CAPÍTULO II

EL CARROMATO

Peter se despertó sin atinar a explicarse el motivo de su excitación; pero no tardó en recordar que habían empezado ya las vacaciones de Pascua, y que debería disponerse a emprender viaje hacia la casa de sus tíos, con la perspectiva de nuevas y emocionantes aventuras.

Una hora después, cargada con su mochila, la chica pedaleaba a lo largo de la avenida que llevaba hasta la vecina carretera. Desde una ventana, Margaret y otras dos condiscípulos agitaron sus brazos en señal de despedida. Peter les contestó con idéntico ademán. Y en cuanto hubo saludado al viejo jardinero, cruzó la verja y siguió en dirección al cercano pueblo. Minutos más tarde, al llegar a las afueras, un apuesto soldado le dedicó una sonrisa, al par que le preguntaba:

—¿Vas de excursión, guapa?

Pero ella agitó sus trenzas despectivamente y siguió pedaleando.

Pocos kilómetros más adelante, la carretera atravesaba un denso pinar. Y la muchacha, al sentir apetito por vez primera en aquella mañana, arrimó la bicicleta a un costado del camino y desmontó seguidamente, para internarse entre los árboles y abrir su mochila, en busca de los bocadillos que le había preparado la cocinera del colegio. La aromática esencia de los pinos trajo a su memoria muy gratos recuerdos: los bosques que cubrían las laderas del Mynd… Se preguntó entonces qué estarían haciendo los otros miembros del Club del Pino Solitario. E inmediatamente se le ocurrió que podría contestar sin más tardanza a la carta recibida el día anterior. Volvió a rebuscar entonces en el interior de su mochila. Y una vez provista de papel y lápiz, empezó a escribir:

«Querido David.

Pero se interrumpió para agregar:

… y todos los demás: os agradezco mucho vuestra carta. No sabéis cuánto deploro lo relativo a la reunión en nuestro campamento; pero espero que comprendáis los motivos que me impiden asistir a la misma. Tengo que ir a casa de mis tíos. Así y todo, haré cuanto esté a mi alcance para que todos vosotros vayáis también allí. Aguardad mi aviso, y advertirle a Tom que esté preparado para acompañaros. Tratad a “Sally” con cariño. Os escribo ésta desde un pino, en mi camino hacia la casa de las Siete Verjas. No me he olvidado de lo que dijo Dickie, acerca de los Stiperstones; es posible que necesite ayuda de todo el Club del Pino Solitario.

Con afectuosos saludos para vuestra mamá, recibid un abrazo de vuestra amiga,

PETER».

Tras haber firmado la carta, la chica se echó a dormir a la sombra de los pinos. La despertó el rumor de unas ruedas, mezclado con los sones de una alegre canción. Sorprendida, se frotó los párpados y advirtió que el sol se hallaba ya bastante alto. Bostezó entonces largamente y se puso en pie, para acercarse a la orilla del bosque y echar un vistazo a la carretera, por la que avanzaba lentamente un carro vistosamente pintado: un auténtico carromato de gitanos Rojo y amarillo eran los colores que adornaban los costados de dicho vehículo, así como sus ruedas, en contraste con el verde de su techo y de sus varas, y con los blancos visillos de encaje que cubrían sus ventanillas. En el asiento del conductor iba sentada una mujer de tez aceitunada, cuya cabeza aparecía envuelta con un pañuelo de seda. Y a su lado se hallaba una niña de unos nueve años y de seria expresión. Peter les dirigió un amable ademán de saludo; pero sólo correspondió al mismo la primera de las citadas, la cual mostró su reluciente dentadura al separar los labios en amplia sonrisa, en tanto que la chica seguía mirando fijamente ante sí. Las puertas traseras del carro se encontraban abiertas; y allí, sentado en el vano, y oscilando sus piernas con los movimientos del vehículo, hallábase el más genuino representante de la raza gitana que Peter había visto en su vida: un hombre de mediana edad y de aire ufano, de cuyas orejas pendían grandes y dorados aros, y que estaba cantando con aire placentero.

No parecía aquel hombre muy adicto a las normas generales de aseo personal, no obstante lo cual, Peter se sintió interesada por su exótica apariencia. Y así, al pasar el carro frente a ella, sonrió sinceramente y le dijo:

—Hace buen tiempo, ¿verdad?

—¡Desde luego! —asintió él—. Una mañana estupenda para andar por los caminos. Que tengas buen viaje, «chai».

En cuanto el carro se hubo alejado, Peter volvió al sitio en donde había dejado su mochila. Eran ya cerca de las once de la mañana, lo cual venía a significar que había dormido durante bastante tiempo; pero eso no la impulsó a prepararse para reanudar su marcha, por lo que nada tuvo de particular que alcanzara al carromato después de un largo trecho, en las afueras de Pontesbury. Tras haber dirigido un saludo al gitano, al que éste correspondió con un guiño que dejó escandalizada a una vieja que andaba por allí, la muchacha se encaminó a la estafeta de correos, donde compró un sobre franqueado, para enviarle la carta a David Morton. Comprendió entonces que por más que se empeñase, no lograría llegar a la finca de Siete Verjas a la hora de la comida. Y a fuer de sincera, se preguntó si estaría retrasándose adrede… porque le disgustaba tener que ir a dicha casa.

Al salir de la población, la carretera comenzaba a ascender nuevamente. Y al cabo de unos diez kilómetros de recorrido hacia el oeste, la chica se detuvo un momento, para contemplar la imponente mole de «Su monte»; el Long Mynd. Pocas veces lo había visto Peter por aquella parte. Podía distinguir claramente su pronunciada ladera occidental, que no aparecía interrumpida por cañadas ni escabrosidades, así como los oscuros pinares que se extendían por encima de Appledore, y las matas de helecho y de brezo, allá en la cumbre, iluminadas por el sol del mediodía.

Se volvió luego, y miró hacia el oeste, donde el azul del cielo aparecía interrumpido por la enorme masa de los Stiperstones, en cuya cima destacaban, ominosas, las negras rocas de cuarzo que formaban la Silla del Diablo.

Era esta última una montaña bastante diferente del Long Mynd. No había en ella profusión de oquedades y recovecos, propicios a la aventura, sino que por el contrario, presentaba un aspecto siniestro, desnudo, frío, inhospitalario. Peter conocía muchas leyendas referentes a los Stiperstones; y recordaba haberle contado a Dickie y a Mary que la Silla del Diablo se encontraba vacía cuando podía divisársela; pero que en las ocasiones en que se hallaba velada por las nubes o por la niebla que se forma a menudo en tan agreste paraje, Satanás en persona se sentaba en su trono.

Conforme pedaleaba cuesta arriba, la muchacha iba sintiéndose cada vez más acalorada, no siendo extraño, por tanto, que exhalase un suspiro; de alivio al llegar a un punto en que la pronunciada pendiente la indujo a desmontar de su bicicleta.

De pronto, y cuando estaba ajustando las correas de su mochila, un terrible fragor provocó en ella un sobresalto y la incitó a mirar hacia atrás. A unos cincuenta metros hacia adelante, la carretera torcía bruscamente a la izquierda, en una curva bastante peligrosa, pues los bosques llegaban hasta el mismo borde del camino, lo que dificultaba la visión en cualquier sentido. Asustadas por aquel estruendo en aumento, varias tórtolas que habían estado zureando en las copas de unos árboles emprendieron precipitado vuelo, al tiempo que Peter acercaba su bicicleta a la izquierda del camino, en espera de que apareciese la causa de tan insólito estrépito. Segundos después, y tal como había empezado a suponérselo, un gigantesco carro de combate pasó rugiendo carretera arriba. Y el joven sargento que iba en la torreta le sonrió a la chica y se llevó la diestra al borde de su gorro, en ademán de saludo.

No bien hubo desaparecido el tanque por la curva situada hacia el frente, poco tardó en desvanecerse el ruido de su potente motor; pero entonces llegó a oídos de Peter lo que parecía un alarido de terror. Acto seguido, percibió con toda claridad el inconfundible rumor de los cascos de un caballo que se acercaba al galope en dirección contraria a la que ella llevaba, lo que no pudo por menos que sorprenderla, pues de sobra sabía que a ningún jinete experto se le ocurriría galopar cuesta abajo por una carretera asfaltada. Dominada por una sensación de horror, consideró la chica la posibilidad de que el carro de los gitanos hubiera sido alcanzado por el tanque, con el consiguiente espanto para el caballo; pero también se preguntó cómo era posible que aquel animal hubiese echado a correr hacia el este, o sea, volviendo sobre sus pasos. Poco tardó Peter en hacerse cargo de lo que estaba sucediendo.

Al llegar a la curva de la carretera, advirtió que la penosa cuesta terminaba en aquel punto, a partir del cual se extendía un largo trecho bastante llano. Y entonces vio al carromato, arrastrado por el desbocado caballo, con inminente peligro de volcar en cuanto llegase a la citada vuelta del camino.

Sentada en el puesto del conductor, la niña gitana estiraba de las riendas con visible desesperación, mientras el vehículo se tambaleaba a izquierda y a derecha. Y Peter se dijo que a menos que pudiera detener al aterrorizado animal, la vida de aquella chica seguiría pendiente de un hilo, pues el coche saldría despedido hacia un costado en cuanto iniciara el cerrado viraje.

A continuación, y casi inconscientemente, sin tiempo para meditar las posibles consecuencias de su acción, Peter obedeció a su instintivo y humanitario impulso y se lanzó hacia la brida del caballo, para aferrarse fuertemente con ambas manos a la rienda izquierda y a la muserola, al tiempo que vislumbraba la fugaz visión del rostro de la gitanilla, cuyas desencajadas facciones eran fiel trasunto del miedo que la poseía.

Procurando mantenerse apartada del extremo anterior de la vara, la muchacha intentó sofrenar el empavorecido animal, estirando hacia abajo de la cabezada. Y aunque por dos o tres veces se sintió levantada limpiamente, no por ello desistió de su propósito; si bien a costa de indescriptible tesón.

Tras haberse desviado levemente hacia la izquierda, el carromato fue a chocar contra el talud de dicho lado y aminoró su velocidad. Y la animosa chica volvió a apoyar los pies en el suelo, al par que temía que sus brazos fueran arrancados de cuajo. Jadeante y sudorosa, dirigió Peter su vista hacia la peligrosa curva de la carretera, a la que estaban acercándose. Seguía galopando el caballo, pero su actitud indicaba que empezaba a tranquilizarse. Sin soltarlo de las riendas, la muchacha se puso a correr a su lado, al paso que estiraba hacia atrás. Y al fin, el animal abandonó su desenfrenado galope, para ponerse al trote y pararse luego bruscamente, en el mismo comienzo de la cuesta abajo. Sólo entonces aflojó Peter la presión de sus manos.

Casi sin aliento, hizo un considerable esfuerzo para tragar saliva, y se apoyó de espaldas en el talud, pues sus piernas se negaban a sostenerla. Agitada por espasmódico temblor, miró al caballo, y vio que éste hacía lo mismo. Luego inspiró profundamente y se enderezó, advirtiendo en aquel momento que a su zapato izquierdo se le había desprendido la suela, y que su rodilla derecha estaba sangrando. Algo la rozó suavemente en un hombro. Y al volverse, advirtió que la pequeña zíngara había bajado del pescante y estaba señalando en la dirección por la que habían llegado hasta allí.

Un hombre se acercaba a grandes zancadas por la carretera. A juzgar por su apariencia, era el gitano que iba sentado en la parte posterior del carromato; tal vez, pensó Peter, fuese el padre de aquella niña, la cual le sonreía con aire tímido, como si ni siquiera se atreviese a agradecerle su decidida acción. Y también se dijo la muchacha que aquella pequeña había demostrado asombrosa serenidad, al mantenerse en el pescante sin soltar las riendas. Luego tornó su atención al caballo, para ponerle una mano sobre los cálidos ollares y darle unas palmadas en el cuello, comprobando con la consiguiente satisfacción, que el animal agitaba su cabeza y dejaba de temblar.

A continuación, y al paso que le hablaba en tono suave, lo asió por la cabezada, para llevarlo al centro de la carretera, a fin de hacerle dar la vuelta, en el momento en que el gitano llegaba junto a ella. Respiraba aquel hombre trabajosamente. Y su palidez denotaba la honda impresión que acababa de sufrir. La niña le miró con aire excitado, y empezó a hablarle en lo que parecía un dialecto calé. Y en verdad que todos ellos formaban un grupo asaz extraño, en medio de la carretera, sobre cuyo pavimento dibujaba el sol movedizas y doradas figuras, al pasar sus rayos entre el follaje de los pinos que crecían a sus lados. Al cabo de un rato, y una vez que la pequeña hubo terminado su relato, el que a todas luces era su angustiado padre, se volvió hacia Peter y le dijo, con solemne entonación:

—Has hecho una verdadera he… heroicidad. Has sido muy valiente y… eh… mereces todo mi agradecimiento. Ven ahora con nosotros, para que la madre de esta chica pueda rendir homenaje a tu generosidad.

Desconcertada por tales expresiones, la muchacha no atinó al pronto a formular una respuesta adecuada. Sentíase sumamente fatigada. Y notaba que la sangre de su herida iba deslizándose hacia abajo, hasta el borde de su calcetín. De todos modos, y antes de que hubiera podido contestar, el gitano asió por las riendas al sudoroso caballo y lo llevó a un costado del camino, donde examinó brevemente los arreos, como las ruedas y las varas del carro. Luego abrió la puerta trasera y echó un vistazo a la cocina y a los escasos enseres, ninguno de los cuales parecía haber sufrido graves daños. Y por último, le dijo a Peter que fuese en busca de su bicicleta, para cargarla en aquella casa sobre ruedas.

—Se lo agradezco mucho —repuso la muchacha—; pero tengo que seguir viaje. No se preocupe por mí, míster.

—Reuben —le indicó él—. Me llamo Reuben.

—Perfectamente, míster Reuben. Ha sido su hija la que más valor ha demostrado. Ella fue la que detuvo al caballo, en realidad. Yo no hice más que colgarme de la cabezada, cuando pasó junto a mí. Y lo cierto es que no podría haber hecho otra cosa, pues no acerté a apartarme a tiempo y… y además, me gustan mucho los caballos. Y como vi que el pobre animal estaba tan asustado… Se aterrorizó por el ruido de ese tanque, ¿verdad?

—Así es —asintió el gitano—; pero si no quieres montar en el carro, acompáñanos con tu bicicleta hasta…

—Está bien —accedió la chica, sonriendo—. Iré con ustedes.

Y una vez que hubo recogido su bicicleta, a la que Reuben colocó cuidadosamente en el interior del pintoresco pescante, al tiempo que él se adelantaba para tomar al caballo por la cabezada y empezar a caminar por la solitaria carretera. Un tanto sorprendida, a causa de lo que estaba ocurriendo, preguntó Peter:

—Pero… ¿y su hija? ¿No va a subir aquí?

En respuesta, el hombre meneó la cabeza y dirigió unas palabras a la aludida, la cual se volvió a medias, para enviar a su salvadora, una leve sonrisa, antes de echar a andar delante del carro. Con un suspiro, Peter se recostó en su asiento y cerró los ojos. Dolíale la lesionada rodilla. Y estaba segura de que al día siguiente descubriría en su cuerpo multitud de cardenales. Reparó Reuben en su aire fatigado, por lo que juzgó oportuno indicarle:

—Tranquilízate, «chai». Y anímate un poco. Mi mujer te curará esa herida. ¡Fíjate, allá viene!

Abrió Peter los ojos, y pudo distinguir, a unos cien metros más adelante, la figura de una mujer que corría hacia ellos. Empezó a gritar entonces el gitano, para informar a su esposa, según dedujo Peter por las palabras sueltas, que el caballo se había asustado por el paso del tanque, cuando Fenella —que al parecer, ése era el nombre de la pequeña— se encontraba sola en el pescante. Por lo visto, el hombre se había apartado un poco de la carretera, para buscar leña seca; y su mujer había ido a una cercana cantera, donde se hallaban acampados otros gitanos. Apenas si podía comprender Peter lo que estaba ocurriéndole; como tampoco atinaba a explicarse por qué se sentiría tan abatida y exhausta. Segundos después, cuando el caballo se detuvo junto al grupo formado por Fenella y su madre, la cual le besaba la mano a la niña una y otra vez, la muchacha inspiró profundamente, pues empezaba a notar una sensación de mareo. Y cuando la gitana subió al pescante y le pasó un brazo en torno a los hombros, no pudo hacer otra cosa que sonreírle débilmente, sin apartar su vista de la carretera iluminada por el sol resplandeciente. Poco después, y al tiempo que el carromato se internaba por un camino lateral, la aturdida chica trató de apoyarse en el borde del asiento.

Consciente de que sus fuerzas iban abandonándola, volvió a inspirar con ansia, en un esfuerzo por sacudir su embotamiento; pero todo fue en vano. Y apenas si logró entrever, al cabo de un rato que a ella se le antojó larguísimo, un borroso conjunto de atezados rostros que la miraban curiosamente, las vacilantes llamas de una pequeña fogata, las altas escarpas de una cantera…

Recobró Peter el conocimiento, al percibir en su pecho el frío contacto de unas gotas de agua. Alguien estaba dándole palmadas en una mano, y otra persona le humedecía la cara y los labios… Advirtió entonces que su cabeza reposaba sobre un objeto blando tibio. Y al incorporarse con un suspiro, vio que Reuben estaba arrodillado junto a ella, con un jarrito lleno de agua. Luego llegó a sus oídos un confuso rumor de voces, al par que notaba el acre olor del humo procedente de una hoguera. Y seguidamente, reparó en los desorbitados ojos de Fenella, la cual la contemplaba con evidente inquietud. En esto, alguien exclamó, detrás suyo:

—¡Gracias a Dios! Al fin te has despertado. Toma; bebe esto.

No supo la chica qué fue lo que le dieron a beber; una especie de té, sin duda alguna, muy caliente, muy oscuro, muy dulce… y muy fragante. Alguna mágica infusión de los gitanos, se dijo, en tanto comenzaba a disiparse su entontecimiento. Más aliviada, volvióse un poco, para comprobar que la madre de Fenella la sostenía contra su pecho. Y sonriendo, agradecida, tomó otro sorbo de aquel reconfortante líquido, no tardando en sentirse totalmente repuesta de su desmayo. De modo sorprendente, el olor del humo, mezclado con el de algún grato manjar que en la lumbre estaba cocinándose, excitó su apetito, lo que la incitó a dirigir una mirada en su derredor.

Se hallaba en el centro de una enorme cantera, donde se encontraban cuatro carros de gitanos, a cual más llamativo. Veíanse en el suelo varios círculos oscuros, huella de extinguidos fuegos, lo cual parecía indicar que era en aquel lugar en el que los cíngaros acampaban regularmente. Movió entonces la pierna derecha, ahogando una exclamación al sentir una punzada en su rodilla. Y Reuben le dirigió una amable sonrisa, al par que le decía:

—Te sientes mejor, ¿verdad? Eres una «chai» muy valiente, y ninguno de nosotros olvidaremos lo que has hecho. Lo que tienes que hacer ahora es quedarte quieta y tomar un poco de comida. Luego, si quieres pasar la noche con nosotros… De todas formas, no podrás marcharte hasta que no hayas probado un plato que te vamos a dar… es «hotchi-witchi», ¿sabes?

Extrañada, repitió Peter:

—¿«Hotchi-witchi»? —Sí; así lo llamamos nosotros. Ustedes lo llaman… erizo; eso es. Además, antes de irte, tendrás que dejar que te curen esa herida.

—¡Oh! ¡No tienen por qué molestarse, «mister» Reuben! Les agradezco mucho sus atenciones. Tengo… tengo en mi mochila unos cuantos bocadillos; pero me gustaría probar el erizo. Ahora… ahora siento un poco de hambre; bueno… quiero decir que… que siento haberme comportado como una tonta. ¿Es que me desmayé?

Sonrió el gitano, asintiendo mudamente, antes de recomendarle:

—Descansa ahora un rato. Luego comerás con nosotros y seguirás tu viaje; pero sería preferible que te acostaras en el carro y durmieses tranquilamente. Podríamos llevarte hasta donde quieras.

—Pero antes le curaré la rodilla —indicó entonces su mujer.

No pudo ver Peter lo que contenía la lata que la esposa de Reuben fue a buscar al carromato; pero supuso que se trataría de una mezcla de hierbas secas. En vista de que la lumbre de su familia había sido recientemente encendida, Fenella recogió una caldereta y marchó a hervir agua al fuego de unos vecinos, a continuación de lo cual, la gitana preparó un emplasto con las citadas hierbas, a las que agregó unos polvos sacados de una sucia botella. Y Peter hubo de dominar su inmediata aprensión, en tanto recordaba el reluciente botiquín de su colegio, así como los procedimientos antisépticos que la encargada del mismo empleaba, antes de proceder a la curación de cualquier rasguño, por insignificante que éste pareciese; pero al comprender que podría molestar a sus nuevos amigos, en caso de que se negara a ser curada, forzó una sonrisa en el instante en que la caliente pasta fue colocada sobre la desgarrada piel de su rodilla… y se hizo el propósito de quitársela en cuanto se hubiese marchado del campamento. Minutos más tarde, y una vez enfriado el apósito, la chica no pudo menos que asombrarse al comprobar que había desaparecido por completo el dolor que le impedía mover dicha articulación. Por una parte, deseaba reanudar su viaje cuanto antes; pero se sentía tan interesada en observar las costumbres de aquella gente… y sobre todo, tenía tanta curiosidad por probar ese plato de erizo… Al cabo de corto rato, la pequeña Fenella anunció, jubilosa:

—¡Ya está listo el «hotchi-witchi»!

Y su madre se volvió hacia Peter y le dijo:

—Ven conmigo.

Se acercaron todos a un carromato pintado de color naranja, al tiempo que la mujer añadía, en tono afable:

—Yo me llamo Miranda, ¿sabes, «chai»? Reuben, Fenella y yo somos ahora tus amigos. Y te recordaremos siempre con agradecimiento. Dinos cómo te llamas, de dónde vienes y adónde te diriges. O mejor aún: espera hasta que hayas comido.

Acto seguido, los gitanos apartaron las brasas para dejar al descubierto un par de cilindros de arcilla cocida, uno de los cuales fue puesto en un plato que Fenella había traído de su carro. Luego, y tras haberse deseado mutuamente buen provecho, los Reuben se despidieron de los dueños de la lumbre y marcharon con su Invitada junto al fuego que habían encendido a su llegada.

Allí tuvo Peter ocasión de observar la destreza con que el cabeza de familia abría el cilíndrico trozo de arcilla, en cuyos fragmentos se hallaban prendidas las púas del erizo. Sentada en el suelo, con un plato sobre sus rodillas, la muchacha se dispuso a saborear la porción que Reuben le entregó en primer lugar, como huéspeda de honor, a más de abundante cantidad de caldo y verduras cocidas. No tenía mal gusto aquel erizo, en verdad. Su tierna carne le recordaba a Peter la del conejo silvestre, con cierto sabor a pollo asado. Y tan hambrienta se sentía, que terminó de comer casi al mismo tiempo que Fenella. Representóse entonces la imagen del pulquérrimo comedor de su casa, en el que su padre no toleraba la presencia de ninguna persona que no estuviese convenientemente limpia. Y también se imaginó el amplio y ruidoso refectorio del colegio de Castle, donde se corregían los modales de las alumnos que se sentaban a la mesa, estremeciéndose levemente al preguntarse qué dirían sus maestras, si la viesen allí, en compañía de unos gitanos, y enjugando en la hierba los grasientos dedos.

Una vez concluido el frugal almuerzo, Reuben exhaló un suspiro y encendió su pipa, mientras Fenella rebañaba su escudilla por última vez, antes de acurrucarse sobre la hierba, para entregarse a un apacible sueño. Apoyada la espalda en una rueda de su carro, Miranda le sonrió a $u invitada y preguntó:

—Dime, bonita mía: ¿cómo te llamas? Queremos saber tu nombre, para bendecirlo cada vez que nos acordemos de ti.

—Me llamo Petronella —repuso la chica—; pero casi todos me llaman Peter…

—¿Sí? ¡Qué barbaridad! ¿Y por qué te llaman así, si Petronella es tan precioso como uno de nuestros nombres gitanos? Háblame de tus cosas. Luego, si quieres, yo te diré lo que te reserva el destino; que seguramente habrá de ser algo muy agradable, porque tienes carita de buena persona.

Peter, a su pesar, se ruborizó, y no sólo porque no deseaba que le predijesen el futuro, sino por la cortedad que la dominaba al hablar con aquella atractiva mujer, la cual parecía adivinar sus pensamientos. No obstante, y anticipándose a su respuesta, indicó la gitana con festiva risita:

—Está bien, pequeña; no te preocupes. Es posible que dentro de uno o dos años te acuerdes de Miranda y desees que te diga la buenaventura.

Y dirigiéndose a su marido, le dijo:

—Ven aquí, Reuben. Nuestra amiguita va a decirnos quién es y a dónde va.

Les refirió entonces Peter lo relativo a su estancia en el colegio y a su casa de Hatchholt, añadiendo:

—Y ahora voy de camino hacia Barton Beach, al pie de los Stiperstones, donde viven mis tíos. ¿Saben quiénes son? Los dueños de una finca que se llama Siete Verjas…

Con significativa brusquedad, Reuben dejó de silbar y se quedó inmóvil, fija su ceñuda mirada en los ojos de la muchacha Y su esposa le preguntó, en tono de extrañeza:

—¿Es esa casa grande que está cerca… cerca de la Cañada Negra?

Asintió él con un gesto, al par que Miranda interrogaba a Peter:

—¿Y tu tío es el hombre que vive allí? ¿Y vas a ir allí… esta misma tarde?

—Así es —respondió la chica—. Sé que mi tío se llama Micah Sterling; pero no recuerdo nada de la finca, porque no he estado allí más que una vez, cuando era muy pequeña…

Pero se interrumpió, para inquirir:

—¿Por qué ponen esa cara? ¿Qué es lo que sucede? Si conocen ustedes a mi tío, no sé qué puede haber de extraño en lo que les he dicho.

Reuben y Miranda la miraron en silencio, y a continuación, los dos trataron de desviar la conversación hacia otro tema, lo que no hizo sino aumentar el recelo de Peter, quien no podía explicarse la razón de tan evasivo proceder. ¿Por qué mostrarían aquellos gitanos tanta renuencia a hablar de la finca de Siete Verjas? Al cabo de un momento, y tal vez por haber reparado en la desconfiada expresión de la muchacha, Reuben decidió franquearse con ella y amablemente le dijo:

—Escucha, mi «chai»: después de lo que has hecho por nosotros, arriesgando tu vida para salvar a nuestra hija, tenemos que considerarte como una verdadera amiga; por eso voy a decirte por qué no nos gusta que vayas a esa casa. Verás… a nosotros, los gitanos, no nos agrada la región de los Stiperstones. Los más sabios de nuestra gente dicen que es la parte más antigua de Inglaterra… y que esas rocas negras, a las que llamamos la Silla del Diablo, eran las únicas que sobresalían de la masa de hielo que cubría todas tierras. Ese monte es maléfico, «chai». Y aunque nosotros conozcamos muy bien esta comarca y vayamos de pueblo en pueblo, para vender canastos, nadie nos verá acercarnos a los Stiperstones. No lo olvides, Petronella: procura mantenerte alejada de esa parte del país… y sobre todo, no se te ocurra acercarte al monte en la noche más larga del año, que es cuando todas las almas en pena de Shropshire y de los condados de los contornos se reúnen en la cumbre… en la mismísima Silla del Diablo y a su alrededor, para elegir a su rey. Cualquiera que se aventure por allí en esa noche, y vea los espectros de todos los difuntos de esta región, quedará espantado para toda su vida… si es que no muere antes de un año, como suele ocurrir en tales casos. Esto lo sabemos nosotros… y es la pura verdad. En cuanto a tu tío… no lo he visto nunca. Y es que no vamos muy a menudo por esos lugares; porque su propiedad se encuentra a la sombra del monte maldito, y al mismo borde de un barranco solitario y pedregoso, al que llaman Cañada Negra. Una vez, hace ya bastante tiempo, fuimos por allí a vender canastos; pero no había nadie en la casa; y creo que entonces no vivía en ella ninguna mujer. Por lo demás… no diré que tu tío no sea una buena persona; pero según he oído decir, tiene un genio bastante brusco. Y creo que es muy huraño, también.

Hizo el gitano una pausa, y su esposa aprovechó la oportunidad y le dijo a Peter:

—Eres demasiado joven para vivir en ese viejo caserón, pequeña. Más te convendría quedarte con nosotros por algún tiempo. Yo te enseñaría a preparar erizo asado, a hacer canastos y a adivinar el porvenir.

—Lo siento —rehusó la chica con una sonrisa—; pero no podré aceptar. De todos modos, le agradezco mucho su invitación. Y ahora, tendré que marcharme en seguida, porque veo que se ha nublado y creo que va a llover. Espero volver a verles en otra ocasión. Y por cierto: tengo unos amigos a los que les gustaría conocerles. Tal vez podamos visitarles a ustedes algún día, y… ¡Ah! Cuando pasen por la parte del Long Mynd, no dejen de ir a verme a mi casa, si es que estoy de vacaciones, como es natural Mi casa se llama Hatchholt, y la de mis amigos, Witchend. ¿Las han oído nombrar?

Sonrió Reuben, al tiempo de asentir:

—Conocemos esos sitios, «chai». Descuida, que no dejaremos de ir a verte.

Una ligera brisa movió entonces suavemente las copas de los árboles. Los dueños del carromato anaranjado estaban recogiendo sus cosas, a fin de reanudar la marcha. Junto a la mortecina lumbre de los Reuben, Fenella abrió la boca en prolongado bostezo y se incorporó perezosamente, al paso que su padre juntaba los rescoldos con el pie y echaba más leña al fuego. Y un soplo de viento levantó una nube de cenizas, avivando al mismo tiempo las llamas que lamían el fondo del caldero. Entonces Peter se tocó su magullada rodilla. Y a pesar de la alarmante apariencia del emplasto, comprobó, satisfecha, que podía moverla sin dolor. Al par que la ayudaba a levantarse, le dijo Miranda, sin soltarle la mano:

—Hasta la vista pues, mi «chai», porque volveremos a vernos. Estoy segura de que te acompañará la buena suerte; veo que lo llevas escrito en tu mano, lo mismo que estoy viendo lo bonita que eres. Llegará un día en que tu corazón latirá fuertemente; pero antes habrás de correr bastantes aventuras. Te recordaremos siempre, pequeña; los gitanos tenemos muy buena memoria. Y ni Reuben ni yo olvidaremos nunca lo que has hecho hoy, por nosotros.

Tras haberse despedido con un ademán de los otros cíngaros acampados en la cantera, Peter recogió su bicicleta y la llevó hasta la entrada del camino. Se sorprendió entonces al oír que Fenella, que apenas había pronunciado palabra en todo aquel día, le pedía con quejumbroso acento:

—No te vayas… Quédate conmigo…

Pero ella se limitó a sonreírle, sin contestar nada. Dirigió luego un saludo con la mano a Reuben y a Miranda, para empezar a pedalear seguidamente. Y al volverse a medias, para despedirse por última vez, vio que los tres continuaban de pie, en el mismo sitio, siguiéndola con la mirada.

«En fin», se dijo entonces con un suspiro. «Ahora tengo algo más que contar. Nunca hubiera creído que los gitanos fuesen tan amables. Es posible que sean un poco sucios; pero en cambio, son tan simpáticos… Quizá debería haber dejado que Miranda me dijese la buenaventura. Y lo peor será que la casa de las Siete Verjas me parecerá, en comparación, bastante triste».

Una vez que hubo llegado al final del camino, Peter torció a su izquierda por la lisa carretera, la cual descendía en suave pendiente a partir de aquel punto. Se deslizó entonces raudamente por entre los bosques que empezaban a oscurecerse, no sin advertir que el viento del mar estaba acumulando grisáceos nubarrones, con lo que parecía haberse esfumado el preludio primaveral que aquella mañana había alegrado los campos.

Y así era, en efecto, pues al atravesar la chica una pequeña aldea, el asfalto empezó a motearse con los primeros goterones de un anticipo de lluvia. Minutos después, la tenebrosa silueta de los Stiperstones se mostró a la vista de la muchacha, la cual no pudo evitar un estremecimiento, recordando las leyendas oídas sobre dicho monte; pero entonces ocurrió un insperado y fastidioso incidente. Y fue que al notar un sordo golpe en la rueda trasera, la ciclista detuvo su máquina y miró hacia abajo, para evitar la causa de aquel ruido, comprobando que la goma estaba desinflada. No quedaba más opción que desmontar el neumático. En tanto se decía que no había andado muy acertada la gitana, al predecirle buena suerte, Peter llevó su bicicleta a la cuneta y abrió la mochila, en busca del paquete de los parches, al tiempo que el retumbo de un trueno conmovía los espacios.

No estaba allí el citado paquete. Y lo peor de todo era que había comenzado a llover. Volvió a examinar la chica el contenido de su saco de espalda, sin mejores resultados. Y entonces, cuando arreciaba el chaparrón, recordó, con el consiguiente abatimiento, que le había prestado su equipo de reparaciones a una condiscípulo, tres días atrás.

Las circunstancias indicaban, sin lugar a dudas, que Peter habría de proseguir su camino a pie. Resignada a lo inevitable, la muchacha infló rápidamente la pinchada goma, para montar acto seguido y pedalear por unos cuantos metros, hasta que el neumático volvió a desinflarse; pero después de repetir tal procedimiento por cuatro o cinco veces, comprobó que en cada ocasión era más corto el trayecto que recorría, no tardando, por tanto, en renunciar a su empeño.

El peso de su mochila parecía haber aumentado considerablemente; pero ella apretó los labios y siguió ca minando bajo la lluvia, hasta que al fin, su decaído ánimo cobró eventual aliento, a cuenta del cartel indicador que aparecía a la izquierda de la carretera y a la entrada de un camino que se dirigía hacia los montes.

Cuando estuvo suficientemente cerca de dicho poste, leyó la inscripción:

«A BARTON BEACH – 3 kms».

Tras varios minutos de marcha, Peter creyó oír detrás suyo un fino sonido musical, al que pronto se unió el apagado rumor de los cascos de un caballo. Alguien estaba silbando una conocida melodía; un jinete, quizás; o tal vez… Tan fatigada se sentía, que decidió aguardar la llegada de aquella persona, al paso que aprovechaba la pausa para descansar un rato. Y por cierto que se sintió animada, al ver aparecer por una curva que había doblado poco antes, la figura de un escuálido caballo que arrastraba un carricoche conducido por una chica pelirroja de unos doce años y de amigable semblante. Llevaba puesto aquella niña un viejo impermeable de tela azul. Y a su lado, sobre el pescante, se veía un empapado gorro de lana verde. Con una sonrisa, Peter le preguntó:

—¿Podrías llevarme hasta Barton Beach? Se me ha pinchado la goma de atrás, y vengo caminando desde hace varios kilómetros… ¿Crees que podremos cargar la bicicleta, también? Sin contestar a su pregunta, inquirió la interrogada a su vez:

—¿Qué vas a hacer en Barton?

—Voy a casa de mi tío —repuso Peter, ruborizándose—, si es que tanto te interesa; pero si no puedes hacerme ese favor, déjalo estar. Seguiré andando.

—¡Ah! Entonces… tú debes de ser la chica que iba a llegar a Siete Verjas, ¿no es eso? A lo que Peter replicó secamente:

—¿Cómo estás tan enterada de mis asuntos? ¿Y qué es lo que puede importarte eso a ti?

—Bueno… no es que a mí me importe mucho, pero como mamá es la encargada de la estafeta de correos, sabemos todo lo que ocurre en el pueblo. Hace unos días se recibió un telegrama referente a ti, y… Pero sube, sube y siéntate aquí… Espera un segundo: te ayudaré a cargar tu bicicleta.

De esta forma, charlando cordialmente con aquella chica, Peter realizó el resto del trayecto hasta Barton Beach. Su nueva amiga se llamaba Jenny. Y aunque poseía un carácter un tanto grave, unido a cierta tendencia inquisitiva, no por ello dejaba de mostrarse amable y simpática, e incluso divertida.

—Cuando lleguemos a casa —dijo Jenny—, tendré que encerrar en la cuadra al viejo «George». Luego te enseñaré el camino de Siete Verjas, porque esta noche oscurecerá más pronto, a causa del mal tiempo, y no quiero que te extravíes. ¿De modo que «mister» Sterling es tío tuyo? Es curioso.

—¿Por qué?

—¡Oh! Pues… No se sabía en el pueblo que tuviese ninguna sobrina. Y aunque sea tu tío… he de decirte que no me gustaría estar en tu lugar.

—¿Eh? ¿Y por qué no? ¿Qué tiene mi tío de particular?

—Es que no querría vivir en ese oscuro caserón, ¿sabes? ¡Por nada del mundo! Está demasiado cerca del monte, y…

—De acuerdo; pero, ¿qué es lo que sucede con mi tío?

—Bueno… Yo no me refería a él, personalmente; pero… hace tiempo que no se le ve por el pueblo… y hay quien dice que le ha visto por esos montes, a altas horas de la noche. Yo no sé si será verdad, ¿comprendes? De todas formas, ¿para qué vienes a visitarle?

Explicó entonces Peter lo relativo a sus vacaciones de primavera, lo cual no dejaba de resultar un poco chocante, referido en aquella tarde fría y lluviosa, sin contar con que a nadie que estuviese en sus cabales podría ocurrírsele ir a pasar unos días de descanso en tan desapacible lugar. Y Jenny se encogió de hombros, al par que comentaba:

—En fin. Por mi parte, te diré que tengo que ayudar a mi madre y hacer recados de vez en cuando; pero espero que no me falten ratos libres para divertirme contigo; porque lo cierto es que nunca tengo diversiones. Leo muchos libros, eso sí; pero nunca disfruto de aventuras… ni me ocurre nada de lo que suele sucederle a los personajes de esos cuentos. Bueno; ya estamos llegando a casa. Ahora le diré a mamá que he regresado, y en seguida te acompañaré a Siete Verjas.

Avanzaba el carro por un estrecho y tortuoso callejón, y a mayor velocidad que hasta aquel momento, porque el viejo «George», barruntando la proximidad de su querencia, había sacudido su modorra, para ponerse al trote. Estiró al fin Jenny de las riendas, y a continuación ayudó a Peter a bajar la bicicleta, la que dejaron apoyada en la pared de una tienda, sobre cuya puerta se leía el siguiente anuncio: «HARMAN – Ramos Generales».

—Espérame ahí adentro —dijo Jenny, mientras asía al caballo por el ronzal, para llevarlo a la cuadra.

Asintió Peter. Y al abrir la puerta, experimentó un sobresalto, provocado por el estridente tintineo que sonó sobre su cabeza. Alarmada, alzó la vista hacia la descomunal campanilla que pendía del dintel, al tiempo que alguien indicaba, con desabrido acento, desde el fondo del penumbroso local:

—¡No se despacha ya! ¡Es demasiado tarde y vamos a cerrar!

«¡Caramba!», comentó la chica para sí. «Me recuerda a la Duquesa, la de las aventuras de “Alicia”. Lo único que le falta es añadir: “¡que le corten la cabeza!”. ¿Será, quizás…?». Pero la dueña de la voz interrumpió sus pensamientos al inquirir:

—¿Quién es?… Ya le he dicho que no puedo despacharle nada. Ya anochece y tenemos que cerrar; ¿no has oído? Antes de que la recién llegada hubiera podido explicar su presencia en el establecimiento, oyóse gritar a Jenny:

—¡No te preocupes, mamá! ¡Es una amiga mía! ¡Se llama Peter, y es la chica que va a alojarse en Siete Verjas!

—¡Vaya por Dios! —exclamó entonces la madre de Jenny—. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

Sonó seguidamente otra campanilla, al descorrerse una gruesa cortina al fondo del comercio, para dejar al descubierto una cómoda salita, tenuemente iluminada, en la que se hallaba una mujer de corta estatura, grises cabellos y astuta expresión.

—Ven, acércate —dijo la mujer, haciéndole a Peter una seña—. Quiero ver qué aspecto tienes.

No de muy buen grado, la muchacha avanzó hasta la entrada de la sala. Y la dueña de la tienda la examinó curiosamente de pies a cabeza, antes de farfullar, en tono desaprobador:

—¡Vaya! Parece que necesitas un buen baño, ¿eh? ¿Y qué es ese trapo que llevas, en la rodilla?

Nada repuso al pronto Peter. Estaba harta de contestar preguntas a todo el mundo, y deseaba llegar cuanto antes al término de su viaje. Y en vista de que era ya bastante tarde, temía que sus tíos estuviesen intranquilos y preguntándose qué podría haberle sucedido. En consecuencia, respondió con la mayor amabilidad que le fue posible, aprovechando la entrada de Jenny en el cuarto para indicar:

—Y desde luego que Jenny es muy atenta, al ofrecerse a enseñarme el camino. Si no se hubiera desinflado la goma de mi…

—¡Un momento! —la atajó su interlocutora, ásperamente—. Jenny no va a ir contigo a Siete Verjas. No permitiré que mi hija se aventure por tales andurriales, ¿entiendes? Y nada más.

Humillada por la forma descortés en que le había hablado aquella mujer, Peter parpadeó repentinamente, para contener unas lágrimas, en tanto se decía que todas las misteriosas leyendas que circulaban en torno a la finca de las Siete Verjas y a los Stiperstones no pasaban de ser un conjunto de estupideces sin sentido. Con aire ofendido, giró sobre sus talones y se encaminó a la salida del local. Fuese como fuera, y aunque a la gente no le agradase tal circunstancia, Micah Sterling era tío suyo y por tanto, nadie tenía por qué entrometerse en lo que ella pudiera decidir a tal respecto.

Volvió a sonar fuertemente la campanilla de la puerta por encima suyo, al tiempo de salir a la calle para recoger su bicicleta. Era ya bastante tarde, y las primeras sombras de la noche invadían los callejones del pueblo; pero por fortuna para ella, había dejado de llover. Y allá, hacia el oeste, por entre los plomizos nubarrones, unas franjas de matices violado y naranja, señalaban el sitio por donde el sol acababa de ponerse.

No tenía Peter ni la más remota idea sobre la dirección que habría de tomar. En esto, abrió la puerta de una taberna situada frente a la tienda, y un hombre gordo apareció en el umbral. Con aire resuelto, la chica le saludó:

—Buenas noches. ¿Podría indicarme el camino para ir a Siete Verjas?

—¿A Siete Verjas? —repitió el interrogado—. Desde luego que sí… Sigue por esta calle, cuesta arriba, y tuerce por la primera travesía a la derecha. Así encontrarás el camino… A cosa de un kilómetro verás a tu izquierda una verja blanca, que da paso al sendero que se interna en el bosque; ésa es la primera de las siete verjas. Tendrás que apresurarte, muchacha, si quieres llegar antes de que acabe de oscurecer. ¿Vas a pasar allí la noche?

«¡Más preguntas!», pensó Peter; pero a cuenta de la simpatía que le inspiraba aquel hombre, le contestó sin reparos:

—Sí, señor; «mister» Sterling es mi tío. Muchas gracias y buenas noches.

Y llevando la bicicleta por el manillar, echó a andar en la dirección que él le había indicado. No bien hubo rebasado la última casa del pueblo, he aquí que unos pasos sonaron detrás suyo, seguidos por una voz de agitada entonación:

—Peter… Espérame, Peter… Soy Jenny. Voy a mostrarte el camino.

—Ya me lo han indicado —repuso la llamada, fríamente—. No hace falta que os molestéis por mí; ni tú ni tu madre.

—¡Peter! No seas bruta. ¡Y espérame! He venido corriendo desde mi casa y estoy sofocada. Entonces Peter se detuvo, al par que se preguntaba si no estaría comportándose, efectivamente, como una bruta. Y en tono más amable, se disculpó:

—Lo siento, Jenny. Estaba de mal humor. Te agradezco que hayas venido; pero de todos modos, creo que podré encontrar el camino. ¿Por qué no te dejaba venir tu mamá?

Pasando por alto la última pregunta, Jenny, al tiempo que llegaba a su lado, le indicó:

—Escucha… Si dejas tu bicicleta en este sembrado, yo la recogeré cuando vuelva al pueblo y la llevaré al taller, para que la arreglen. De esa forma no tendrás que ir empujándola ahora.

No dejó de reconocer Peter que aquélla era una buena idea. Y al ofrecerse Jenny, seguidamente, para llevarle la mochila por un rato, se sintió avergonzada por su anterior actitud. Por eso, cuando desembocaron en el sendero del bosque, se volvió hacia ella y le dijo:

—Has sido muy amable, Jenny; pero no me gustaría que te regañasen a tu regreso. ¿Por qué no quería tu madre que vinieses conmigo?

Y otra vez eludió la interrogada lo relativo a la oposición de su madre, al responder:

—¡Oh! Creo que de todas maneras me regañarán. Y es que siempre estoy buscándome complicaciones. No sabes cuánto querría estar interna en un colegio, como tú. Aborrezco este poblacho; ésa es la verdad. No puedo soportarlo. Dime: ¿volverás mañana para buscar tu bicicleta? Podríamos charlar y…

—Por supuesto que volveré. No hay en Siete Verjas ninguna chica de mi edad, de modo que me gustará pasar un rato contigo. Y tú también tendrás que ir a verme alguna vez. Le diré a tía Carol que te invite. ¿De acuerdo?

—Por mi parte, aceptado; pero no creo que mamá me permita ir a esa casa.

Habían llegado ya a la linde del bosque. Y las copas de los árboles ocultaban por completo la débil claridad procedente del tormentoso cielo. De pronto, Jenny se detuvo en seco y murmuró:

—No puedo seguir más adelante. Tengo que volver a casa en seguida. Falta poco para llegar a la primera verja. Cuando la hayas cruzado, lo único que tienes que hacer es continuar por el sendero. Hasta otra vez, Peter. Que tengas buena suerte.

Y sin esperar respuesta a sus palabras, dio media vuelta y echó a correr en dirección al pueblo.

Siguió andando entonces Peter, y al cabo de corto trecho llegó ante una gran verja pintada de blanco, encima de la cual podía leerse el siguiente letrero, escrito con rojos y enormes caracteres:

«FINCA PARTICULAR – TERMINANTEMENTE PROHIBIDO EL PASO».

Empujó la chica la enrejada puerta, cuyos herrumbrosos goznes emitieron un desapacible chirrido. Y un par de murciélagos revoloteó silenciosamente en torno a su cabeza, al proseguir ella su marcha a lo largo del sendero. Tan cansada se sentía, que apenas si podía sostenerse en pie. Dolíale un poco la cabeza, y empezaba a notar unas punzadas en su cadera derecha, donde la había golpeado el extremo de la vara del carromato de los gitanos. Por otra parte… también era cierto que se hallaba algo asustada; el susurro de la brisa entre el follaje… Las copas de los árboles, que se unían estrechamente, para formar una especie de lóbrego túnel… Ella estaba acostumbrada a los espacios abiertos del Long Mynd; y le desagradaba aquella densa oscuridad, poblada de misteriosos murmullos…

Minutos después, llegaba Peter a la segunda verja. No había allí ningún cartel, aunque sí varios alambres de espino en su borde superior, lo que advirtió la chica al rasguñarse una mano. Se oyó a poco la voz de una persona que estaba cantando. Y al avanzar unos cuantos metros más, la muchacha creyó vislumbrar el resplandor de una linterna, en tanto se decía que aquella voz era, precisamente, lo que ella necesitaba en ese momento, para disipar los temores que venían conturbándola; una voz melodiosa, en extraño y chocante contraste con el tenebroso ambiente que la rodeaba. Se inclinó entonces un poco, y encogió bruscamente los hombros, a fin de acomodar la mochila sobre su espalda. Y a continuación, se irguió en toda su estatura y adelantó la barbilla, dispuesta a entrar en la finca de Siete Verjas a banderas desplegadas. En esto, la mujer que cantaba se interrumpió, para preguntar:

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo —respondió Peter—; pero no sé por dónde tengo que pasar. No puedo ver el…

Y la dueña de la melodiosa voz, que había ido acercándose a la visitante, inquirió, interesada:

—¿Eres Petronella?… ¡Oh, querida! ¿Qué te había sucedido? Estábamos empezando a alarmarnos. Ven conmigo. No podemos vernos ahora, a causa de la oscuridad; pero supongo que habrás comprendido que soy tu tía Carol.

Notó Peter el firme y amistoso contacto de una mano en su brazo derecho; y acto seguido, acompañó a su tía por un sendero lateral que terminaba junto a otra verja pintada de blanco, al otro lado de la cual se extendía lo que parecía un amplio patio. Una vez que se hallaron fuera de la arboleda, la muchacha pudo distinguir, a su izquierda, las oscuras formas de unas pequeñas construcciones, al paso que frente a ella se elevaba la sombría masa de un enorme caserón. Más a la derecha, la silueta de un granero, con techo a dos aguas, destacaba sobre la tenue claridad crepuscular. Y la tía Carol, que según advirtió entonces la chica, no era mucho más alta que ella, preguntó:

—Tú has estado aquí en otra ocasión, ¿no es así? Te acuerdas de esta finca.

—Pues… creo que recuerdo cómo era la casa —repuso Peter.

Y sin poder contener un leve estremecimiento, añadió, con trémulo acento:

—Y también… también me acuerdo del monte.

Luego, al abrir su tía la puerta de entrada, volvió a sentirse inquieta, al pensar que había llegado el momento de ver al tío Micah. ¿Sería éste tan raro como le habían dicho?…

Un farol de petróleo, colocado sobre una mesa, alumbraba el pequeño y destartalado vestíbulo; pero la tía Carol invitó a su acompañante a que la siguiera por un pasillo que conducía a la cocina, al llegar a la cual, subió un poco la mecha de un farol que pendía de una viga del techo y se volvió, sonriente, al tiempo de indicar:

—Ea; ahora podremos vernos las caras. ¿Eh?… De verdad, Petronella: no te pareces mucho a los Sterlings. Yo diría que sales, más bien, a tu madre; pero ahora no nos entretengamos, querida. Debes de estar cansadísima. ¿Qué has andado haciendo, durante todo el día…? ¡Y cargada con esa mochila! Quítatela en seguida. Estás en tu casa, y debes ponerte cómoda. Siéntate; te daré una taza de té, y…

Por segunda vez en pocas horas, Peter experimentó una sensación de ofuscamiento. Le pareció que todo el aposento giraba a su alrededor, lo que la indujo a cerrar los ojos y apretar fuertemente los párpados, hasta que hubo desaparecido aquel desagradable mareo. Acto seguido, dejó la mochila en el suelo y se sentó en una silla. Y su tía, que estaba observándola con visible interés, inquirió:

—¿Qué te ocurre, querida?

—Nada, tía Carol. Es que estoy muy fatigada. Se pinchó una goma de mi bicicleta, y he tenido que recorrer varios kilómetros a pie. Además, esta mañana me encontré con unos gitanos y… Por favor, tiíta: ¿no podría irme ahora a la cama?

—Por supuesto que sí, querida. Puedes hacer lo que más te guste. Ya te he dicho que estás en tu casa.

Sorprendida por tan inesperada muestra de obsequiosidad, Peter sonrió, desconcertada, mientras su afabilísima tía le pasaba un brazo por la cintura, para ayudarla a levantarse, antes de recoger la mochila con la otra mano y dirigirse al pie de una oscura escalera. Cuando llegaron al piso superior, la tía Carol indicó una puerta con la barbilla, al par que explicaba:

—Éste es tu cuarto, muchacha. Si no has traído ningún vestido, yo te prestaré uno de los míos. Quítate ahora esa ropa y toma un baño caliente.

Y al no recibir respuesta, agregó en tono festivo:

—Como no te bañes tú, vendré y te meteré de cabeza en el agua; ¿has oído?

Soltó entonces Peter una risita, y entró seguidamente en el cuarto de baño, al salir del cual, pasó a su dormitorio, viendo que su tía estaba poniendo en la cama una botella de agua caliente.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Sí, tiíta; muchas gracias.

—Perfectamente. Acuéstate en seguida. Luego, mientras estés tomando tu cena, podrás contarme todo lo que te ha sucedido.

Con un suspiro de alivio, la chica se deslizó inmediatamente entre las sábanas, y miró con apetencia al huevo cocido y a las tostadas con mantequilla que se hallaban sobre una bandeja de loza. Le entregó entonces su tía una taza de té bien caliente y azucarado, y luego se sentó al pie de la cama, para tomar unos sorbos de su propia taza.

Por vez primera desde que se había encontrado con ella, pudo observarla Peter a sus anchas; era una mujer de mediana edad y bastante bien parecida. Sus grandes ojos pardos brillaban con expresión cariñosa; y sus oscuros cabellos, divididos en dos crenchas, no lograban ocultar por completo un ancho y canoso mechón que le confería una apariencia un tanto extraña. Se fijó luego la chica en sus manos, las cuales presentaban huellas de muchas horas de trabajo. Y cuando estaba pensando en lo afablemente que la había recibido, oyóla preguntar:

—Y bien: ¿qué fue lo que te sucedió con los gitanos?

Un tanto confusa, Peter refirió las pasadas incidencias con la mayor sencillez, relato que fue brevemente interrumpido por su tía, al comentar ésta por dos veces:

—¡Qué intrepidez!…

Y más adelante:

—Fueron muy amables.

Pero al llegar a la escena ocurrida en la tienda del pueblo, alzó una mano y exclamó:

—¡Oh! ¡La señora Harman! Es una vieja estúpida. Lástima que sea la madre de la pequeña Jenny; creo que la trata muy duramente. Deberías invitar a Jenny a que viniese a verte, mientras estés aquí; aunque… dudo de que se atreva a acercarse a esta casa.

Al terminar su relato y su cena, Peter se decidió a preguntar:

—¿Dónde está tío Micah? No lo he visto todavía.

Y una ligera sombra enturbió el semblante de la tía Carol, en consonancia con el suspiro que acompañó sus palabras, al tiempo de levantarse para dejar su taza sobre la mesilla de noche:

—No está ahora aquí. Ha tenido que salir. Creo que fue a dar una vuelta por ahí, por si te encontraba en el camino…

Luego, al volver a sentarse en el borde de la cama, la mujer tomó entre las suyas una mano de la chica, al par que manifestaba, con aire conturbado:

—Petronella… debo decirte que tu tío se comporta a veces en forma bastante rara. Procura no mostrarte sorprendida ni asustada por lo que él pueda hacer o decir, porque sé que eso le molesta. Me alegro de que hayas venido, y deseo que no te aburras demasiado. Hace mucho tiempo que esperaba tu llegada, porque sé que a tu tío le conviene tener gente joven a su alrededor, y… y además, querida, los trabajadores de la granja… y otras personas, también, no lo comprenden. No te importe que en algunas ocasiones no preste atención a los que estés diciéndole… ni que sea un poco regañón. Ten en cuenta que está muy orgulloso de ti…

Extrañada, Peter la interrumpió, para repetir:

—¿Orgulloso de mí? Pero… ¡Si ni siquiera me recordará! ¿Cómo puede estar orgulloso de mí, sin saber qué es lo que hago?

—Sí que lo sabe, Petronella. Tu padre le informa regularmente, acerca de tu estancia en el colegio y de todo lo demás. Y por otra parte, hay que reconocer que tiene pleno derecho a enterarse de tus cosas.

—¿Por qué?

—¿Cómo? ¿Es que no lo sabes? Tu tío Micah es el que está pagando tus estudios. Por eso puedes estar interna en el colegio de Castle. Cuando Charles se fue… Micah quiso ofrecerte esa oportunidad. No sé si tu padre te lo habrá dicho; pero creo que tenía la obligación de decírtelo.

Ignoraba Peter quién podría ser el aludido Charles; pero al oír las últimas palabras, salió en defensa del autor de sus días y declaró:

—Es posible que papá me lo haya dicho. Tal vez… tal vez lo he olvidado. Y si no me lo dijo… habrá tenido buenas razones para proceder así; ¿no te parece?

—Habría que preguntárselo a él —respondió la interrogada, con dulce sonrisa—. De todas maneras, el caso es que tu tío quiere verte pero como tú no le verás hasta mañana, es preferible que te pongas a dormir. A continuación, se inclinó un poco y besó a su sobrina en la mejilla, antes de apagar la lámpara y salir de la habitación.

«¡Menudo día!», pensó Peter, al quedarse a solas. «¡Dios bendito! ¡Menudo día… y menudo lugar! Desde luego que tía Carol es muy simpática; pero no sé qué pensar con respecto al tío Micah. ¡Qué situación, Señor! Querría que mis amigos estuvieran aquí; pero… ¿podrán venir? En fin: tendré que persuadir al gruñón de mi tío y a mi amable tía Carol, para que me dejen invitar a David… y a todos los demás».

Susurraba la brisa al agitar las copas de los árboles, leve y musical sonido que contribuyó a adormecer a la fatigada muchacha. En la planta baja, la dueña de la casa apartó del fuego, por quinta vez, la cazuela en que guardaba la cena para su marido. Luego sé acercó a la ventana, para dirigir una triste mirada hacia las desoladas cumbres de los Stiperstones, por encima de los cuales acababa de asomar la luna llena su redonda y pálida faz.