LAS SIETE VERJAS
Un rumor de ásperas voces despertó a Peter a primera hora de la mañana. Se extrañó al pronto la chica, al encontrarse en una habitación desconocida para ella; pero en cuanto hubo recordado los acontecimientos del día anterior, saltó del lecho y se acercó a la ventana, a través de la cual pudo ver dos rústicas barracas, semiveladas por ligera neblina, así como las brumosas figuras de dos hombres y un caballo.
Se vistió entonces rápidamente y abrió la puerta de la habitación, dispuesta a entrar en el cuarto de baño; pero al no recordar la exacta situación de dicha dependencia, decidió bajar a la cocina sin lavarse la cara ni los dientes. Se hallaba sumida da casa en intenso silencio, por lo que la muchacha procuró no hacer ruido al descorrer los cerrojos que aseguraban la puerta que daba al patio exterior. Luego, y una vez que se encontró al aire libre, la curiosa chica dirigió una mirada en torno suyo, comprobando que aquel amplio espacio estaba rodeado por una tapia de ladrillo, a la que se abrían dos verjas pintadas de blanco, y más allá de la cual, hacia su izquierda, se veía la ladera del monte, cubierta por escasos y húmedos matorrales. Lo que no consiguió distinguir Peter fue la cumbre de los Stiperstones, envuelta a la sazón en densa niebla; pero de sobra sabía que la Silla del Diablo se encontraba allí mismo, casi encima de la casa… y que el Innominable se hallaba sentado en ella en aquel momento.
«No es más que una tonta leyenda», pensó entonces, al par que se encogía de hombros. «Aunque no deja de resultar extraño que esté ahora allí, en la primera mañana que paso en esta casa».
Volvió a oír a poco las mismas voces que la habían despertado. Y al acercarse a una esquina del patio; vio a los dos hombres y al caballo, junto a un abrevadero. Sin saber por qué, recordó inmediatamente a los siete enanitos de Blancanieves, y ello, pese a que uno de los dos hombres era alto y delgado, en contraste con su bajo y rechoncho compañero. Se hallaba cada uno de ellos a un lado del caballo, hablando animadamente. Y Peter oyó que el de mayor estatura, cuyo aire general le recordaba al enanito «Gruñón», decía con voz sorprendentemente fina y en realidad ingenua:
—Yo te he dicho que lo vi. ¡Con mis propios ojos! Yo estaba arriba, corriendo las cortinas de oscurecimiento, y él andaba por el fondo de la cañada.
Advirtió el más bajo la presencia de Peter. Y después de hacerle al otro una seña, en indicación de que se callase, se quedó observando a la chica con intrigada expresión.
—Buenos días —les saludó ella, provocando un respingo por parte del más bajo, que se volvió a mirarla—. Parece que va a hacer buen tiempo, ¿verdad?
Y al no obtener respuesta, añadió:
—Me he levantado temprano porque deseaba saludarles. ¿Viven ustedes en esas cabañas?
En lugar de contestarle, preguntó a su vez el regordete:
—¿Y usted quién es, si puede saberse?
Explicó Peter las circunstancias que habían motivado su llegada a la finca, mientras los dos hombres la observaban con aire de perplejidad. A continuación, farfulló el más alto:
—Que me zurzan catorce veces si lo entiendo. ¿Quiere usted decir que piensa quedarse aquí? .¿Aquí, en Siete Verjas? Y volviéndose hacia su compañero, comentó:
—¿Has oído, Humphrey? Esta señorita dice que va a pasar aquí una temporada.
—Bueno… —se apresuró a añadir la chica—. No me quedaré mucho tiempo; sólo hasta que papá venga a buscarme, dentro de unos días. Eh… y ahora, ¿puedo ir a ver los graneros y la cuadra? ¿Hay aquí algún caballo pequeño, para montar?
Los dos interrogados se miraron visiblemente indecisos sobre la respuesta a tales preguntas, porque Peter siguió diciendo:
—Y a todo esto, ¿cómo se llaman ustedes? Porque estamos hablando, y no sé de qué forma he de dirigirme…
Segundos después, quedaba enterada la muchacha de que el más alto de los dos se llamaba Henry, y el regordete, Humphrey. Y por cierto que ambos se mostraron sumamente amigables y campechanos con ella; pero eso no obstó para que se negaran a enseñarle los graneros y las demás dependencias de la granja.
—Es preferible que le pida permiso al patrón —le dijo Henry.
—Eso es —añadió Humphrey—. Espere hasta que venga el amo, y entonces podrá pedírselo.
Y Peter no tuvo más opción que resignarse a seguirles de aquí para allá, a fin de entretenerse contemplando las tareas que realizaban con toda cachaza, mientras escuchaba su no menos apática conversación. Al cabo de un rato se decidió a preguntarles si todas las historias que habían oído contar sobre los Stiperstones y la Silla del Diablo eran verídicas o tenían algún punto de realidad. Y por cierto que aquella mañana, envuelta por los gratos y tibios rayos del sol, que al paso que aumentaban gradualmente de intensidad iban disipando poco a poco la neblina, se sentía movida a mofarse de sus temores de la noche anterior.
Sin embargo, al mirar a sus dos nuevos amigos, no pudo menos que recordar lo que el gitano Reuben le había dicho, acerca del maleficio que poseía aquella montaña, pues no sólo demostraron los citados que Ies desagradaba esa clase pregunta, sino que tampoco estaban dispuestos a contestarla. Ni un solo ruido se oía, procedente de la casa, señal de que sus demás ocupantes continuaban entregados al reposo. En consecuencia, cuando Henry llevó a la yegua hasta una de las dos verjas blancas, Peter se adelantó y abrió dicha puerta. Luego, y después de dirigirle al rechoncho Humphrey un saludo con la mano, pidió:
—Ayúdame a montar, por favor.
Y antes de que el larguirucho Henry se hubiera repuesto de su asombro, se izó ágilmente a la silla y puso al animal al paso, para conducirlo por un camino que desembocaba en unos sembrados, donde ya empezaban a brotar los cereales.
Durante el trayecto, Henry había ido contándole otras cosejas de la región de Shropshire, relatos que avivaban dormidos recuerdos de remotas tardes y noches de invierno pasadas en Hatchholt, mientras su padre fumaba su pipa y ella tostaba castañas sobre la plancha de la cocina. No concedía su padre mucho crédito a tal género de narraciones; pero ella recordaba haber oído hablar de Edric el Selvático y de su participación activa en la historia de Shropshire. Al parecer, Henry conocía bastantes más pormenores que «mister» Sterling sobre tal cuestión.
Y en tanto avanzaban por aquel camino, le narró a la chica la historia del héroe principal de aquella región. En cierta ocasión, pocos años antes de la llegada de Guillermo de Normandía, Edric el Selvático —o el Montaraz, como algunos le llamaban—, estaba cazando en la salvaje y montañosa comarca denominada el Bosque de Clun. Al anochecer, separado de sus compañeros, advirtió de pronto una lucecita que brillaba entre los árboles. Intrigado, quiso averiguar de qué se trataba y fue en su dirección, encontrándose ante un extraño edificio. La luz procedía de una ventana baja. Y al acercarse allí, Edric vio a «siete hermosas doncellas, envueltas en albos velos, que danzaban tomadas de la mano». Enamorado instantáneamente de la más joven y bella de todas, derribó la puerta e irrumpió en la sala, para estrecharla entre sus brazos. Y en aquel momento, las seis restantes se transformaron en horrendas bestias que atacaron fieramente al intruso, el cual tuvo que huir sin tardanza, llevándose a la elegida joven. Por espacio de tres meses, la adorable y misteriosa esposa de Edric se mantuvo encerrada en constante mutismo, hasta que un buen día hizo uso de su voz para desearle ventura a su raptor y prometerle amor eterno, a condición de que él no la reprochara por la agresión de que le hicieron objeto sus hermanas, ni mencionase el lugar de donde la había arrebatado.
Aquella joven se llamaba Godda. Y la fama de su belleza rebasó los límites de las zonas fronterizas y se extendió por toda Inglaterra. Ella y Edric fueron muy felices durante mucho tiempo; pero una vez en que se retrasó la comida, olvidó él su promesa y echó en cara a su esposa la existencia de las otras hadas, espetándole, con la brusquedad que le caracterizaba: «¿Es que te han entretenido tus hermanas?». Acto seguido, y con una triste mirada de compunción, la hermosa Godda desapareció ante su atónito marido… y nunca más se la volvió a ver. Aunque es cierto que después de tal hecho Edric rindió acatamiento al conquistador, no por ello dejaron de sucederse varios años de enconadas luchas, en el curso de las cuales, el nombre del indómito Selvático anduvo de boca en boca por todas las regiones.
—Pero según se dice —añadió Henry, al llegar al sembrado—, Edric no murió como los demás mortales. Nadie oyó decir nunca que hubiese muerto. Y dicen que duerme debajo de estos mismos montes… hasta que llegue el día del Juicio Final. ¡Ah! Pero no crea usted que disfrutará con la alegre mañana de la resurrección. ¡Ca! Lo único que conseguirá Edric el Montaraz será el descanso de la muerte, que tanto tiempo lleva esperando. ¡Bueno! Eso es lo que dicen por ahí.
Interesada, Peter le apremió:
—Siga. Siga contando. Usted debe de saber muchas otras cosas sobre él. ¿Es verdad lo que me han dicho… que se le puede ver por estos montes? Recuerdo que «mister» Ingles, un granjero que vive en la falda del Mynd, me dijo una vez que suele presentarse en forma de perro… un enorme perro negro, de mirada feroz.
Con aire evasivo, repuso el interrogado:
—¡Oh! Tal vez sea verdad.
—¿Pero es cierto que acostumbra a aparecer por aquí? —insistió ella.
Esta vez, el cachazudo Henry la miró de reojo, al tiempo de responder en voz baja:
—Sí que aparece; lo han visto por los alrededores. Antes de la guerra lo vieron cuando iba montado en su caballo infernal, en la parte más alta de la Cañada Negra… Y en el pueblo, en Barton Beach, hay una chica que lo vio hace muy poco tiempo. Siempre que se prepara algún contratiempo, aparece por ahí, tocando su cuerno de caza.
—¿Y cuándo lo vio esa chica?
—La noche antes de que el hijo de Humphrey cayera prisionero.
Con susurrante acento, inquirió Peter:
—¿Y qué… qué aspecto tiene? Lo ha visto usted alguna…
—¿Yo? Yo, no, señorita. Hay veces, en las noches de invierno, en que lo oímos cabalgar por los montes; pero no lo he visto nunca, ¡gracias a Dios! Bajo y moreno, dicen que es; y con una mirada ardiente y feroz. Va montado en un caballo blanco, y a su lado cabalga su esposa, el hada, vestida de verde… con unas melenas rubias que le cubren la espalda… En fin; no… no conviene mirar al Salvaje Cazador, señorita. Si alguna vez oye usted sonar su trompa, cierre los ojos y no los vuelva a abrir hasta que haya pasado el caballo.
—¡Cielo bendito! —exclamó la chica, con un susurro, y con aire de embeleso.
Y pensó… «¡Menuda historia, para contársela a mis amigos!». Se imaginaba la expresión que pondría Mary, cuando oyese lo referente a la hermosa hada Godda, que cabalgaba junto a su aterrador marido, en aquellas cacerías sobrenaturales… Y por supuesto que habría de sentirse emocionada, pues no parecía sino que viviese en un mundo de ensueños y quimeras, en el que luchaba contra innumerables contratiempos, codo a codo con su no menos fantaseador hermano gemelo. Exhaló luego un suspiro, y en esto un terrible y severo vozarrón que sonó detrás suyo la sacó bruscamente de su abstracción:
—¡Petronella!
—¡El Señor se apiade de nosotros! —murmuró el viejo Henry, sin volver la cabeza—. Ya está aquí el patrón.
Y Peter se deslizó inmediatamente al suelo, mientras el peón se apresuraba a enganchar a la yegua a un pesado rodillo, para dar comienzo a su faena.
A la salida del camino que acababa de recorrer, y mirándolos ceñudamente, se hallaba el tío Micah. Al menos, la muchacha no tuvo ninguna duda de que aquel hombre era el tío Micah. Y en verdad que su aspecto era mucho peor de lo que ella había imaginado: elevada estatura, traje y sombrero negros, hosca expresión, negra e hirsuta barba… Bien recordaba Peter esa barba, así como la dura mirada de aquellos ojos, conforme avanzaba hacia él. E impulsada por súbita decisión, hizo lo mismo que la noche anterior, cuando se acercaba a la casa, en medio de la oscuridad: echar los hombros hacia atrás y alzar la barbilla, en tanto se prometía…
«No permitiré que me bese; no podría soportar el roce de su barba. Y tampoco demostraré que le tengo miedo».
—Buenos días, tío Micah —saludó seguidamente con amable entonación—. ¿Qué tal estás? Espero no haberte obligado a esperarme, para tomar el desayuno. Me desperté muy temprano, y salí a dar una vuelta.
Nada repuso él, sino que inclinándose un poco, apoyó ambas manos en los hombros de su sobrina, para examinar su rostro escrutadoramente. Ella le devolvió la mirada con toda serenidad; y entonces comprendió que aquel hombre corpulento, pese a su desabrida apariencia, le inspiraba más bien compasión que temor.
—Vamos, pequeña —dijo al fin el granjero, emprendiendo el regreso a la casa—. Estábamos intranquilos.
Pronto habría de comprobar Peter que su tío era un hombre parco en palabras, pues no añadió ninguna otra durante todo el trayecto. Y también se dijo que su forma de hablar evocaba a la de los profetas del Antiguo Testamento.
A la clara luz de la mañana, la cocina de la casa presentaba mejor aspecto que en la pasada noche, sin contar el delicioso olor a tocino frito que se percibía desde antes de llegar a su puerta; pero la tía Carol, no obstante su afable sonrisa de bienvenida, parecía hallarse fatigada, por lo que la chica corrió a su lado y le dijo, en tono apesadumbrado:
—¡Oh, tiíta! ¡Cuánto lo siento! Estaba charlando con Henry… y me olvidé de la hora.
—Comprendido, Peter —repuso la mujer, al par que se inclinaba sobre la hornilla—; pero ten en cuenta que a tu tío no le gusta que se retrasen las comidas, y que no querrá sentarse a la mesa si no estás tú presente. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
Antes de que la interrogada hubiera podido contestar, barbotó el tío Micah, desde la cabecera de la mesa:
—¡Pero bueno! ¿Todavía no está preparado el desayuno?
Se sentó entonces Peter, con un suspiro; pero sólo por un breve instante, pues la relampagueante mirada que su tío le dedicó la incitó a ponerse en seguida en pie, para esperar a la bendición de los alimentos. ¡Y qué bendición, dicho sea de paso! Muy diferente de las sencillas palabras que se pronunciaban allá en Hatchholt, cuando su padre decía: «Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a recibir…». En contraste la que se formulaba en Siete Verjas semejaba, más bien, una encendida y personal impetración, con la que el tío Micah suplicaba al Sumo Hacedor que tuviese piedad de él e iluminara su entendimiento.
Cuando al fin pudo sentarse, Peter sentía demasiado apetito para perder el tiempo en conversaciones. Junto con las lonchas de tocino frito que había visto en la sartén, su tía le sirvió un par de huevos cocidos y varias rebanadas de pan tostado. No faltaba en la mesa ni mantequilla ni mermelada; pero los tarros que las contenían se encontraban al alcance de la mano del tío Micah, al paso que otros dos recipientes, llenos de compota de moras y jalea de manzana, se hallaban a la entera disposición de la chica y de su tía. En tanto saboreaba estos últimos dulces, se le ocurrió a Peter que el tío Micah debía de sentirse desdichado porque no sabía disfrutar con ninguna de las cosas que hacen feliz a una persona; ni siquiera con el monopolio del tarro de mermelada.
Al cabo de un rato, terminado el desayuno, el ceñudo granjero se enjugó la barba con una servilleta de tamaño descomunal y empezó a decir, con voz tonante:
—Antes de implorar la divina asistencia…
«Dios bendito», pensó la chica, que aunque había dejado de lavarse aquella mañana, no se había olvidado de rezar sus oraciones; «¿le pido ahora que me permita visitar el granero… o lo dejo para más tarde?».
Miró entonces a su tía, como si se dispusiese a consultarla a tal respecto; pero la mirada de advertencia que recibió le hizo comprender que sería; preferible no interrumpir la acción de gracias. Continuaba recitando el tío Micah su larga plegaria, mientras Peter, de rodillas sobre el enlosado suelo, observaba un rayo de luz que entraba por la ventana e iba a incidir en una silla.
«Creo que no podré resistir este ambiente de austeridad», pensaba la muchacha. «Debo hacer lo posible por traer aquí a mis amigos, para que me acompañen hasta que papá vuelva a casa».
Al fin, su barbudo pariente emitió un declamatorio «Aaa… mén». Y tras una discreta ojeada a su semblante, la chica se puso en pie y se frotó las doloridas rodillas, antes de decir:
—Por favor, tío Micah: después de que haya ayudado a tía Carol, ¿podré ir a pasearme por los alrededores… y entrar en los graneros?
—Desde luego que sí —asintió rápidamente la tía Carol—; ¿verdad, Micah? Deja las llaves detrás del reloj, en caso de que tengas que marcharte. Si tú no puedes… yo acompañaré a Peter al granero.
Le Pareció a Peter que su tío habría rechazado de plano su petición, inspirado en ese curioso principio que impulsa a los mayores a negar lo que se les pida, por juzgar que debe de tratarse de algo inconveniente; pero lo cierto fue que se limitó a inclinar la cabeza con aire patriarcal, al par que asentía:
—Conforme. Y si la pequeña quiere verme luego, que me busque por el huerto. Yo estaré allí, regañándole a Humphrey, sin la menor duda.
En cuanto el tío Micah salió de la cocina, tuvo Peter la extraña impresión de que el sol lucía con mayor intensidad.
—Ayúdame a arreglar los dormitorios, querida —díjole entonces su tía—. De esa forma terminaremos más pronto. Ahora vendrá la vieja Annie… o sea la mujer de Henry, y fregará la vajilla.
De buen grado, la chica acompañó al piso superior a la simpática y amable tía Carol, cuya amabilidad y simpatía no lograban desvanecer, empero, el ambiente opresivo de aquel caserón.
Minutos después, al hallarse las dos en el cuarto de la joven huésped, le preguntó a ésta la dueña de la casa:
—¿Qué tal dormiste anoche? No has oído nada raro, ¿verdad? Porque ha estado soplando un viento muy fuerte, y…
Peter le respondió que había dormido de un tirón hasta que las voces de Henry y de Humphrey la despertaron a primera hora de la mañana. Y su tía le sonrió afablemente, al par que le deseaba que su estancia en Siete Verjas le resultase muy grata, y que no se sintiera demasiado sola; pero antes de que su sobrina hubiera podido expresar una insinuación relativa a los ausentes miembros del Club del Pino Solitario, inquirió en tono reservado:
—Oye… ¿te acuerdas de Charles?
Y al mover la chica su cabeza en sentido negativo, siguió diciendo:
—Supongo que tampoco recordarás, entonces, a tu tía Martha, la madre de Charles, ¿verdad que no? Desde luego que no debes de recordarla. Por eso creo que conviene explicarte lo referente a ellos… Tu tía Martha murió cuando tú eras muy pequeña… y cuando Charles tenía doce años. Micah la había traído aquí, poco después de su boda… En fin: algún día le preguntarás a tu tío la historia de las siete verjas blancas… y la razón de su venida a esta casa. Puedes figurarte fácilmente cuánto apenó a Micah el fallecimiento de su esposa. Durante siete años, él y su hijo Charles vivieron aquí en completa soledad. Y un día… un día se marchó el muchacho impensadamente, y no se supo nada de él, hasta que se recibió una tarjeta suya, al cabo de un año, procedente del Canadá… o de los Estados Unidos; no lo recuerdo ahora exactamente. El caso es que yo, viendo que tu tío se encontraba tan solo, tan triste y tan… tan desgraciado, como era la verdad, pensé que alguien debería preocuparse por él… y eso es lo que estoy procurando.
—¿Y por qué se fue Charles?
—¡Oh! Eso no lo sabe nadie más que tu tío; pero a mí no me lo dirá. Supongo que discutirían los dos, y que no llegarían a ningún acuerdo. Y es que Micah no ha vuelto a ser el mismo desde que murió tu tía Martha. No para de asegurar que nunca perdonará a Charlie por haberle abandonado y sin embargo, Peter, yo sé que se siente afligido por su ausencia. Estaba muy orgulloso de su hijo… y lo echa mucho de menos. ¿No has comprendido, acaso, que es ése el motivo de su interés hacia ti? Tú eres la hija de su único hermano, y por tanto, dejando aparte a Charles, el único descendiente de su familia que tiene en el mundo. Por eso quiero que trates de animarle un poco, para que olvide sus penas, aunque sea por una corta temporada.
Advirtió entonces Peter que su amable interlocutora se hallaba al borde de las lágrimas; y también comprendió que había dejado de decirle algo importante, con respecto al tío Micah. Luego se preguntó si se habría percatado éste de lo afortunado que era, al contar con la ayuda de una persona tan buena y complaciente como la tía Carol. Y cuando estaba pensando en estas cosas, entrevió lo que podría suponer la solución del problema y exclamó:
—¡Tiíta! ¡Ya sé lo que le conviene a tío Micah! Conozco a las personas más indicadas para alegrarle y disipar por completo sus pesares: ¡los mellizos!
—¿Los mellizos?
—¡Sí! ¡Dickie y Mary! Papá dijo una vez que nadie podría comportarse igual que antes, después de mantener una conversación con los dos gemelos Morton; y estoy segura de que tenía mucha razón.
Elevó las cejas la tía Carol, al tiempo que exhalaba un suspiro. Luego comentó:
—Tal vez sea así. Vayamos ahora abajo, para darle de comer a las gallinas. Más tarde, cuando estemos recorriendo los alrededores, podrás contarme todo lo referente a esos maravillosos gemelos.
Poco después, y una vez que hubo referido sus interesantes aventuras con los Morton y Tom Ingles, así como parte de lo sucedido en Witchend y sus cercanías, durante el pasado verano, añadió la chica:
—Sé que es abusar de vuestra hospitalidad, tiíta; pero si mis amigos pudieran venir aquí, disfrutaríamos todos considerablemente… y estoy convencida de que podríamos alegrar muchísimo a tío Micah.
A lo que su tía respondió en tono de tristeza:
—No creas que no me gustaría tener aquí a tus amigos, querida; pero no podríamos alojarlos convenientemente. Tú misma puedes comprobar que es cierto lo que te digo. Sólo disponemos de una habitación para huéspedes: la que tú ocupas ahora. Porque el cuarto de Charles está lleno de muebles y trastos…
—Eso no importa —indicó Peter—. Podríamos acampar al aire libre y prepararnos nuestra propia comida.
—¿Al aire libre?… ¿Cómo vais a acampar al descubierto en esta época del año? En fin: lo pensaremos… y trataremos de resolver la cuestión. Por mi parte, repito que me agradaría conocer a esos dos pequeños.
Echaron a andar las dos por el amplio patio exterior, desde uno de cuyos lados se veía el denso bosque que Peter hubo de atravesar en la noche anterior, tras haber cruzado tres verjas pintadas de blanco. La cuarta verja era la que aquella misma mañana había abierto la chica, antes de acompañar al viejo Henry al sembrado. Y la quinta daba paso a un estrecho sendero que descendía por la ladera de la colina hasta un puentecillo tendido sobre un arroyuelo. La sexta verja, según informó a su sobrina la dueña de la casa, cerraba el camino que conducía a las cabañas de Henry y de Humphrey.
—¿Y la séptima? —preguntó Peter.
—No es una verja, en realidad —le contestó su tía—. Hay una historia con respecto a ella… y que tiene alguna relación con Charles. Fíjate: allí está.
Al otro extremo del patio se elevaban varias construcciones destinadas al guardar el grano y los aperos de la granja. Su disposición en forma angular permitía la visión de la mayor de dichas dependencias, situada en el vértice del conjunto, y que al parecer, no era utilizada, como parecían indicarlo profusión de hierbajos crecidos en torno a sus muros, así como las grandes y polvorientas telarañas que pendían por encima de sus enormes puertas blancas.
Peter se quedó francamente asombrada. Y al notar su expresión, confirmó su tía:
—Así es; tal como acabo de decírtelo; ahí tienes la séptima puerta blanca. Tu tío le llama a este cobertizo «el granero de Charles»; y se empeña en no usarlo para nada. Te aseguro que nunca he visto esas puertas abiertas. Y la verdad es que tampoco sé por qué las habrán pintado de blanco. Deberías preguntárselo a Micah alguna vez.
Excitada al presentir quién sabe qué estremecedoras aventuras, quiso saber la muchacha:
—¿Y qué hay dentro? ¿Está vacío? Me gustaría entrar a echar un vistazo. Tras breve pausa, coincidió la tía Carol, al anunciar en tono decidido:
—¡Por supuesto que entraremos!, ¡ahora mismo! Tengo aquí las llaves… y creo que aprovecharé tu venida a esta casa para hacer muchas cosas que debería haber hecho tiempo atrás. Espérame aquí un instante; voy a buscar una aceitera, por si el cerrojo de esa puerta estuviera oxidado y costara mucho moverlo.
Cuando al fin chirriaron los herrumbrosos goznes de las pesadas puertas, Peter comprobó, con la natural excitación, que sus suposiciones habían sido acertadas. ¡Aquél sí que era un lugar propicio para la búsqueda de misterios!
Altas columnas sostenían el techo de tejas del espacioso recinto, por unos de cuyos elevados ventanillos se filtraban los rayos del sol, para juguetear sobre el desparejo piso de ladrillos, lo que confería a la escena bastante similitud con el interior de un templo. Junto a la pared de la izquierda se veían unos enormes cajones de madera, que en otros tiempos habrían servido para almacenar el grano; y entre las sombras que envolvían el fondo del local, el arranque de una escalera de tablas. Detúvose Peter ante una vieja estufa cubierta de polvo, cuya chimenea desaparecía por un agujero practicado en la pared. Y en tono animado, hizo notar:
—¿Ves, tiíta? Es una estufa. Podríamos utilizarla para preparar nuestra comida, ¿no te parece? Y también es éste un buen sitio para alojarnos, en caso de que haga mal tiempo. Por favor, tiíta: ¿podré invitar a mis amigos para que vengan a quedarse aquí por unos días? Dormiremos aquí dentro, y no a la intemperie. Podríamos hacer nuestras camas en esos cajones vacíos…, o incluso en el piso de arriba, si es que está habitable.
Acto seguido, subió a toda prisa por la crujiente escalera y entró en un alargado local, al extremo del cual había una pequeña ventana, situada a ras del suelo y sobre las puertas de entrada al granero. Decidió entonces la chica que sería allí donde habría de hacer su cama, para poder observar las estrellas sin mover la cabeza de la almohada. Y al agacharse un poco, vio a través efe dicho hueco las copas de los árboles del vecino bosque, así como los lejanos tejados de Barton Beach. Luego se puso en pie y gritó, alborozada:
—¡Ven aquí, tía Carol! ¡Fíjate qué lugar más estupendo!
Al llegar arriba la nombrada, resultó evidente que había adoptado ya su decisión con respecto al asunto que interesaba a su sobrina, puesto que inmediatamente le dijo:
—Desde luego que sí, Peter, es un magnífico lugar para pasar unos días. Y si tu tío se muestra conforme, pronto tendrás aquí a tus amigos. ¿Cuántos serán en total?
—Pues… tres, con toda seguridad: David, Dickie y Mary; y cuatro, en caso de que también venga Tom Ingles. Me gustaría que viniese Tom, porque es muy buen muchacho y sabe silbar maravillosamente. Además… seguro que también vendrá «Macbeth», porque Mary no querrá separarse de él.
Alzó una mano la tía Carol, al par que inquiría con asombrado acento:
—¿Has dicho… «Macbeth»?
Y la chica sonrió, divertida, al tiempo de explicar:
—Sí; es un perrito; negro y peludo, con patitas muy cortas y las orejas tiesas… Ya conoces esa raza, ¿verdad? Y luego… bueno: hay otra cuestión, tiíta. El caso es que… querría traer también a mi yegua «Sally». Ahora está en casa de los Morton, allá en Witchend. Y si a tío Micah no le gusta que la dejemos en el prado, podríamos meterla en la cuadra, tal vez. Aunque lo cierto es que ella prefiere…
—¡Calla, calla! —exclamó entonces su tía, tapándose los oídos con las manos—. Si sigues hablando así me vas a atontar. ¿Qué es lo que piensas traer aquí? ¿Unos amigos… o un circo? Escúchame a mí ahora, y no me interrumpas.
Y sentándose en el último peldaño de la escalera, invitó a Peter a hacer lo mismo, y a continuación le hizo saber:
—Te he dicho ya, y así lo repito, que me agradaría que invitases a tus amigos, pues creo que será conveniente para todos nosotros; pero tendrás que pedirle permiso a tu tío para utilizar este granero, tal como has sugerido… y no sé si debes mencionar al perro y a la yegua. Yo no se lo diría. En cuanto a ese maestro del silbido, si no estás segura de que ha de venir, tampoco lo menciones; porque temo que seáis demasiados y… la verdad; hace mucho tiempo que no vienen por Siete Verjas tantos visitantes. Por lo demás, en caso de que hoy tengamos unos ratos libres, pondremos este granero en condiciones de ser habitado. Yo te ayudaré a limpiarlo; pero no intervendré en vuestros asuntos cuando os hayáis instalado aquí. Tendréis que arreglaros vosotros solos por lo tocante a la limpieza del local y a la preparación de las comidas.
—Quiera Dios que tío Micah esté conforme —murmuró Peter, con acento anhelante.
—Puedes darlo por descontado —le prometió la tía Carol—; pero ten en cuenta que si lo molestáis con ruidos por la noche, o si rompéis algunas cosas de las que hay aquí, es capaz de deciros que os marchéis.
Y sonriendo cariñosamente, agregó:
—¿Qué te parece? ¿Dispuesta a correr el riesgo?
Jamás se habría imaginado Peter que pudiera tener una tía tan buena y comprensiva como aquélla. Movida por un impulso, le echó los brazos al cuello y la besó en la mejilla, antes de declarar:
—Estoy emocionada, tiíta. No puedo expresarte suficientemente cuánto te agradezco tu… tu buena disposición hacia mí. Descuida; no te preocupes por nada. Te quedarás sorprendida cuando veas cómo nos comportamos y qué limpio y bien arreglado tenemos este local. Si tú me dejas algunos utensilios de cocina y unas cuantas mantas para mí, les avisaré a los demás que se traigan sus sacos-petate, para dormir. Yo tengo el mío allá en Hatchholt. Y como papá se ha marchado de viaje…
—De acuerdo, querida. Ve a buscar ahora a tu tío. Lo encontrarás en el huerto. Creo que está con Humphrey, preparando el terreno para sembrar las patatas. Ahora que… piensa antes la mejor manera de pedírselo, ¿entiendes? Yo pasaría por alto lo referente al número de visitantes, y me reduciría a pedirle permiso para usar el granero. Vamos, pues. Cuanto más pronto se lo digas…
En tanto avanzaba, presurosa, por el camino que llevaba al sembrado, Peter se sentía tan excitada, que apenas si concedía atención al problema con que iba a encararse. El granero serviría a las mil maravillas como alojamiento para ella y sus amigos. Y la lumbrera del departamento superior representaba una apropiada atalaya. Podrían pedir prestados un par de faroles portátiles, a los que encenderían al anochecer, cuando se sentaron en torno a la estufa para saborear una taza de cacao, antes de acostarse. Y entonces, mientras el viento aullara al bajar de la peñascosa cumbre del monte, y cuando el diablo anduviese rondando por el bosque, en espera de sentarse en su trono, ella se arrebujaría con sus mantas y atisbaría a través de la ventana…
«Todo saldría a pedir de boca», se dijo la chica, al llegar al sembrado donde había estado charlando con Henry pocas horas atrás.
De pronto, se quedó intrigada al oír el ruido de un motor que provenía de un punto situado más adelante. Al principio, supuso que se trataba tan sólo de un tractor; pero al ronroneo se unía una quejumbrosa y lúgubre canción que no parecía brotar de labios humanos. Siguió andando entonces a lo largo de un seto, hasta que llegó a una abierta verja que daba paso a un extenso huerto, parte del cual se encontraba ya acaballonado, y preparado, por tanto, para recibir la simiente de la patata. En tanto observaba los alrededores, el ruido del motor fue aumentando de intensidad. Y al cabo de un momento, un enorme tractor pintado de rojo apareció sobre una cercana loma, conducido por el tío Micah. Con la natural sorpresa, Peter comprobó que aquel fúnebre canto era entonado por su tío, el cual, con las barbas al viento y la penetrante mirada fija ante sí, evocó en ella la imagen del profeta Elías al ser arrebatado a los Cielos en un carro de fuego. Por lo demás, no se le había ocurrido que el tío Micah pudiera desempeñar un papel activo en las tareas de la granja; pero ahí estaba la prueba de que así sucedía.
Segundos después, la muchacha empezó a perder la serenidad, cuando vio que el granjero se quedaba observándola fijamente, al par que su rostro se torcía en extraño visaje.
«Se ha irritado al verme aquí», pensó, consternada, «y está enseñándome los dientes»; pero en seguida estuvo a punto de soltar una carcajada, comprendiendo que lo que había considerado de desagrado no era más que una sonrisa.
—Me has buscado —le dijo entonces su tío—, y me has encontrado, ¿no es así? ¿Querías algo de mí?
En aquel decisivo momento, Peter lamentó la ausencia de los gemelos Morton. ¡Cuánto le habría gustado que hubieran estado allí, con ella, para infundirle aliento! Al fin y al cabo, tanto Dickie como Mary sabían enfrentarse con cualquier situación. Raras veces se sentían amedrentados por alguna circunstancia; y nunca se intimidaban ante la gente. En cambio, ella… ni siquiera se atrevía a contestar a la pregunta de su tío; como si su lengua se hubiese quedado paralizada. Le miró él en silencio, por espacio de unos segundos. Luego extrajo un reloj de un bolsillo; y después de echarle una ojeada, volvió a hablarle a su sobrina:
—¿Te portas bien con tu padre, Petronella?
Tragó saliva la interrogada, antes de responder que eso era lo que siempre procuraba. Por lo visto, fue aquélla la respuesta más adecuada, pues el granjero sonrió y movió la cabeza con aire complacido, antes de decirle:
—Volveremos a charlar dentro de diez minutos. Espérame aquí hasta que yo vuelva.
Acto seguido, condujo el tractor al extremo opuesto del huerto, para ir y venir cuatro veces de un lado a otro. Luego paró el motor y regresó junto a Peter, a la que puso una mano en un hombro, para marchar junto a ella por el sendero que bordeaba el seto.
—Tienes que hacer lo posible por distraerte, pequeña —le dijo—. Este sitio es muy solitario para una chica como eres tú.
Aprovechando la oportunidad que tan apropiadamente se le ofrecía, la muchacha le dijo cuán feliz se sentía al encontrarse en Siete Verjas, ligera exageración que, en cierto modo, resultaba un tanto justificada, y cuánto deseaba mostrar aquella admirable finca a sus amigos de Onnybrook.
—He estado hablando de este asunto con tía Carol —agregó—; y pensamos que si tú no tuvieras inconveniente, podríamos invitarles a pasar aquí uno o dos días.
Dicho lo anterior, Peter se atrevió a dirigir a su tío una fugaz ojeada, estremeciéndose al notar su expresión; pero era demasiado tarde para rectificar, y por; consiguiente, siguió diciendo:
—Claro es que no hay suficientes habitaciones para alojarlos; pero mis amigos están acostumbrados a acampar al aire libre, y se prepararían la comida ellos mismos. Y también hemos pensado, tío… que si a ti no te importara podrían alojarse en… en uno de los graneros.
Sucedió entonces una pausa, plagada de amenazas, antes de que el tío Micah mascullase con bronca entonación:
—Nadie viene nunca a Siete Verjas. Al contrario: ¡todos se marchan! Esta hacienda está maldita.
—Comprendo —murmuró la chica, dispuesta a proceder con diplomacia, a fin de lograr su objeto—; y es una verdadera lástima que ocurra eso. De cualquier modo, no creo que a mis amigos les importe esa maldición. Después de todo, yo he venido aquí, ¿no es verdad? Y tal vez haya cambiado un poco las cosas, ¿no crees, tiíto?
Él la miró ceñudamente, al paso que le indicaba:
—Pregúntaselo a tu tía.
Y girando sobre sus talones, echó a andar a grandes zancadas hacia el sitio donde había dejado el tractor.
Peter se quedó sin saber, a ciencia cierta, si había obtenido la solicitada autorización. Y por cierto que no fue concedida ésta formalmente hasta la hora de la comida, y después de que el tío Micah se hubo negado por tres veces a abrir el granero. Una vez que logró persuadirle en tal sentido, al hablar con él en el patio, la tía Carol regresó al comedor, donde su sobrina se había quedado para quitar la mesa, y comentó:
—Temo que le hayamos incomodado, Peter. Dice que se desentiende de todo el asunto y de las consecuencias que pueda originar la apertura de ese granero; pero lo abriremos, querida; y llamaremos en seguida a tus amigos. Ya verás cómo cambia tu tío de opinión, en cuanto vea que te sientes feliz. Ahora mismo escribiré una carta a la señora Morton, y tú irás al pueblo, para echarla al correo.
Tan contenta y emocionada estaba la chica por el favorable resultado de su petición, que hubo de esforzarse para mantenerse quieta mientras su tía escribía la indicada misiva. Luego, más contenta que unas pascuas, se encaminó a la vecina población, adonde llegó en menos tiempo del que había calculado. Le complacía la posibilidad de ver nuevamente a Jenny, a la que anunciaría la próxima llegada de los otros miembros del Club del Pino Solitario; y se preguntaba cómo podría hablar con su amiga sin que su madre se enterase.
Por fortuna, la puerta de la tienda estaba abierta, lo que evitó el estridente sonido de la campanilla de aviso. Entró Peter en el penumbroso establecimiento y dirigió una mirada a su alrededor, reparando en que las cortinas del fondo del local se hallaban corridas. Supuso entonces que aquel «dragón» con figura de mujer estaría dormitando en su salita, con un ojo entreabierto, y andando cautelosamente, se acercó al mostrador. Tan intensa era la quietud que reinaba en la tienda que la visitante podía percibir los rumores que se producían en el exterior. Llegó a sus oídos el golpe de una puerta lejana, al cerrarse con violencia, y a continuación, el leve susurro de una respiración, procedente de un lugar cercano. Y al mirar hacia su derecha, vio que la pelirroja Jenny estaba sentada en una silla, de espaldas a ella, con la cabeza inclinada sobre un libro y la barbilla apoyada en ambas manos.
—¡Hola, Jenny! —la saludó entonces en tono alegre.
Y un tremendo crujido respondió a sus palabras, al volcarse la silla y rodar su ocupante por el suelo.
—Cielo santo —murmuró Jenny en tanto se levantaba.
—¡Peter! ¡Eras tú! ¿Cómo se te ocurre venir aquí tan silenciosamente?… Me has interrumpido en el preciso momento en que la princesa… aunque él no sabe que ella es una princesa, porque estaba en el colegio de Castlemire, junto con otras chicas, y era igual que las demás, aunque su amiga íntima, Daphne, había notado que tenía aspecto de persona de sangre real y… Bueno: el caso es que su tutor, que es un noble, aunque nadie lo sabe, fue a buscarla un día al colegio y le dijo:
—¡Para! —le atajó Peter—. Deja de decir idioteces. ¿Puedes venir conmigo un momento? Tengo que comunicarte una noticia muy interesante. Y además, quiero recoger mi bicicleta.
—No puedo moverme de aquí —se excusó la pelirroja—. Mamá ha salido hace un rato, y yo tengo que vigilar la tienda hasta que ella vuelva. No tardará, Peter. Siéntate un momento y luego te acompañaré.
—De acuerdo; te esperaré. Entretanto, ¿puedes dejarme una pluma y una hoja de papel?
—¿Quieres escribir una carta?
—Sí; y muy importante.
—En ese caso, ven al escritorio.
Precedió Jenny a su amiga hasta un oscuro cuartito situado en el otro extremo del local. Y aunque resultaba difícil escribir allí con tan poca luz, no se atrevió aquélla a encender el quinqué, por temor a que su madre le regañara. Así se lo hizo saber a Peter, antes de recomendarle:
—Y si se presenta antes de que hayas terminado, escóndete bajo la mesa, para que no te vea. Y ahora, apresúrate, por favor, que todo esto me excita los nervios.
A punto de comenzar su carta, recordó Peter que tenía que enviar a sus, amigos un mensaje especial, y que de acuerdo con ulteriores normas del Club, debía redactar el mismo en clave.
Al cabo de no pocos esfuerzos, consiguió su propósito, al par que provocaba el enfado de Jenny, por negarse a revelarle el contenido de la cifrada misiva. A continuación, introdujo la hoja en el sobre. Y cuando estaba dibujando en el dorso de éste último la silueta del Pino Solitario, he aquí que al son de una extraña melodía, unido al pausado golpear de los cascos de un caballo, atrajo su atención. Corrió entonces a la puerta, donde ya se hallaba Jenny, para quedarse asombrada al ver a pocos pasos el carromato de los gitanos, en cuyo pescante iban sentados Reuben y su esposa, Miranda.
—¡Hola! —les gritó agitando un brazo—. ¡«Mister» Reuben! ¿No me reconoce? ¡Soy Peter! ¿Adónde van ahora?
Sonrió la cíngara, al decirle a su marido:
—Es la pequeña «chai». Y el gitano abrió la boca en expresión de sorpresa, antes de estirar de las riendas y exclamar:
—¡Caramba! De modo que llegaste aquí sin contratiempos, ¿eh? Me alegro, me alegro. ¿Y el viejo? ¿Qué tal está?
—¡Oh! Muy bien. Al menos, eso es lo que yo creo; pero tenían ustedes razón al decir que era un poco… particular.
Con leve sonrisa comentó Reuben:
—Un poco… o un mucho. En fin: ahora vamos de camino hacia Onnybrook. Nos han informado que podríamos vender allí bastantes canastos, y hemos decidido dar la vuelta por el camino que pasa al otro lado del monte. No nos gusta mucho esta comarca; pero queríamos pasar por Siete Verjas, para preguntarte si necesitabas alguna cosa…
A causa de su excitación, no advirtió la chica la presencia de una persona de inquietante aspecto que iba acercándose por la estrecha calle. Y con acento de interés, le dijo al gitano:
—¿Podrían llegar ustedes hasta la finca de Witchend? No saben cuánto se lo agradecería. Tengo que enviar allí dos cartas. Y si ustedes se prestaran a llevarlas, sería mucho mejor y más rápido… y también, más misterioso.
—Encantado de serte útil, «chai» —accedió Reuben, tocándose con la punta de los dedos el ala de su viejo sombrero—. Mañana sin falta serán entregadas a sus destinatarios. ¡Por correo directo!
Al tiempo que Peter le alcanzaba las dos cartas, una voz de cáustico acento barbotó fuertemente a espaldas de la chica:
—¡Jenny! ¡Entra en la tienda inmediatamente! ¿Cómo te atreves a perder el tiempo aquí fuera, charlando con unos holgazanes vagabundos?
Se volvió entonces aquélla, en el momento en que la madre de su amiga le dirigía una torva mirada y le espetaba:
—En cuanto a usted, señorita… como-se-llame, no vuelva a venir a buscar a mi hija nunca más, ¿entiende? No queremos tener tratos con la gente de Siete Verjas.
Dicho lo cual, la señora Harman desapareció por la puerta de su tienda y cerró de un portazo, haciendo tintinear la campanilla. Con un suspiro de resignación, Jenny se encogió de hombros y le prometió a Peter:
—¡Qué le vamos a hacer! De todas formas, espérame luego en el garaje. Trataré de reunirme allí contigo.
Acto seguido, entró en la tienda, al tiempo que Miranda comentaba en tono resentido:
—¿Qué te parece, Reuben? ¿Has oído lo que nos ha llamado esa mujer? ¡Decirnos eso a nosotros, que venimos de estirpe real…!
Y su marido sonrió, con aire conciliador, al par que le explicaba a Peter:
—Mi esposa se refiere a nuestra sangre gitana. En fin, Petronella: tendremos que despedirnos, porque vamos a proseguir nuestro camino. ¿Quieres algo más de nosotros?
—Muchas gracias, «mister» Reuben. ¿De verdad entregará usted esas cartas mañana?
—No lo dudes ni un instante.
—¿Sabe dónde está Witchend? Al final de un camino que parte de la estación de Onnybrook, en dirección al Long Mynd; más allá de la granja de Ingles.
Notó entonces la chica que le tiraban de la manga. Y al volverse, vio a su lado a la hija de los gitanos.
—¡Hola, Fenella! —exclamó—. ¿Se te ha pasado el susto del otro día?
Asintió la pequeña con un gesto; y en su moreno rostro se dibujó una tímida expresión, al tiempo que abría la mano para mostrarle un objeto, mas sin decir nada.
—Está ofreciéndote un regalo, «chai» —le explicó Miranda desde lo alto del pescante—. Lo ha hecho ella, especialmente para ti. Es un auténtico silbato gitano; nadie más que nosotros es capaz de hacerlo. Guárdatelo, y no olvides que cada vez que lo hagas sonar, los gitanos acudirán en tu ayuda, si es que pueden oírlo.
Maravillada, Peter se llevó a los labios aquel chifle admirablemente tallado y sopló con fuerza, produciendo un penetrante silbido, que no obstante su estridencia resultaba grato al oído. Y el caballo pío enganchado al carromato enderezó súbitamente las orejas, lo que hizo que Reuben profiriese una carcajada, antes de indicar:
—No te separes nunca de ese silbato, mi «chai»; es un presente que te hacen los gitanos. Hasta la vista, pues. Volveremos a vernos muy pronto… y ten por seguro que le diremos a tus amigos que te encuentras bien.
A continuación, el gitano chasqueó la lengua. Y al ponerse el caballo en movimiento, la pequeña Fenella echó a correr detrás del carromato, para subir al mismo por la puerta posterior.
Tras haber permanecido un momento en la acera, para seguir con la vista a la casa rodante de sus amigos, Peter marchó en busca del garaje que había mencionado Jenny. No tardó en llegar a dicho establecimiento, al que descubrió cuando vio dos viejos surtidores de gasolina que bien necesitaban una buena capa de pintura. Salió en esto del local un hombre vestido con descolorido mono, que después de mirar ambos lados de la calle fue a apoyarse de espaldas en uno de los surtidores, antes de recoger la colilla que llevaba tras una oreja.
La chica se acercó a él, y le preguntó:
—¿Está arreglada ya mi bicicleta? Jenny Harman la trajo aquí anoche. Tenía un pinchazo en la rueda de atrás.
Asintió el interrogado, indicando con un gesto el interior del establecimiento, donde Peter no tuvo dificultad en encontrar su bicicleta, la cual se hallaba junto a varias otras que necesitaban reparación.
—¿Cuánto le debo? —le dijo al dueño del garaje, al salir a la calle.
—Nueve peniques.
Una vez que hubo abonado el citado importe, la muchacha regresó a las cercanías de la tienda de Harman, en tanto reflexionaba:
«Este mundo es muy curioso. La señora Harman habla demasiado; tío Micah es un modelo de concisión; pero ese mecánico me ha dicho todo lo que yo quería saber con dos palabras y un ademán». Minutos después, Jenny apareció por un callejón lateral, para acercarse a su amiga y susurrar a su oído con aire dramático:
—Sígueme. He vuelto a escaparme otra vez. Vamos a dar una vuelta por ahí, y así podrás contarme el secreto que me prometiste.
—Pero, oye —protestó Peter—; no puedes estar escapándote de tu casa continuamente por mi causa. A mí me gustaría ser amiga tuya. Y mi tía Carol dice que puedes ir a Siete Verjas siempre que lo desees; pero yo no quiero buscarte complicaciones ni…
—¡Oh, no te preocupes! Estoy acostumbrada a esta clase de vida. Siempre me he escapado, y siempre me escaparé Y es que, ¿sabes? Esa señora no es mi madre, en realidad, sino mi madrastra. Y ahora que papá está en el ejército, se aprovecha para martirizarme. Te aseguro que la aborrezco. Y no creas que le hago mucho caso; sobre todo, cuando se comporta brutalmente, como en estos días. De todas formas, lo importante es que yo también quiero ser amiga tuya.
—De acuerdo pues, Jenny; seamos amigas. ¿Vendrás a merendar ahora conmigo, a Siete Verjas?
Titubeó la interrogada, antes de responder:
—Te lo agradezco mucho, Peter; pero… pero no creo que hoy pueda acompañarte. Otro día, quizás; cuando… cuando me sienta más animada.
—Perfectamente —repuso Peter, un poco molesta—. ¿Adónde quieres que vayamos? ¿Vas a sacar tu bicicleta, o…?
—No; iremos a pie; pero dejaremos la tuya junto a la primera verja, donde podrás cogerla a la vuelta. Quiero enseñarte La Cañada Negra.
De este modo, las dos chicas recorrieron nuevamente el mismo camino de la noche anterior, demostrando Jenny que en las ocasiones en que era capaz de olvidar su pasión por los cuentos románticos, podía proceder normalmente y convertirse en una buena y agradable interlocutora. Según fue explicando durante la marcha, había pasado toda su vida en Barton Beach. Y no recató su interés cuando Peter le refirió los diversos aspectos de su vida en el colegio y en su casa de Hatchholt, así como lo relativo a sus amigos los Morton.
—Y en esa carta —explicó Luego Peter— les he pedido que vengan a pasar varios días a Siete Verjas. Cuando vayamos a explorar el monte, te pediremos que seas nuestra guía. Supongo que tendrás que escaparte de tu casa ese día; pero como eso, por lo visto, no parece importarte mucho…
En tono alborozado, exclamó Jenny:
—¡Será estupendo, Peter! Ten en cuenta que nunca he tenido amigos como los que tú tienes. Y pensar que podremos divertirnos… Mira: hemos llegado a la primera de las verjas. Deja tu bicicleta junto a aquel matorral, y sigamos por este otro sendero.
A continuación, y conforme avanzaban cuesta arriba a la sombra de los árboles, Jenny le contó a su amiga algunas leyendas que esta última no había oído aún, acerca de los Stiperstones. Le dijo que los romanos habían practicado multitud de excavaciones por toda aquella comarca en busca de mineral de plomo, calicatas que habían ido repitiéndose a lo largo de los siglos hasta pocos años atrás, como lo evidenciaban los innumerables pozos y canteras abiertos recientemente en las colinas de los alrededores. Luego manifestó, en tono más bajo:
—También he tenido una aventura; una aventura… ¡terribilísima! Por eso te he traído aquí; pero no te la contaré hasta que lleguemos al sitio en que me ocurrió: Fíjate, ¿ves? Ésa es la Cañada Negra.
Dirigió entonces Peter una curiosa mirada en torno suyo. Hacía un buen rato que habían salido del bosque, para seguir ascendiendo por la pelada ladera del monte; y acababan de llegar a una pequeña zona llana, cortada por un riachuelo, y situada al comienzo de un profundo y estrecho barranco, donde podía verse un cartel con la siguiente inscripción:
«Cañada Negra - A la Silla del Diablo».
No dejó de percibir Peter una extraña sensación de recelo, al hallarse en aquel desolado paraje. Comprendió entonces que los gitanos procurasen evitarlo en sus constantes viajes a través del país y que creyeran que poseía un maleficio. Luego elevó su mirada hasta la negra masa rocosa que formaba la Silla del Diablo, la cual destacaba sobre el cielo, a unos doscientos metros más arriba del sitio en que se encontraba. Y también le explicó que los que vivían a corta distancia de la misma se sintieran un tanto temerosos, o al menos, desconfiados, a cuenta de las fábulas que sobre ella circulaban. Echó seguidamente una ojeada al estrecho desfiladero, y advirtió que en contraste con las cañadas de Long Mynd, en las que crecía toda clase de hierba y matorrales, aquella angostura aparecía totalmente despojada de vegetación; y que hasta incluso el riachuelo que atravesaba el pequeño llano no tenía nada de atractivo, con sus orillas desnudas y pedregosas, con sus aguas turbias… Se estremeció entonces levemente, y se volvió hacia Jenny, al tiempo que un silbido quebraba la quietud de la tarde.
—Creo que será preferible no seguir más adelante —murmuró su amiga, mirándola con grave expresión—. ¿No has oído? Tal vez sea uno de los Silbadores. No es que yo los haya oído antes; pero es posible que sea uno de ellos.
—¿Los silbadores? —repitió Peter—. ¿Qué quieres decir?
—Pues eso: los Siete Silbadores. ¿Es que no has oído hablar de ellos?
—Nunca. Y puedes explicarme la historia de tu extraordinaria aventura mientras seguimos andando; porque no creas que te he acompañado hasta aquí para contemplar un poste indicador, sino pora explorar estos misteriosos montes.
Avanzó Peter unos cuantos pasos, y luego se volvió, para gritar:
—¡Sígueme, Jenny! No seas estúpida. Tienes que enseñarme el camino, así, cuando lleguen mis amigos, podré mostrárselo yo.
Jenny tragó saliva y miró a la derecha, a la izquierda y al suelo, antes de acercarse a su amiga, la cual le preguntó:
—¿Qué ibas a decirme, acerca de esos Silbadores?
—Es una historia que papá me contó una vez… y que mucha gente podrá contarte. Los Silbadores son siete pájaros misteriosos que algunas veces silban todos juntos, durante la noche. Dicen que el oírlos trae mala suerte. Y los mineros que los oyen se niegan muchas veces a ir al trabajo, porque temen que les ocurra un accidente. Es horrible. Y yo… no sabes cuánto odio a esos pájaros.
—Pues no tienes necesidad de preocuparte por el silbido que acabamos de escuchar —le indicó Peter—; porque sólo se trata de un zarapito. Estoy acostumbrada a escucharlos por los alrededores de Hatchholt, y es inútil que intentes asustarme con ellos. Y ahora, si quieres contarme tu fantástica aventura…
Visiblemente enfurruñada, repuso Jenny:
—Tal vez sea preferible que no te la refiera. Creo que te estás burlando de mí… y que vas a poner en duda todo lo que te diga; si es que no supones que no es un invento mío.
Y por cierto que Peter no sabía qué pensar con respecto a esto último. Todas las personas que iba conociendo por aquella comarca tenían una extraña historia que contar y se mostraban sumamente suspicaces por lo relativo a los Stiperstones. Tampoco le agradaban mucho a ella dichos montes, cuyo aspecto general se le antojaba siniestro; pero no por ello dejaba de considerarse que suponía una necedad el asustarse sin razonable motivo. A ser sincera consigo misma, reconocía que la noche anterior, al atravesar el bosque sumido en tinieblas, no las había tenido todas consigo; en cambio; en aquel momento, y aunque el sol hubiese desaparecido tras las nubes, había bastante claridad y por tanto, no existía ninguna razón para sentirse aprensiva. Por otra parte, estaba convencida de que en cuanto llegaran los restantes miembros del Club del Pino Solitario, no tardarían en averiguar la verdad acerca de las leyendas referentes a los Stiperstones. Se propuso entonces quitarle a Jenny de la cabeza todas esas tonterías. Y aunque al principio había considerado la idea de sugerir su admisión en el Club, la actitud de su amiga empezaba a disuadirla de tal propósito.
Hablándole en tono suave, le hizo saber:
—No estoy burlándome de ti, Jenny, pero has de tener en cuenta que no conseguirás asustarme con ninguna clase de relatos. Subamos un poco más por la ladera, y luego me contarás lo que te ocurrió.
Continuaron andando las dos por el sendero, el cual cruzaba y volvía a cruzar por otro punto el pequeño riachuelo. Al cabo de un rato, cuando se hallaban en el interior de la cañada, Peter comprobó que la escarpa de la derecha se elevaba casi verticalmente, al paso que la opuesta se convertía a poco en un pronunciado talud, donde unas cuantas ovejas, de escuálida apariencia, se entretenían mordisqueando las escasas y raquíticas matas que crecían entre las piedras. Poco más adelante, la cañada aumentaba su amplitud. Y su lado izquierdo aparecía moteado por numerosos agujeros.
En respuesta a la pregunta que a tal respecto le dirigió su amiga, repuso Jenny:
—Son las entradas de las antiguas minas; aunque también podrían ser cavernas; no estoy muy segura. Según me dijo papá, esas galerías seguían en explotación hasta poco antes de que yo naciera. Nunca he entrado en ellas. ¿Qué te parece si fuésemos a explorarlas algún día? Además, al pie de este monte hay unas cuantas barracas de mineros. Claro es que están en ruinas… y que hay por allí muchos murciélagos y búhos; pero lo que a ti te interesaba era que te contase mi aventura, ¿no es así? Pues bien: hemos llegado al sitio en que tuvo lugar. ¿Quieres oírla ahora?
Asintió Peter, dispuesta a escuchar a su amiga con la máxima atención. Se interesaba por aquella nueva región, y presumía que habría de divertirse grandemente cuando llegaran sus amigos de Witchend.
—Verás —dijo Jenny—: yo no había venido por aquí desde hacía muchos años; pero una tarde, hace unas seis semanas, George Campling me pidió que le acompañase a buscar un nido de urracas, y él y yo recorrimos este mismo sendero, en busca del árbol en que se encontraba ese nido. Después de dar muchas vueltas, nos extraviamos por los alrededores. Y cuando empezaba a anochecer… Bueno: no vayas a reírte ahora de mí, Peter, porque vas a oír la pura verdad. Y es inútil que te niegues a creerme, pues yo estoy segura… segurísima, de que vi a los Jinetes Negros. Si has estudiado historia de Inglaterra, estarás enterada de las aventuras de Edric el Selvático y de su esposa Godda. Y también sabrás que Edric duerme bajo estos montes, esperando que llegue el fin del mundo, pero que muchas noches sale a cazar por el bosque, y entonces, si lo ves… puede sucederte algo terrible…
Jenny se calló bruscamente, sorprendiéndose Peter al notar la palidez que cubría su semblante; ¡como que su amiga parecía la personificación del terror! Con objeto de animarla, le puso una mano en un brazo y la apremió:
—Sigue, Jenny; es un relato muy interesante. No creas que voy a burlarme de ti. Al contrario: estoy segura de que te portaste valerosamente. Cuéntamelo todo. Conozco la historia de los Jinetes Negros, y también…
Se interrumpió entonces, al recordar lo que aquella mañana le había dicho Henry, a propósito de la chica de Barton Beach que se había tropezado con unos cazadores fantasmales. Y en tono de genuino admiración y llena de curiosidad, agregó:
—¡Jenny! ¿Fuiste tú… fuiste tú la que se encontró con los Jinetes Negros?
Asintió la interrogada con un gesto, antes de declarar:
—Y no sabes cuánto temía volver a éste lugar. Supuse que al venir contigo me sentiría más animada; pero estoy viendo que no hay quien me quite el miedo. Y es natural. Si tú hubieras visto lo que yo vi… Si te hubiera sucedido lo que a mí me sucedió…
Habían llegado a la parte más amplia de la cañada, desde donde podía verse claramente la siniestra silueta de la Silla del Diablo, cada vez más cercana, cada vez más ominosa. En cambio, el sendero que habían estado siguiendo, empezaba a perderse entre las piedras, hasta el punto de que resultaba difícil distinguirlo. Tres matas de espino blanco, con sus troncos cubiertos de vedijas de lana, así como dos enormes y alargadas peñas, marcaban el punto en que el sendero se bifurcaba. Uno de los ramales, el que conducía a la cumbre del monte, doblaba a la derecha, en tanto que el otro serpenteante, se dirigía a las antiguas minas.
—George y yo nos habíamos detenido aquí —indicó entonces Jenny—, para mirar esos espinos, por si en alguno de ellos estuviera el nido de urracas que buscábamos. De pronto, pareció que la noche se echaba encima de repente, ¿comprendes? Se encapotó el cielo en un momento, y yo dije que debíamos apresurarnos, para llegar al pueblo antes del oscurecer. George se encogió de hombros y me contestó: «Está bien, está bien»; pero siguió observando los espinos. Y entonces, cuando nos hallábamos envueltos en la niebla… entonces, Peter, oímos galopar a unos caballos. ¿Te lo imaginas, aquí, en lo alto de la montaña? Al principio no se oían muy fuerte; pero nosotros sabíamos que eran los Cazadores Negros. Ni que decir tiene que echamos a correr cuesta abajo; pero seguíamos oyendo el ruido de los cascos, unas veces más cerca y otras más alejado. Eran «ellos», y voy a decirte por qué lo sé. Escucha. Los Jinetes Negros suelen aparecer poco antes de que ocurra una desgracia. Papá me ha contado que se presentaron días antes de que empezara la primera guerra mundial, y también, a punto de comenzar la otra. Y la vez en que George y yo lo oímos… Bueno: al llegar al pueblo, nos preguntamos qué podría suceder. Y al día siguiente, Humphrey, uno de los jornaleros que trabajaban en la granja de tu tío, se enteró de que su hijo había caído prisionero de los alemanes; conque ya ves si todo eso es verdad.
No pudo evitar Peter una mueca desdeñosa, al par que apuntaba:
—Verdad, ¿eh? ¿Cómo se explica, entonces, que la desgracia le ocurriera a Humphrey… y a su hijo? Ninguno de ellos vio a los Cazadores Negros, ¿no es así?
—No; no los vieron —admitió Jenny, pensativamente—. Y eso también es cierto; pero como alguien los vio poco antes de lo de Dunquerque… no hay más remedio que creer en la leyenda.
Contra lo que había esperado Jenny, no se mostró Peter muy impresionada por el relato. Antes al contrario, y en vista de que habían ascendido hasta aquella altura, empeñóse en subir a la misma cumbre del monte; pero la reacia actitud de la pelirroja la obligó, a desistir. En esto, cuando iniciaban el camino de vuelta hacia el pueblo, Jenny dirigió una temerosa ojeada a la Silla del Diablo y exclamó seguidamente:
—¡Fíjate, Peter! ¡Está desapareciendo! ¡La niebla! ¡El diablo va a sentarse en su trono! ¡De prisa! ¡Tenemos que alejarnos de aquí cuanto antes!
Y asiendo a su amiga por un brazo, la llevó apresuradamente por el sendero que acababan de recorrer. Sabía Peter que la niebla se formaba en aquellos montes con asombrosa rapidez. Ella y su padre habían sido sorprendidos por esa bruma en cierta ocasión; y también les había ocurrido lo mismo a los gemelos Morton, el verano anterior.
Volvió entonces la cabeza, para mirar a la Silla del Diablo, en el instante en que ésta se ocultaba por completo tras las vaporosas nubes. Inmediatamente, la temperatura descendió de modo apreciable, al paso que el aire se volvía más húmedo, casi irrespirable…
—¡MIRA!
El grito de su compañera sobresaltó a Peter, incitándola a girar sobre sus talones para mirar en la dirección que le indicaban; y allí, por encima del sendero que llevaba hasta las minas, pudo ver lo que parecía la figura de un hombre montado a caballo, y envuelto en jirones de niebla; pero no llegó a sus oídos ni el más leve rumor de cascos. También creyó vislumbrar, algo más arriba, las imprecisas siluetas de otros jinetes, que desfilaban en columna de a uno.
—Es cierto, Peter —murmuró entonces Jenny con trémula voz—. Son «ellos». Han salido a cabalgar, otra vez. ¿Qué haremos ahora? Tenemos que cerrar los ojos. No debemos mirarlos. ¡No los mires, por favor!
Pese a la sensatez que la caracterizaba, Peter sintió flaquear su serenidad. Y antes de que hubiera logrado recobrarse de su asombro, un extraño zumbido vino a disturbar aún más sus atropellados pensamientos. Se preguntó entonces si sería verdad lo que había visto y lo que estaba oyendo; pero con respecto a esto último no existía ninguna duda, pues el espeluznante sonido fue adquiriendo incremento progresivamente, hasta convertirse en horrísono fragor. Y al tiempo que Jenny se acurrucaba, gimiendo, en el suelo, la estupefacta Peter alzó su mirada y pudo ver un gigantesco y oscuro bulto que pasaba velozmente sobre sus cabezas.