CAPÍTULO XII

SIETE VERJAS BLANCAS

Al despertarse a la siguiente mañana, tras una pesadilla cuyo principal personaje lo constituía el tío Micah —montado en «Sally», vestido de vaquero del Oeste, y persiguiéndole con un lazo—, Dickie se sintió molesto, pues no quería haber dormido hasta tan avanzada hora. Para colmo, su hermana empezó a burlarse de él, al comentar:

—¡Qué perezoso eres! Por lo general, soy yo la que tardo más en despertarme; pero en esta ocasión… ¿Sabes lo que ha dicho David? Que al intentar despertarte, empezaste a protestar y a volverte de un lado para otro, empeñado en…

—¡Oh! ¡No le molestes! —gritó entonces Peter, desde la escalera que llevaba al piso superior del granero—. ¡Déjalo que duerma hasta media tarde! ¿No ves que el pobrecito está rendido, después de la aventura de ayer? No te preocupes por él. Yo me he tomado ya su desayuno, para no desperdiciarlo, y pienso tomarme también su comida del medio…

—¡Cascaras! —exclamó el pequeño, incorporándose rápidamente, para ponerse en pie y avanzar hasta el centro del local—. ¡Sois un par de desconsideradas! ¿Dónde está mi desayuno? ¿Eh? Luego se volvió hacia Mary, para interrogarla:

—¿Es verdad? ¿Has desayunado tú?

—¡Oh! Yo sí —repuso la niña—. Todas las chicas del club nos hemos levantado hace ya varias horas.

A lo que David agregó, desde el rincón en que se hallaba:

—Las chicas y los muchachos animosos y decididos; pero los niños pequeñitos…

Continuaron así las bromas, a costa del irritado Dickie, el cual acabó por encogerse de hombros, antes de aceptar, con fingida indiferencia, el plato que Peter tenía escondido junto a la encendida estufa.

Relató a continuación la muchacha las emocionantes escenas sucedidas en la pasada tarde, a la llegada de Charles a su casa. Y luego explicó que Tom había marchado al pueblo, hacía unos minutos, para buscar a Jenny. Le tocó entonces el turno a David, quien dijo que unos soldados americanos se habían presentado en la casa, en busca de Charles, y que éste volvería aquella misma tarde a la finca, para charlar con su padre y la tía Carol, así como con sus nuevos amigos. Y por último, a propuesta de Dickie, acordaron todos que se celebrase una reunión, para festejar los felices acontecimientos del día anterior. En consecuencia, Peter corrió a la casa y participó a su tía el reciente acuerdo, invitándola a ella y al tío Micah a dicha celebración. Aceptó gustosamente la invitada, antes de mandar a Humphrey que matase dos gansos, para preparar un buen banquete. Y luego le dijo a su sobrina:

—¿Cómo vais a arreglaros para enviar aviso a Charles y a esos dos soldados? Charles me dijo que volvería esta tarde; pero si queréis que también asistan sus compañeros, tendréis que ir hasta su campamento. Queda a unos diez kilómetros de aquí.

Dispuesta a cumplir esta parte del trayecto, Peter ensilló a «Sally» y partió en seguida hacia el citado campamento. Y la tía Carol tomó la dirección de los preparativos de la fiesta, con la ayuda de los entusiasmados gemelos.

Media hora después se presentaban allí Jenny y Tom, los cuales parecían haber congeniado admirablemente, con lo que fueron seis los ayudantes de la hacendosa mujer. Y a eso del mediodía, una alegre lumbre ardía en la chimenea de la casa, así como en la cocina, donde la señora Sterling vigilaba la confección de los diferentes platos.

—Lástima que no podamos ofrecerles, también, un concierto —se lamentó entonces Dickie—. Si pudiéramos organizar un coro, como hicimos en Witchend durante las vacaciones de Navidad…

—Yo podría declamar una poesía —sugirió Mary—. Recito bastante bien. ¿Qué te parece, Dickie?

—Por mi parte…

Los interrumpió en esto la tía Carol, para mandarlos al huerto, en busca de coles. Y al regresar a la casa, los dos pequeños experimentaron una agradable sorpresa, al encontrar allí a Peter, la cual anunció que Charles, Jake y Jerry habían prometido asistir a la fiesta, y que les acompañaría otro amigo suyo, el cual, en opinión de la chica, era muy divertido y ocurrente.

Cruzó entonces por el patio el| tío Micah. Al verle, Jenny se acercó a Peter y le dijo, con evidente asombro:

—No te extrañe de que vaya silbando alegremente. Eso no es nada. ¿Sabes que hace un rato, al encontrarse conmigo y con Tom, nos saludó con la mano?

—¿De veras? —inquirió su amiga—. ¿No estaría espantando alguna mosca?

—¡Nada de eso! Nos hizo unas señas amistosas y… La verdad, Peter: estoy convencida de que es muy buena persona. Y cuando vuelva al pueblo se lo diré a todo el mundo, para que vayan cambiando de opinión con respecto a su carácter. Cuando sepan lo que ha estado sufriendo, a causa de la ausencia de su hijo…

Terció entonces David, para preguntarle:

—Escucha, Jenny… ¿te has escapado otra vez? ¿Qué dijo tu madrastra, cuando Tom fue a buscarte?

—Tranquilízate —le respondió Tom—. La señora Harman ha entrado en razón; ¿no lo sabías? Ahora es… «de los nuestros». La señora Sterling me entregó una invitación para ella y para Jenny.

—¿Y qué te contestó?

—Que se sentía muy halagada, y que Jenny podría venir aquí siempre que lo deseara.

Miraron todos los demás a la pelirroja, la cual sonrió, satisfecha, y exhaló un suspiro, cual si se sintiera aliviada. Y así debía de ser, cuando que el régimen de constantes escapatorias no hacía sino alterar sus nervios.

De pronto, comenzaron a caer gruesos goterones. Y los chicos corrieron al granero, para cerrar las puertas.

Un tanto desanimada, murmuró Peter:

—Y ahora… ¿qué podemos hacer? Si se cierran las puertas, queda el local muy oscuro.

—¿Y si encendiéramos algunos faroles? —propuso Jenny.

—Buena idea —aprobó David.

Poco después, solucionada aquella contingencia, los seis amigos se dedicaron a charlar sobre diferentes temas… hasta que el rumor del motor de un coche los impulsó a lanzarse al exterior. Una camioneta militar acababa de detenerse en el patio. Y de la misma descendieron los sonrientes Charles, Jake y Jerry, acompañados por otro militar al que presentaron como su amigo Larry. Pronto se captó este último las simpatías de los miembros del Club, al efectuar ante ellos, a petición de Dickie, algunas demostraciones con una larga cuerda, a modo de lazo; pero el júbilo de los chicos subió de punto, cuando Jake y Jerry, que habían ayudado a Charles a atravesar el patio, para dejarle sobre una silla, volvieron a la camioneta y empezaron a sacar de la misma bastantes paquetes de comida, así como un cajón de Coca-Cola.

Al cabo de una hora de amena charla, todos los presentes se dispusieron a sentarse a la mesa. Y al notar la ausencia de su esposo, preguntó la tía Carol:

—¿Ha visto alguien al tío Micah?

Pero fue Charles el único que le contestó, al decir:

—Sí; yo lo he visto. Supongo que no tardará en venir aquí. ¡Ha dicho que no le esperemos! Y como creo que todos tenemos bastante apetito…

Entendió la tía Carol aquella clara indirecta. Y así, minutos después, se sentaban en torno a la mesa dispuesta en el granero, aunque la disposición de los cubiertos no agradó demasiado a David, quien habría preferido sentarse junto a Peter.

Llegaba hasta allí el silbido del viento y el rumor del aguacero. Y Jenny alzó la vista, para mirar, con orgullo, a su obra maestra: los faroles de petróleo que pendían de las vigas del techo, adornados con trapos de colores. En cierto momento, la chica se inclinó hacia Tom y le dijo:

—¿Qué te parece Charles? ¿Verdad que es un hombre interesante? Tiene alguna semejanza con Gary Cooper. Lástima que no se haya fijado en mí.

La respuesta de Tom fue más bien un desdeñoso gruñido. Lo que no obstó por que su autor dedicase una furtiva y disgustada mirada al «hombre interesante», el cual se hallaba concentrado en el apetitoso contenido de su plato. En esto, Jerry frunció el entrecejo y miró hacia la puerta, a la par que inquiría:

—Eh, ¿quién es ése? Y por cierto que tenía motivos para mostrarse extrañado, pues allí, junto a la puerta, donde acababa de despojarse de su amplio impermeable, se hallaba un desconocido de elevada estatura y vestido con un traje azul marino de corte un tanto anticuado. Miraron todos al recién llegado, con distintas expresiones de perplejidad; hasta que Mary, que había sorprendido un leve destello de reconocimiento en los ojos de la señora Sterling, bajó de su silla y corrió junto al objeto de la general curiosidad, para anunciar exaltadamente:

—¿Es que no lo habéis conocido? ¡Es el tío Micah, que se ha afeitado la barba! Hubo entonces una larga pausa, en el curso de la cual, «mister» Sterling avanzó hasta la mesa, de la mano de la niña, antes de detenerse frente a su mujer y preguntarle:

—¿Reconoces a tu marido, Caroline? Te advierto que me siento mejor de esta forma; aunque note más frío en la cara.

Luego miró a Mary por espacio de unos segundos, y le dijo:

—Yo también tengo reservada una sorpresa para ti, pequeña.

Y antes de que la chica hubiera atinado a preguntarle de qué se trataba, la tomó en brazos y anunció, con voz tonante:

—¡Escuchen todos! Esta niña me preguntó ayer cuál era mi mayor deseo; y a continuación, lo vi cumplido. Pues bien, Mary, dime tú ahora, ¿qué es lo que más anhelas en este momento?

Nada repuso al pronto la interrogada, mientras Dickie bajaba también de su silla y se acercaba a «mister» Sterling. Luego, con acento de profunda emoción, respondió:

—Querría… querría que estuviese aquí mamá… y que también viniese papá, de vuelta de la guerra, para disfrutar con nosotros.

Echó hacia atrás la cabeza el tío Micah, para proferir una ruidosa carcajada y exclamar:

—¡Me lo suponía!… ¡Bien lo sabía yo! ¡Dickie! ¡ABRE LA PUERTA!

Al tiempo que su hermano gemelo se apresuraba a obedecer, la pequeña se deslizó hasta el suelo y corrió a la entrada del granero. Y al empujar entre los dos las grandes hojas, se quedaron mudos de asombro, al ver allí a un hombre vestido con el uniforme de la R. A. F., acompañado por una dama y otro caballero.

Apenas si puede describirse el bullicio que a continuación se originó. Se echaron los niños en brazos de sus padres, al par que a sus espaldas, la sorprendida Peter se ponía en pie y acudía a abrazar a su papá.

Sin dar crédito a sus ojos, se levantó también David. Y a poco, todos los demás secundaron a los citados en sus demostraciones de alborozo. Risas, preguntas y exclamaciones resonaron por unos minutos en el interior de aquel acogedor recinto, en tanto se realizaban las consiguientes presentaciones. Y una vez calmado el alegre rumor, se oyó la voz del padre de Peter, al dirigirse éste a su sobrino:

—No sabes qué inmensa satisfacción me has proporcionado, muchacho. Más de una vez le he dicho a tu padre que algún día volverías a casa. Y en verdad que me extraña que hayas vuelto de esta forma: ¡un oficial del ejército de los Estados Unidos! ¿Has visto a tu prima Petronella? Un poquitín alocada, diría yo que es; pero espero que pronto sentará la cabeza. Querido sobrino. Que Dios te bendiga. Fíjate en tu padre; ha cambiado notablemente. ¡Le has quitado veinte años de encima!

Por su parte, la señora Morton explicó a sus hijos lo ocurrido horas atrás. Le había telegrafiado «mister» Morton, para avisarle que iría a pasar diez días de permiso en Witchend. Y al reunirse con él en la estación de Onnybrook, le informó sobre la estancia de David y los gemelos en Siete Verjas. Se encontraron allí con «mister» Sterling, que había llegado en el mismo tren. Y cuando el doctor Mansfield, que había sido llamado desde Barton Beach, se ofreció a llevarles en su coche hasta dicho pueblo, aceptaron los tres la invitación.

Oído lo anterior, dijo David:

—No sabes qué contentos estamos de verte, papá. Tenemos que contarte muchísimas aventuras…

Pero aún le quedaba por oír a los gemelos, así como a sus compañeros del club y a algunos de los mayores, otra historia bastante sorprendente. Y fue que al pedirle Jenny a Jake que relatase sus impresiones sobre Inglaterra, respondió el americano:

—¡«Aw»! Es un pequeño país, muy sugestivo y pintoresco. Lo sabemos perfectamente, porque estamos hartos de recorrerlo. Sobre todo, esta comarca. Día y noche la hemos recorr…

—¡Eh! —le atajó Peter—. ¿Qué quiere decir con eso de… día y noche?

—¡«Aw»! Quiero decir que a todas horas hemos estado practicando ejercicios de maniobra. En pequeños grupos, a pie y a caballo… con carros ligeros… ¡de todas maneras! Hemos pasado muchas noches por la cima de ese montecito al que ustedes llaman montaña. Y en más de una ocasión hemos acampado en las galerías de la mina abandonada. ¡Je! Una tarde de niebla, Jerry, yo y el sargento Bill pasamos por encima del valle, montados en una de esas anticuadas vagonetas que van suspendidas de unos cables. ¡No cabe duda! No hay sitio que no hayamos recorrido, ¿no es cierto, compadres? Asintieron los otros dos soldados. Y Jenny, cuyos blancos nudillos denotaban la presión que sus manos ejercían en el borde de la mesa, balbuceó, con aire de estupor y más que sorprendida:

—¡Los… los «Jinetes Negros»! ¡De modo que ustedes eran… los «Cazadores Fantasmas»!

—¡Y lo que oímos nosotras la otra tarde —añadió Peter—, era un destacamento del ejército americano!

En aquel momento, la señora Morton dijo a sus hijos que al día siguiente regresarían todos a Witchend. Y Peter, que apenas si había tenido tiempo de hablar con su padre, se sintió súbitamente entusiasmada, ante la perspectiva de volver a su casa del Mynd. Poco después, la tía Carol anunció que dentro de unos minutos serviría el café a todos los allí presentes. Y haciéndole una seña a Peter para que la siguiera, salió del granero. Al hallarse al aire libre, fuera del pesado ambiente que reinaba en aquel local, la muchacha inspiró hondamente, en tanto reconocía que a pesar de sus esfuerzos, nunca había logrado hallarse a gusto en medio de una multitud; ni siquiera cuando ésta se hallaba formada por gente simpática y amigable, como en aquella ocasión. La llamó entonces su tía, para decirle:

—Ven, Peter. Tengo que comunicarte unas cuantas cosas.

Y al cabo de un rato, al regresar al granero con dos grandes cafeteras, la tía Carol y su sobrina se detuvieron un instante frente a la puerta, donde esta última murmuró, con grave entonación:

—Dile a David que salga, tía Carol. Tengo que contárselo a él; pero te prometo que nadie más habrá de saberlo.

David se le reunió inmediatamente, para preguntarle, en tono de extrañeza:

—¿Qué sucede, Peter? ¿Es que aún no se han acabado las sorpresas?

—Acompáñame —le dijo su amiga—. Daremos un paseo, ahora que ha acabado de llover, y te contaré una historia muy triste. Y al paso que empezaban a caminar lentamente por el patio, sumido a la sazón en las primeras sombras del anochecer, fue narrando la chica:

—Se trata del tío Micah. Verás… tía Carol comprendió que todos nosotros sentíamos curiosidad por lo relativo a esta finca. Y ha accedido a referirme su historia: pero no debemos repetírsela a nadie, ¿de acuerdo?

—Conforme.

—Pues bien: Según dice tía Carol, el tío Micah adquirió esta heredad, influenciado por un sueño, en el que se le representó una granja con siete verjas blancas. Cuando compró esta finca sólo había aquí seis cancelas, las que hay todavía, en realidad; pero tía Martha, que en Gloria esté, enterada de aquel sueño, insistió en que también se pintasen de blanco las puertas del granero. A partir de entonces, las cosas empezaron a ir de mal en peor. Pérdidas, malas cosechas… y el tío Micah dijo que toda la finca estaba maldita, lo cual pareció confirmarse, cuando la pobre tía Martha contrajo una enfermedad que la llevó a la tumba. Desde entonces… se agriaron las relaciones entre Charles y su padre, hasta que un mal día, mi primo se marchó de su casa. Luego, tío Micah se concentró en su labor, y logró que la finca produjese lo suficiente como para cubrir gastos y obtener regulares beneficios; pero al mismo tiempo se volvió huraño e intratable. Y nunca ha dejado de reprocharse por la marcha de Charles. Figúrate, pues cómo se sentía tía Carol. Por eso, cuando me dijo que su esposo había dormido anoche de un tirón, después de tantos años de continuo pesar… no es extraño que se echara a llorar.

Asintió David con mudo gesto, en tanto que Peter seguía diciendo:

—Por descontado que ahora, las cosas han cambiado por completo. Tía Carol dice que ha ocurrido un milagro, al regresar Charles tan impensadamente. Y tío Micah afirma que se ha conjurado al fin la maldición que pesa sobre la granja. ¿Verdad que es…?

Se interrumpió entonces, para quedarse en actitud de escucha. Y de pronto, exclamó:

—¿Será posible? ¿Has oído, David? ¡Ese ruido de ruedas…! ¡Y esa voz! Espera y verás lo que sucede ahora. Acto seguido, sacó del bolsillo el silbato que Fenella, la niña gitana, le había regalado, y sopló con todas sus fuerzas. Y a continuación, siguió escuchando… hasta que llegó hasta ellos el penetrante son de otro silbido similar.

—Son ellos, David. Reuben y su familia. Me dijeron una vez que los gitanos contestaban siempre a esta señal; y ya has visto que es cierto.

Echaron a correr los dos chicos por el camino que llevaba hasta el pueblo; y a cierta distancia de allí, encontraron al vistoso carromato. Iba Reuben a pie, llevando por la cabezada, al caballo; y desde lo alto del pescante, Miranda mostró su reluciente dentadura en amplia sonrisa, al ver que sus jóvenes amigos estaban aguardándoles tomados de la mano. Más seria fue, en contraste, la actitud del gitano, el cual detuvo en seco a la caballería, antes de enjugarse el sudor de su frente con un enorme pañuelo, y declarar, en tono conturbado:

—Menos mal. Temí que estuvieses en peligro.

—¿Por qué? —preguntó la chica.

—Porque ese silbato sólo debe emplearse en caso de apuro.

A continuación, David y Peter refirieron a Reuben y a Miranda sus recientes aventuras. Y los zíngaros explicaron, a su vez, que iban camino de Gales, y que se habían desviado un trecho, con objeto de saludar a sus amigos. Les invitó entonces la muchacha a acampar en aquel bosque, a lo que ellos accedieron en seguida, con notables muestras de alegría y agradecimiento. Y tras haberles deseado que pasaran buenas noches, con la promesa de volver a verles a la siguiente mañana, los dos chicos regresaron al granero.

Al notar una leve corriente de aire, la señora Morton miró hacia la puerta y sonrió, complacida, cuando vio a Peter y a su hijo mayor. Hablando en tono bajo, sugirió la muchacha a su amigo:

—Acaba de ocurrírseme una idea. Dile a tus padres que volveremos dentro de una hora, más o menos, o que los veremos mañana, en caso de que no estén aquí, cuando volvamos.

—¿Para qué?

—Verás: tomaremos prestado el caballo de tío Micah… que no creo que le importe demasiado, y ensillaremos a «Sally», para ir a dar una vuelta por el monte, a la luz de la luna, como Edric el Salvaje y la Bella Godda.

Sonrió entonces David, al par que apuntaba:

—De acuerdo; pero… ¿y los otros?

—No les digas nada. No hay suficientes caballos para todos.

Así pues, el muchacho se acercó a su madre y le habló en tono bajo. Y al recibir su asentimiento, volvió junto a Peter y salió con ella del local, donde los mayores seguían departiendo amigablemente, entre nubes de humo de aromático tabaco; pero cuando atravesaban jubilosos el patio anterior de la casa, para dirigirse a los establos he aquí que una vocecita de indignada entonación les obligó a pararse bruscamente.

—Conque esas teníamos, ¿eh? —dijo el dueño de aquella voz—. Tramando aventuras otra vez, sin contar con nosotros, ¿no es eso? Pues estáis equivocados queridos amigos; porque Mary y yo vamos a acompañaros. ¡No faltaría más!