EL SALVAMENTO
Horas antes, mientras los gemelos se encontraban en el interior de la mina, y cuando Peter parecía subyugada por el influjo de la Silla del Diablo, antes de reunirse con Tom, David estaba realizando gestiones, a fin de organizar rápidamente una partida de socorro. Conforme avanzaba junto a Jenny por el sendero de la Cañada Negra, el muchacho expuso su propósito de pasar por Siete Verjas, para avisar a «mister» Sterling y a la tía Carol; pero su acompañante se mostró más dispuesta a continuar camino hasta Barton Beach, y declaró firmemente:
—No quiero ir a esa finca, David. A nadie le gusta pasar por ahí. Y yo prefiero volver a casa cuanto antes… y enfrentarme con el rapapolvo que me espera.
—No seas terca —insistió David—. Sólo te entretendrás allí un cuarto de hora, a lo más. No olvides que perteneces al club del Pino Solitario, y que tienes que obedecer mis instrucciones. Volverás con nosotros a la entrada de aquella mina. Y si los gemelos no se hallan allí, tendrás que ir a buscar ayuda a Barton Beach. Sé razonable, Jenny. ¿Verdad que colaborarás con nosotros? Tragó saliva la interrogada, antes de responder entrecortadamente:
—Sí… sí, David. Creo que… que tienes razón.
Les aguardaba la alarmada señora Sterling junto a la pequeña cancela. Y al advertir la preocupada expresión de David, salió a su encuentro, mientras su marido se quedaba en el centro del patio, acariciándose con evidente nerviosismo su poblada barba. Poco tardó el muchacho en referir lo que había sucedido. Y al terminar, añadió:
—Y aunque no disponemos de otras pruebas que la representada por la aparición de «Macbeth» y el encuentro de ese dije, estamos convencidos de que hay una caverna en ese monte, y de que mis hermanos se hallan allí.
Con su bronco vozarrón, inquirió entonces el tío Micah:
—¿No habéis visto la roca movediza?
Y al responderle David con negativo gesto, explicó:
—Es la que cierra la entrada de la mina abandonada; pero si se la aparta hacia un lado, deja suficiente espacio para pasar. Por lo visto, los pequeños descubrieron ese paso.
—Pues nosotros no hemos descubierto ninguna entrada —repuso el chico—. A pesar de que tratamos de retirar algunas piedras.
Y volviéndose hacia su amiga, le pidió confirmación:
—¿Verdad que no, Jenny?
—Desde luego que no —asintió la interrogada—. Allí no había más que un estrecho agujero, por donde debe de haber pasado el perrito.
Y entonces, de modo sorprendente, el tío Micah experimentó una repentina transformación. A partir de aquel momento, abandonó su corriente y lúgubre actitud, y dejó de hablar como los profetas del Antiguo Testamento. En su lugar, le aseguró a David que era un muchacho muy animoso y decidido, llamó a Humphrey con potentes gritos, para mandarle que fuese a buscar cuerdas, picos, palas y palancas de pie de cabra, le encargó a su mujer que preparase unos paquetes de comida, y a continuación, miró a Jenny y le preguntó:
—¿Y tú, muchacha? ¿Vives en el pueblo?
—Sí, señor —repuso la chica, visiblemente intimidada.
—¿Cómo te llamas? —Jenny… Jenny Harman.
Sonrió el tío Micah, con lo que su rostro adquirió más afable apariencia. Y en tono paternal, indicó seguidamente a la visitante:
—Pues bien, Jenny. Tengo que encargarte una misión especial. Corre al pueblo, y busca al guardia Joe Hargrave. Cuéntale todo lo que ha sucedido, y dile que te mando yo. Dile, también, que dentro de una hora saldremos de aquí en dirección a las viejas minas, porque parece que la roca movediza se ha derrumbado y que los pequeños Morton se han quedado encerrados en las galerías. Nosotros llevaremos cuerdas y palancas; pero él deberá aportar otros útiles que puedan hacer falta para remover las rocas de la bocamina, ¿entiendes? Que avise a los canteros del pueblo, para que lleven allí algunas cargas de dinamita, por si fuera preciso emplearlas en último recurso. ¿Has comprendido, Jenny? ¿Recordarás el encargo?
En respuesta, la pelirroja repitió las diferentes instrucciones, sorprendida y satisfecha al comprobar que aquel hombre no era tan temible como ella se había imaginado. Y después de despedirse, echó a correr por el sendero que llevaba a Barton Beach, consciente por vez primera de que el bosque aledaño a la finca de Siete Verjas no le infundía ningún temor.
En el ínterin, la señora Sterling había entrado en la casa, para preparar unos bocadillos, al paso que el viejo Humphrey, apoyado de espaldas en una pared del establo, donde su amo no podía verle, se rascaba la cabeza y murmuraba:
—Que el Cielo nos proteja a todos… Hacía más de veinte años que no veía ni oía cosa semejante; sí, señor… Lo mismo que en aquellos tiempos; igual se ha puesto de repente el viejo Micah. ¡Por todos los Santos…! ¡Quién lo iba a decir…! ¡Mismamente como era, antes de que se marchase Charles!… Y ahora me ha pedido que busque una cuerda. ¿Y dónde porras encuentro yo ahora una cuerda…? ¡Y palancas de pie de cabra! Cuando digo yo que el pobre viejo… Cielo divino… Y a todo esto: ¿dónde diantres se habrá metido ese Henry? ¡Henry! Por todos los…
En el citado espacio de tiempo, David había ido a la cuadra, para ensillar a «Sally». Y allí se le reunió la acongojada tía Carol, la cual insistió en que él y el tío Micah tomaran algún bocado antes de marchar hacia la mina.
Apareció poco después Humphrey, cargado con multitud de cuerdas, barras y otras herramientas, lo cual le confería un aspecto muy parecido al de un árbol de Navidad abarrotado de regalos. Una vez que todo aquel conjunto hubo sido cargado a lomos de la resignada yegua, el chico fue al granero en busca de otras cosas, al par que deseaba que Tom se hubiera encontrado allí, para que le hubiera ayudado en tan apurado trance. Minutos más tarde, la tía Carol despedía a su esposo y a David desde la cancela pequeña, y se quedaba asombrada al oír el último encargo del primero, expresado con firme entonación:
—Prepara una buena lumbre y bastante agua caliente. ¡Y una sopera llena de caldo!
Bien había cumplido Jenny su encargo, pues al llegar David, «mister» Sterling y Humphrey al punto en que el sendero que partía de Siete Verjas se unía con el procedente del pueblo, se hallaba allí la chica, jadeante y encendidas las mejillas. A cosa de unos doscientos metros detrás de ella pedaleaba un obeso guardia, cuyo uniforme azul oscuro destacaba claramente sobre el verde fondo de la arboleda. Le aguardó el tío Micah, para proseguir la marcha a continuación, una vez que la muchacha y el policía hubieron dejado sus bicicletas junto al poste indicador. Y al cabo de varios minutos de camino, cuando llegaron al sitio en que aquella mañana había encontrado David el dije de su hermano, el barbudo granjero se detuvo bruscamente y miró hacia arriba, al tiempo que empezaba a oírse el rumor que producía la vagoneta al deslizarse por los cables.
—¡No me equivoqué al suponer que este transportador funcionaba todavía! —exclamó entonces David.
Y el tío Micah asintió en silencio, antes de contestar:
—Pues no ha funcionado desde hace muchos años.
Segundos después, la vagoneta pasaba velozmente por encima del grupo, antes de desaparecer por la abertura de la escarpa. Espantada por el estridente chirrido de las poleas, a punto estuvo «Sally» de librarse de la mano que la sujetaba por el ramal, para emprender desesperada escapatoria, rumbo a la cuadra de Siete Verjas; pero David logró sujetarla a tiempo, en tanto gritaba, trémulo de excitación:
—¡He visto a Tom! ¡He visto a Tom! ¡Tom Ingles! ¡Iba subido en la vagoneta!
Lo que no hizo sino asustar aún más a la nerviosa yegua, la cual siguió forcejeando, hasta que el tío Micah se acercó a ella y le dio unas palmadas en el cuello, a fin de apaciguarla, para volverse luego hacia el muchacho y preguntarle:
—No lo entiendo. ¿Dices que has visto a un amigo tuyo en esa vagoneta?
—¡Por supuesto que sí! —asintió David—. ¡Tom Ingles! ¿Y adónde habrá ido a parar ese armatoste? ¿Se habrá estrellado… o tiene algún freno?
—Descuida. No puede haber sucedido nada grave… a menos que los cables estén cortados en su extremo de la mina; pero como no se ha oído ningún ruido de choque… Todo debe de hallarse igual que lo dejaron los mineros.
Se había quitado el casco el policía, y estaba enjugándose el sudor dé la frente, impresa en su semblante una expresión de intensa perplejidad. Y en verdad que en muchísimo tiempo no había sucedido en la comarca un suceso tan digno de mención como el que había tenido ocasión de presenciar. Repuestos de la sorpresa que les había producido aquel incidente, los tres hombres y los dos chicos continuaron su marcha hacia la entrada de la mina, al llegar a cuyas cercanías todos ellos se pusieron a dar voces, con objeto de atraer la atención de los desaparecidos. David y Jenny oyeron, por encima suyo, la voz de Dickie, el cual comentaba con increíble falta de seriedad en un caso tan grave:
—A excepción de que nosotros estamos arriba y ellos abajo, todo parece lo mismo que en aquel cuento en que un hombre salió de la densa jungla, después de haber pasado meses y meses de incesante exploración.
Y seguidamente, la de Mary, al añadir ésta:
—Yo también me acuerdo de esa historia. ¿No es aquélla en que un explorador llegó a un sitio donde había muchos negros, pero no estaba allí el hombre blanco al que él buscaba?
—¿El doctor Livingstone?
—¡Eso es! ¡Livingstone! Y tú, David, no es preciso que pongas esa cara de asombro. Nosotros podemos verte…
—Y por cierto que habéis tardado una enormidad en venir a salvarnos —hizo notar Dickie con acento de reproche—. Precisamente, Mary y yo empezábamos a sentirnos preocupados por vosotros…
—Sí; por lo que os pudiera haber sucedido…
Irritado por las precedentes observaciones, David retrocedió unos pasos, hasta que le fue posible distinguir a los dos gemelos, los cuales le contemplaban con burlona expresión desde la abertura por la que entraban los cables del tansportador aéreo. Detrás de ellos apareció entonces el rostro de Tom Ingles, el cual elevó las cejas y exclamó, al ver a su amigo:
—¡Rábanos fritos, David! ¡Menudo viajecito a través de los espacios! ¿Nos has visto? Llegué a temer que se hubieran acabado nuestros días; porque los frenos se atascaron y no podía frenar; pero por fortuna, hay un sistema de frenado automático, y gracias a eso no nos hemos estrellado. ¿Oyes, David? Tenemos que repetir todos juntos esta experiencia. ¡Es más emocionante de lo que te puedes imaginar! ¡Deja chiquitas a las películas!
Iba a contestarle David; pero los gemelos se anticiparon al iniciar otro de sus típicos «dúos»:
—¡Hola, tío Micah! —gritó Mary con obvio desparpajo—. ¡Teníamos muchos deseos de verte otra vez!
—¡Desde luego que sí! —coincidió Dickie—. Tenemos muchas cosas que contarte.
—¡Sí! ¡Y te vas a quedar extrañado y… eh… patidifuso!
—¡Mira, Mary! ¡Un guardia! ¡Han traído un guardia de verdad!
—¿Dónde está? Apártate un poco. Déjame… ¡Ah, sí, sí! ¡Ya lo veo! Por lo visto es el más gordo que han podido encontrar.
Gruñó el aludido algo por lo bajo, al tiempo que Jenny aprovechaba la pausa para formular una pregunta sensata:
—¿Cómo habéis llegado ahí?
Pero antes de que los interrogados hubieran podido responderle, inquirió David a su vez:
—¿Y tú, Tom? ¿Qué tal estás?
—En perfectas condiciones, amigo.
—¿Has visto a Peter?
—Sí. También ha venido en el «correo aéreo». Todos estamos bien, David. Según me han dicho los gemelos, es imposible salir de aquí, como no sea por este agujero. Tendréis que arrojarnos una cuerda para… Está bien, Peter, está bien. Ahora mismo te cedo el puesto.
Se retiró entonces Tom de la abertura, para ser reemplazado por la rubia muchacha, la cual apoyó la barbilla en ambas manos, al mirar hacia abajo e informar:
—Ya lo ves, David: hemos logrado encontrarlos, después de todo. No les ha ocurrido ningún percance. Los dos están perfectamente, aunque Dickie asegura que tiene mucha hambre. Creo que os han preparado una gran sorpresa, referente a… ¡Uy! ¡Eh, Mary! ¡No seas bruta y deja de pellizcarme! Oye, David: ¿sabes lo que hemos hecho Tom y yo? Verás: estábamos en la sala de máquinas, al otro lado del valle. Y de pronto, yo os vi a vosotros. Y entonces dijo Tom…
—¡PORRAS CONDENADAS! —bramó en esto el tío Micah, agotada la paciencia—. ¿OS CALLAREIS TODOS DE UNA VEZ? ¿O es que no tenéis respeto a los mayores? ¡HUMPHREY! ¡Viejo zancarrón! ¡Dame esa cuerda!
Aturullado por las voces de su amo, así como por el imprevisto Cambio que en éste acababa de verificarse. Humphrey soltó el pico y la pala que llevaba a cuestas y alzó los brazos para descargar el rollo de cuerdas de la silla de «Sally». Acudió, presurosa la pelirroja Jenny, dispuesta a ayudarle; pero a causa de su nerviosismo, se enredaron los dos con la citada cuerda. Y cuando consiguieron desenredarse, el tío Micah estaba a punto de estallar de irritación. Superado dicho inconveniente, surgió el problema concerniente a la sujeción de la cuerda en un punto de apoyo. La sugerencia del tío Micah, en el sentido de que debería pasar por encima de los cables del transportador no parecía muy plausible, a cuenta de la altura en que los mismos se hallaban.
Hasta que Dickie, cansado de mirar los inútiles esfuerzos realizados con tal objeto, anunció desde arriba:
—¡Esperen un momento! ¡Se me ha ocurrido una idea! ¡Ahora mismo les mandaré un mensaje!
Desapareció el chico por la abertura de la escarpa. Y al asomarse poco después, arrojó un blanquecino bulto que fue a caer a los pies de su hermano. Éste lo recogió, y vio que se trataba del envoltorio de una pastilla de chocolate, en cuyo interior encontró la siguiente misiva:
«A nuestros valientes salvadores:
Nos hallamos incomunicados en esta lóbrega caverna; pero no os preocupéis por nuestra suerte, porque Tom está deshaciendo su jersey, para lanzar una punta del hilo de lana, a fin de que atéis a su extremo una cuerda fina, a la que habrá que atar luego la cuerda más gruesa. Peter os manda muchos saludos. Decidle al tío Micah que se mantenga sereno y domine sus nervios, porque ha amanecido un día de esperanza para él y obtendrá su mayor deseo. Hemos resuelto un misterio indescifrable.
Saludos para Henry o Humphrey o como se llame, que lo hemos olvidado.
¡Arriba el Pino Solitario!
Richard y Mary
P. D.—(Urgente). Estamos medio muertos de hambre. Especialmente, Dickie».
Tras haber leído aquellas líneas, David pasó el papel a Jenny, en tanto murmuraba:
—¿Qué significará esa tontería, referente a que el tío Micah no debe perder la serenidad? En cuanto al asunto del jersey… no es mala idea.
Al cabo de un rato, el procedimiento ideado por Dickie para elevar la cuerda hasta la abertura de la escarpa rindió el resultado apetecido. Humphrey había formado, entre tanto, un asiento, con el extremo de la cuerda más gruesa. Y una vez que ésta quedó firmemente asegurada en los cables del transportador, mediante los combinados esfuerzos de Tom y Peter, los cuales se habían procurado, asimismo, una vieja roldana, se dio comienzo a la operación.
Fue Mary la primera que utilizó el improvisado medio de salvamento. En cuanto la pequeña se hubo acomodado en el asiento de entrelazada cuerda, Tom le aplicó un ligero empujón, para apartarla de la escarpa, mientras Humphrey y el rechoncho guardia iban aflojando lentamente la maroma. A continuación, descendió el entusiasmado Dickie, antes de que les tocara el turno a Peter y a Tom; pero este último hizo una seña a los que sostenían la cuerda y se apartó de la abertura. Oyó entonces David que su hermana estaba porfiando con el tío Micah y le decía:
—Tienes que hacernos ese favor, tiíto. Es lo más maravilloso que puedas haber soñado. Te aseguro que no tratamos de burlarnos de ti, ni mucho menos. ¿Verdad que accederás, tiíto? ¡Por lo que más quieras! ¡Por lo que más desees en este mundo!
—Es algo así como una especie de magia —añadió Dickie, en apoyo de Mary—. Como en los cuentos de hadas, en que piensas lo que más te gustaría, y se te concede ese deseo.
En aquel momento, la sonriente Peter se aprestó a descender par la cuerda. Al llegar al suelo, la chica se acercó a David y le dijo en voz baja:
—No lo creerás; pero lo cierto es que tus hermanitos… tus inefables hermanitos, han encontrado al hijo del tío Micah. Mi primo…
—¿A Charles?…
—Efectivamente; tal como lo oyes. Charles Sterling está ahí arriba. Es oficial del ejército americano, y se ha dislocado un tobillo. Tom y yo lo hemos ayudado a subir por una escalera hasta la plataforma que está bajo la ventana. Y no sé si podrá…
Se interrumpió la chica, al ver que el aludido se asomaba a la abertura y se aferraba con ambas manos a la cuerda, antes de sentarse a horcajadas en el asiento. Segundos después, el lesionado oficial avanzaba hacia el grupo, ayudado por Peter y David. Y al ver allí al peón, sonrió y le dijo con toda tranquilidad como si le hubiera visto el día anterior:
—Hola, Humphrey. ¿Qué tal estás? Entonces David se extrañó, al advertir que no se hallaba allí el tío Micah; pero Mary, que había notado su mirada de extrañeza, se llevó un dedo a los labios y señaló hacia un cercano espino, al lado del cual, y vuelto de espaldas, el barbudo granjero aguardaba la sorpresa que le había prometido la pequeña. En tono de suma gravedad, le dijo ésta al oficial:
—Su apesadumbrado padre está esperándole, tío Charles. Y usted debe cumplir ahora su promesa, lo mismo que él la ha cumplido. Yo le pedí que me dijese qué era lo que más deseaba en este mundo. Y aunque él no se atrevió a decírmelo, por timidez, yo sé de qué se trata: ¡de verle a usted nuevamente!
Volvió a sonreír Charles, esta vez con cierta tristeza, al tiempo de contestar:
—Tenéis razón, pequeños. Yo también quiero estrecharle entre mis brazos. Decidme dónde está.
Mary se lo indicó, y él agregó:
—Quedaos aquí un momento. Yo puedo ir hasta allí, con ayuda de un bastón. ¿Podéis facilitarme un palo para apoyarme?
Al apartarse Charles para marchar junto a su padre, la niña se volvió hacia los demás y les increpó:
—¡Dejad de mirar como unos bobos! ¡A ti te lo digo, Dickie! ¿No sabes que es un… una ocasión muy importante y muy… muy íntima?
—De acuerdo —refunfuñó el reprendido—. Me sentaré aquí, de espaldas a ellos, mientras hago los honores a este magnífico bocadillo… Tras el consiguiente cambio de efusiones, padre e hijo se quedaron en silencio, en tanto se contemplaban con evidente satisfacción. Luego, pasado el primer momento de emoción, el tío Micah se aclaró la voz y se enjugó unas lágrimas, antes de vociferar:
—¡Eh, Humphrey! ¡Viejo holgazán! ¡No te quedes ahí, papando moscas, y prepara la yegua, para que monte el muchacho! ¿No has visto aún que no puede caminar?
Y así, unidos todos los presentes por un mismo sentimiento de alegría, a causa del salvamento de los gemelos y de la reconciliación entre un padre y un hijo que llevaban muchos años sin verse, el feliz grupo emprendió el camino de regreso a Siete Verjas.
El único que desentonaba de todo el conjunto, por su huraña actitud, era «Macbeth», cosa natural, en cierta forma, cuando que siempre le habían molestado las aglomeraciones, en las que nunca faltaba algún descuidado que tropezara con él o le pisara una pata. Detrás del perrito marchaban Tom y Jenny, enzarzados en animada conversación, al contrario de lo que hacían Peter y David, los cuales, como muchas veces sucede entre amigos que bien se comprenden, no necesitaban hablar para sentirse a sus anchas en mutua compañía. Caía ya la tarde, cuando los caminantes se acercaban a la finca del tío Micah. Y al pasar sobre ellos la silenciosa figura de un búho, David alzó una mirada y comentó:
—Cada vez que veo una de estas aves me acuerdo de Witchend… y del verano pasado; pero tampoco puedo quejarme por las aventuras que hemos disfrutado aquí; ¿no es cierto, Peter?