Sally» emitió un relincho. Y el entusiasmado chico se puso en pie con presteza y gritó, en respuesta a la llamada:

—¡Eh! ¿Quién es? Seguidamente llegó a sus oídos la esperada contestación:

—¡David! ¿Dónde estás?

—¡Peter! Y en efecto: allí estaba la muchacha. Acababa de aparecer por un sendero que bordeaba el negro peñascal, y mostraba el mismo aspecto de siempre, con su camisa y pantalón de sarga azul, con sus rubias trenzas y su alegre semblante…

—Hola, David —dijo la chica, al llegar junto a su amigo—. ¿Y los gemelos? ¿Dónde están escondidos? ¡Oh, mi querida «Sally»! Supongo que se habrá portado con docilidad, ¿eh? ¿Hace mucho que habéis llegado?

Antes de que el interrogado hubiera podido responder, «Macbeth» lanzó un gemido, e inmediatamente, una centella fulguró en el encapotado cielo, seguida por el sordo retumbo de un trueno prolongado. Tal vez el único preludio de lo que habría de suceder. Y no se había produciendo ningún otro anuncio de la repentina tormenta que a continuación se desencadenó. Sobresaltada por aquella exhalación, Peter se llevó las manos a los oídos y se apretó instintivamente contra David, como en busca de amparo. Y el muchacho notó el fuerte tirón que dio al ronzal la espantada yegua, al paso que advertía el frío contacto de los primeros goterones de la lluvia. Segundos después, desatada la furia de los elementos, empezó a llover copiosamente, no tardando en adquirir la camisa de Peter una tonalidad oscura.

Otra chispa restalló en las cercanías de aquel lugar, antes de que el suelo se conmoviera y retemblase, lo que indujo a la chica a dar unas palmadas en el cuello de «Sally», a fin de tranquilizarla. Y David sintió que el agua se deslizaba por su cuello y a lo largo de su espalda. En medio del fragor de la tronada, inquirió Peter:

—¿Dónde están tus hermanos?

—En lo alto de esas rocas —repuso David—. Quédate aquí con la yegua y «Macbeth», mientras yo voy a buscarles. ¡Menuda lluvia! Ese par de imbéciles deben de estar chorreando; eh… lo mismo que tú y yo. Aguárdame aquí hasta que vuelva.

En esto, y en una corta pausa entre los truenos, sonó el lejano silbido en imitación del canto del avefría. Y el muchacho se apartó de su amiga, para echar a correr hacia las negras rocas, bajo el torrencial aguacero.