CAPÍTULO X

EL SIMPÁTICO DESCONOCIDO

Al derrumbarse la roca que obstruía la entrada de la caverna, Mary se había aferrado fuertemente con una mano al brazo derecho de su hermano, al par que con la otra buscaba el contacto de la peluda piel de «Macbeth». Luego murmuró en tono conturbado:

—Cielo bendito… ¿Qué hemos hecho. Dickie?

—No te preocupes —respondióle el interrogado—. Lo único que ha sucedido es que al empujar esa roca, hemos descubierto un paso.

Entraron los gemelos en la galería, seguidos por su perro. Y a poco, Mary elevó la vista y señaló hacia arriba, a la vez que indicaba:

—Mira, Dickie, No está cubierta. Se ve la luz de la luna. Y esos cables…

—Lo mismo que en aquel cuento que se llamaba… «La Princesa y el Duende» —repuso el pequeño—. ¿Te acuerdas? Cuando Curdie se internó en la montaña, para buscar a la princesa, y oía los ruidos que producían los duendes al cavar en sus minas…

—Sí que lo recuerdo; pero no creo que ahora nos convenga imitar a Curdie y a la Princesa Irene. Más valdría que imitásemos a…

En esto, una voz que sonó por encima suyo la dejó sorprendida.

—¿Quién anda ahí? ¿Quiénes son ustedes?

A punto estuvo la chica de contestar inmediatamente; pero la mano que su hermano le puso en la boca le obligó a mantenerse en silencio.

—Calla —le aconsejó Dickie, en un levísimo susurro—. No seas imprudente. ¿No comprendes que podría tratarse de un duende? Vámonos. Procuremos retirarnos sin que nos oigan.

Dicho lo anterior, volvió sobre sus pasos e intentó quitar unas piedras que obstaculizaban su camino; pero una de éstas cayó sobre una patita de «Macbeth», el cual lanzó un chillido… Y la misma voz, una voz masculina, volvió a oírse con tono irritado:

—¿Quién anda ahí?

—Es inútil —murmuró el chico en tono resignado—. No puedo mover las rocas más grandes. Si fuese mayor… Ya lo verás, Mary. Cuando sea tan mayor como David, retiraré toda clase de peñascos, como si fueran cajas de cerillas…

Pero su hermana, en lugar de atenderle, se volvió hacia atrás y dijo en voz alta:

—Oiga usted, quienquiera que sea: ¿puede venir a rescatarnos? Estamos perdidos en estas misteriosas profundidades.

Se oyó entonces algo así como una corta y seca exclamación, al tiempo que el haz de una linterna incidía en uno de los lados de la galería. Y Mary exhaló un suspiro, antes de decirle a su hermano:

—Tengo mucho sueño, Dickie. Y querría encontrarme en casa, tranquilamente dormida. En cambio, ahora… temo que sea el tío Micah el que venga a buscarnos, con esa linterna… Creo que hemos hecho una tontería.

Segundos después, se quedaba asombrada al comprobar que no era el tío Micah el que se hallaba frente a ellos, sino un hombre joven y de aspecto cordial, que a su vez se quedó estupefacto al ver a aquellos dos gemelos, asidos de la mano, y acompañados por un perrito de hirsuto pelaje.

—¡Por todos los Santos benditísimos de la Corte Celestial! —farfulló el desconocido, en tono de evidente sorpresa—. ¿Quienes sois vosotros? «¿Hansel» y «Gretel» o «Los Niños Perdidos en el bosque»?

Advirtieron entonces los pequeños que aquel hombre iba vestido con uniforme caqui. Y con seguro acento respondió Mary:

—Tiene usted mucha razón, porque somos, verdaderamente, «Hansel y Gretel». Al menos, lo somos en bastantes ocasiones.

—Pero no esta noche —observó Dickie—. Porque esta noche nos sentimos muy cansados y tenemos mucho sueño… y hambre también.

—Eso es lo que pasa —corroboró su hermana—. Y querríamos dormir…

—Desde luego. Y también querríamos comer…

—Comer un buen plato de sopa…

—Con mucho pan y mucho…

—¡Un momento, un momento! —los detuvo el desconocido—. Contestadme: ¿qué os ha sucedido? ¿Cómo habéis llegado aquí?

A lo que Dickie repuso, con toda naturalidad:

—Muy sencillamente: echamos abajo las rocas que taponaban la entrada.

—Esas rocas, ¿las ve usted? —añadió Mary, señalando a los tremendos peñascos que había a su espalda.

Y el hombre uniformado se rascó la coronilla, al par que balbucía:

—¿Esas… esas piedras? ¿Y decís que vosotros solos?… Por el Amor Divino… Decidme, de verdad: ¿estoy soñando… o son cerca de las cuatro de la madrugada?

—¡Oh! Nosotros no lo sabemos —repuso la pequeña, con su angelical vocecita.

—Y no lo sabemos porque no tenemos reloj —agregó Dickie.

—Y no tenemos reloj porque mamá dice que podríamos romperlo.

—Pero no lo romperíamos porque somos muy cuidadosos.

—Y yo me llamo Mary Morton, y éste es mi hermano Richard.

—Sí; pero mis amigos me llaman Dickie.

—Somos hermanos gemelos, ¿sabe usted?

—No hace falta que me lo digáis —farfulló el desconocido—. ¡Bien a la vista está! Pero decidme, chavales: ¿es que en este país andan sueltos los chiquillos toda la noche, por en medio de las montañas? Y de todas formas: ¿qué estáis haciendo aquí?

Con intranquila entonación, repuso Dickie:

—Pues… verá usted; si nos ayudara a mover otra vez esas rocas, podríamos volvernos a casa, y así no causaríamos molestias a nadie.

—Eso es —coincidió Mary—. Y le agradecemos mucho su bondad. ¿Quiere que le sostenga la linterna?

Tras haber vencido su indecisión, el interrogado entregó la linterna a la niña y empezó a remover las piedras que obstruían la salida de la galería; pero al comprender la imposibilidad de retirar las más voluminosas y pesada, se volvió hacia los chicos y exclamó:

—¡No puede ser! Se necesitaría una máquina niveladora… y varias cargas de dinamita. Lo que no me explico es cómo habéis conseguido quitarlas vosotros, para entrar aquí. En fin. Venid conmigo. Os llevaré con mi compañero Jake. Podréis sentaros junto a la lumbre y tomar un bocado. Traed también vuestro perrito.

—No hace falta que lo llevemos —le indicó Mary—; el viene siempre con nosotros. Adondequiera que vayamos.

En tono menos amigable que el que empleaba su hermana, dijo Dickie:

—Desde luego que nos gustaría comer alguna cosa… sobre todo, pan. Y… perdone si se lo preguntamos; pero todavía no sabemos quién es usted. ¿Qué hace usted aquí, en esta mina abandonada? ¿Es digno de nuestra confianza, o…?

Y Mary lo interrumpió entonces, para señalar:

—Sí; lleva usted uniforme; pero no es inglés, ¿verdad que no?

—Por supuesto que no lo es —coincidió Dickie—. ¿No has notado su pronunciación? Habla lo mismo que los personajes de las películas.

Y de pronto, soltó una risita y miró a su acompañante, para declarar:

—¡Ya sé lo que es usted! ¡Un soldado americano! ¡De los que cantan «Yankee Doodle»!

—En efecto —admitió el hombre—; tú lo has dicho; del Ejército de los Estados Unidos. Pero no creas que estoy solo, en estas cuevas. Me acompañan varios camaradas que… Venid. Venid conmigo y conoceréis a Jake.

Después de haber recorrido una larga y estrecha galería que parecía adentrarse en el corazón de la montaña, torcieron los tres por un pasadizo ascendente, por el que corría un soplo de fresca brisa, mezclado con olas de humo de leña. Y al tiempo de desembocar en un ensanchamiento del pasaje, donde ardía una lumbre, oyeron la voz del ocupante de dicho recinto:

—¿Quiénes son estos chicos, Jerry?

A continuación, los gemelos fueron presentados a Jake, el cual resultó tan simpático como Jerry, pero a causa del sueño que los dominaba, apenas si fueron capaces de cambiar unas cuantas palabras con aquellos dos hombres, antes de que éstos advirtieran el estado en que se encontraban y los invitaron a acostarse en un rincón. Así y todo, Dickie se las ingenió para relatar brevemente la historia de su aventura, a continuación de lo cual, comentó:

—¿Qué les parece a ustedes? ¿Verdad que es un misterio? Estaba el tío Micah de pie, a la entrada de la caverna… y cuando llegamos Mary y yo, pareció dudar sobre si debía entrar aquí o seguir de largo. Y entonces lo perdimos de vista; porque desapareció detrás de las rocas que taponaban la entrada.

Pero Mary, consciente de que su hermano estaba fantaseando, se apresuró a advertirle:

—Bien sabes que no ocurrió tal cosa, Dickie. Lo perdimos de vista bastante antes de llegar a la entrada de la cueva.

A lo que el chico repuso, con acento de triunfo:

—En este caso, ¿puedes explicar la razón de su desaparición?

Y esto fue lo último que oyó Mary, antes de quedarse profundamente dormida.

Se despertó Dickie con una sensación de extrañeza, al encontrarse tendido sobre un montón de paja, y cubierto con una manta. A su lado, Mary dormía plácidamente. Y cerca de sus pies podía ver el oscuro bulto de «Macbeth», entregado también al descanso. Alzó la vista el chico hacia el rocoso techo de la caverna, iluminado por la claridad del nuevo día. Y al notar un delicioso olorcillo a café y a tocino frito, miró en dirección a la lumbre, junto a la cual, los dos soldados estaban preparando el desayuno.

—Hola, Dickie —murmuró entonces Mary, al par que bostezaba y se desperezaba—. ¿Qué… qué es lo que hemos hecho?

—No te preocupes.

—¿Qué no? Dickie… yo sé que siempre andamos metidos en aventuras; pero… ¿qué pensarán los demás? Y sobre todo, ¿qué dirá David, cuando descubra que no estamos en el… en el «C. G. 2»?

En esto, Jake, que había oído las voces de los niños, miró hacia ellos y les dijo, en tono campechano:

—Hola chavales. ¿Ya estáis despiertos? Id a lavaros ahí afuera. Luego tomaréis el desayuno. Tenemos mucha prisa, porque vamos a entrar en acción.

Minutos más tarde, y una vez que se hubieron lavado en un cubo lleno de agua, los gemelos se acercaron a una abertura practicada en la roca viva, para comprobar que se hallaban a considerable altura sobre un extraño valle, Y Dickie expresó lo que sentía, al decir:

—Seguro que esos dos pertenecen a los «Comandos». Son muy amables, ¿verdad que sí?

Asintió Mary mudamente, y luego añadió:

—Por supuesto que lo son; sobre todo Jake; pero… ¿no se te ha ocurrido pensar que deberíamos volver a casa inmediatamente? Ten en cuenta que se sentirán inquietos en cuanto noten nuestra ausencia.

Lo mismo opinaba Dickie a tal respecto; pero en vista de que nada podían hacer para remediar su situación, decidió aceptar la invitación de los dos hombres, y proponer seguidamente a estos que les mostrasen la salida de la mina, a fin de regresar a Siete Verjas sin más dilación. Poco después, al exponer su propósito, Jake le preguntó arrastrando las sílabas:

—¿Y a qué distancia se encuentra esa finca de Siete Verjas?

—¡Oh! No creo que esté muy lejos. Aunque no podemos asegurarlo con certeza, porque es la primera vez que venimos aquí. Y dicho sea de paso: me causa mucha gracia su pronunciación americana.

Intranquila, por la impresión que el comentario de su hermano podría producir a aquel hombre, Mary trató de desviar la conversación y preguntó:

—¿Qué le parece nuestro perrito, Jake? ¿Verdad que es muy bonito? Lo hemos criado nosotros, ¿sabe usted? Y…

Conforme seguía hablando, para ponderar los méritos de «Macbeth», la chica se quitó la cinta verde con que adornaba sus cabellos y la ató en torno al cuello del animal. Luego, Jake y Jerry anunciaron su intención de llevar a los dos niños hasta el fondo del valle, para enviarlos en un coche a la finca de Siete Verjas en cuanto hubiesen llegado a una carretera.

—Se lo agradeceremos mucho —respondió Dickie, interrogado a tal respecto—. Y también nos interesaría que le mandaran aviso a mi hermano mayor y a Peter y a la tía de Peter y al tío «Barbirrucio», y que les dijeran que no se inquieten si tardamos un poco en volver a casa.

—¿Podrán avisarles? —inquirió Mary.

Pero Dickie siguió hablando animadamente, lo que impidió que ninguno de los allí presentes oyera el rumor de los cascos de un caballo sobre las sueltas piedras que había frente a la entrada de la caverna.

—Se sorprenderían ustedes si pudieran ver el sitio en que estamos viviendo ahora —decía el pequeño—; un lugar muy misterioso y rodeado por verjas pintadas de blanco. Hay también un bosque lleno de ruidos extraños, y dos enanitos… Bueno: no es que sean, precisamente, unos enanitos; pero se parecen a los de la película «Blancanieves». Luego está el tío Micah… Ése sí que es misterioso de verdad. Siempre anda murmurando solo. Y dice cosas como las que se leen en las Sagradas Escrituras. Parece un profeta del Antiguo Testamento, con esas barbazas… Pero lo más raro de todo es el conjunto de cancelas que cierran los caminos que llevan a la casa. ¿Cuántas verjas cree que hay en la finca, Jerry?

—¡SIETE! Sobresaltados al oír aquella voz que acababa de sonar a sus espaldas, los dos gemelos se volvieron rápidamente: y allí, de pie junto a la entrada de la cueva, pudieron ver a un hombre joven y bien parecido, montado sobre un caballo de magnífico aspecto, vestido con camisa caqui, pantalones y botas altas, y cuyos labios se distendían en divertida sonrisa.

—¿Verdad que son siete? —inquirió el recién llegado—. Ése es mi número favorito.

Lanzó entonces «Macbeth» un ladrido, y fue a situarse detrás de Mary, desde donde siguió ladrando furiosamente, hasta que la pequeña le puso una mano en el lomo y lo atrajo hacia sí, a fin de calmarlo. Y al tiempo que Jerry y Jake se ponían en pie, el jinete explicó, con ligero acento americano, que era un oficial del ejército de los Estados Unidos, y que había llegado a aquella zona del país en la noche anterior, así como que el caballo que montaba se lo había prestado el dueño de la granja donde se hallaba alojado; pero luego preguntó, con muy severa entonación:

—¿Qué hacen aquí estos chicos?

Jerry le contestó para informarle acerca de lo sucedido horas atrás. Y Mary añadió, en tono impaciente:

—Por favor, no nos obligue a repetir ahora nuestra historia. Nos hemos divertido mucho, con esta aventura; pero queremos volver a casa cuanto antes.

En contraste, su hermano no parecía tener demasiada prisa por marcharse de allí, puesto que avanzó hasta la entrada de la cueva y le preguntó al jinete:

—¿Es usted un vaquero del este? Siempre he tenido deseos de conocer a un auténtico «cow-boy».

El interrogado se echó a reír. Y tras haber desmontado ágilmente, indicó a los gemelos que le aguardasen allí mismo y llevó a los dos soldados a una cueva contigua, para hablar con ellos en voz baja.

—Están cuchicheando —murmuró entonces Dickie—. Y no sé qué es lo que puede sucedemos a nosotros. No hemos hecho nada malo, ¿verdad? Y ese oficial… parece muy buena persona.

—¡Seguro que lo es! —afirmó la pequeña—. Y también es muy guapo.

Poco después, el aludido volvía junto a ellos y les ponía las manos sobre los hombros, al par que les indicaba:

—Escuchadme: esos dos soldados participan en un ejercicio militar; unas maniobras, ¿comprendéis? No deberían haberos recogido aquí. Y ahora tendrán que marcharse, para continuar el ejercicio. Si confiáis en mí, yo os llevaré de vuelta a casa.

—¡Una maniobra! —exclamó Dickie, en tono de entusiasmo—. Me gustaría tomar parte en ella. Debe de ser… algo así como una aventura. Aunque la que hemos disfrutado anoche es un poco… En fin; en caso de que nos espere una regañina… que sí nos esperará, ¿querrá usted ayudarnos a decirles a todos que no tuvimos más remedio que hacer lo que hicimos, a causa del tío «Barbirrucio»?

Con fruncido entrecejo, en expresión de asombro, repitió el oficial:

—¿El «Tío Barbirrucio»? ¿Quién es ése?

—Bueno… —repuso el chico—. En realidad, es el tío de Peter; el tío Micah; pero como es bastante… bastante particular, Mary cree que debemos protegerlo. Y por eso habíamos emprendido esta aventura, para velar por él, a fin de que no le ocurriera nada malo.

—Eso es lo que tratábamos de hacer —corroboró la pequeña—. Queríamos que no se sintiera tan triste y solitario, ¿sabe usted? Porque el tío Micah sufre mucho; sufre… interiormente; eso es. De todos modos, tal vez convenga que no les diga todo lo ocurrido. Dígales, nada más, que hemos sido… ¡juguete del destino!

Una extraña mirada apareció entonces en los ojos del desconocido, el cual asintió gravemente, para decir después con tranquilidad:

—Comprendo… No os preocupéis. Yo os acompañaré hasta esa finca, y arreglaré las cosas a vuestro gusto. Y ahora, si confiáis en mí…

—¡Desde luego que confiamos en usted! —exclamó la impetuosa Mary—. Parece usted muy buena persona.

—Gracias, pequeña. También sois vosotros muy simpáticos.

—Y usted ha ganado toda nuestra simpatía, ¿verdad, Dickie?

—¡Oh! No cabe duda. Lo malo es que usted no conoce a mi hermano ni a Peter ni a la tía de Peter ni al tío «Barbirrucio». Y nosotros no estamos muy seguros de que vayan a… a vitorearnos cuando nos vean aparecer.

—Durante el camino —dijo Mary—, iremos explicándole cómo son todos ellos. Eso será lo más conveniente.

Sonrió entonces Dickie, al tiempo de preguntarle al oficial:

—¿Sabe usted manejar el lazo? ¿Y es capaz de agujerear el as de oros de un solo tiro de revólver? Quiero decir… una carta de baraja que esté a cincuenta metros de distancia.

Y esta vez fue el interrogado el que mostró los dientes, en amplia sonrisa, antes de contestar:

—Probaremos eso en el camino hacia la finca.

A todo esto, Jake y Jerry habían acabado de guardar sus cosas en sus mochilas, a excepción de unos paquetes que entregaron a los niños, rogándoles que los aceptasen. Tras haber agradecido el obsequio, pidióles Mary:

—Esperamos que vayan a visitarnos. Pregunten por los alrededores, y les indicarán cuál es el camino de Siete Verjas. Les agradecemos mucho lo que han hecho por nosotros. Y también está «Macbeth» muy agradecido, por el pan y el jamón que le dieron…

La interrumpió entonces Jake con un ademán, y luego, él y Jerry se pusieron firmes y saludaron a su superior, antes de retirarse por el pasadizo que conducía a la parte posterior de la montaña.

Se aproximaron los chicos y el oficial a la abertura que daba al valle situado detrás de dicho monte, y que era bastante diferente del que los primeros conocían, pues no había en él ninguna cañada, y se entretuvieron en observar en silencio sus desiertas laderas; pero al cabo de unos cinco minutos, los gemelos se quedaron asombrados al oír un estridente silbido, a continuación de lo cual, todo el valle pareció rebosar de hombres uniformados. Con satisfecha expresión, el oficial se apartó de la grieta y fue a sentarse junto a la pared de roca viva, al par que decía:

—Contadme ahora todo lo que sepáis de la casa en que estáis viviendo… «Nueve Puertas», ¿no se llama así? También me dijisteis algo referente a un viejo… ¿Vive todavía en esa finca? ¿Cómo se encuentra? ¿Y su esposa? Contádmelo todo.

Cambiaron los dos hermanos una mirada de mutua comprensión, antes de que Dickie respondiera en tono dubitativo:

—Bueno… En realidad, nada podemos decirle, porque sabemos muy poco. A no ser que la tía Carol, la tía de Peter, se porta muy bien con nosotros. Es muy amable y muy…

Pero Mary lo atajó, para apuntar:

—No creo que siga siéndolo cuando lleguemos de vuelta, Dickie. A menos que este señor nos acompañe y le explique lo que ha sucedido.

—No os preocupéis por eso —dijo el oficial—… Os he prometido que os acompañaría, y cumpliré mi promesa. ¿Qué os ocurrió anoche?

De esta manera, los gemelos hubieron de relatar nuevamente la aventura de las pasadas horas, si bien pasaron por alto algunos detalles que habrían requerido mayor esfuerzo de imaginación que el que ellos estaban dispuestos a realizar en aquel momento. Por su parte, los mismos narradores se sentían algo confusos por el resultado de su expedición. Y en verdad que les costaba creer lo que sus ojos estaban viendo: que se encontraban en una caverna del monte, frente al valle situado al otro lado del mismo, y en compañía de un oficial americano, que en su vida civil era uno de esos legendarios «cow-boys» del lejano Oeste. ¿Estaría soñando, como había dicho Jerry cuando los descubrió? Por otra parte, Mary tenía la extraña impresión de que aquel hombre sabía sobradamente lo que ellos le explicaban; prueba de esto último fue que al referirse Dickie a la roca que habían apartado de su sitio, antes de entrar en la caverna, comentó aquél:

—De modo que sigue balanceándose, ¿no es eso? ¿Y hasta dónde se balanceó?

—¡Oh! —repuso el chico—. No podemos saberlo. Lo cierto fue que Mary y yo empujamos con todas nuestras fuerzas… y entonces se oyó un crujido espeluznante y… ¡y se apartó a un costado! Y aquí estamos los dos. Luego volvió a colocarse en su lugar, como por arte de magia. ¡Seguro que esa roca está encantada!

—¿Y el viejo? ¿Dónde se quedó? ¿No decíais que había ido delante de vosotros durante todo el trayecto?

—No, no —respondió entonces Mary—. No hemos dicho durante todo el trayecto. Poco antes de llegar a la entrada de la cueva lo perdimos de vista. Por culpa de «Macbeth», que es un perrito muy desobediente, aunque nosotros lo queremos mucho, porque lo hemos criado, «Macbeth» se escapó, para correr detrás de un conejo. Y el tío Micah siguió andando… pensativo y triste, como de costumbre… y no lo vimos más. Y ahora, ¿podríamos marcharnos a casa? Eh… ¿cómo se llama usted?

Al cabo de corta pausa, respondió el interrogado:

—Es preferible que por el momento me llaméis… tío. Sin agregar nada, ¿entendéis? Nada más que «tío». En fin: emprendamos el camino hacia esa finca; pero en lugar de contornear el monte, saldremos por la caverna que os sirvió de entrada. Será mucho más rápido, ¿eh? ¿No te parece?

—Por supuesto que sí —convino Dickie—; pero tendrá que volar esas rocas con dinamita. Porque nosotros no pudimos moverlas otra vez. Y tampoco pudo Jerry, cuando quiso ayudarnos a salir.

—Vayamos a echar un vistazo, de todas formas. Me gustaría ver cómo han quedado esas piedras.

—¿Y el caballo?

—No te preocupes por él. Se quedará aquí hasta que yo vuelva a buscarlo.

Echaron a andar los chicos y su nuevo amigo por la misma galería que los primeros habían recorrido con Jerry. en la noche anterior. «Macbeth» les seguía decidido, al parecer, a mantenerse a la zaga. Y al cabo de varios minutos de marcha por el oscuro pasadizo, débilmente alumbrado el camino por la linterna que llevaba el oficial, desembocaron en otro ensanchamiento provisto de una amplia abertura por la que penetraba la luz del día.

—Ya estamos al otro lado del monte —anunció el oficial—. ¿Veis esos cables que entran por ahí? Son los del transportador aéreo que llevaba el mineral hasta el punto de descarga. Y mirad aquí…

—¿Qué es eso? —le preguntó Mary—. Parecen unos cubos, sujetos a una cadena…

—En efecto: una cadena sin fin, con una serie de cangilones.

—Yo también quiero verlos —dijo Dickie.

Y su acompañante les explicó que el mineral procedente de las diversas galerías se amontonaba en aquel recinto, para ser elevado mediante los citados cangilones a la tolva de carga, por debajo de la cual se llenaba la vagoneta que a continuación lo transportaba hasta el otro lado del valle.

—¿Y cómo se movía la vagoneta? —quiso saber el pequeño.

—Iba suspendida de unos cables; de esos que veis ahí arriba. En la parte opuesta del valle hay una máquina que estira del tensor, y arrastra la vagoneta, hasta el sitio en que se la descarga. Una vez allí, el mineral es arrojado por un vertedero y recogido en el fondo de otro valle. Y el recipiente vacío vuelve aquí por su propio peso. Supongo que estos cables continúan por unos metros más, hacia el interior del monte, y en pendiente hacia arriba, a fin de frenar el impulso de la vagoneta. ¿Enterados?

Sonrió el que había hablado, al terminar su explicación. Y Dickie, absorto como se sentía ante tan interesantes novedades, asintió con viveza, pero no así su hermana, la cual le dio con el codo, antes de mirar al oficial y decirle con todo desparpajo:

—Lo que a mí me gustaría saber es cómo está usted tan enterado de lo que ocurre por aquí, si es verdad que ha llegado anoche a esta parte del país. ¿Eh? ¿Cómo sabe usted tantas cosas?

—¡Qué chica más graciosa! —exclamó el interrogado con una risita—. No es que lo sepa, pequeña. ¿Es que no puedo haberlo soñado… o imaginado? Después de todo, esta mina no es muy diferente de tantas otras. Y el sistema de transporte es el mismo que…

—Oiga —le interrumpió la niña con aire de recelo—: no será usted un espía, ¿verdad que no?

—¡Eso es lo que yo digo! —concordó su hermano—. Porque si es usted un espía… tenga en cuenta que estamos acostumbrados a bregar con ellos. El verano pasado capturamos unos cuantos; de modo que…

Una carcajada partió de labios del oficial, el cual se dio una palmada en un muslo, antes de exclamar:

—¡El Cielo me valga! ¡Qué barbaridad!… Escuchad, pequeños: quedaos tranquilos, porque no soy ningún espía. Y ahora sigamos andando. Veamos cómo han quedado las rocas que movisteis anoche.

Al llegar a la obstruida bocamina por donde los chicos habían entrado, pronto se echó de ver que aquellas enormes piedras no podrían ser removidas como no fuese con auxilio de palancas, o bien, mediante el uso de explosivos. Al cabo de un rato, el oficial, que se había tendido/ en el suelo, llamó a los chicos y les dijo:

—¡Eh! Traed aquí a vuestro perrito. Parece que hay un resquicio entre estas rocas, pues noto una leve corriente de aire.

Mary le entregó a «Macbeth», el cual fue colocado a la entrada del referido hueco. Y fuera porque no le gustase en absoluto la oscuridad de la caverna, o porque el olor de las hierbas del campo impresionó su olfato, lo cierto fue que el perrete se escurrió de las manos que lo sujetaban, para introducirse por entre las piedras. En aquel momento la niña se arrepintió de haber accedido maquinalmente a la petición del oficial. Y movida por un impulso, se acercó al resquicio y empezó a silbar, en señal de llamada; pero tanto si «Macbeth» la oyó como en caso contrario, la verdad fue que no volvió. Y su acongojada dueña, tras haberse enjugado las lágrimas, se encaró con el causante de su disgustó y lo apostrofó con marcada acritud:

—¡Culpa suya! ¡Por haber tenido esa ocurrencia estúpida de meterlo por ahí! ¡Y ahora no quiere volver! Y si se movieran estas rocas y el pobre muriese aplastado… ¡No quiero ni pensarlo! ¡Salgamos de aquí! Estoy harta de este lugar, y quiero recobrar a «Macbeth».

Soltó una risita el reprochado. Y en tono condescendiente, respondió:

—De acuerdo, pequeña, de acuerdo. Saldremos por otro sitio; pero no hace falta que armes tanto barullo por tan poca cosa.

Pero no contaba con la admirable lealtad que ambos hermanos se profesaban, por lo que no pudo menos que sorprenderse al oír la airada réplica de Dickie:

—¿Barullo?… No se le ocurra burlarse de Mary, ¿entiende? ¡Y deje de reírse! No tiene ninguna gracia el pensar que «Macbeth» puede perderse. Y tampoco tiene usted nada de gracioso. Al contrario; Mary y yo querríamos que se fuese lo más lejos posible y nos dejara en paz. Nosotros solucionamos cualquier asunto mucho mejor que usted. Y no crea que va a venir usted a Inglaterra para tratarnos a Mary y a mí de esa forma.

Impresionado por aquella enérgica repulsa, el oficial dejó de sonreír y se disculpó con grave acento. Y una vez que hubo reanudado sus buenas relaciones con los chicos, les indicó:

—Escuchad: antes de marcharnos, pasaremos por la sala de carga y nos asomaremos a la abertura, por si pudiésemos ver al perro; ¿conforme? Asintieron los gemelos. Y al volver al citado recinto, su acompañante apoyó una escalera de mano en la plataforma situada bajo la abertura por la que entraban los cables, y subió por ella. Le siguieron aquéllos, y al llegar arriba, el primero tomó a Mary en brazos y la sentó sobre uno de sus hombros, a fin de que pudiera asomarse al exterior.

—¡Oh! —exclamó la niña—. ¡No puedo ver lo que hay al pie de este sitio, porque la pared de roca es muy gruesa! En cambio, veo perfectamente toda la Cañada Negra, y el bosque de… ¡Oh! ¡Allá va «Macbeth» corriendo como loco detrás de un conejo! ¡«MACBETH»! ¡«MACBETH»! No me oye, pero no me importa, porque ahora sé que no le ha pasado nada. Y además, nos esperará ahí abajo, hasta que salgamos.

También quería ver Dickie al perrito, por lo que apiló varios cubos y cajones, para trepar sobre los mismos e izarse hasta el hueco, donde comentó en tono embelesado:

—Es fantástico. ¡Ésta sí que es una aventura digna de nosotros, Mary! No puede negarse que somos miembros del Pino Solitario. Hemos descubierto algo que dejará a los otros boquiabiertos. ¡Verás qué caras de asombro van a poner cuando los traigamos aquí!

—Está bien, jovencitos —díjoles entonces el oficial—. Obedeced ahora a vuestro nuevo tío, porque tenemos que salir de la mina. Venid.

No de muy buen grado, los gemelos bajaron de la plataforma y lo siguieron por el oscuro pasadizo. Y Mary se acercó a su hermano y le susurró al oído:

—¿No te has dado cuenta, Dickie? ¿No te extraña que conozca más cosas que nosotros sobre estos lugares? Hace un rato que estoy pensando en eso… y creo que he descubierto su espantoso secreto.

Pero su guía no parecía tener nada que ocultar; y mucho menos, un secreto de esa índole. Por el contrario, su proceder no podía ser más claro y despejado, como lo demostraban sus jocosos comentarios acerca del recorrido que estaban realizando. De vez en cuando, llevaba el haz de la linterna hacia un costado, para alumbrar el comienzo de las galerías laterales, en algunas de las cuales brillaban los carriles de unas vías. Y en cierta ocasión, se volvió y dijo:

—Creo que me gustaría volver aquí para explorar todo esto. Me recuerda una historia que leí cuando era niño: «Las Minas del Rey Salomón». ¿La conocéis vosotros?

Iba a responder Dickie, pero Mary le asió por un brazo… y en aquel momento volvió a percibir el chico la indefinible sensación que otras veces había experimentado, y que le permitía comprender, sin necesidad de palabras, que su hermana deseaba decirle algo con suma urgencia. Se detuvo entonces, y le dijo al oficial:

—Un momento, tío.

Y al dirigir éste la luz sobre los dos chicos, declaró Mary con trémula voz:

—Lo siento, tío; pero no podemos ir más allá. Ni Dickie ni yo le seguiremos.

—Pero… ¿por qué?

—No lo sé. El caso es que tengo miedo de marchar por aquí… y de todas formas, quiero volver en busca de «Macbeth». Si se le ocurriera pasar de nuevo por aquel hueco entre las rocas, se sentiría muy solo y asustado, en caso de que no estuviéramos allí.

Inútiles fueron las protestas y argumentos empleados por el oficial, a fin de persuadir a la pequeña, la cual, pese a que la irritación de aquel hombre llevó a provocarle unas lágrimas, persistió en su propósito, apoyada por su hermano, y añadió con súbita vehemencia.

—¡Y usted también debe acompañarnos, tío! Tengo miedo de este lugar… ¡Vamos, Dickie! No me gusta este sitio. ¡Yo sé que es malo, y que no debemos quedarnos aquí! Si tío no quiere acompañarnos, seguiremos a oscuras hasta que lleguemos a la caverna donde está la plataforma y los cables.

Y así, a su pesar, el perplejo oficial no tuvo más opción que volver sobre sus pasos, detrás de los gemelos; pero apenas si habían recorrido unos treinta metros, cuando he aquí que un extraño rumor se produjo a sus espaldas. Fue primero el ruido de algunas piedras sueltas que caían al suelo, seguido a poco por una especie de sordo retumbo. Se apresuraron entonces los tres, y al llegar a la sala de carga, se volvieron para mirar a la galería que acababan de recorrer. Y en aquel momento, un crujido procedente de encima suyo, incitó al oficial a tomar a cada chico por un brazo, para apartarlos a un rincón… segundos antes de que un pesado peñasco se desplomara desde arriba y obstruyera la entrada de dicho pasaje. Acto seguido, llegó hasta allí un lejano estruendo, que parecía ir aproximándose, y que cesó repentinamente, al tiempo que una racha de viento, cargado de polvo y de menudas piedrecillas, pasaba por los huecos que quedaban entre la roca recién caída y las paredes de la galería. Por espacio de un par de minutos, el oficial y los gemelos se mantuvieron en silencio. Luego preguntó el primero con grave entonación:

—Dime, Mary… ¿por qué tenías tanto empeño en volver aquí? ¿Era sólo a causa de tu perrito?

Parpadeó la niña y le miró, desconcertada, al par que contestaba:

—Pues… No sabría explicárselo. Tuve la impresión de que iba a ocurrir una catástrofe; pero ahora estoy más tranquila. Fuera lo que fuese, no siento ya esa impresión. ¿Qué es lo que ha sucedido?

—Yo te lo diré —se anticipó su hermano—: un derrumbamiento; un desprendimiento de rocas en la galería que estábamos recorriendo. Eso es lo que ha ocurrido. Y si no vienen pronto a rescatarnos, pasaremos mucha hambre. ¡Más de la que estoy pasando!

Esta última observación suscitó la hilaridad de su jovial acompañante, el cual movió luego la cabeza, con aire divertido, e indicó:

—No os preocupéis por eso. No tardaremos en salir de aquí. Ahora voy a pediros que os subáis a la plataforma y montéis allá arriba un servicio de vigilancia. Si veis a alguna persona desde vuestra atalaya, empezad a gritar y a silbar con el máximo entusiasmo, ¿de acuerdo? Entretanto, yo iré a comprobar si Dickie ha andado acertado en su suposición.

Sin oponer objeciones, los gemelos se encaramaron en la estrecha plataforma, desde donde miraron al oficial, quien les dirigió un saludo con el brazo y les recomendó:

—¡Animo, chicos! No descuidéis la vigilancia. Yo volveré en seguida.

—Hasta luego —respondióle Mary en tono de intranquilidad—. Tenga mucho cuidado.

Y a continuación se volvió hacia su hermano y le dijo:

—Sube tú primero al hueco y dime si hay espacio para los dos.

Sí lo había, y por tanto, no tardaron en asomarse los dos sobre la rocosa superficie inferior de la abertura, para mirar seguidamente a la Cañada Negra, cuyas aguas reflejaban en aquel momento los dorados rayos del sol de la tarde. Empezó a silbar entonces Mary espaciadamente para llamar a «Macbeth»; pero éste no podía oírla, porque se había marchado con Peter a la cima del monte. Al cabo de unos minutos, los pequeños abrieron los paquetes que les habían regalado los soldados, y en cuyo interior encontraron varias tabletas de chocolate americano, así como algunos chicles y paquetes de galletas. Dispuestos a celebrar un alegre festín, dedicaron un grato recuerdo a los generosos Jake y Jerry, y se llevaron a la boca sendas pastillas de chocolate y unas galletas; pero de pronto observó Dickie:

—Es preferible que no nos las comamos todas ahora. Ten en cuenta que podemos pasar hambre, en caso de que tarden mucho tiempo en rescatarnos. Hay que hacer durar esta comida, Mary. Y bien sabes tú cuánto me fastidia tener que hacer eso.

—Conforme —convino su hermana—. Guardaremos el resto hasta más tarde.

Media hora después, y cuando Dickie había calculado todas y cada una de las frases de enojo que podría dirigirle David en el momento en que se reunieran con él, llegó hasta la sala de carga el eco de una débil voz:

—Eh… pequeños… gemelos… Venid a ayudadme. Inmediatamente, Dickie se deslizó hasta la plataforma y exclamó:

—Es tío. Está llamándonos. ¿Puedes vigilar tú un momento mientras yo voy a buscarle?

Pero como Mary no quería quedarse sola, de lo que su hermano se congratuló secretamente, los dos chicos bajaron por la escalera y avanzaron lentamente por la penumbrosa caverna, hasta que al llegar al sitio en que había caído el peñasco desprendido del techo pudieron comprobar que existía un estrecho paso a la galería. Entraron entonces por ésta, al tiempo que la voz del oficial volvía a resonar en el oscuro pasadizo:

—¿Estáis ahí, chicos? Escuchad: me he torcido un tobillo y no puedo caminar. Estoy a la entrada de una galería lateral… Creo que es la segunda; pero no sé si veréis la luz de mi linterna, porque la pila está ya muy gastada. Mirad hacia aquí, y decidme si la veis. Voy a encenderla ahora. ¿Preparados?

Forzaron los gemelos su vista, y les pareció distinguir un amarillento destello al fondo de aquel tenebroso pasaje.

—¡Enciéndala otra vez! —gritó Dickie—. ¡Vamos a buscarle!

Y tomando a su hermana de la mano, echó a andar a toda prisa hacia el punto donde había brillado la luz; pero al llegar allí, Mary se había raspado una rodilla, y él se había dado tres cabezazos contra las paredes de la galería. Y cuando encontraron al lesionado oficial, los dos tropezaron con él y cayeron al suelo.

—Dios bendito —murmuró el pequeño, en tanto se levantaba—. Creo que se ha desmayado. ¡Eh, tío! ¡Despiértese! ¡Estamos aquí!

Densas tinieblas envolvían aquel lugar. Y ni siquiera cabía el recurso de emplear la linterna, cuya pila se hallaba completamente agotada. En tono conturbado, balbuceó Mary:

—Tenemos… tenemos que sacarle de aquí… como sea. Somos responsables de su seguridad. Y es necesario que lo salvemos; sobre todo… por ser quien es. Tú también lo has adivinado, ¿verdad, Dickie?

—No. ¿Quién es?

—¡Qué tonto eres! ¿No te has dado cuenta todavía? ¡Es Charles, el hijo del tío Micah! Estoy convencida de que lo es. De otro modo, ¿cómo se explica que sepa tantas cosas de este lugar, y que nos haya hecho todas aquellas preguntas? Espera; no contestes. Está moviéndose, y no conviene que sepa lo que hemos adivinado. ¡Eh, tío! ¡Somos nosotros! No se preocupe. Hemos venido a salvarlo.

—Gracias… Gracias, chicos —murmuró el oficial—. Sois unos valientes. Debo de haber perdido el conocimiento por unos minutos… Tropecé contra una piedra, y me caí.

Tras haber reposado durante corto rato, el lesionado se levantó trabajosamente y apoyó una mano en la húmeda pared y la otra en un hombro de Dickie, para dirigirse, cojeando, hacia la salida de la galería. Ninguno de los tres expresó durante el corto trayecto el dolor que les producían sus diferentes contusiones. Ni Mary dijo nada, referente a su herida rodilla, ni su hermano se quejó de los chichones que le habían salido en la frente, a consecuencia de los tres testarazos. Y en cuanto al oficial, se limitó a sentarse al pie de la escalera, antes de indicar en tono jovial:

—Ya estamos salvados. Y ahora, Dickie, deberías apostarte encima de la plataforma, como un bravo centinela. Yo no puedo subir allí. Vigila los alrededores, y avísame en caso de que veas alguna persona. Y dicho sea de paso: ¿tenéis alguna cosa para comer? Si queréis un poco de chocolate, puedo daros una…

—¡Oh! —exclamó entonces Mary con acento consternado—. ¡Tiene usted las manos manchadas de sangre!

—Sí… Me corté con el borde de una roca, al caer al suelo. Ahora mismo me lavaré, si me traéis un poco de agua de la cisterna.

—¿La cisterna?

—Sí; está ahí mismo, detrás de la cadena sin fin. ¿Y tú pequeña, qué te has hecho en la rodilla?

—Nada. No es más que un rasguño.

Terció entonces Dickie para preguntar desde lo alto de la escalera:

—Lo que yo quería saber, sin lugar a dudas, es si hemos perdido todas las esperanzas.

Y el oficial exclamó, presa de intenso asombro:

—¿Qué estás diciendo?

—Simplemente, si debemos resignarnos a permanecer aquí para siempre. Porque en ese caso, deberíamos racionar nuestras provisiones, porque… porque es un asunto muy grave, y…

—Lo que quiere decir mi hermano —le atajó Mary—, es si ha encontrado usted alguna salida por esa galería, o si también está cerrado el camino por ese lado.

Asintió el lesionado, antes de indicar:

—Ha habido otro desprendimiento de tierras por allí. Yo me torcí el tobillo cuando intentaba remover las rocas. ¡Dios bendito! Si no hubiera sido porque Mary se negó a seguir más adelante…

—¡Perfectamente! —exclamó Dickie, cuyo semblante revelaba extraño alborozo—. ¡Eso es lo que yo quería saber!

—¿Eh? —inquirió el oficial—. ¿Y por qué estás tan contento?

—¡Oh! Siempre había deseado saber qué era lo que sentía, al encontrarse uno enterrado en vida. Y ahora que lo sé… veo que no es tan terrible como yo creía. ¿Racionamos nuestros víveres? Yo tengo aquí… tengo unos chicles…

Tras una divertida carcajada, su contuso acompañante movió la cabeza y le contestó:

—No te preocupes ahora por eso. Sube a la atalaya, y observa los alrededores, mientras Mary me ayuda a vendar este tobillo.

A continuación, y en tanto que Dickie trepaba a la citada abertura, la pequeña recogió la bufanda que su nuevo amigo le entregó y fue a empaparla en la cisterna. Luego, al ayudarle a enrollarla en torno a su hinchada articulación, no pudo contener por más tiempo el deseo de revelar sus sospechas y declaró:

—Es inútil que sigamos fingiendo, tío. Sabemos quién es usted. Usted es Charles, el hijo del tío Micah; ¿verdad que sí? Usted es el que escapó de su casa y se marchó a América, causando así la desolación de… de su amantísimo padre, ¿no es eso? Desde luego que sí lo es. Nosotros lo adivinamos en seguida. Y… ¿verdad que es una suerte que le hayamos encontrado? Porque su pobre padre sufre mucho, pensando en usted. No; nada conseguirá negando la… la evidencia. Nosotros lo sabemos. Y es cierto que su padre se consume de pena y anhela su regreso. Por eso anda siempre por el monte, completamente solo, e incluso a altas horas de la noche, y va a sentarse en la cumbre, junto a la Silla del Diablo… Y por eso todo el mundo, menos nosotros y la tía Carol, cree que es un brujo… ¡Ah! Entonces, la tía Carol es ahora su madrastra, ¿verdad? Pero es muy diferente de la madrastra de Jenny; porque ésa sí que es una bruja. En cambio, la tía Carol es un verdadero ángel. ¡Más buena que…! ¡Ea! Ya está vendado su tobillo. ¿Quiere que le limpie ahora las manos? Yo también tengo que lavarme la rodilla. Nunca había sangrado tanto como esta vez. Tengo el calcetín empapado.

—Moja mi pañuelo —le ofreció el oficial—, y lávate esa herida. Y empléalo, si quieres, para vendarte la rodilla. Si no alcanza, arrancaré una tira de mi camisa.

—¡Oh! No hace falta. En todo caso, podríamos utilizar su camisa para hacer una bandera de señales, como las que ponen los náufragos en sus balsas, ¿no le parece?

Antes de que el interrogado pudiera contestar, se oyó la voz de Dickie, el cual llamaba desde arriba con excitado acento:

—¡Sube, Mary! ¡Estoy oyendo hablar ahí fuera! No veo a nadie, pero es seguro que se acercan aquí.

Y su hermana apoyó ambas manos en los hombros del oficial y le dijo:

—¿Ha visto usted? ¡Ya lo sabía! ¡«Macbeth» ha ido en busca de gente para salvarnos! Y ahora, escúcheme atentamente… prométame… Por favor, tío Charles, prométamelo… y júremelo, también, que hará todo lo que le digamos, en el momento que seamos rescatados. No diga usted quién es hasta que nosotros se lo avisemos. He forjado un plan tan estupendo, que…

—¿Un plan?

—Sí; pero no me pregunte nada por ahora. Luego se lo revelaré. ¿Seguirá usted nuestras instrucciones? Prométamelo, tío Charles. Sea bueno y acceda a este caprichito, por favor…

Movida por su impaciencia y excitación, la pequeña asió al hombre por los brazos y empezó a agitarlo fuertemente, al par que le apremiaba a contestar. Y el interrogado no pudo hacer otra cosa sino sonreír y responderle en tono condescendiente:

—De acuerdo, pues; prometido. Eres una chica muy lista, Mary. Sube junto a tu hermano, y ponte a gritar allí con todas tus fuerzas, para llamar la atención a los que puedan acercarse. Cuando veas quiénes son, avísamelo. La niña se dispuso a obedecer; pero al llegar a lo alto de la plataforma, Dickie volvió a gritar:

—¡De prisa, Mary! Veo que se acerca mucha gente. Y no sé qué les ocurre a estos cables. Creo que se están moviendo solos.

Con un esfuerzo. Charles se levantó y ordenó a los chicos:

—¡Bajad aquí en seguida! ¿Oyes, Dickie? ¡Sal de ahí inmediatamente! ¡Rápido! ¡Y tú también, Mary!

Pero el pequeño se hallaba tan entusiasmado en su puesto de observación, que no pareció haberle oído.

—¡Dentro de un momento podré decir quiénes son los que se acercan! —anunció—. ¡A lo mejor traen una grúa para…!

—¡DICKIE! —gritó el oficial—. ¡BAJA INMEDIATAMENTE!

Y al apagarse el eco de su voz, se oyó un extraño zumbido procedente de los cables, los cuales habían empezado a vibrar. Al advertir la palidez que cubría el rostro de aquel hombre, Mary intuyó la proximidad de un nuevo peligro. Y alargando ambas manos, asió a Dickie por los tobillos y tiró hacia abajo, para obligarle a descender de la abertura en la pared de roca. Acto seguido, los dos chicos se precipitaron hacia la escalera, por donde bajaron atropelladamente, al tiempo que el ominoso rumor iba acrecentándose, hasta convertirse en horrísono chirrido… Y una exclamación de terror partió de labios de Mary, al tiempo que la vagoneta penetraba raudamente por la abertura y desaparecía en un santiamén en las profundidades de la caverna. Segundos después, moderada la impetuosa marcha del vehículo por la inclinación ascendente de los cables en su trecho final, decreció el rumor que producían las poleas. Y entonces murmuró la chica:

—¿Has visto, Dickie?

—Sí —repuso éste con un hilo de voz—. Sí que lo he visto. Iba un fantasma, asomado… de pie… en esa vagoneta.

—¿Qué fantasma, Dickie? ¿De quién… de quién es?

—Pues… creo que era el fantasma de… de Tom Ingles. Pobre Tom…

De pronto, el conturbado chico reunió el valor suficiente para alzar la voz y gritar:

—¡Tom!… ¡Tom!… ¿Es verdad que estás ahí?

Y al deslizarse suavemente hacia atrás la metálica vagoneta, hacia su punto de parada sobre la plataforma de carga, llegó a oídos de los gemelos la contraseña del club del Pino Solitario: el lastimero canto del avefría. Y a continuación, el agudo e inconfundible ladrido de «Macbeth».